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NIVEL DOS » 0026

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0026

Aquella misma noche, más tarde, varias horas después de que Shoto hubiera abandonado la fortaleza, caí en la cuenta.

Estaba sentado en mi cabina de control, con la Llave de Jade en la mano, recitando la pista grabada en ella. «El examen aprueba y prosigue la prueba».

En la otra mano sostenía el papel de plata. Mis ojos se desplazaban de una a otro y yo intentaba establecer la relación que existía entre ellos. Llevaba horas haciéndolo y no llegaba a ninguna conclusión.

Suspirando, aparté la llave y deposité el papel, bien estirado, sobre el panel de control, frente a mí. Con parsimonia, fui alisándolo, eliminando las arrugas, los pliegues. El envoltorio era cuadrado, de quince centímetros de lado. Plateado por un lado, blanco por el otro.

Abrí una aplicación para el análisis de imágenes y apliqué un escaneado de alta resolución a las dos caras. A continuación amplié ambas imágenes en mi visualizador y estudié todos y cada unos de sus micrómetros. No encontré ningún texto oculto, ninguna marca en ninguno de los dos lados.

Como mientras lo hacía comía unas patatas fritas, recurría a instrucciones de voz para accionar la aplicación. Le pedí que redujera el tamaño de la ampliación y que centrara la imagen en el visualizador. Al hacerlo recordé la escena de Blade Runner, cuando el personaje de Harrison Ford, Deckard, usa un escáner similar, accionado mediante la voz, para analizar una fotografía.

Levanté el envoltorio y le eché otro vistazo. La luz virtual se reflejó en su superficie plateada y, no sé por qué, se me ocurrió que podía doblarlo, hacer un avión con él y lanzarlo por el aire. Hacerlo me llevó a pensar en el origami lo que, a su vez, me recordó otra escena de Blade Runner, una de las últimas de la película.

Y entonces se me encendió la lamparita.

«El unicornio», susurré.

Apenas hube pronunciado la palabra «unicornio», el papel empezó a doblarse solo allí mismo, en la palma de mi mano. Primero se plegó por la mitad, en diagonal, hasta formar un triángulo de plata. Siguió doblándose, formando triángulos de menor tamaño, diamantes cada vez más pequeños, hasta adoptar, finalmente, una figura de cuatro patas de la que, después, sobresalieron una cola, una cabeza y, por último, un cuerno.

El envoltorio se había plegado solo y se había convertido en un unicornio de papiroflexia. Una de las imágenes más representativas de Blade Runner.

Ya estaba en el ascensor y le gritaba a Max que preparara la Vonnegut para el despegue.

«El examen aprueba y prosigue la prueba».

Sabía a qué «examen» se refería aquella frase y dónde debía desplazarme para someterme a él. El unicornio de origami me lo había revelado.

Blade Runner aparecía mencionado nada menos que catorce veces en el Almanaque de Anorak. Era una de sus diez películas preferidas de todos los tiempos. Y se trataba de la adaptación de una novela de Philip K. Dick, uno de los autores favoritos de Halliday. Razón por la cual yo la había visto unas cincuenta veces y había memorizado los fotogramas y diálogos.

Mientras la Vonnegut cruzaba el espacio, subí la versión íntegra de la película al visualizador y busqué dos escenas concretas.

Estrenada en 1982, situaba la acción en Los Ángeles en 2019, en un futuro superpoblado e hipertecnológico que no había llegado nunca a hacerse realidad. Cuenta la historia de un hombre, Rick Deckard, interpretado por Harrison Ford, que trabaja como «blade runner», policía especial que se encarga de perseguir y matar a réplicas[12], seres manipulados genéticamente que apenas se distinguen de los humanos auténticos. De hecho, las réplicas actúan como los seres humanos y se parecen a ellos hasta tal punto que el único modo que tienen los blade runner de distinguirlos es recurrir a un aparato similar a un polígrafo conocido como la máquina Voight-Kampff con la que los someten a un examen.

