ROBOT

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SEGUNDA PARTE » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

 

AL FILO DE LA MUERTE

 

OS frutos eran jugosos y dulces. Calmaban el apetito y la sed en forma simultánea.

Pyrox negó con un movimiento de cabeza, cuando Alpha le tendió otra bandeja repleta de sabrosas esferas rosadas, de racimos de óvalos frescos y nacarados, de tallos dorados, repletos de néctar frutal.

—No, gracias —negó—. No necesito más. ¿O es costumbre dar un festín al que va a morir?

Alpha desvió los ojos. Se mordió el labio inferior. En torno suyo, la luz del día marciano era difusa, y producía reflejos nacarados y azules en el cristalino muro curvo de las viviendas de la «Ciudad Colgante».

—Perdona —susurró—. No es mi intención molestarte, terrícola.

—No me llames así —observó Pyrox—. Me haces sentirme raro. Como si fuese un ejemplar viviente distinto a ti. Y ese no es el caso. Somos humanos ambos, Alpha… ¿Es ese tu nombre?

—Sí.

—Alpha… Tienes nombre de letra griega, de estrella… Solo Dios sabe qué extraños acontecimientos cósmicos pudieron permitir el crecimiento de dos razas iguales en dos mundos distintos como los nuestros.

—Dios… También nosotros creemos en Él, terrico… Oh, perdona.

—No importa —sonrió Pyrox—. Llámame por mi nombre: Pyrox. Sí, te entiendo, muchacha. Tenéis fe en Dios… porque también Él fue vuestro Creador y lo sabéis.

—Sí, eso es cierto… Pyrox.

—Ahora está mejor —sonrió Pyrox—. Lástima que no podamos ser amigos, Alpha.

—¿Amigos? ¿Tú y yo?

—Sí. ¿Tanto te sorprende?

—Tus gentes aniquilaron a las mías. Nuestros padres murieron defendiéndonos. Solo mi hermano Draco, Kwor y yo… sobrevivimos. ¿Cómo ser… amigos?

Pyrox meneó la cabeza.

—Escucha, Alpha. No pretendo salvar mi vida. Ni creas que tengo miedo a morir. Hay, en la vida, otras cosas que asustan más. Como el odio, el rencor, la mala fe y la ruindad de los hombres. De ciertos hombres, se entiende. Tú y Draco os habéis habituado, durante años enteros, a considerar culpable de lo ocurrido a toda la especie humana. Eso no es justo.

—¿Por qué no? Eran humanos, terrícolas, los que pulverizaron nuestras ciudades y mataron a millones de los nuestros.

—Ya lo sé. Pero eran seres envilecidos, monstruos de maldad, bestias sanguinarias que avergüenzan y llenan de horror a la especie humana. ¿Sabes que en la Tierra la gente ignora aún lo sucedido aquí?

—¡No, no puedo creerlo!— rechazó ella.

—Y, sin embargo, es la verdad. Así sucede, pequeña.

—Tú vienes de la Tierra. Tú sabías lo que nos sucedió, Pyrox.

—Yo sospechaba lo ocurrido, Alpha. Pero, hasta oír tu relato, no pude imaginar tanto horror. En la nave viajaba un hombre que fue responsable de la matanza. Uno de los que la llevaron a cabo. Pero las órdenes partieron directamente del Gran Xeram.

—¿El Gran Xeram? ¿Vuestro jefe supremo?

—Sí —silabeó Pyrox—. Un monstruo de maldad y de soberbia, pequeña. Pero no entenderías eso…

—Me gustaría creerte, Pyrox —sonrió dulcemente Alpha—. Me gustaría saber que tú… eres noble y digno, como mi hermano Draco y como Kwor…

—Gracias, Alpha —sonrió, palmeando suavemente su mano—. Eso es bastante, créeme. Es más de lo que tú imaginas…

 

* * *

 

—Ahora ya conoces nuestras culpas, Draco. No hemos cometido crimen alguno. Somos simples mujeres…

—Mi madre era una simple mujer —dijo Draco con firmeza—. La mataron brutalmente. Como a todos los demás.

—Lo sé, lo sé —suspiró Stella Dolphin, mientras su hermana Mizar se mantenía en silencio—. Podría decirte cuánto siento eso, qué horror experimenta uno al saber que seres de su propio mundo cometieron una vileza así. Pero no me creerías, Draco. De modo que no hablaré en ese sentido. Solo te pido que seas justo. Que no te dejes cegar por la venganza.

—No es venganza solamente, sino justicia. Vuestras vidas, por aquellas. Todavía es bien pequeño el pago de una deuda tan enorme.

—Sí, eso es cierto. Pero ten en cuenta que ni Mizar, ni yo, ni Pyrox, ni los demás viajeros de la astronave, tuvimos nada que ver con aquella matanza.

