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ANGUSTIADO

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ANGUSTIADO

Llegué a la Köln Deutzerfeld a primera hora de la mañana. El viaje había sido eterno, pero aproveché el tiempo muerto del tren para seguir avanzando con la tesis. De alguna manera, a pesar del cansancio, todas las emociones de los últimos días habían destrabado en mi cabeza eso que me impedía plasmar las conclusiones que había sacado en mis años de doctorado.

Eso, sumado a la generosidad de Fernando, que no sólo me había enviado dinero para que pasara unos días en Köln y luego viajara a Escocia vía Frankfurt, me había inyectado una energía que pedía a gritos una caminata. Salí de la estación y miré la ciudad que se abría al otro lado del Rhin. Reproductor de minidisc, auriculares, y Seven and the Ragged Tiger de Duran Duran sonando a todo volumen. Crucé el Deutzer Brücke viendo el reflejo del sol sobre el Rhin, sintiendo el viento en la cara. Desde allí pude ver las torres del Domo que, sabía, había sido uno de los pocos edificios de la ciudad en sobrevivir al bombardeo aliado de 1945.

Dejé atrás el Rhin y me interné en la ciudad vieja. El laberinto de calles estrechas ocultaba todo, como si la ciudad estuviera diseñada para que, al llegar a la Wallratplatz, el Domo te sorprendiera de golpe. Y lo hacía. Mirando a los turistas que se fotografiaban incansablemente, traté de imaginar cómo debía ser aquella plaza bajo el dominio de los nazis. No hizo falta que imaginara mucho: en los negocios de los alrededores, además de rollos de fotos y chips de memoria digital, podían comprarse fotos de la antigua Köln: en una se veían niños llorosos junto a las ruinas de una calle, en otra, soldados nazis marchando frente al Domo, judíos siendo deportados y el propio Domo rodeado de escombros y cenizas.

No me detuve. Seguí caminando al azar. De vez en cuando, mirando el piso, entre los adoquines de piedra resaltaba el brillo de adoquines recubiertos de bronce con el nombre y la fecha de algunos judíos deportados. En la plaza Neumarkt tomé una avenida que me condujo hasta una de las puertas de la ciudad medieval y al hotel Flandrischer, donde Fernando había reservado una habitación a mi nombre.

—¿Marc?

—¿Dónde estás?

—En Köln.

—¿Dónde?

—En Colonia, Alemania.

—¿Estás en Alemania? Pero si ibas a Budapest y volvías…

—Tengo que hacer unos trámites acá y después viajo por dos días a Edimburgo.

—Esteban, yo ya no puedo cubrirte más…

—Pará, escuchame. Estoy a punto de terminar la tesis, quedate tranquilo.

—Yo estoy tranquilo, lo que no entiendo es cómo vos podés estar tan tranquilo.

—No estoy tranquilo. Al contrario. ¿El CNRS?

—Ya tenemos fecha para la visita.

—¿Cuándo?

—La semana que viene. Estuve revisando papeles, viendo los méritos de los otros ocho becados… estás mejor ubicado de lo que pensaba.

—¿Vos creés?

—Sí —contestó Marc con poca seguridad.

Pero era un buen tipo.

—Sos un gran científico. Si no te eligen, vas a conseguir un laboratorio donde quieras.

—Menos en Francia.

—Aprovechá y descansá. Si tenés un rato, andá a visitar el Museo Romano-Germánico, tienen unas piezas de vidriería romana bellísimas, mejores que las de Tiffany’s y fabricadas a mano hace dos mil años.

—No creo que pueda, pero te agradezco. Te agradezco todo.

Colgué con una sensación extraña. Sentía una libertad inmensa y una nostalgia anticipada por Francia, por mi laboratorio, incluso por Céline. Céline. Tendría que llamarla, pensé. Marqué su número como un reflejo, sin pensarlo. El teléfono sonó una, dos, tres veces y corté. Desde la cama, el rostro de los asesinos de mi abuelo me observaban dibujados en lápiz sobre papel.