«El examen aprueba y prosigue la prueba».

Las máquinas Voight-Kampff aparecen solo en dos escenas de la película, ambientadas, en los dos casos, en el interior del Edificio Tyrell, una inmensa estructura piramidal doble, sede de Tyrell Corporation, la empresa que fabrica réplicas.

Entre las estructuras más repetidas en Oasis se encontraba la del Edificio Tyrell. En centenares de planetas existían copias repartidas por los ventisiete sectores. Era así porque el código para construirlas se incluía en una plantilla gratuita que se entregaba con el software de construcción de Oasis, el WorldBuilder (junto con muchas estructuras extraídas de películas y series de televisión). Así que, durante aquellos veinticinco años, cada vez que alguien usaba el WorldBuilder para crear un planeta nuevo en Oasis, podía, si lo deseaba, seleccionar un Edificio Tyrell de un menú predeterminado e insertar una de sus copias en su simulación para contribuir, con ella, al perfil de ciudad urbana y futurista que pretendiera crear. Así, algunos mundos contaban con más de diez copias del Edificio Tyrell repartidas por su superficie. Y yo, en aquel momento, me encontraba moviendo el culo a la velocidad de la luz para alcanzar el más próximo de aquellos planetas, un mundo de temática ciberpunk llamado Axrenox, situado en el Sector 22.

Si mis sospechas eran fundadas, todas las copias del Edificio Tyrell tenían una entrada oculta a la Segunda Puerta a través de las máquinas Voight-Kampff situadas en su interior. No me preocupaba encontrarme con los sixers, porque era imposible que hubieran bloqueado el acceso a la Segunda Puerta, teniendo en cuenta que existían miles de copias del Edificio Tyrell repartidas por centenares de mundos distintos.

En cuanto llegué a Axrenox, encontrar una réplica del Edificio Tyrell me llevó apenas unos minutos. Era imposible no verla.

Una estructura inmensa, construida en forma de pirámide, que cubría un área de varios kilómetros cuadrados y se elevaba por encima de la mayoría de las estructuras circundantes.

Apunté hacia la primera copia del edificio que encontré y puse rumbo a él. Llevaba activado el dispositivo de invisibilidad, que mantuve activado para llevar la Vonnegut hasta una de las plataformas de aterrizaje del edificio. Después bloqueé la nave y activé sus sistemas de seguridad, confiando en que serían suficientes para evitar que me la robaran. Allí no funcionaba la magia, por lo que no podía minimizarla y metérmela en el bolsillo. Dejar el vehículo estacionado al aire libre, en un mundo ciberpunk como era Axrenox, era como pedir a gritos que te lo robaran. La Vonnegut sería una presa a batir para la primera banda de cyborgs «leather» que pasara por allí y la viera.

Abrí la plantilla del Edificio Tyrell y la usé para localizar un ascensor de acceso al terrado que quedara cerca de la plataforma donde había aterrizado. Cuando lo encontré, introduje el código de seguridad que venía por defecto en la plantilla y crucé los dedos. Tuve suerte y las puertas se abrieron con un zumbido. Fuera quien fuese el que había creado el paisaje urbano de Axrenox, no se había molestado en modificar los códigos de seguridad de la plantilla. Me pareció que era buena señal: probablemente significaba que había dejado todo lo demás como estaba.

Me metí en el ascensor y descendí hasta la planta 440, mientras activaba mi armadura y extraía las armas. Para llegar al lugar que me interesaba debía superar, antes, cinco controles de seguridad. A menos que la plantilla hubiera sido modificada, camino a mi destino iba a encontrarme con cincuenta réplicas de guardias.

El tiroteo se inició apenas se abrieron las puertas del ascensor. Tuve que matar a siete «pellejudos» antes de poder salir de la cabina y acceder al pasillo.

