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ACELERADO

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ACELERADO

Desde aquella noche, mis únicos compañeros de trabajo en el bioterio fueron los ratones. Todas las noches de la semana siguiente esperaba a que mis colegas se marcharan y sólo entonces comenzaba a trabajar. Los meses junto a Ben me habían enseñado las técnicas y los procedimientos que me faltaban hasta entonces, y, debo aceptarlo, una fría objetividad que podía observar en la quietud de mis manos. Porque a pesar del peligro que conllevaba desafiar los postulados de Martina, me sentía sereno y seguro de lo que estaba haciendo. Si aquello era una farsa, no sólo era un problema para mí, sino una estafa para los cientos de pacientes con Duchenne y sus familiares que albergaban esperanzas con aquella posibilidad de curación.

Era fundamental seguir los métodos descritos por Martina en su paper para que el control fuera estricto. Para esto debía aislar y preparar las células que Martina había utilizado en sus experimentos. Aquí no había vectores ni microdistrofina sino simplemente células madre provenientes de médula ósea de ratones sanos. Tomaba un ratón enfermo, lo anestesiaba y luego lo sujetaba extendiendo sus patas en la mesa. Con una aguja y la vista puesta en el muslo, realizaba múltiples inyecciones de las células directamente sobre los cuádriceps enfermos tal cual se describía en la sección de Materiales y Métodos del paper de Nature de Martina Cescu. Luego volvía a colocar los ratones en un box, que previamente había rotulado con una descripción falsa que sólo yo podía descifrar y que describía la fecha de la intervención y el músculo inyectado, siempre la pata derecha para usar el cuádriceps izquierdo como control.

Fueron noches largas de mucho trabajo. Con el paso de los días, el enojo y la desconfianza habían comenzado a disiparse. Para el final de aquella semana, sólo me movía un sincero afán por descubrir la verdad de los hechos, como si en lugar de ser un científico en realidad fuera un detective siguiendo las pistas de un caso importante. Muy importante, ¿acaso de aquel tratamiento no dependía quizá la supervivencia o la mejora en la calidad de vida de los niños con Duchenne?

Finalmente, logré tener cinco tandas de ratones inyectados intramuscularmente, como lo había hecho Martina unos años atrás. Sólo debía dejar pasar el tiempo: en dos semanas podría analizar a los ratones y comprobar el resultado del método aplicado por ella. Aunque mi único deseo era comprobar que aquel mail sólo era una cuestión de envidia y revanchismo por parte del director de la revista, que luego me enteré había sido discípulo de Foreman hacia más de una década.

Durante dos semanas, sólo me acerqué al bioterio para controlar el estado de los ratones, que seguían con vida. En el laboratorio, Ben me observaba con intriga pero en silencio, sin animarse a preguntarme qué estaba pasando en el décimo subsuelo. Yo trataba de pensar lo menos posible en aquellos ratones que podían confirmar el trabajo de Martina o bien rebatir todos y cada uno de sus postulados. Por eso, traté de concentrarme en mis clases, en las guardias del hospital y en planear mi visita a Ipswich.

Aquel día me levanté al mediodía y me dirigí al hospital para encontrarme con mi amigo colombiano.

Me esperaba en la puerta, escuchando música.

—¿Te gusta la salsa? —pregunté.

—Vallenato, ignorante. Vallenato —rió.

—Es lo mismo —dije, sonriendo.

—¿Y para qué necesitas el carro, si puedo saberlo?

—Para ir a un concierto en Ipswich.

—¿De qué música?

—Clásica.

—¿Clásica? Y llevas una almohada, me imagino… —volvió a reír.

—Gracias por este favor, mañana mismo te lo llevo a tu casa.

—No hace falta, pana. Te lo puedes quedar hasta que regrese de Nueva York la semana próxima, esta vez voy en avión. Y te dejo unos CD para que escuches música viva, y no esa música de muertos de la Edad Media… —dijo, subiendo el volumen, y bajó del auto.

—Te llevo a tu casa… —dije.

—No hace falta. Dejame aprovechar el aire libre de uno de los tres días del año en que esta fucking ciudad tiene buen tiempo… —exageró.

Y se fue, dejándome totalmente agradecido. ¿Por qué no podía tener más amigos como aquel? ¿Hasta cuándo podría soportar aquella impersonalidad que parecía regir todas las relaciones humanas en Harvard?