Desde afuera parecía un hotel. O mejor dicho, parecía lo que fue: la casa de un burgués rico de Köln. De hecho, sesenta y cinco años después aún conservaba el nombre de su dueño: EL-DE-Haus, que es la transcripción fonética de las iniciales del comerciante católico Leopold Dahmen, quien construyó el edificio y, aunque no estaba totalmente terminado, se lo alquiló a la Gestapo en 1935. Si bien había sido pensado para ser un palacete de la familia Dahmen, la Gestapo lo adaptó a sus propias necesidades: construyó diez celdas en el sótano y un patíbulo; en el enorme patio trasero, pensado tal vez como lugar de juegos para los pequeños Dahmen, un improvisado paredón donde fueron fusilados decenas de presos de la Gestapo. Aunque en las cartas redactadas por Boulard no había confirmaciones de esto, lo más probable era que Kristen hubiera sido asesinada en esa misma casa que a fines de los años setenta se convirtió en el Centro de Documentación del Nacionalsocialismo en la ciudad de Köln. Pero, ¿qué cambiaba si Kristen había sido asesinada allí, a la vuelta o a dos mil metros de esa cárcel?

Llegué poco antes de que abriera. El contraste entre la belleza del edificio y los horrores que se vivieron allí dentro era chocante. Quizá por eso me quité los auriculares: The Police resultaba demasiado alegre frente a ese monumento a lo peor de la Humanidad. Me quedé esperando en silencio. Cuando se abrieron las puertas, junto a mí había un grupo de israelíes y dos o tres asiáticos, seguramente japoneses.

Nos dejaron pasar y, mientras los demás se entretenían contemplando el reloj original que más de medio siglo atrás debían haber mirado los alemanes esperando que llegara la hora del almuerzo, yo me dirigí a la escalera angosta que conducía hacia el sótano. Antes de que pudiera pisar el primer escalón, alguien intentó detenerme: un alemán de mediana edad, de cabello largo y anteojos de miope.

—Tiene que esperar el horario de la visita guiada —dijo en inglés.

—No puedo — respondí en francés.

—¿Francés?

—No, argentino.

—Hablo un poquito de español —dijo, tendiéndome una mano, y agregó—: Mi mujer es chilena. Mucho gusto, Rainer.

—Esteban.

—¿Puedes esperar una hora hasta que llegue la guía?

Miré el hueco de las escaleras, y él notó mi ansiedad. Entonces, miró hacia los costados, me guiñó un ojo, y me hizo señas para que lo siguiera escaleras abajo.

Si desde arriba uno se imaginaba que allí abajo estaba el infierno, lo confirmaba el calor y la densidad del aire detenido por el encierro y el recuerdo de cientos de personas asesinadas. La escalera daba a un breve pasillo, de donde se podía acceder a las diez celdas pequeñas.

Tenía mil preguntas para hacer, pero me costaba hablar. No hizo falta. En su rudo castellano, Rainer comenzó una explicación que debía repetir varias veces al día:

—En estas celdas se encerraba a los detenidos. Mira: esas ventanas dan a la calle. Los detenidos podían gritarle a los ciudadanos que pasaban por la vereda. Eso es escalofriante, ¿no?

—¿Se comunicaban con la gente del exterior?

—No, por la simple razón de que nadie se detenía a hablar con ellos.

—Debe haber sido terrible.

—Podía haber una treintena en cada celda —dijo, y señaló un espacio donde se podían ver unos caños gruesos, fuera de las celdas—: Ahí los desinfectaban con pesticidas. Los alimentaban con una sopa aguachenta. Para que se creyeran que comían algo nutritivo, generalmente agregaban aserrín al caldo.

—¿Puedo entrar?

—Por supuesto.

Las paredes de las celdas mostraban inscripciones: fechas, nombres, frases como gritos.

—Soy judío —dije, sin que nadie me lo preguntara.

—Lo supuse —concedió él, y yo lo acepté sin ofenderme: la forma de mi nariz es implacable.

Entonces Rainer me contó una historia. Una pareja de partisanos fue detenida y encerrada allí dentro. Por error, a él lo liberaron mientras que ella siguió encerrada. Rainer dijo que la gente contaba que él iba al exterior del edificio y se quedaba allí durante horas. No podía vivir sin ella. Tanto era así, que terminó ofreciéndose como voluntario para volver a su lado. Pensé en Alex y Kristen, inevitablemente. Mi abuelo se había muerto creyendo que ella lo había olvidado. Y ella había muerto por él.

Con un respeto silencioso, Rainer se detuvo en el pasillo. Al salir de la celda, me detuve a ver las fotos de algunos sobrevivientes, que luego de la guerra visitaron el lugar.

—¿Sobrevivió mucha gente aquí? —pregunté, sorprendido.

—Pocos. Lo cínico de todo esto es que este edificio fue uno de los pocos que se mantuvieron en pie luego del bombardeo. Y por eso mismo, el nuevo gobierno de la República Federal Alemana estableció el Registro Civil de Colonia en este lugar. Los sobrevivientes tenían que venir aquí a cobrar las indemnizaciones por ser víctimas del nazismo. Incluso venían a casarse, a registrar a sus hijos…

—Terrible —dije, y no se me ocurrió nada más para decir. Era eso: terrible, nefasto, horrendo.

