Raven

Raven


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«Y

o no pedí nacer», repliqué a mi madre cuando se quejó de todos los problemas que le había causado desde el día en que nací. Habían telefoneado del colegio, y la encargada de vigilar el absentismo escolar había amenazado a mi madre con denunciarla si yo volvía a faltar a una sola clase. Odiaba mi colegio. Era un enjambre de esnobs que revoloteaban alrededor de tal o cual abeja reina, y todos amenazaban con acribillarme a aguijonazos si me atrevía a intentar siquiera entrar en sus selectos círculos sociales. ¡Éramos tantos alumnos en clase que la mayoría de mis profesores ni siquiera sabía que yo existía! Si no hubiera sido por el nuevo sistema de fichar con tarjeta, nadie se habría dado cuenta de que no había ido a clase.

Mamá cerró la puerta de la nevera de un golpe con su pie descalzo y dejó la botella de cerveza sobre el mostrador con tanta fuerza que estuvo a punto de romperla. La destapó con el abridor y se quedó mirándome fijamente, con los ojos inyectados en sangre. La llamada de la responsable de absentismo la había despertado bruscamente, pues estaba sumida en un sueño profundo. Se llevó la botella a los labios y la empinó, sorbiendo con avidez mientras los músculos de su delgado cuello palpitaban con el esfuerzo de engullir la mayor cantidad posible de cerveza en cada trago. Entonces volvió a fulminarme con la mirada. Vi que tenía un cardenal en el antebrazo derecho y el codo despellejado.

Estábamos teniendo una semana de calor desusado para la estación. La temperatura había alcanzado los 32 grados aquel día, y eso que ya era casi finales de octubre. El cabello de mi madre, de color negro azabache como el mío, le caía sobre las mejillas, lacio y sin vida. Llevaba las puntas del flequillo demasiado largas y desparejas. Adelantó el labio inferior y sopló hacia arriba para apartarse el pelo de los ojos. En otro tiempo, había sido una mujer preciosa, con ojos que destellaban como dos perlas negras. Tenía la tez tersa y muy oscura, con unos pómulos altos y marcados y unos rasgos faciales perfectos. Otras mujeres se hacían injertos de silicona para tener unos labios carnosos y perfilados como los suyos. En aquel entonces solía sentirme halagada cuando la gente me comparaba con ella. Mi único anhelo era llegar a ser tan bonita como mi madre.

En cambio, ahora fingía que ni siquiera estaba emparentada con ella. A veces, fingía que ella ni tan sólo estaba allí.

«¿Cómo se supone que debo ganarme la vida y además vigilar a una cría de doce años? Deberían darme una medalla, no amenazarme», dijo.

El modo que mamá tenía de ganarse la vida consistía en trabajar de camarera en un tugurio llamado Charlie Boy’s, en Newburgh, Nueva York. Algunas noches no regresaba a casa hasta casi las cuatro de la madrugada, horas después de que el bar hubo cerrado. Si no estaba borracha, venía «colocada» y entraba tambaleándose en nuestro pequeño apartamento de un solo dormitorio, tropezando con los muebles y tirando cosas a su paso.

Yo dormía en el sofá cama, así que normalmente me despertaba o la oía, pero siempre fingía que seguía durmiendo. No soportaba hablar con ella cuando se encontraba en ese estado. A veces, incluso podía olería antes de oírla llegar. Era como si se hubiera empapado la ropa en whisky y cerveza.

Ahora mamá aparentaba mucha más edad que los treinta y un años que en realidad tenía. Las comisuras de sus ojos estaban surcadas de arrugas que parecían rayitas pintadas con lápiz de cejas, y siempre tenía ojeras oscuras. Su cutis terso y lustroso había adquirido una tonalidad amarillenta y apagada; y su cabello, en otro tiempo sedoso, parecía un mocho hecho de cuerdas de piano. Ahora lo tenía veteado de canas prematuras y yo siempre se lo veía sucio y grasiento.

Mamá fumaba y bebía y no parecía importarle con qué hombre salía, siempre y cuando estuviera dispuesto a invitarla a lo que ella quisiera. Dejé de llevar la cuenta de los nombres de todos aquellos individuos. Sus rostros habían empezado a fundirse en uno solo, con sus ojos enrojecidos que me observaban con vago interés. Normalmente, yo les sorprendía a ellos tanto como ellos a mí.

«No me habías dicho que tenías una hija», solían decirle.

Mi madre se encogía de hombros y contestaba: «¿Ah, no? Pues sí. ¿Tienes algún problema con eso?»

Algunos no decían nada, otros respondían que no o sacudían la cabeza y se echaban a reír.

«La que tienes el problema eres tú», le dijo un hombre un día. Eso la hizo montar en cólera y empezar a despotricar contra mi padre.

