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APABULLADO

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APABULLADO

Me despertó la voz del comandante de a bordo anunciando que pronto comenzaría el descenso al Aeropuerto Internacional Logan de Boston. Mi compañero de viaje, un hombre joven con rasgos árabes y ropa fina occidental, me sonrió con sus dientes blanquísimos desde su cara de cobre.

—No te asustan los aviones, ¿verdad? —me dijo en inglés.

—Ya estoy acostumbrado —dije.

—Yo viajo dos veces por mes desde Alemania, pero no termino de acostumbrarme. ¿Tomaste alguna pastilla para dormir tanto?

—No, es que… estaba cansado. Los últimos días dormí poco.

No mentía. Desde la visita del CNRS y la confirmación de Foreman, el tiempo se había acelerado de una forma inaudita. En el lapso de aquellos últimos setenta y nueve días había viajado a Argentina para defender la tesis en la UBA, acompañado por mi madre y mi hermano, Jorge, y otros amigos con los que cené, charlé y me divertí durante todas las noches que pasé en Buenos Aires. Incluso tuve tiempo para pasar una tarde con Joaquín y ayudarlo a armar la página web con los identikits, que linkeó con distintas páginas de ONG dedicadas a buscar personas extraviadas. Después había regresado a Montpellier para defender allí la tesis frente a Marc y un consejo directivo que me había otorgado el título de Doctor con honores. Había vuelto a festejar. Después, había viajado por dos días a Niza para compartir con Boulard la información que había conseguido Fernando y prometerle que intentaría encontrar a los asesinos de Alex. Los días restantes me había dedicado a vaciar mi departamento y vender las pocas cosas que tenía y que ya empezaba a extrañar, como mi moto. Sin nada más que mi ropa y mi notebook, me había instalado en casa de Céline. Nuestro acuerdo era civilizado: si teníamos que separarnos porque nuestros caminos tomaban distintos rumbos, al menos pasaríamos las últimas semanas en paz, disfrutando esos momentos que pronto se volverían piezas del rompecabezas llamado memoria. Para mi sorpresa, durante esos días tuvimos el mejor sexo que compartimos en toda nuestra relación. Nunca voy a terminar de entender a las mujeres. No sabía si lo que la excitaba era perderme o bien volver a ser soltera, o quizá alimentara la esperanza de que su cuerpo me quitara de la cabeza el futuro que me esperaba en Harvard. Sin embargo, a la semana habíamos vuelto a discutir, con la furia que habíamos tratado de acallar por la tristeza de mi partida. Nos dijimos cosas horribles, nos acusamos uno al otro y al fin, una noche, después de gritar, llorar, coger y volver a gritar, opté por mudarme a casa de Marc para escapar del fuego que ella escupía con cada una de sus palabras.

Lejos de deprimirme, aquella ruptura me había quitado el lastre sentimental que me mantenía unido a Francia. Más liberado, pasé los últimos días caminando con Marc a través de montañas arboladas que ya comenzaban a teñirse con el oro del otoño. Él mismo se encargó de prepararme una fiesta sorpresa en el laboratorio, con todos mis colegas, asistentes y alumnos. Había conseguido el lugar en Harvard porque me habían expulsado de Francia, pero eso había dejado de importarme. Me sentí agradecido con todos los que me habían ayudado en los últimos años. Incluso, después de la fiesta, un poco borracho, fui a la casa de Céline y nos acostamos por última vez. Nos despedimos en la puerta, con vanas promesas de futuros encuentros a este o al otro lado del océano.

Por eso ahora estaba agotado, pero satisfecho. Aunque mi compañero de viaje sospechara de las drogas que él no se decidía a tomar y que yo no necesitaba para descansar en aquellas butacas paupérrimas de clase turista.

A medida que el avión descendía sobre Boston, comencé a sentir que despertaba de un largo sueño a una nueva vida. Sonreía, incapaz de contener el gesto. “Si te viera tu padre, que quería que fueras científico…”, me había dicho mamá. Jorge también se había mostrado orgulloso, e incluso me había entregado una breve carta de Maresmu, la nena que conocí siendo un niño en el monte chaqueño, los meses que estuve allí escondido luego del asesinato de Alex. Todavía llevaba el papel conmigo. Mientras tocábamos tierra, lo retiré de un bolsillo y volví a leer “Siempre me acuerdo de vos. Me gusta lo que hacés, Jorge me contó todo”, decía en una letra de niña, aunque la niña tuviera ahora más de treinta años.

A mí también me gustaba lo que hacía. Y hacerlo en Harvard me gustaría mucho más.

Al fin, el avión se detuvo. Se apagaron las luces de emergencia, me quité el cinturón de seguridad. Al salir a la pista, me deslumbró el sol que brillaba comenzando a ocupar una parte de ese cielo celeste, diáfano, apenas blanqueado por la bruma lechosa de aquella mañana de verano.

En migraciones, presenté mis papeles y, aunque el funcionario no pudo notarlo, sonreí con orgullo al mostrar la carta de Harvard donde certificaba que pertenecía al Hospital de Niños más importante del mundo. A la distancia, me despedí de mi compañero de asiento y salí a la calle a buscar un taxi.

El taxista era mexicano y, aunque no me lo preguntó, le dije que había sido contratado por Harvard.

—Lo felicito —dijo.

—Gracias.

—A Cambridge, entonces.

—No, a la Escuela de Medicina que queda junto al Hospital de Niños.

—¿Es médico?

—No, soy biólogo. En realidad, doctor en Biología Molecular —dije, como si con mi respuesta me adjudicara un premio millonario.

Bajé la ventanilla y contemplé el paisaje, tratando de buscar futuras rutas de running y paseos. De pronto, un patrullero pasó junto a nosotros a toda velocidad. Le siguió otro, y otro. Luego vimos un camión con soldados que se dirigía en sentido contrario, quizá hacia el aeropuerto.