—Hoy sólo nos encargamos de mantener viva la memoria y de ofrecer documentos sobre el nacionalsocialismo y su presencia en la ciudad. El Centro se caracteriza por estar dedicado en partes iguales a la memoria de las víctimas del nacionalsocialismo y a la investigación y trasmisión de la historia de Colonia en esa época —agregó, con un tono neutro de guía de turismo.

Rainer consultó su reloj, apurado. Con un gesto, le pregunté si podía mirar las otras celdas. Aceptó. Entré en cada una de ellas, mirando los palotes que los presos grababan en la pared para llevar una cuenta del paso del tiempo, nombres escritos quizá para dejar el rastro de su identidad...

—Encontramos más de mil ochocientas inscripciones y dibujos originales de los prisioneros…

Traté de imaginarme a Kristen allí dentro, arrepintiéndose del padre que tenía, de haberse separado de Alex y, quizá, llegada la hora de su muerte, arrepentida de haberse arrepentido. ¿En qué pensaría? ¿Cuáles fueron sus convicciones antes de morir?

Desde la escalera nos llegó una voz femenina, que en inglés relataba algo parecido, supuse, a lo que me había contado Rainer.

—Tenemos que irnos —dijo.

—Claro.

Entonces, en una esquina de la novena celda, sobre la pared descascarada, junto a la puerta, vi una pequeña inscripción grabada con algún objeto punzante: “AR - KH”. Alexander Rach - Kristen Hoess. Las iniciales coincidían, pero en el fondo sabía que podían pertenecer a otra gente. No me importaba. Decidí que aquello no podía ser otra cosa más que la confesión de Kristen, su recuerdo, la confirmación de todo aquello que mi abuelo ya nunca podría saber.

Cuando me quise dar cuenta estaba acuclillado en el suelo. Las migrañas habían estallado en mi cerebro. Ahora eran los presos, los nazis o los sobrevivientes quienes parecían estrechar mis vasos capilares provocándome un terrible dolor de cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Rainer.

Salí de la celda con la sensación de un ahogo profundo. Las migrañas se volvieron más fuertes y dolorosas. Abracé a Rainer que, confundido, se apartó, y me lancé escaleras arriba, pasando entre israelíes y japoneses molestos por ese hombre descortés que subía la escalera a los saltos, llevándose todo por delante.

La visita al EL-DE-Haus me había dejado angustiado y con una fuerte migraña. Pensé que todo se calmaría con un par de pastillas y unas horas de sueño en la oscuridad de la habitación del hotel. Pero no. Necesitaba hacer algo, quemar todo eso que parecía hervir por mis venas. Así que me vestí con un short, remera y zapatillas y salí a correr por la ciudad.

Mi relación con el judaísmo siempre había sido más cultural que política o religiosa. Sin embargo, las celdas del EL-DE-Haus me recordaron algo en lo que hacía muchos años no pensaba y que volvió a mi mente ese día, mientras corría por el bosque del campus de la Universidad de Köln.