Por la tarde me bañé, me vestí con mi único traje. Saco oscuro, camisa blanca. No sabía bien qué esperaba encontrar en Castle Hill, pero sería un buen entretenimiento mientras esperaba la evolución de los ratones inyectados intramuscularmente. Antes de salir, marqué un número de teléfono.

—Ah, estás vivo… —dijo Fernando a modo de saludo.

—Es que estoy con mucho trabajo.

—Yo también, pero intento llamarte y nunca te encuentro. ¿En qué andás?

—Me parece que estoy buscando un procedimiento sistémico en base a resultados falsos —dije.

—¿Y en castellano?

—¿Viste que yo modifiqué genéticamente el vector del VIH y curé unas células madre que podrían restablecer músculos sanos en ratones con distrofia? Bueno, me parece que esas células no curan tanto como pensaba…

—Entonces estás trabajando al pedo… —dijo Fernando.

—Esa es mi duda. Por eso estoy rehaciendo todos los experimentos que me dieron como válidos para poder trabajar. Si fallan, me mintieron y me están haciendo trabajar en algo que no tiene una base sólida.

—La burocracia está en todos lados. ¿Y lo otro?

—¿Qué otro?

—McArthur.

—Justo estoy saliendo para un concierto de homenaje a Wagner.

—¿Con las SS?

—No lo sé. Lo organiza la fundación que tiene McArthur.

—¿Me estás jodiendo?

—No.

—Tené cuidado. No sabés qué puede hacerte el tipo.

—Nada. No me conoce. No sabe quién soy.

—Igual llamame cuando vuelvas. Me preocupás… no contestás los mensajes, te encerrás en tu trabajo y ahora te hacés el cazador de nazis como tu abuelo…

—Me voy a portar bien, mami… —dije.

—Llamame, boludo. Y cuidate.

Hacía mucho tiempo que no conducía. En silencio, con demasiadas ansiedades como para soportar los CD que me había dejado Chávez, alcancé la intersección de la ruta 93 con la 95 Norte absorbido por la encrucijada en la que me había colocado aquel mail y las negaciones de Foreman. ¿Debía creerle? ¿Cómo serían los resultados de mis nuevos experimentos? Angustiado, sólo recobré la calma imaginando que me encontraría con Tal. Estaba tan desesperado que quería ocultar mis dudas profesionales detrás del cuerpo de una mujer con el rostro quemado y el supuesto líder de un movimiento neonazi. Por lo menos tenía algo distinto en qué pensar.

A medida que avanzaba, iba ganando confianza con el auto y me animaba a pisar más el acelerador. Más que temores, mi visita a Castle Hill me provocaba una enorme curiosidad. No lo sabía con certeza, pero intuía que si el concierto estaba organizado por el propio McArthur él estaría entre el público. Y ella también. Tal. La hermosa magrebí de belleza mancillada por antiguas cicatrices que pedían caricias.

En la salida 20 de la ruta 95 bajé por la rampa y tomé la ruta 1 hacia Ipswich. El sol había comenzado a descender sobre Nueva Inglaterra, bañando con una opacidad de luz tenue a los bellos pueblos de casas inglesas que rodeaban la ruta, con sus vastos jardines y parques arbolados. La ruta zigzagueaba por entre las propiedades, como si el ingeniero que había diseñado el trazo hubiera querido que todos los conductores pudiésemos contemplar aquel bello paisaje que, sólo de a ratos, hacía pensar en la campiña inglesa. Con la ventanilla baja, el perfume a salitre del mar oceánico empezó a sentirse apenas doblé a la derecha en la intersección de la ruta 1 con la 101. Entonces la geografía volvió a cambiar: el auto ahora atravesaba dunas verdes y amarillas, alguna granja y suaves colinas que morirán en la playa de la Reserva Natural.

Alcancé Castle Hill al atardecer, con el sol muriendo apaciblemente detrás de la ciudad en mi espejo retrovisor. Pero no me detuve. Quería llegar hasta la casa de McArthur. Cuando lo hice, descubrí un autobús esperando en el camino de entrada a la casa. Los ancianos que habitaban las pequeñas construcciones arrastraban los pies en fila india, custodiados y ayudados por las enfermeras. Todos vestían bien. A la distancia, incluso, pude ver los últimos rayos de sol reverberando sobre las solapas de sus sacos, cargados de lo que a la distancia me parecieron escarapelas americanas. Delante y detrás del autobús, dos camionetas negras 4x4 con vidrios polarizados esperaban que todos subieran al transporte.

