Random

Random


SERENO

Página 59 de 61

SERENO

El mar bañaba la arena con una insistencia que llevaba millones de años modificando las costas, los paisajes y la vida. Las olas entraban a la playa con fuerza, y luego se retiraban dejando conchas de caracoles, huevos de pescado y algún que otro desperdicio plástico. Las gaviotas sobrevolaban la playa y aterrizaban en busca de alimento soltando fuertes graznidos. El horizonte, brumoso, se tragaba aquel mar que mi abuelo había cruzado hacía más de medio siglo buscando una nueva vida.

Como la playa, el puerto privado de la finca McArthur también estaba vacío, salvo por el pequeño yate amarrado a sus maderos. Al llegar había temido que todo fuera una trampa: quizá Tal había aceptado entregarme a McArthur para comprar su propia vida. No podía culparla: si estaba vivo era sólo gracias a ella. Pero nadie había venido a matarme. A nadie le importaba que yo estuviera ahí.

En un momento, del interior del yate salió un hombre que se inclinó por la borda y juntó agua marina entre sus manos. Envidié su tranquilidad, aquella forma de vida tan despreocupada que tienen los marinos. Lo vi lavarse la cara, secarse y luego mirar hacia mí. Le devolví el saludo pero no lo vio porque ahora miraba el camino de madera que conducía a la casa.

Envuelta en una manta, con los pies descalzos y el cabello flotando en el viento, Tal miraba la inmensidad que se abría ante ella. Me incorporé y me detuve unos segundos a contemplarla. Sin embargo, su imagen no me recordó las caricias, los besos, el placer que habíamos experimentado con nuestros cuerpos. Al verla, sólo sentí tristeza, y entendí que aquella tristeza nos acompañaría por siempre.

Comenzó a caminar hacia mí con la vista clavada en sus pies.

Cuando alcanzó la playa, se detuvo a mi lado.

—Me alegro de que hayas recibido mi carta —dijo.

—¿Te hizo algo ese hijo de puta?

—No, no más que otras veces. Ahora está de viaje: los alemanes quieren carne latina. Debe andar por Costa Rica cazando niñas pobres.

—Lo siento —dije.

—Yo también. Aunque, en verdad, poco a poco voy dejando de sentir.

—Me vuelvo a Argentina —dije.

—Quiero que te lleves algo. Yo ya estoy condenada, pero quiero que vos seas feliz.

—¿Por qué? Apenas nos conocemos…

—No lo sé —dijo, y al mirarme descubrí que lloraba.

Di un paso hacia ella, la abracé.

—Quiero ayudarte. Vení conmigo.

—No, estoy cansada. Ya no voy a escapar más. Estoy embarazada.

—¿Es mío?

—No creo. Pero sería una linda venganza que Charle críe un hijo pensando que es suyo cuando en realidad es el hijo de un judío. Cuando me mostraste el dibujo, ese identikit no me sugirió nada. Apenas una mirada conocida. Un fulgor de demonio. Hace unos días entendí.

—¿Qué?

—Miralo, ahí lo tenés.

Tal señaló el bote, donde el cabo Elizondo estaba atareado asegurando cabos y sogas.

—Vive acá desde hace años. Se hace llamar Oscar Garmendia. Es tuyo.

Ahora, el que lloraba era yo. Tal se acercó y me dio un beso en la mejilla.

—Adiós.

Sentí que se alejaba por la playa pero no me volví para verla. Sólo tenía ojos para aquel hombre. Sin darme cuenta, comencé a caminar hacia él. Al pasar, descubrí una roca bastante grande y la tomé del piso. Quería matarlo. No se merecía otra cosa. Alcancé el muelle cuando Elizondo ponía un pie en el borde del yate para salir a mi encuentro. Curtido por el sol de altamar, su cuerpo endeble aún seguía conservando cierta fortaleza en los brazos.

—Buen día —dijo en inglés.

No respondí. Sujeté la piedra con fuerza.

—Si quiere, por diez dólares puedo llevarlo a recorrer la costa —dijo, volviendo a sus tareas de marinero.

