Quinn

Quinn


Seis

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Seis

Las cosas después fueron muy deprisa. Llegó la policía. Después el FBI. Todo el mundo en el edificio fue retenido.

Los invitados se tomaron las cosas sorprendentemente bien. Los camareros sirvieron más comida. La orquesta siguió tocando. El ambiente de fiesta permaneció. La gente parecía estar encantada de participar en el más glamuroso de todos los crímenes: un robo de diamantes.

Quizá resultaba un poco incomprensible. Un audaz robo había sucedido a pocos pisos de distancia de una fiesta de cientos de invitados, era el material del que se construían las leyendas. Sería un notición. Los invitados de esa noche podrían contar la historia durante años.

Evie, sin embargo, no se sentía tan emocionada. Después de todo, de algún modo, su estúpido hermano estaba metido en ese lío. De todas las idioteces en que se había visto implicado en su vida, ésa realmente se llevaba la palma. Y eso que se suponía que era el listo de la familia.

Tensa y con náuseas recorrió con la vista el salón buscando a Quinn. Detectives de la policía se movían entre la gente reuniendo a la gente en grupos. Todo el mundo tendría que ser registrado antes de marcharse. Serían interrogados e identificados. Derek y J.D., junto a unos agentes del FBI habían desaparecido en uno de los despachos del piso de arriba. Quinn se había marchado con ellos, pero Evie creía que lo había visto volver unos minutos después.

Había oído un rumor de que el FBI estaba interrogando a J.D. y a Quinn. Si el sistema realmente era inviolable, entonces McCain Security era sospechosa. Lo que sólo consiguió incrementar sus náuseas. De pronto, después de su gran discurso sobre la confianza en su hermano, sintió una oleada de dudas. ¿Y si era culpable?

No, no podía pensar en eso. Ni siquiera podía considerar la posibilidad.

Sí, respetaba a Quinn. Claro, lo deseaba. Incluso se sentía mal, muy mal, por cómo habían terminado las cosas catorce años antes. Pero su lealtad estaba con su hermano. Era su familia. Corbin podía ser un desastre, pero siempre la había querido. Siempre había estado ahí para ella.

Mientras buscaba a Quinn entre la multitud, reflexionó sobre lo que había ocurrido en la oficina de seguridad antes de que toda esa situación se hubiese desencadenado. Quinn la había besado. Besado de verdad. Con un beso de «quiero seguir besándote siempre».

Recorrió el atestado salón buscando un lugar donde sentarse sola un minuto, un respiro entre tanto zumbido de charla de los invitados. Siguió a uno de los camareros a través de una puerta en la parte trasera de la sala que conducía al pasillo de servicio.

Había dado sólo unos pocos pasos tras la puerta batiente cuando oyó una voz tras ella.

—Quédese ahí, señorita —Evie se dio la vuelta y se encontró con uno de los agentes del FBI vestido de traje mostrando su placa—. Agente Ryan. No puede marcharse todavía.

El agente se plantó delante de ella. Tenía el cuerpo de un jugador de rugby. Miró su rostro sin pizca de sentido del humor y se le hizo un nudo en la garganta. Su sola presencia era un recordatorio de que no debería haber estado pensando en Quinn. Ya tenía bastante con preocuparse por su hermano.

—No pensaba irme —explicó—. Sólo quería alejarme un poco de la gente.

—Usted es la hermana del sospechoso, ¿verdad?

Sintió una oleada de culpabilidad. De algún modo, enfrentarse con ese agente del FBI hacía las cosas más reales. Rezó para que Corbin no estuviera implicado en el robo.

—Uno de ellos, entiendo, mi hermano es uno de los sospechosos. Estoy segura de que no es el único. Seguro que hay varios… —cuanto más hablaba, más se cerraban los ojos del agente Ryan. Tragó—. Sí, Corbin Montgomery es mi hermano.

—Tengo que interrogarla antes de que se marche.

—Claro —eso sería fácil. Sabía muy poco y no tenía nada que ocultar.