Los siguientes diez minutos se desarrollaron como el desenlace de una película de John Woo; una de aquellas protagonizadas por Chow Yun Fat, como Hard Boiled y The Killer. Puse mis dos armas en disparo automático y apreté los gatillos al tiempo que avanzaba de sala en sala, cargándome a todos los PNJ que se atravesaban en mi camino. Los guardias me devolvían las balas, que rebotaban en mi armadura y no me hacían nada. Nunca me quedaba sin munición, porque cada vez que disparaba una ráfaga, otra era teletransportada hasta el cartucho automáticamente.

Ese mes iba a pagar una fortuna en la factura de la munición.

Cuando, finalmente, llegué a mi destino, pulsé otro código y bloqueé la puerta que acababa de franquear. Sabía que no disponía de mucho tiempo. Por todo el edificio sonaban las alarmas y los miles de guardias PNJ apostados en las plantas inferiores ya debían de estar subiendo para darme caza.

Mis pasos resonaron en la habitación, que estaba desierta, salvo por un gran búho plantado sobre un pedestal dorado. Me guiñó un ojo, silencioso, mientras yo atravesaba la inmensa estancia, de dimensiones y aspecto catedralicios, recreación perfecta de la oficina del fundador de la Tyrell Corporation, Eldon Tyrell. Habían copiado con exactitud todos los detalles de la película. Suelos de piedra pulida. Enormes columnas de mármol. Y, en la pared que daba a poniente, un ventanal de suelo a techo que ofrecía unas vistas sobrecogedoras del paisaje urbano que se extendía más allá.

Junto a él había una gran mesa de juntas y, sobre ella, la máquina Voight-Kampff. Era del tamaño de un maletín y en la parte frontal tenía una hilera de botones sin etiquetar, junto a tres pequeños monitores de datos.

Al acercarme y sentarme frente a la máquina, esta se puso en marcha sola. Un fino brazo robótico alargó un dispositivo circular que recordaba a un escáner de retina, que se situó automáticamente sobre la pupila de mi ojo derecho. En un costado de la máquina había encajado un pequeño fuelle que empezó a subir y bajar, dando la impresión de que esta respiraba.

Miré a mi alrededor, sin saber si algún PNJ con aspecto de Harrison Ford aparecería para formularme las mismas preguntas a las que sometía a Sean Young en la película. Llevaba memorizadas todas las respuestas, por si acaso, pero transcurridos unos segundos, allí no sucedía nada. El fuelle de la máquina seguía moviéndose. A lo lejos, las alarmas del edificio seguían sonando.

Extraje la Llave de Jade y, al instante, un panel se abrió a un costado de la máquina y me mostró una cerradura. Introduje la llave en el acto y di media vuelta. La máquina y la Llave de Jade desaparecieron al momento y, en su lugar, apareció la Segunda Puerta. Se trataba de un portal situado en lo alto de la mesa de juntas. Sus bordes resplandecían con el mismo brillo verdoso de la llave y, como en el caso de la Primera Puerta, parecía conducir a un inmenso campo de estrellas.

Me subí a la mesa y la franqueé de un salto.

Me encontré junto a la entrada a una bolera sórdida decorada a la manera de la época disco. La alfombra estampada de espirales verdes y marrones, y las sillas de plástico de un naranja desvaído. Las pistas de los bolos estaban vacías y mal iluminadas. El local estaba desierto. No había siquiera PNJ tras el mostrador del snack-bar. Yo no sabía bien dónde se suponía que me encontraba hasta que vi MIDDLETOWN LANES, escrito en letras gigantescas en la pared, por encima de las pistas.

Al principio, solo se oía el zumbido sordo de los fluorescentes del techo. Pero al poco me percaté de que, de algún punto situado a mi izquierda, procedían unos débiles pitidos electrónicos. Miré en esa dirección y vi un cuarto en penumbra más allá del snack-bar. Sobre la entrada de aquel espacio con aspecto de cueva había un cartel que, en letras de neón encendidas, anunciaba que se trataba de la SALA DE JUEGOS.