Rara vez hablábamos de él. Mamá se limitaba a decir que era un latino muy guapo pero una decepción cuando se trataba de asumir sus responsabilidades.

«Como la mayoría de los hombres», me advertía.

Acabó convenciéndome de que las promesas de mi verdadero padre eran como los arco iris, hermosos mientras permanecían en el aire, pero que pronto empezaban a desvanecerse hasta convertirse en meros recuerdos borrosos. ¡Y nunca había un cofre de oro al otro lado del arco iris, como en los cuentos! Él jamás volvería, y nunca nos enviaría nada.

Hasta donde alcanzaba mi memoria, siempre habíamos vivido en aquel pequeño apartamento, en un edificio que parecía a punto de desplomarse con una simple ráfaga de viento. Las paredes de los pasillos estaban desconchadas e incluso agujereadas en algunos sitios, como si alguna criatura enloquecida hubiera escarbado en ellas al intentar huir. Las paredes exteriores del edificio estaban cubiertas de pintadas, y el pavimento del camino de acceso estaba tan destrozado que sólo había tierra en muchos trozos donde antes había habido cemento. La pequeña extensión de césped situada entre el edificio y la calle se había echado a perder y estaba llena de maleza desde hacía años. La hierba se había vuelto de un mortecino color amarillento y había tantos escombros por todas partes que nadie podía pasar el cortacésped.

El fregadero y los lavabos de nuestro apartamento siempre se estaban estropeando: cuando no se atascaban, había goteras o escapes de agua. Ni siquiera podía recordar la cantidad de veces que el váter se había desbordado. El desagüe de la bañera estaba oxidado, la ducha goteaba y normalmente se acababa el agua caliente antes de que me diera tiempo de enjuagarme o de acabar de lavarme el pelo. Sabía que teníamos muchos ratones porque siempre encontraba sus excrementos en los cajones o debajo de la cómoda y de las mesas. A veces los oía corretear de un lado a otro del piso y en varias ocasiones llegué a ver alguno antes de escabullirse debajo de un mueble. Poníamos ratoneras y atrapamos a un par de ellos, pero por cada uno que cazábamos, había otros diez que ocupaban su lugar.

Mamá siempre estaba prometiéndome que nos mudaríamos. Pronto nos iríamos a un piso nuevo, me aseguraba, en cuanto ahorrase otros cien dólares para dar en depósito. Pero yo sabía que si llegaba a conseguir algún dinero extra, se lo gastaría en whisky, cerveza o marihuana. Uno de sus nuevos novios la inició en el consumo de cocaína, y de vez en cuando tomaba un poco, pero normalmente ella no compraba porque era demasiado cara.

Teníamos un televisor al que se le iba la imagen cada dos por tres. A veces conseguía que se volviera a ver golpeando el lateral del aparato. En algunas ocasiones, mamá recibía un cheque de la beneficencia social. Nunca llegué a entender por qué a veces cobraba ese subsidio y otras, no. Ella maldecía el sistema y se quejaba cuando no llegaba ningún cheque. Si yo lograba cogerlo antes que ella, solía ir a cobrarlo a la tienda de una amiga suya y compraba comida en condiciones y también algo de ropa para mí. Si mi madre cogía el cheque antes que yo, lo escondía o iba dándome algo de dinero de tanto en tanto, y tenía que apañármelas como podía con lo que me daba.

Sabía que otras chicas de mi edad robaban lo que no se podían comprar, pero yo no era de ésas. En mi edificio vivía una chica, Lila Thomas, que se juntaba los fines de semana con algunas chicas del otro lado de la ciudad y se dedicaban a robar en centros comerciales. La habían pillado robando en una tienda, pero no parecía tener miedo de que volvieran a pillarla. Siempre se burlaba de mí porque no quería acompañarlas. Solía llamarme «la chica escolta» y le decía a todo el mundo que acabaría vendiendo galletitas de puerta en puerta para ganarme la vida.

A mí me traía sin cuidado que ella no fuese mi amiga. La mayor parte del tiempo me sentía a gusto estando sola, leyendo una revista o viendo culebrones... siempre que conseguía que funcionara el televisor, claro está. Procuraba no pensar en que mamá dormía hasta las tantas, quizá con otro nuevo ligue en su dormitorio. Me había acostumbrado tanto a aquella situación que podía mirar a la gente sin verla y fingir que ni siquiera estaba allí.

—Por la cuenta que te trae, más te vale ir mañana a la escuela, Raven. Sólo me faltaría que uno de esos funcionarios de servicios sociales viniese aquí a husmear —masculló, apartándose unos mechones de pelo de la mejilla—. ¿Me estás escuchando?

—Sí —le dije.