—¿Siempre hay tanta seguridad? —pregunté.

—No —dijo el taxista, y encendió la radio.

Entonces oímos la noticia de que, minutos antes, un avión de línea se había estrellado en la Torre Norte del World Trade Center de Nueva York.

—¿Todo por un accidente? Pero si estamos lejos de Nueva York… —comencé a decir, pero el chofer subió el volumen de la radio y con un gesto me pidió que me callara.

Otro avión de línea se había incrustado en ese preciso momento en la Torre Sur. Nos miramos a través del espejo retrovisor, y en silencio entendimos que aquello no podía ser un accidente. La coordinación de semejantes ataques sólo significaba una cosa: que la escalada de violencia podía continuar. La pregunta era: ¿hasta dónde?

Antes de llegar a la Escuela de Medicina, un tercer avión se había estrellado contra el Pentágono. El taxista detuvo el auto y me ayudó a bajar la valija. Después me estrechó la mano diciendo:

—Son los malditos árabes. O los coreanos. Cuídese. Y que la Virgen de Guadalupe nos proteja a todos.

Al fin estaba en Boston, pero mi alegría se había esfumado por completo. Necesitaba encontrar a Foreman.

Todos parecían haberse puesto de acuerdo para abandonar el hospital en el momento exacto en que yo entraba, arrastrando mi valija, cargado con mi mochila y una sensación horrible en todo el cuerpo. Intenté pedir ayuda a unas chicas pero ellas lloraban, histéricas, sin prestarme atención. Seguí caminando durante un largo rato, sorprendido en aquella inmensidad: el Hospital de Niños era un complejo enorme de varias manzanas, con cines, teatros, bares, supermercados… Y nadie sabía decirme cómo encontrar a Foreman.

Me dirigí a un Starbucks, y sólo entonces pude darme cuenta de la magnitud de aquel atentado: en la pantalla de la tv, cientos de bomberos se internaban entre los escombros del World Trade Center buscando los cuerpos de las víctimas; en las ventanas superiores, la gente agitaba los brazos con desesperación, e incluso algunos se arrojaban al vacío con tal de escapar del humo, de las llamas y el terror que subía desde el centro de las Torres, donde se veía el impacto de los aviones. Pronto, en un recuadro de la pantalla, una reportera anunciaba que otro avión, de American, se había estrellado en un campo de Pennsylvania.

A mi alrededor, la gente lloraba, gritaba y maldecía. Inmediatamente, recordé los gestos de angustia del día en que atentaron contra la AMIA. Sin embargo, aquella vez todos conservábamos el recuerdo de la voladura de la Embajada… En este caso era distinto. Los americanos no habían sufrido un ataque así desde Pearl Harbor, y su sorpresa, sus gestos de terror me confirmaron que nunca hubieran imaginado que podían sufrir un ataque semejante en su propia tierra. ¿O no eran los dueños del mundo, la primera potencia, los Guardianes de la Humanidad? Quizá, como decía Fernando, la humanidad no merecía nada bueno.

Me despegué de la tv y volví a caminar por el hospital, que, como todo el país, se había declarado en estado de alerta. Preguntando a varias personas, al fin conseguí llegar al Enders Building, el edificio de investigaciones que sería mi lugar de trabajo. En el sexto piso estaba el laboratorio de Foreman, junto a otros tres que pertenecían a distintos investigadores. Todos estaban cerrados. Al presentarme ante su secretaria y decirle quién era, no recibí más que un llanto mudo detrás de un pañuelo de papel. Su prima trabajaba en la Torre Norte, las líneas telefónicas estaban colapsadas.

—Pero ¿Foreman está? —insistí.

—No puede atenderlo.

—Lo espero…

—¿No entiende lo que está pasando? —me gritó la mujer, totalmente desquiciada.

—Perdón, es que recién llegué y… no sé dónde alojarme y quería presentarme…

La mujer suspiró y, alzando una mano, me pidió disculpas por su tono. Después me tendió un mapa de la ciudad y me dijo que llamara mañana, aunque no podía confirmarme cuándo volvería a abrirse el laboratorio.

Me alejé como quien se aleja de un velorio ajeno. Pero la angustia de los americanos también se palpaba en la calle, donde la gente se aprestaba a bajar las banderas a media asta, y se abrazaba mientras yo caminaba a la vera del río Charles, arrastrando mi valija, totalmente conmovido por las noticias, por la visión de las calles desiertas y los helicópteros militares que barrían la ciudad amenazantes, como si buscaran una excusa para descargar su furia contra el primer sospechoso que encontraran.

Cuando llegué al hotel, en la tv de la recepción pude ver que la cresta humeante de una de las torres comenzaba a ceder y se derrumbaba sobre los socorristas que trabajaban en la zona, como una ola de cenizas cubriendo las calles de Manhattan. Con los ojos llenos de lágrimas, el conserje anotó mis datos, me tendió una llave y volvió a contemplar la tv, donde periodistas, bomberos y gente de a pie corría por las calles escapando de la ola expansiva del derrumbe.

Pensé que mis amigos y mi familia estarían preocupados. Pero al llegar a mi habitación descubrí que la línea telefónica estaba muerta. En la pantalla George Bush hijo dejaba de hablarles a los niños de La Florida para escuchar la noticia de uno de sus subordinados. La imagen se repetía una y otra vez. Y la cara desencajada de Bush era un presagio de lo que el mundo sufriría cuando él pusiera en marcha su venganza.

Mi primer día en Boston terminó como empezó: pegado a la tv, con una alegría egoísta que se esfumaba a medida que aumentaba el número de heridos, desaparecidos y muertos.

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