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ALTERADO

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Dos días más tarde, antes de apagar mi computadora para ir a cumplir mi guardia en el hospital, recibí un mail del director de la revista a la que había enviado mi artículo. Tuve que leerlo tres veces para entender qué decía. Asustado, miré en derredor para asegurarme de que nadie había leído aquellas palabras. Imprimí el mail y esperé junto a la impresora custodiando esa hoja capaz de producirle pánico a cualquier persona de nuestro laboratorio.

Cuando la impresora escupió la hoja, me dirigí a la oficina de Foreman. Golpeé tímidamente.

—Adelante —dijo Foreman.

—Quiero contarte algo —dije.

—A ver…

Le mostré el papel, y leí en voz alta:

—“Estimado Dr. Esteban Rach: olvídese de publicar algo en nuestras páginas hasta que su laboratorio no desmienta los falsos resultados publicados por la Dra. Martina Cescu”.

El rostro de Foreman se debatía entre mostrar enojo, sorpresa o abatimiento. Le extendí la nota. Él se colocó los anteojos y volvió a leer.

—No sé de qué están hablando —dije.

—Idioteces —dijo Foreman, rompiendo el papel en pedazos.

—Me imaginaba.

—Esto no tiene nada que ver con la ciencia, Esteban. Esto es política.

—Pero, ¿de qué hablan?

—Muchos ansiaban el puesto de Martina, por eso esta revista sólo quiere molestarnos. Es una cuestión de envidia y poder, nada más. ¿O acaso a vos no te mataron los ratones? Es un mundo complicado el de la ciencia. Pero quedate muy tranquilo. En serio. Vos seguí en lo tuyo que Martina no mintió.

—Te creo…

—Entonces, seguí adelante. Llamé a la gente de Buffet para presionarlos. Ya me dieron una respuesta: va a seguir pagándote el sueldo por un año más.

—¿De verdad? —dije, completa y sinceramente sorprendido y feliz.

—Sí. Así que seguí avanzando. No pierdas el tiempo con estas acusaciones políticas. Aprovechá que Buffet sigue creyendo en vos gracias a mí, que te recomendé más que a nadie. No me defraudes.

—Okey —dije, saliendo de la oficina, pero Foreman tenía algo más que decir.

—No se te ocurra mostrarle el mail a nadie. Borralo. Y olvidate del asunto.

—Por supuesto. Pero… tengo que publicar para ser “alguien”.

—Ya lo sé, y lo harás.

Sin embargo, estaba completamente confundido. No podía negar que la confirmación de Buffet me aliviaba, pero eso no bastaba para alejar los fantasmas que habían llegado a través de mi correo electrónico. ¿Para qué una revista tan importante acusaría al laboratorio de semejante estafa intelectual? ¿Era sólo por celos? Y Martina, ¿era una víctima o una estafadora? Cada vez que Foreman hablaba de ella lo hacía como si fuera una refugiada bosnia que necesitaba asistencia y no una científica con un puesto de investigador fijo en Harvard.

Pasé toda la guardia hospitalaria de aquella tarde pensando en eso. Mientras les leía cuentos infantiles a dos niñas enfermas de esclerosis múltiple, en mi cabeza volvía a repetirse la misma frase: “Hasta que el laboratorio no desmienta los falsos resultados…”. Quizá esa fuera la explicación de mi fracaso: ¿y si estaba trabajando a partir de una gran mentira? No me preocupaba caer en el descrédito por culpa de otros. Lo que me interesaba era saber si los magros resultados de mis experimentos se debían a mi propia impericia, a fallas en el vector que había diseñado genéticamente o tan sólo a los falsos resultados heredados por una farsa ocultada por el propio Foreman.

Más tarde, en la cancha de fútbol, a medida que corría detrás de la pelota junto con los colombianos, seguía dándole vueltas al asunto. Estaba alterado. Era una sensación dual: furia y miedo al mismo tiempo. Justo en ese momento, un chileno que jugaba en el equipo contrario me enseñó la pelota debajo de su botín, y cuando intenté quitársela me tiró un caño que hizo reír a sus compañeros. Al verlo alejarse, le pegué una patada desde atrás y cayó al piso. Se levantó con ganas de pelear, y yo avancé hacia él con los puños cerrados, como si el pobre tipo fuera la causa de todas mis preocupaciones y no un chivo expiatorio para mi enojo.

—¡Qué te pasa, huevón! —gritó.

—A vos qué te pasa, hijo de puta… —le grité en la cara.

De inmediato, todos comenzaron a separarnos. Hubo un tumulto, golpes lanzados sin destino, más insultos. Fue imposible continuar el partido. Temblaba como si me hirviera la sangre.