Cuando todos estuvieron sentados, las puertas del autobús se cerraron y el hombre de seguridad que custodiaba la entrada a la finca sosteniendo la correa de un enorme rottweiler abrió el portón para dejarles paso.

Me uní a la caravana dejando varios metros de distancia entre mi auto y la 4x4 que iba detrás del autobús. Avanzaban lentamente, como si el conductor tuviera miedo de que alguno de los ancianos se quebrara en dos debido a las sacudidas que las ruedas pegaban al andar sobre aquel camino pedregoso.

Llegaron a Castle Hill y la barrera que bloqueaba el acceso se alzó apenas divisar las camionetas. Mientras los vehículos estacionaban junto al camino principal que daba al castillo, yo detuve el auto frente a la barrera, que había vuelto a cerrarse. Dos hombres se acercaron.

—¿Tiene la invitación? —preguntó uno.

—¿Hace falta?

—Para los invitados sí. ¿Usted es uno de los músicos?

—¿Tanto se me nota? —dije, aliviado.

Se alzó la barrera y me detuve en la playa de estacionamiento, junto al autobús. Los ancianos bajaban con esfuerzo. Cabezas calvas, sombreros, hombres de piel blanca vestidos con traje, sonriendo con parsimonia pero con una postura recta, como si se empeñaran en mostrar la entereza que la edad les estaba robando. Al verlos de cerca, descubrí que aquello que brillaba en sus trajes era un prendedor con el escudo de la familia McArthur.

Me sentí más intrigado todavía. Y me acerqué a uno de los ancianos.

—Buenas tardes, espero que disfruten de nuestro concierto —dije.

—Wagner es a prueba de malos instrumentistas —dijo el anciano con un acento ríspido, extranjero.

—¿Ustedes vienen con el señor McArthur?

—Sí. Somos sus huéspedes.

—¿Familiares de él?

—No directamente. Pero su ayuda nos ha convertido en fieles miembros de su familia —dijo otro, al acercarse.

Pronto, estuve rodeado de varios de ellos, que se acercaron como niños a un vendedor de golosinas.

—¿Qué instrumento toca?

—El oboe —dije, y rápidamente, para no quedar atrapado en mentiras sobre un tema que desconocía completamente, pregunté—: ¿Son americanos?

—Sí, hace mucho que este gran país nos abrió las puertas.

—¿Y de dónde vinieron?

En ese momento de una de las 4x4 brotó un enjambre de jóvenes fornidos, de traje, con auriculares cableados en uno de sus oídos. Se acercaron y me despedí de los ancianos.

Entonces la vi. Hermosa, fascinante y misteriosa como siempre. Los hombros protegidos por una estola de piel, un largo vestido negro y ese rostro mitad belleza mitad sufrimiento vuelto hacia mí, con sus ojos clavados en los míos y un gesto de sorpresa que pedía ayuda o soledad. No podía saberlo. Otra puerta se abrió, y toda la corpulencia de Charle McArthur se alzó sobre la playa de estacionamiento. Parecía uno de esos dioses nórdicos maduros que comandaban ejércitos en las películas de vikingos que veía en mi infancia. McArthur siguió los ojos de Tal hasta detenerse en mí. Torció la cabeza, buscando mi rostro en su memoria. Pero no me conocía, de modo que se limitó a girar la cabeza y adentrarse por el camino de lajas oscuras que ascendía la cuesta rojiza que conducía al castillo. Tal lo siguió de inmediato.

Seguí mirando la 4x4, que aún tenía el motor encendido. Cuando se apagó, la puerta del conductor se abrió y sentí que el pulso se me aceleraba. René Hirault vestido de traje y con un cigarrillo en la boca cerró la puerta y se acercó al grupo de guardaespaldas para darles indicaciones. De pronto, todas las piezas se ordenaron. Mi primera intuición, abandonada hacía ya casi un año, volvía a tomar forma en ese cuerpo tatuado con una esvástica debajo de la nuca, ahora cubierta por el cuello de una fina camisa blanca. Hirault señaló varios puntos del castillo y los hombres se dirigieron a ellos. Cuando se quedó solo, miró en derredor. Le di la espalda para que no me reconociera y abrí el baúl del auto fingiendo que buscaba algo. Parapetado detrás, observé a Hirault, que avanzaba por el camino de lajas en dirección al castillo. Empecé a ordenar mis ideas. Sólo necesitaba ajustar un punto: ¿quiénes eran los ancianos?