—Siempre decís igual. ¿Cómo creeros, si eran terrícolas los asesinos?

—No, nunca podrás creernos, Draco. Sería inútil discutirlo. Por eso te decía antes que no te ciegue jamás la venganza. Ser justo es hermoso. Ser vengativo, destruye la vida propia y la felicidad, Draco. Incluso en Marte. Incluso a ti…

Le miraba fijamente. Tan fijamente, que Draco se sintió turbado, pero sostuvo la mirada. Al final, Stella enrojeció y desvió los ojos, pestañeando. Difícilmente podía nadie soportar la mirada de Draco, el marciano arrogante y hermoso.

—Lo siento, Stella —dijo finalmente, irguiéndose—. La ley se cumplirá. Todos vais a morir.

—¡No quiero morir!— protestó Mizar, furiosa, revolviéndose—. ¡No tienes derecho a hacer esto, Draco! ¡Ningún derecho! ¡Marte es hoy una Colonia terrestre! ¡Ganaron una guerra, por despiadada que fuese! ¡Y ahora, el Gran Xeram es el amo de esto!

—Mizar, por Dios —suplicó Stella—. No hables así. Dañas a este hombre. Y no eres justa…

—¡Estoy harta de suplicar, de razonar con estos salvajes!— se irritó Mizar, crispada—. ¡Será preciso amenazar! ¡Escucha esto, Draco! ¡Yo soy poderosa en la Tierra! ¡Yo soy la persona de confianza del Gran Xeram!

—¡Oh; no, Mizar, no lo digas!— gimió Stella, palideciendo.

Draco parpadeó. La escuchaba. Fija, calladamente. Su rostro endurecido era el de una estatua olímpica.

—Deja que tu hermana hable —pidió suavemente—. Es mejor así. Quiero saber la verdad. Toda la verdad. Sigue, Mizar.

—¡Vas a saberla, sí!— continuó la hermana mayor de Stella, con virulencia—. ¡Yo sirvo directamente al Gran Xeram! ¡En este momento, mi amo y señor, que es a la vez el amo y señor de la Tierra y los planetas, sabrá ya que corro peligro! ¡Enviará legiones para seguir destruyendo, para aniquilar todo vestigio de vida en el planeta, si es preciso!

—Mizar, por Dios…

—¡Nadie ha visto nunca al Gran Xeram, Draco, tal como lo he visto yo en sus momentos terribles y, a la vez, magníficos! ¡Es aterrador verle, con su rostro estirado, sus llameantes ojos, su nariz de halcón, su barbilla retorcida, su faz larga y siniestra, ordenando matar, matar siempre! ¡El Gran Xeram, con su túnica negra hasta los pies, con su capucha sobre su frente, como un monje terrible y temido! ¡Él dictará la muerte contra todos vosotros, Draco, ya lo verás!

Draco, impasible, escuchó las frases virulentas, apasionadas, de la hermana de Stella. Esta la escuchaba, entre asombrada y dolida. Parte de la propia soberbia y orgullo del Gran Xeram, junto al que servía lealmente Mizar, se había contagiado a esta.

—Ahora has sido sincera —habló lentamente Draco, con un suspiro—. Revelaste tu verdadero espíritu, mujer. Eres la ayudante de un asesino feroz, de un monstruo. Su brazo derecho. Debiste sentirte muy satisfecha cuando ordenó matar a todo ser inteligente de mi planeta, ¿no es cierto?

Mizar respiró hondo. Estaba muy pálida. Lentamente, parecía volver la serenidad a su exaltado ánimo. Denegó con la cabeza, hablando ahora con calma, con tono apacible:

—Lo siento, Draco. Tal vez me excedí al hablarte así— se excusó. Luego, añadió—: No, no estaba yo presente cuando ordenó matar. Debió de ser una orden directa a los jefes de escuadrillas cósmicas…

—¿Cómo saben ellos que fue el Gran Xeram quien les ordenó destruir?

—Tiene una voz inconfundible, Draco. Una voz chillona, estridente, que hiere los tímpanos y penetra hasta lo más recóndito del cerebro marcando las palabras… Nadie puede imitarla. Nadie podría nunca suplantar al Gran Xeram…

Draco asintió con un movimiento lento de cabeza. Luego, contempló a Stella, que lloraba en silencio. Meneó la cabeza y se dirigió a la salida de la celda cristalina y hermética en que se hallaban las dos mujeres de la Tierra.

—Lamento que esto suceda. Es una guerra que yo no empecé —dijo sordamente—. Y esa guerra sigue. Sigue para mí…

Era expresivo. Terriblemente expresivo. Mizar y Stella se miraron, desalentadas. Sabían lo que Draco quería decir.