Un momento después, Quinn apareció en el pasillo detrás del agente. Habló tranquilamente con él un momento, después el agente asintió y volvió a la sala. Tomó como una buena señal que confiara en Quinn. Seguro que, si hubiese sido un sospechoso, no los habría dejado solos.

—Ah, mi salvador —dijo floja.

Tan serio como siempre, Quinn no intentó ni simular que se reía, lo que, en esas circunstancias, ella habría apreciado.

—No trataba de marcharme. Sólo necesitaba un momento lejos de la gente.

—Puedo esperar contigo.

—Supongo que realmente estoy en la parte alta de la lista de los más buscados, ¿no?

—Dado que no has ocultado nada, no serás sospechosa. Pero definitivamente eres alguien con quien los agentes quieren hablar.

Se rodeó con los brazos y se frotó la helada piel de los bíceps. ¿Por qué siempre hacía tanto frío en los edificios de oficinas?

—Estás tratando de ser diplomático. ¡Qué tranquilizador! —murmuró sarcástica.

—No es tan malo como eso —se quitó la chaqueta y se la echó sobre los hombros, después la giró hacia donde estaba la comida al final del pasillo y la llevó en esa dirección—. Vamos. A ver si podemos conseguir algo caliente de beber. Quizá tengan cacao o algo así.

—¿Me estás ofreciendo un chocolate? —preguntó incrédula—. Las cosas deben de estar peor de lo que pensaba —había pensado lo peor de ella ¿y en ese momento no sabía qué decirle?—. Ya sé que antes me has mentido cuando me has dicho que aquí no había diamantes. ¿Puedes decirme al menos cuánto ha desaparecido?

—La semana pasada hubo lo que se consideró un simple error de la oficina. Un lote de diamantes que tenía que haber sido enviado a la oficina de Nueva York se envió aquí —se le notaba la tensión en los hombros tanto como en el tono de voz.

—¿Cuánto valían?

—El error no se ha descubierto hasta esta tarde cuando se han descargado. Parecía que alguien había escrito el código incorrecto en el albarán del paquete. Parecía algo inocente. El tipo ni siquiera se había dado cuenta de que lo había hecho. Cuando se descubrió el error, Derek lo arregló todo para que se almacenara aquí esta noche y mañana saliera temprano. Iban a estar en esta oficina menos de doce horas.

—¿Cuánto valían? —cada minuto que pasaba sin que le respondiera, su ansiedad crecía.

—Es difícil decirlo con seguridad. Probablemente alrededor de diez millones de dólares.

Sintió que la sangre se le iba de la cabeza dejándola mareada.

—¿Tanto?

—En el mercado negro seguramente un poco menos. En estos días todo lo que viene de ser tallado en Amberes tiene una marca de láser con el logo de Messina y un número de serie, así que, si los quieren vender, tendrán que volverlos a tallar, pero una vez hecho…

—Ya no se podrán detectar —terminó la frase por él—. Eso es muchísimo dinero. Pero no lo comprendo. ¿Cómo puede alguien saber que los diamantes estarían aquí esta noche? ¿No dices que raramente hay diamantes aquí?

—Ésa es la cuestión. No podían saberlo si no tienen a alguien dentro.

Ambos iban en silencio mientras Quinn la llevaba a casa. Naturalmente ella había protestado porque no era necesario, pero al final se había rendido a su insistencia. Bajo otras circunstancias se habría sentido culpable por aprovecharse del agotamiento emocional de ella.

Esa noche, con diez millones de dólares en diamantes robados delante de sus narices, no tenía tiempo para sentirse culpable.

Mientras salía de la autopista 35 E y se incorporaba a la Avenida de Illinois, miró de soslayo y notó que Evie lo estaba mirando. Cuando sus miradas se encontraron, ella dijo:

—No tienes que llevarme a casa, lo sabes.

—Puedes seguir diciéndolo, pero es tarde —un argumento válido porque cuando los agentes del FBI habían empezado a dejar salir a la gente eran más de las dos de la madrugada.