—¿Qué te pasa, Esteban? —me preguntó Chávez en el vestuario, luego de bañarnos.

Hasta yo estaba sorprendido. Pero no tenía excusas. El pobre chileno había pagado los platos rotos del director de la revista, de Foreman y de la dudosa Martina.

—Perdón. Lo siento. Estoy muy nervioso —dije.

—Hay que hacerle el control antidoping —dijo Márquez, intentando un chiste que no funcionó. Sólo entonces se tomó las cosas en serio—: ¿Estás bien, pana?

—Problemas en el trabajo.

A un costado del vestuario, el chileno me miraba sorprendido. Sacudí la cabeza como si eso bastara para alejar mis pensamientos, y me acerqué a él.

—Perdoname. No soy así. Tengo un mal día… —dije, y no mentía.

—No pasa nada —dijo.

Después, mientras salíamos del club, me acerqué a Chávez.

—Necesito pedirte un favor —dije.

Chávez me miró, fingiendo desconfianza con los ojos entornados, y luego, exhibiendo su mejor sonrisa, dijo:

—Lo que quieras, pana.

—¿Podrías prestarme el auto para…?

—Épale. El carro y la jeva no se le prestan a nadie —dijo Márquez.

—A este sí, mira si me pega como al chileno —dijo Chávez, y luego, pensativo, agregó—: espera, justo hoy necesito hacer unos trámites con el carro, porque el domingo viajo con mi familia a Nueva York y…

—No, hoy no. Lo necesito dentro de dos semanas. Tengo que ir a Crane Beach y en la bicicleta es demasiado cansador…

—Chévere, entonces. Pero, ¿sólo eso? ¿Estás bien? Nunca te vimos reaccionar así, y mira que no es el primer túnel que te hacen…

—Lo siento. Y gracias… En serio. Ustedes son mis únicos amigos acá —dije.

—Pues, pana, tendrías que elegir mejor a tus amigos —dijo Márquez, y se rieron los dos.

Los pensamientos me siguieron angustiando todo el día. Por eso, mientras daba clases, tomé una decisión. Se la dije a Ben apenas entré al bioterio, a la medianoche.

—Hoy no vamos a preparar una nueva camada.

—Entonces me voy. No tenemos nada para hacer.

—Por unos días vamos a suspender los experimentos. 

Ben me miraba extrañado.

—¿Pasó algo?

—No lo sé.

—Yo quiero saber. Es mi trabajo, también.

—No, Ben. Mejor que te mantengas al margen.

—¿Seguro?

—Sí, andá tranquilo.

Juntó sus cosas y, antes de marcharse, volvió a preguntarme:

—¿No querés contarme?

—No puedo. Cuando sepa algo más, vas a ser el primero en enterarse.

—Pero… ¿estamos haciendo algo mal? ¿No te gusta mi trabajo?

—Ben: sos un gran tipo y un enorme cirujano. Sólo tengo que agradecerte la ayuda.

—Yo también. Me compré el auto. Y ayer Myeong Kim me miró y me sonrió. Todo gracias a vos… —dijo, frunciendo la boca con dificultad, como si estuviera genéticamente impedido para sonreír.

Le palmeé la espalda.

—Te lo merecés… —dije.

Cuando me quedé solo, retiré los papers de Martina que había preparado esa tarde y los coloqué sobre la mesa de trabajo para leer detenidamente los métodos que ella había utilizado para lograr la regeneración del 30% de los músculos enfermos. Todos aquellos que habían intentado curar la distrofia a partir de inyecciones intramusculares habían alcanzado apenas el 6% de la regeneración de los músculos. Pero Martina, con su 30% de éxito, había superado a sus competidores y así había logrado un puesto fijo como profesora de Harvard. Debía averiguar la verdad. Aquel mail había abierto una hendija de desconfianza que sólo podía aclarar yo. Miré en derredor y comprobé que estaba solo en el bioterio. Nadie podía enterarse de lo que haría a partir de ese momento. Debía realizar los mismos experimentos que ella, repetirlos de la misma forma, utilizando esos mismos métodos para saber si los resultados publicados en el paper eran ciertos. Pero debía actuar con cuidado, guardar el secreto, moverme entre las sombras del bioterio sin llamar la atención de nadie, menos de Foreman. Su sugerencia había rozado la amenaza. “No me defraudes”. Aquello podía terminar con mi carrera en Harvard. Sin embargo, en mis años como científico había aprendido que en ciencia la única certeza válida es la que otorgan las pruebas concretas, y no las enunciadas por los científicos grandilocuentes.

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