Cuando se encontraron solas, Stella lo sintetizó con muy pocas palabras:

—No hay solución, Mizar. Ninguna…

Mizar se encogió de hombros.

—No pierdas la fe, Stella. Tal vez el Gran Xeram se entere… y nos salve la vida.

Stella apretó los labios. Dijo bruscamente:

—¿Sabes una cosa, Mizar? Si he de deber la vida a nuestro Gran Xeram… prefiero morir aquí, a manos de Draco…

—¡Stella!

Pero su hermana no le respondió, y Mizar también guardó silencio, turbada.

 

* * *

 

—¿A muerte, Draco?

—Sí, Kwor. No hay otra solución…

El hombre artificial estudió fijamente a Draco. Sonrió tristemente después.

—Siempre hay otra solución —dijo.

—No. Es mejor así. Yo dicté esa ley. Deberá cumplirse.

—¿Incluso… en ellas dos?

—Incluso en ellas, sí. ¿Por qué habían de ser distintas? Una sirve lealmente al Gran Xeram, lo ha confesado.

—¿Stella?

—No… Mizar —contempló a Kwor, ceñudo—. ¿Qué te pasa, mi querido amigo? ¿Por qué esas reticencias en tus palabras?

—No sé —rio Kwor—. Tal vez también los mecanismos se hacen viejos. Mis células electrónicas no trabajan demasiado bien. Estoy cansado. Y, cuando uno se siente cansado, gusta de la paz.

—¿La paz? Yo no empecé esto.

—Claro que no. No me hagas caso, Draco. Ya te dije que me hago viejo. Mi perfecta mente electrónica flaquea. Cree ver amor por todas partes.

—¿Amor?— se estremeció Draco.

—Sí —los ojos de Kwor estaban fijos en él—. Ese muchacho, Pyrox y Alpha. Tú… y Stella…

—¡No, no!— negó él, rotundo—. ¡Son terrícolas!

—Son hombre y mujer. Vosotros dos, también. Eso también cuenta. El amor entre dos mundos sería capaz de unir a estos eternamente, ¿no crees?

—Escucha, Kwor. Tu filosofía me aburre.

—Claro. Un robot no puede ser filósofo. Se supone que las máquinas solo repiten lo que se les ordena hacer. Solamente yo soy distinto. Una máquina que piensa, que habla, que razona, que siente… No sé, Draco. A veces he pensado en eso, y me digo que soy… como un contrasentido. De tan perfecto como me hicieron… casi soy un ser humano. Y eso no está bien.

—Dices tonterías, Kwor. Todos los robots de nuestra civilización eran perfectos. Una obra maestra que murió con nuestra raza.

—Sí, ya lo sé. Eso fue tal vez lo único bueno que sucedió entonces.

—¡Kwor! ¿De qué hablas? ¡Tú eres magnífico! Sin ti, esto no sería posible. Nos sacaste de aquel infierno, lograste convencer a esta gente, los «tritónidos». Y Alpha y yo sobrevivimos. Todo gracias a ti, Kwor amigo… Nunca me pediste nada por eso. Y, sin embargo, lo mereces todo.

Kwor asintió, despacio. Miró a Draco, pensativo.

—Nunca te pedí nada, es cierto —dijo el artificio de apariencia humana más perfecto que jamás existiera en el mundo—. ¿Sabes que esa es una buena idea, Draco?

—¿En qué sentido?

—Ahora, al fin, voy a pedirte algo. Tengo derecho, ¿no crees?

—Claro —Draco parpadeó, sorprendido—. ¿Bromeas?

—No. Hablo en serio. Muy en serio.

—Bien. Di lo que sea —le contempló, perplejo—. Lo tienes concedido, Kwor.

—¿Sea lo que sea?

—Yo no podría negarte nada a ti, Kwor.

—Gracias, Draco. Quiero la vida de esos terrícolas.

—¡Kwor!

—Perdona sus vidas. Es todo lo que te pido. ¿Ya te arrepientes?

—Kwor, ¿por qué me pides eso? ¿Por qué «eso», precisamente?

—Es mi único deseo. Puedes negarte, claro.

Draco respiró hondo. Le miró sin salir de su asombro, de su desconcierto. Furioso, finalmente, masculló:

—Sabes que no lo haría. Prometí darte lo que pidieras. Fuese lo que fuese. Cometí un error. Ahora, cometo otro al acceder. Sea, Kwor. Tuyas son sus vidas.

Kwor sonrió. Inclinó la cabeza, murmurando:

—Gracias, amigo mío… Gracias. Espero que nunca te arrepientas de eso.

Avanzó hacia las casas habilitadas para celdas. Alpha se cruzó con él. Kwor le informó sonriente:

—Draco me ha concedido un deseo, pequeña: la vida de esos humanos…

—¡Draco!— Alpha miró con asombro a su hermano—. ¿Es cierto eso?