Ella se me quedó mirando con frialdad y bebió otro trago de cerveza. Sólo eran las nueve y cuarto de la mañana. Yo no soportaba el olor de la cerveza, pero además, la mera idea de bebería a esas horas hizo que se me revolviera el estómago. De repente, mamá cayó en la cuenta del día que era y también de que yo debería estar en la escuela. Abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Por qué estás en casa hoy? —bramó.

—Me dolía la barriga —repuse—. Me va a venir la regla. Bueno, eso es lo que me dijo la enfermera del colegio cuando me salí de clase para ir a verla porque tenía retortijones.

Mi madre me observó con una mirada gélida en sus ojos oscuros, al tiempo que asentía con la cabeza.

—Bien venida al infierno —murmuró—. Pronto comprenderás por qué los padres dan gracias a Dios cuando tienen un hijo. Los hombres lo tienen mucho más fácil. Más te vale vigilar lo que haces a partir de ahora —me advirtió, señalando hacia mí con la botella de cerveza.

—¿Qué quieres decir?

—¿Que qué quiero decir? —repitió ella en tono burlón—. Quiero decir que si te va a venir la regla, podrías quedarte embarazada, Raven, y yo no pienso hacerme cargo de ningún bebé, eso tenlo por seguro.

—No voy a quedarme embarazada, mamá —repliqué bruscamente.

Ella se echó a reír.

—Eso mismo decía yo, y mira lo que pasó.

—Pues ¿por qué me tuviste? —espeté. Estaba harta de oírla decir que era una carga para ella. ¡Yo no era ninguna carga! Era yo quien mantenía el piso en condiciones, quien limpiaba y lo recogía todo después de sus borracheras, quien fregaba los platos, lavaba la ropa, fregaba el cuarto de baño. Era yo quien compraba la comida y quien cocinaba para las dos la mayor parte del tiempo. Algunas veces, cuando mi madre se acordaba, se traía comida del restaurante, pero casi siempre estaba fría y grasienta para cuando llegaba a casa.

—¿Que por qué te tuve? ¿Por qué te tuve? —musitó con expresión aturdida, como si la pregunta fuese demasiado difícil de responder. De repente el rostro se le encendió de ira—. ¡Te diré por qué! Porque el machito cubano de tu padre prometió damos un hogar. Estaba absolutamente convencido de que ibas a ser un niño. ¿Cómo podía él tener otra cosa que no fuese un niño? ¡No, el señor Macho, no! Pero entonces, cuando naciste...

—¿Qué? —le pregunté a toda prisa. Conseguir que me contase algo sobre mi padre o acerca de la vida que ella llevaba en aquella época resultaba tan difícil como averiguar secretos de Estado.

—Salió corriendo. En cuanto te vio, hizo una mueca y dijo: «¿Es una niña? No puede ser mía», y desapareció del mapa. No he vuelto a saber nada más de él desde entonces —masculló. Se quedó pensativa un momento y entonces se volvió hacia mí—: Que eso sea una lección para ti sobre los hombres.

¿Una lección?, me pregunté. ¿Cómo pensaba ella que me sentía al saber que mi propio padre no podía soportar verme y que fue precisamente mi nacimiento lo que lo hizo salir huyendo? ¿Cómo creía que me sentía al escucharla decirme casi todos los días que ella no había pedido traerme al mundo? A veces, incluso me decía que yo era un castigo, que era la manera que Dios tenía de hacerle pagar sus culpas. Pero ¿cuál consideraba ella que era su pecado? No era beber o tomar drogas o vivir en la miseria, de eso nada. Su pecado consistía en haber confiado en un hombre. ¿Tenía razón? ¿Aquélla era la manera en que se comportaban todos los hombres? La mayoría de las amigas de mi madre estaban de acuerdo con ella en lo referente a los hombres, y a muchas de mis compañeras, que procedían de hogares que no eran mucho mejores que el mío, se les inculcaban ideas similares por parte de sus madres.

Me sentía más sola que nunca. Crecer, hacerme mujer, parecer mayor de lo que era... todo eso no hacía que me sintiera más independiente y fuerte, sino que más bien me recordaba que realmente no tenía a nadie en el mundo, salvo a mí misma. Tenía muchas preguntas. Había muchas cosas que me preocupaban, cosas que una chica querría preguntar a su madre, pero que a mí me daba miedo preguntarle a la mía. Y además, la mayor parte del tiempo tampoco creía que ella estuviera en condiciones de poder pensar con la suficiente claridad como para contestarlas.

—¿Ya tienes lo que necesitas? —me preguntó, tirando la botella de cerveza vacía al cubo de la basura.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a ponerte algo para protegerte. ¿Es que esa enfermera del colegio no te ha explicado lo que tienes que ponerte cuando te venga la regla?