Noté una fuerte ráfaga de viento y el rugido de algo parecido a un huracán que penetraba en la bolera. Mis pies empezaron a recorrer la alfombra y me di cuenta de que arrastraban a mi avatar hacia la sala de juegos, como si allí se hubiera abierto un agujero negro.

Mientras el vacío me succionaba hacia la entrada de la sala, vi que en su interior se alineaban unos diez videojuegos, todos de mediados de los ochenta. Crime Fighters, Heavy Barrel, Vigilante, Smash TV. Y noté que mi avatar era atraído hacia un juego en concreto, un juego que se situaba alejado de los otros, al fondo de aquel cuarto.

Black Tiger. Capcom, 1987.

En el centro del monitor del juego se había creado un remolino que chupaba desperdicios, vasos de papel, zapatos de bolos; todo lo que no estaba clavado al suelo. Incluido yo. Cuando mi avatar se acercó más, yo, deliberadamente, alargué la mano y agarré el joystick de una máquina de Time Pilot. Al instante, mis pies se levantaron del suelo mientras el remolino seguía atrayendo a mi avatar, inexorablemente, hacia él.

Para entonces yo casi no podía reprimir una sonrisa de impaciencia. Podría haberme dado incluso unas palmaditas en la espalda, porque dominaba, desde hacía mucho tiempo, el juego Black Tiger; concretamente desde el primer año de La Cacería.

Antes de su muerte, cuando Halliday vivía recluido, lo único que aparecía en su página web era una breve animación sin fin que mostraba a su avatar, Anorak, sentado en la biblioteca de su castillo mezclando pociones y consultando polvorientos manuales de hechicería. Aquella animación se había ido repitiendo durante una década, hasta que, la mañana en que Halliday murió, fue sustituida por La Tabla de Puntuación. En aquella animación, colgada de una pared, tras Anorak, se distinguía el cuadro grande de un dragón negro.

Los gunters habían inundado con innumerables mensajes teorías sobre aquel cuadro, sobre lo que quería decir ese dragón negro, si es que significaba algo. Pero yo lo había tenido claro desde el principio.

En una de las primeras entradas de su Almanaque de Anorak, Halliday había escrito que cada vez que sus padres se peleaban, él salía a escondidas de su casa, se montaba en su bici y se trasladaba hasta la bolera de su barrio para jugar a Black Tiger, porque le bastaban veinticinco centavos para pasar un buen rato jugando. AA 23:234: «Por veinticinco centavos, Black Tiger me permite escapar de mi miserable existencia durante tres horas gloriosas. Una ganga».

Black Tiger había salido al mercado en Japón con su título original, Burakku Doragon (Dragón Negro). El juego cambió de nombre para su lanzamiento en Estados Unidos. Y yo había llegado a la conclusión de que el dragón que colgaba de la pared del estudio de Anorak era una pista sutil que indicaba que Burakku Doragon jugaría un papel clave en La Cacería. De modo que había estudiado aquel juego hasta que, como Halliday, fui capaz de llegar hasta el final consumiendo un solo crédito. En cuanto lo logré, seguí jugando de vez en cuando, para que no se me oxidaran las técnicas.

Al fin parecía que mi capacidad de previsión y mi perseverancia estaban a punto de valerme una recompensa.

Solo pude permanecer aferrado al joystick de Time Pilot unos pocos segundos, hasta que no pude más y tuve que soltarme, y mi avatar fue succionado hasta el monitor del juego de Black Tiger.

Por un momento todo se volvió negro. Y enseguida me encontré rodeado de un entorno irreal.

Estaba en el pasillo angosto de una mazmorra. A mi izquierda había un muro alto, de piedra gris, con una gigantesca calavera de dragón apoyada sobre él. El muro era tan alto que no se veía el final y se perdía en la oscuridad de las alturas. Yo no alcanzaba a ver el techo. El suelo de la mazmorra estaba compuesto de plataformas circulares flotantes dispuestas de un extremo a otro en una larga línea que se disipaba en la penumbra. A mi derecha, más allá del borde de las plataformas, no había nada, solo un vacío negro, ilimitado.