—Sí, hermana. Es cierto. Kwor es un robot muy sentimental. Espero que nunca tengamos que arrepentirnos de esta locura y…

Se detuvo Draco, sorprendido. Alpha, su hermana, estaba sonriendo radiante. Y, cosa rara, en sus ojos luminosos había una humedad tenue, unas lágrimas.

—Espero que esto sea el principio de algo maravilloso, Draco querido… —musitó con voz temblorosa—. Dios ilumine tus pasos en la vida desde ahora.

Corrió tras Kwor ágilmente. Draco la contempló, reflexivo. Movió la cabeza, con asombro.

—No logro entenderlo —confesó—. Creía que todos éramos felices odiando a esos seres… y solamente yo albergaba odio en mi corazón. No lo entiendo…

Un instante después, la hilera de asombrados terrícolas emergía lentamente de las viviendas vítreas azuladas. Los hombres-peces de azul piel escamosa contemplaban la escena con asombro. Parecían aguardar alguna reacción de Draco, pero este se limitó a inclinar la cabeza y alejarse del grupo. Los «tritónidos» de Marte no debían comprender muy bien las reacciones del que, con los años, se había convertido en su joven y decidido jefe.

—Todo se lo deben a Kwor —dijo lentamente Alpha, señalando al hombre artificial—. Él hizo el milagro, amigos…

Pyrox, Stella y Mizar se volvieron hacia él. Le contemplaron, asombrados. El autómata sonrió. En realidad ninguno de los terrícolas sabía que estaban mirando un mecanismo perfecto, prodigioso…

—¿Cómo podremos agradecérselo, Kwor?— preguntó Stella dulcemente.

—De ninguna manera —sonrió él—. Amándose, tal vez. Siendo dignos del preciado don de una vida dada por Dios a sus criaturas. Con alma, espíritu, corazón.

Alpha le escuchaba. Nadie entendía a Kwor ahora. No podían entenderle. Ella, sí. El robot expresaba su íntima amargura por ser solamente eso: un mecanismo Un perfecto autómata, obra de prodigiosa técnica. Él era tan inteligente y tan sensible a las reacciones de los demás, que hubiera deseado ser como todos…

—Draco entró en razón al fin —dijo Mizar con lentitud—. Eso impedirá un desastre…

Aquella rotunda afirmación de la mujer fue como un contrasentido.

Apenas Mizar Dolphin acababa de pronunciar esas palabras, cuando se desencadenó la hecatombe en la selva púrpura.

Un terrible fragor llegó de los cielos, sobre la ciudad suspendida en la laguna de los «tritónidos». Estos, con chillidos, zambulleron sus cuerpos azules en el agua, vertiginosamente.

Se alzaron las cabezas, buscando la causa de aquel estruendo. Una nube de naves de combate terrestres, se desplegaban sobre la jungla. Allá, en la distancia, algo empezaba a provocar un fuego devastador y veloz en la frondosidad. Chispazos azules, por doquier, marcaban el estallido de cargas termonucleares concentradas de activísima desintegración.

—¡Están atacando la selva!— gritó Alpha, muy pálida—. ¡Van a destruirlo todo!

—¿Eh? ¿Qué significa eso?

—¡Zoy, sin duda!— rugió Pyrox, furioso—. ¡Es Zoy!

—Y está haciendo justamente lo que yo me temía —remachó fríamente Kwor, con el rostro ensombrecido—. Destruir… matar… Nos aniquilará a todos, si Draco no hace funcionar la energía paralizante y ultra-magnética que posee…

Draco ya corría a uno de los edificios de la plataforma urbana sostenida en el aire por la energía de los «tritónidos», canalizada por Draco Tawr.

Justamente entonces, una granada azul centelleó en el aire, y reventó con un alud flamígero, helado y cegador, sobre la edificación que parecía ser la meta de Draco.

Este se contuvo, cubriéndose con ambas manos el rostro, para no ser deslumbrado. Emitió un grito ronco, desesperado. Hubo un estallido dentro del edificio vítreo… y toda la pequeña ciudad, sostenida por la energía ultra-magnética sobre la laguna, osciló, y comenzó a derrumbarse sobre la laguna…

—¡Estamos perdidos!— aulló Draco, convulso—. ¡Han destrozado la acumulación de energía! ¡Es el fin!

Ya la ciudad, con los dos marcianos, el hombre-robot y los cautivos terrícolas, se sumergía, entre oleadas de agua, en la laguna que existía bajo la suspendida plataforma urbana.

La jungla entera ardía, bajo un alud de fuego y de caos estremecedor…

Nuevamente, Zoy llevaba la muerte y la destrucción consigo.

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