En la recepción me interceptó un conserje.

—Mi secretaria realizó una reserva —dije.

—¿Su apellido?

—Hertz.

Mientras el hombre buscaba mi falso nombre en una lista de reservaciones donde no lo encontraría, me dediqué a mirar a la gente que ingresaba al hotel y se dirigía al comedor donde se brindaría un cóctel para los invitados. Gente bien vestida, mujeres hermosas, figuras que rezumaban perfumes, riquezas y poder. Todos blancos, tanto que la única piel morena que podía verse era la de Tal.

El sonido de las aspas de un helicóptero llamó la atención de todos los presentes. Apurado, el conserje se volvió a sus subordinados que iban y venían conduciendo gente, aceptando propinas.

—Ha llegado el senador. Debemos recibirlo.

—¿Mi reserva? —insistí, acomodándome otra vez, nervioso, la mochila sobre el hombro derecho.

—No la encuentro.

—No puede ser. Mi secretaria…

—No se preocupe. Aún quedan algunas habitaciones libres. Diríjase a recepción y allí podrá concretar su hospedaje.

Mientras el conserje salía al parque a toda velocidad para recibir al senador que avanzaba sobre el césped rodeado por sus guardaespaldas, tuve que aceptar que aquella excursión me saldría más cara de lo que pensaba. 270 dólares por una habitación. Demasiado para un día, pero mi tarjeta de crédito me permitiría juntar el dinero durante un mes para pagar aquel precio obsceno.

Desde el mostrador, vi a varios hombres y mujeres que cargaban estuches de instrumentos y se dirigían al salón de ceremonias. Con sigilo, fui tras ellos. Necesitaba una coartada para poder entrar a esa misma sala cuando comenzara el concierto. Una docena de músicos se aprestaban a preparar los atriles, afinar instrumentos ante la mirada de un hombre vestido con frac: el director daba indicaciones con un tono imperioso. Todos lo obedecían con rapidez, y aproveché ese momento para tomar un estuche negro, largo, plano y angosto, y marcharme sin que nadie me viera.

Ascensor. Primer piso. Una habitación más grande que todo mi departamento, con amplias ventanas con vista al parque de pinos que protegían la finca del viento oceánico. Dejé el estuche sobre una mesa.

Me senté en la cama y por primera vez fui consciente de lo que estaba haciendo, del peligro que me acechaba en la figura de Hirault. El maldito se había burlado con aquella fiesta gay a la que me había invitado. Desconfiaba de mí. ¿Cuánto sabría de mi pesquisa? ¿Tal le habría contado de nuestro encuentro en el Agadir? ¿Quiénes eran esos ancianos? Demasiadas preguntas, cuestionamientos y temores para no sufrir migrañas. Cuando el dolor comenzó a aparecer, me apuré en tomar ergotamina. Debía estar lúcido para enfrentar lo que me esperaba. Pero, ¿qué me esperaba? No podía saberlo, aunque la mirada de Tal había sido una promesa de dificultades. Quizá para darme ánimo o para justificar aquella situación a la que me había expuesto por una curiosidad que ahora me aterrorizaba, retiré de la mochila el diario de Alex y leí varias entradas que mi abuelo había escrito en 1970. Emocionado, no pude seguir leyendo.

Volví a incorporarme para mirar otra vez por la ventana. El parque había sido conquistado por la penumbra, las sombras habían desaparecido, mezclándose con el cielo oscuro que se perdía hacia el mar. Abrí la ventana. Todo estaba en silencio, y esa quietud me inquietaba aún más. Lejano, el rumor de las olas era una respiración agitada que mostraba un miedo latente, el mío.

Permanecí varios minutos con los ojos cerrados, sintiendo la brisa en el rostro, pensando en Tal y su mirada, en Boulard, en mi abuelo, en el neonazi de Hirault y ese hombre venido desde Glasgow para financiar cátedras de biología y grupos de ultraderecha. Alex, estarías orgulloso de tu nieto, pensé. Y luego, al oír la voz del altoparlante que anunciaba el comienzo del concierto a quienes ahora paseaban por el jardín bajo las estrellas, el temor se convirtió en ansiedad.

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