Me volví, pero no vi ninguna salida detrás de mí. Solo otra pared de piedras que se perdía en la negrura, sobre mi cabeza.

Me fijé en el cuerpo de mi avatar. Era exactamente igual que el héroe de Black Tiger, un guerrero bárbaro semidesnudo, ataviado con un taparrabos y de armadura y casco con cuernos. Mi brazo derecho había desaparecido bajo un extraño guante metálico, del que colgaba una cadena larga y retráctil con bola de púas al final. Con la mano derecha sostenía hábilmente tres dagas. Cuando las lancé al vacío negro a mi derecha, otras tres idénticas aparecieron al instante en mi mano. Y al saltar descubrí que era capaz de recorrer diez metros de un solo brinco y caer de pie, con la elegancia de un felino.

Entonces lo comprendí: estaba a punto de jugar a Black Tiger, claro. Pero no a la versión en dos dimensiones de aquel juego de plataformas que yo había llegado a dominar, la que tenía más de cincuenta años de antigüedad, sino a una versión nueva, de inmersión, en tres dimensiones del juego, creada por Halliday.

Mi conocimiento de la mecánica del juego, de sus niveles y sus enemigos me resultaría sin duda de ayuda, pero el desarrollo del juego sería totalmente distinto y me exigiría demostrar una serie de aptitudes nuevas.

La Primera Puerta me había colocado en una de las películas favoritas de Halliday. La Segunda Puerta me llevaba a uno de sus videojuegos preferidos. Mientras pensaba en las implicaciones, en mi visualizador apareció un mensaje: «¡Empieza!».

Miré a mi alrededor. Una flecha grabada en la piedra de la pared que tenía al lado me señalaba que debía caminar hacia delante. Alargué los brazos y las piernas, hice chasquear los nudillos y aspiré hondo. Después, mientras comprobaba que mis armas estuviesen listas, corrí hacia delante, saltando de plataforma en plataforma, al encuentro del primero de mis adversarios.

Halliday había recreado fielmente todos los detalles de la mazmorra de ocho niveles de Black Tiger.

Yo empecé apostando demasiado fuerte y perdí una vida antes incluso de cargarme al primer pez gordo. Pero no tardé en acostumbrarme a jugar en tres dimensiones (y desde una perspectiva subjetiva), y finalmente le pillé el punto a la partida.

Seguí hacia delante, saltando de plataforma en plataforma, atacando en pleno vuelo, esquivando las incesantes embestidas de seres amorfos, esqueletos, serpientes, momias, minotauros y, sí, ninjas. Cada enemigo al que derrotaba soltaba un montón de «monedas zenny» que posteriormente podía usar para comprarme capas de armadura, armas y pociones de alguno de los sabios repartidos en cada nivel. (Aquellos «sabios», al parecer, creían que montar una tienda en medio de una mazmorra infestada de monstruos era una idea genial).

Allí no había tiempos muertos, ni ningún modo de poner el juego en «pause». Aunque franquearas una puerta, ya no podías parar y salir del juego. El sistema no lo permitía. Aunque te quitaras el visor, seguías conectado. La única manera de salir era franquear la puerta. O morir.

Logré superar los ocho niveles del juego en menos de tres horas. Cuando estuve más cerca de la muerte fue durante mi batalla con el último enemigo, el Dragón Negro que, cómo no, era idéntico a la bestia representada en el cuadro del estudio de Anorak. Yo ya había usado todas mis vidas extra y mi marcador estaba casi a cero, pero logré seguir moviéndome y no entrar en contacto con el fiero aliento del dragón mientras, lentamente, le iba quitando vidas gracias a mi puntería con las dagas. Al asestarle el golpe final, el dragón se desplomó y se convirtió en polvo digital delante de mí.

Solté un largo suspiro de alivio.