Mi primera experiencia hospitalaria fue en 1994, en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez de la Ciudad de Buenos Aires. En el Departamento de Parasitología tratábamos de detectar, mediante técnicas de biología molecular, la presencia del parásito Tripanosoma Cruzi en la orina de pequeños pacientes chagásicos. La sala de espera del departamento era mi mesa de trabajo, y fue ahí donde conocí a decenas de pacientes que, con apenas cinco o trece años, tenían un coraje admirable. Sobre todo Érica. Tenía diez años, y al único que le permitía extraerle sangre era a mí. Me acuerdo que cuando le sujetaba el brazo, años atrás picado por vinchucas en Santiago del Estero, ella me pedía que le contara un cuento. Le contaba cualquier cosa con tal de que me permitiera sacarle la sangre que debía analizar. Los demás médicos la daban por perdida, pero yo le había tomado un cariño especial. Con su mamá debíamos programar qué días estaría yo presente en el Hospital para que su viaje de dieciséis horas en colectivo, que pagábamos entre todos, no fuera en vano. El 18 de julio de 1994, después de sacarle sangre y despedirme de ella y de su madre, llevé las muestras al laboratorio y luego fui al baño. Entonces, mientras me lavaba la cara, escuché la explosión. Un sonido seco, bajo, entrando a mi cuerpo por todos lados excepto los oídos. Cuando me quise dar cuenta, estaba dentro de una ambulancia que seguía a otras ambulancias a toda velocidad, con las sirenas encendidas. Junto a los del Hospital de Clínicas, nosotros fuimos los primeros en llegar al lugar donde, minutos antes, había estado el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina. No había policías ni bomberos: tan sólo el edificio de seis pisos desplomado, el humo, el olor a quemado, el sonido de hierros en equilibrio, cemento resquebrajándose y los gritos que salían de entre los escombros y que retumbaban en una ciudad que se había apagado por completo. Mientras los médicos y gente de a pie se lanzaba hacia los escombros, yo permanecí paralizado en la puerta de la ambulancia, sin saber qué hacer. Una señora a la que le faltaba un brazo se acercó a mí, tambaleándose, con el polvo del concreto pegado en su rostro. Mi delantal blanco le hizo pensar que era médico, si es que podía pensar en un momento como ese. Paralizado, la esquivé y ella siguió su marcha tambaleante hacia otra ambulancia. La gente seguía acercándose al lugar, enjambres de heridos, médicos, gente llorando. Alguien me golpeó con una camilla y entonces reaccioné: lo seguí subiendo entre los escombros. Estaban tan calientes que podía sentir el ardor a través de las suelas gruesas de mis borceguíes. Alguien me señaló un punto determinado bajo mis pies. Un niño de la edad de Érica luchaba para salir de entre los pedazos de hierros retorcidos. No lloraba, no gritaba, no gemía. Con mi colega ocasional de la camilla, lo tomamos por sus brazos y hombros tirando con fuerza hacia nosotros. Le faltaban las piernas. Murió apenas lo apoyamos en la camilla.

Desesperación.

Cólera.

Impotencia.

Miré hacia otro lado. Quería ayudar, a pesar de que mi respiración retumbaba en mis oídos. Sirenas. Llegaron los bomberos y la policía: decenas de móviles que frenaban de golpe y derramaban gente uniformada. La policía empezó a desalojar a todos los civiles. De pronto me encontré en una fila india pasando escombros que recibía de una mano que no conocía y los entregaba a otra mano que tampoco conocía. De ese día no recuerdo ni una sola cara. Fue un día sin rostros. Sólo cuerpos o pedazos de cuerpos. Como un robot y sin darme cuenta de la fuerza física y mental que estaba haciendo, pasé doce horas retirando escombros. Se hizo de noche. La oscuridad nos protegía de ver que a veces lo que pasábamos en ese mano a mano no eran escombros. Sólo notábamos la diferencia por la textura, y entonces lo colocábamos dentro de bolsas negras que alguien tabulaba con una cinta blanca. En un momento, alguien me dijo que descansara. Crucé al bar de enfrente, que no tenía un solo vidrio ni una sola ventana. Alguien limpiaba la sangre de las paredes. Botellas de agua en el piso. De lejos, vi que mi hermano Joaquín sacaba fotos desde un balcón cercano. Salí otra vez a la calle. Fernando se acercó y me abrazó. Los dos llorábamos. Después él se fue a hablar con alguien que decía haber visto a Marcela, su hermana, en una camilla, y yo me encargué de tabular las bolsas negras con los pedazos de las víctimas. A un costado, un hombre un poco mayor que yo comenzó a gritar: “¿Por qué?, ¿por qué? ¿por qué?”, arrodillado en el piso. Nadie le contestaba. Ninguno tenía nada para decir. Yo ya no tenía lágrimas. Mi respiración retumbaba en mis oídos todo el tiempo. Mi mamá me reconoció por la televisión. A medianoche, antes de regresar a casa volví a observar por unos instantes el edificio destruido, agolpado brutalmente en la calle. Era como si no hubiésemos tocado, removido, cambiado nada de esa foto que mi retina sacó en el momento en que las puertas de la ambulancia se abrieron a mí y se cerraron al resto del mundo.

Corriendo por el campus de la Universidad, observando a los estudiantes que reían, aquellos recuerdos me parecían fuera de lugar. Pero estaban ahí, y habían salido a flote desde las profundidades de mi mente alentados por el próximo encuentro con Fernando y por lo que Kristen y tantos otros habían sufrido a manos de la Gestapo en un edificio que había seguido en pie en una ciudad reconstruida sobre los escombros.

Al fin, extenuado, cubierto de sudor, pero con la mente más despejada y cierta tranquilidad, me di una ducha y me acosté. El tren a Frankfurt salía temprano en la mañana.

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