Por unos segundos pensé aceptar: me subiría a aquel bote y lo mataría en medio del mar. Nadie iba a reclamar su cuerpo. Sin embargo, como Alex, yo también estaba cansado de tantas muertes, por más que hubieran pasado tantos años de aquella noche.

—Sos vos —dije en castellano.

Entonces él se volvió para verme. Aquellos ojos eran los mismos. Su voz, aunque más grave, también era la misma. “No te preocupes, nene. A vos no vamos a hacerte nada”, había dicho hacía más de veinte años, mientras me escondía detrás del sillón para que no viera cómo mataba a mi abuelo.

—¿Y vos quién sos? —dijo, desafiante, mientras se limpiaba las manos con un trapo.

¿Cuántos tipos como Elizondo, como los huéspedes de McArthur, estarían viviendo la vejez apacible que no merecían?

—¿Qué vas a hacer con eso? —dijo al ver mi brazo alzado.

Dejé caer la piedra. De un bolsillo retiré el identikit y se lo tendí para que lo recogiera. Cuando el ex cabo Elizondo se reconoció en aquel trazo de lápiz, me miró con espanto. Entonces sonreí. Lo había encontrado. Alex podía descansar en paz.

Me alejé mientras él me llamaba a los gritos, pero no me volví para contestarle.

Al día siguiente, Jorge y yo conseguimos dos lugares en un vuelo que salía al mediodía hacia Buenos Aires. Desde el aeropuerto, llamé a Fernando.

—Estoy por embarcar. ¿Pasó algo? —dije, ansioso.

—Ayer mismo, después de cortar con vos me comuniqué con el ministro y hoy salió la orden de captura de Interpol. Lo van a extraditar a Argentina. Lo encontraste —dijo, feliz.

—Lo encontramos —dije, y corté.

Regresé junto a Jorge y juntos nos dirigimos al mostrador de American Airlines para presentar nuestros pasajes y pasaportes. Estábamos despachando las valijas cuando alguien dijo mi nombre a mis espaldas. Al girarme, descubrí a Ben y a Myeong Kim tomados de la mano.

—Te ibas a ir sin avisarnos —dijo Ben fingiendo enojo.

—Amigo. 

Entonces él se acercó y me abrazó. Luego, se volvió para mirarla a ella:

—Myeong, es él.

Al sonreír, Myeong mostró toda la belleza que había enamorado a Ben.

—Gracias por insistirle, Esteban —dijo ella, dándome un beso en la mejilla.

—Ben es un gran hombre.

—Nos vamos a Corea —dijo Ben, rodeando a su chica con un brazo—: Me postulé para jefe de cardiología en el hospital más grande de Seúl. ¿Vas a venir a visitarme?

—Puede ser.

—Será. Para nuestra boda —dijo Myeong.

Al verlos juntos, abrazados, otra vez se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero esta vez no era tristeza. Sabía que la tristeza ya había comenzado a marcharse. Tan sólo era emoción, emoción y agradecimiento.

—Gracias por todo, Ben.

—No. Gracias a vos —dijo él. Y mirándome, preguntó—: ¿Qué vas a hacer en Argentina?

—No sé. Ya tendré tiempo para pensar.

Nos abrazamos y, cuando se alejaban, le grité:

—No nos fue tan mal, ¿no, Ben?

Él se detuvo y ladeó la cabeza durante uno, dos segundos, pensativo.

—Podría haber sido peor. Podríamos estar presos —dijo, soltando una carcajada.

Con Jorge caminamos hasta la puerta de embarque en silencio, pero noté que él me miraba con asombro.

—Tu viejo y tu abuelo estarían orgullosos de vos, sos valiente —dijo.

—Gracias por venir. Otra vez me salvaste.

—No hice nada, sólo tomé whisky —dijo Jorge, removiéndome los cabellos como cuando era chico.

Mientras subíamos por las escaleras mecánicas, él miró la pulcritud del aeropuerto y dijo:

—¿Vos estás seguro de renunciar a todo esto?

Le pasé un brazo por encima de los hombros.

—Sí. Quiero volver a casa. Tengo que empezar de nuevo.

FIN

Ir a la siguiente página

Report Page