Y entonces, sin transición, volví a encontrarme en la sala de juegos de la bolera, de pie frente a la máquina de Black Tiger. Frente a mí, en la pantalla, mi bárbaro armado estaba en una pose heroica. Debajo figuraba el siguiente texto:

HAS DEVUELTO LA PAZ Y LA PROSPERIDAD A NUESTRA NACIÓN.

¡GRACIAS, TIGRE NEGRO!

¡ENHORABUENA POR TU FUERZA Y TU SABIDURÍA!

Y entonces sucedió algo extraño, algo que no ocurría cuando vencía en el juego original: uno de los «sabios» de la mazmorra apareció en la pantalla con un bocadillo de cómic saliendo de su boca: «Gracias. Estoy en deuda contigo. Por favor, acepta un robot gigante como premio».

Una larga hilera de iconos de robot apareció entonces bajo el hombre sabio, en sentido horizontal en la pantalla. Descubrí que moviendo el joystick a izquierda y derecha era posible escoger entre una lista de más de cien «robots gigantes». Cuando se preseleccionaba uno, a su lado aparecía información sobre sus características y armamento.

No los reconocí a todos, pero sí a la mayoría. Identifiqué a Gigantor, a Tranzor Z, el Gigante de Hierro, a Jet Jaguar, a Giant Robo, el gigante con cabeza de esfinge de Johnny Sokko y su robot volador, la serie completa de juguetes de los Guerreros Shogun y muchos de los mecanos[13] que aparecían en las series de animación Macross y Gundam. Once de ellos estaban sombreados y marcados con cruces rojas, y no podían identificarse ni seleccionarse. Deduje que eran los que habían escogido Sorrento y los demás sixers que habían franqueado la puerta antes que yo.

Como parecía que, en efecto, estaba a punto de recibir una copia real y operativa del robot que seleccionara, estudié con atención todas las opciones, buscando la que pareciera más potente y bien armada. Pero me detuve en seco al descubrir a Leopardon, el robot gigante con capacidad para transformarse que usaba Supaidaman, la encarnación de Spiderman que aparecía en la televisión japonesa a finales de los setenta. Yo había descubierto Supaidaman durante mis investigaciones y, por algún motivo, me había obsesionado con la serie. O sea, que a partir de ese momento dejó de importarme que Leopardon no fuera el robot más poderoso de los disponibles. Debía tenerlo de todos modos.

Seleccioné el icono y pulsé el botón de disparar. En lo alto de la consola de Black Tiger apareció una réplica de Leopardon de treinta centímetros. Lo agarré y lo añadí a mi inventario. No venía con instrucciones y el campo destinado a la descripción del artículo estaba en blanco. Me dije que lo examinaría más tarde, cuando regresara a mi fortaleza.

Entretanto, en el monitor del juego Black Tiger, los créditos finales habían empezado a pasar por la pantalla, cubriendo parcialmente la imagen del héroe bárbaro sentado en un trono, junto a una esbelta princesa. Yo leí, respetuosamente, los nombres de los programadores. Todos japoneses, salvo el último en aparecer, que decía: OASIS PORT BY J. D. HALLIDAY.

Cuando los créditos terminaron, el monitor quedó a oscuras durante un momento. Entonces, en el centro apareció un círculo rojo, iluminado, dentro del cual se destacaba una estrella de cinco puntas. Las puntas de la estrella sobrepasaban el límite del círculo rojo. Un segundo después, en el centro de la estrella roja, radiante, se formó la imagen de la Llave de Cristal, girando despacio sobre sí misma.

Noté una descarga de adrenalina, porque había reconocido aquella estrella roja y sabía adónde me conducía.

De todos modos, tomé varias fotos fijas para curarme en salud. Un momento después, el monitor se oscureció de nuevo y la consola de pie de Black Tiger se fundió y transformó en una de puerta con los bordes de color jade resplandeciente. La salida.

Solté un grito de triunfo y la atravesé.

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