—Sí, mamá, tengo lo que necesito —repuse.

Pero no lo tenía.

Lo que yo necesitaba era una madre de verdad y un padre de verdad, para empezar; pero eso era algo que sólo veía en la televisión.

—No quiero que me digan que faltas a clase, Raven. Si me entero, llamaré a tu tío Reuben —me advirtió.

A menudo utilizaba a su hermano como una amenaza. Sabía que nunca me había caído bien, que no me gustaba estar en su compañía. A mí me parecía que él no les gustaba ni siquiera a sus propios hijos, y sabía que mi tía Clara le tenía miedo. Lo veía en sus ojos.

Mamá volvió a su dormitorio y se puso a dormir otra vez. Yo me senté junto a la ventana y contemplé la calle. Nuestro apartamento estaba en la tercera planta. No había ascensor, sólo una escalera exterior que parecía a punto de desplomarse, sobre todo cuando los críos más pequeños bajaban corriendo o cuando el señor Winecoup, el vecino del piso de arriba, subía. Pesaba unos ciento cuarenta kilos. El techo de nuestro apartamento retemblaba y crujía cuando él caminaba por el suyo.

Miré más allá de la calle, hacia las montañas que se veían a lo lejos, y me pregunté qué habría más allá. Soñé con escaparme para buscar un lugar donde el sol siempre brillara, donde las casas estuvieran limpias y olieran a aire fresco, donde los padres se rieran y quisieran a sus hijos, donde hubiera padres que se preocuparan por ellos y madres que se preocuparan.

«Para el caso, podrías vivir en Disneylandia —me dijo una voz—. Deja de soñar.»

Me puse de pie y empecé mi día de soledad, buscando algo para comer, mirando un rato la televisión, esperando a que mi madre se despertara para que pudiéramos decidir qué comeríamos antes de que se fuese a trabajar. Cuando estaba descansada y lo bastante sobria, se sentaba ante el espejo del tocador y se arreglaba el pelo y se maquillaba lo suficiente como para crear la ilusión de que estaba sana y seguía siendo atractiva. Mientras se pintaba, solía quejarse amargamente de su vida y hablar de lo que ella podría haber llegado a ser si no se hubiera enamorado del primer hombre guapo que conoció y no se hubiese creído sus mentiras.

Yo intentaba preguntarle sobre su juventud, pero ella detestaba contestar preguntas acerca de su familia. Sus padres prácticamente la habían repudiado, y ella se había ido de casa a los dieciocho años, pero no había llegado a realizar ninguno de sus sueños. La cosa más importante y excitante de su vida fue su breve flirteo con la idea de ser modelo. El gerente de unos grandes almacenes la había contratado para hacer de modelo en la sección de ropa de señoras.

—Pero resultó que a cambio quería ciertos favores sexuales, así que me largué —me había dicho ella y, una vez más, había empezado a despotricar contra los hombres.

—Si tanto odias a los hombres, ¿por qué sales con uno distinto casi cada noche? —le había preguntado yo.

—No seas descarada, Raven —replicó ella. Se quedó pensativa y entonces encogió los hombros—. Tengo derecho a divertirme un poco, ¿no? Al fin y al cabo, trabajo duramente. Déjalos que me inviten a salir por ahí y que se gasten algo de dinero en mí.

—¿No te gustaría conocer a un hombre agradable alguna vez, mamá? —le pregunté—. ¿Nunca has querido volver a casarte?

Ella contempló fijamente su propia imagen reflejada én el espejo. Sus ojos parecieron tristes durante un momento y de repente adquirieron una expresión colérica, al tiempo que se giraba bruscamente hacia mí.

—¡No! No quiero volver a tener a ningún hombre que me trate como si fuese mi dueño y señor. Y además —añadió, casi gritando—, no me casé. Nunca tuve una boda, ni siquiera en un juzgado.

—Pero yo pensaba que... mi padre...

—Él era tu padre, pero no llegó a ser mi marido. Simplemente vivíamos juntos —afirmó, apartando la mirada.

—Pero yo llevo su apellido... Flores —balbuceé.

—Simplemente te lo puse por mi reputación —reconoció ella. Se volvió hacia mí y sonrió con frialdad—. Puedes llamarte como quieras.

Me la quedé mirando, con el corazón en un puño. Entonces, ¿yo ni siquiera tenía un apellido?

Cuando me miraba en el espejo, ¿a quién veía? A nadie, pensé.

Para el caso, podía ser invisible, me dije. Volví a sentarme junto a la ventana y contemplé las nubes grises alejarse hacia las montañas, hacia la promesa de algo mejor.

Una promesa.

Era todo cuanto tenía.

 

 

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