—Y seguro que te preocupa que mi barrio no sea seguro, pero puedes estar tranquilo porque yo siempre estoy allí a las dos de la madrugada y no me ha ocurrido nada malo todavía.

—No hay ningún problema —dijo sencillamente.

—Será un problema para mí cuando tenga que llamar a un taxi por la mañana para recuperar mi coche que está en el centro.

—Te llevaré.

—Lo que nos lleva al punto inicial. Tu mejor cliente ha sufrido un robo. Seguro que tienes cosas más importantes que hacer que ser mi chófer por Dallas.

—Ahora que el robo se ha cometido, está en manos del FBI. No puedo hacer mucho más.

—No esperarás en serio que me crea eso, ¿verdad? ¿Vas a echarte a un lado y dejar que el FBI averigüe quién está detrás de todo esto?

Siempre había sido inteligente, así que no le llevaría mucho tiempo descubrir por qué no quería separarse de ella. No iba a decírselo, si tenía un poco de suerte, estaría lo bastante cansada como para no darse cuenta esa noche.

—No. Te conozco. Vas a andar por ahí de un lado a otro siguiendo pistas o lo que sea que hace la gente de seguridad en estos casos. Interrogarás a los testigos o perseguirás a los sospechosos.

—J.D. puede hacerse cargo de la mayor parte del trabajo. Es de toda confianza.

—¿De toda confianza? Creía que era el segundo en el escalafón.

—Lo es.

—Chico —sacudió la cabeza—. Cuando decías que todo el mundo era sospechoso lo decías en serio. No confías en nadie, ¿verdad?

—Mi trabajo es sospechar de todo el mundo. Aprendí hace mucho tiempo que la mayoría de la gente suele decepcionarte.

Evie se quedó en silencio mirando por la ventanilla con la cabeza echada hacia atrás. Su postura era de relajación. Quinn esperó que se hubiera quedado dormida, pero lo dudaba.

—Lo siento —dijo ella sin moverse.

—No eres responsable de las acciones de tu hermano.

—No es por eso por lo que me disculpo —lo miró—. Siento que lo que sucedió entre nosotros te haya amargado tanto y vuelto tan desconfiado.

Otra vez estaba ahí esa pena. Maldición. Agarró el volante con más fuerza.

—¿Es así como realmente me ves?

Miró en dirección a ella y a la luz de las farolas que pasaban vio que tenía el ceño fruncido.

—¿Cómo se supone que tengo que responder a eso? En la superficie eres una persona de éxito. Has ganado mucho dinero. Pero no tienes a nadie en quien realmente puedas confiar. Ni siquiera tu segundo. Pareces haber perdido toda la fe en la humanidad.

—Soy el hijo de un alcohólico, jamás he tenido mucha fe en la humanidad, para empezar.

—No —negó con la cabeza—. No eras así cuando eras joven. A pesar de cómo creciste, tenías esperanza. Y confiabas completamente en mí. Ahora… —se quedó en silencio y de pronto se puso derecha—. No confías en mí. Piensas que puedo estar implicada. Eres… —hizo un gruñido agitando las manos en el aire—. Estás persiguiendo a una sospechosa. ¡Me estás siguiendo a mí!

—A ti no —empezó a protestar, pero ella no le dejó terminar.

—Sí, a mí. Estás en un coche conmigo, ¿no? —volvió a gruñir y se dio la vuelta en el asiento para mirar hacia delante con los brazos cruzados sobre el pecho—. No puedo creer que pienses que tengo algo que ver con esto.

—Tú no —dijo mientras salía de Illinois para entrar en su barrio—. Corbin.

—Si hubiera tenido algo que ver con esto, ¿por qué me habría pasado toda la noche pegada a ti como lo he hecho? ¿Eh? ¿No me habría escabullido tan pronto como hubiera podido?

Detuvo el coche delante de su casa y apagó el motor.

—Vamos dentro y hablemos ahí.

—Bueno —dijo saliendo del coche—, supongo que no tengo muchas más opciones, ¿no? Vas a seguirme de todos modos.

Salió del Lexus híbrido y lo cerró con el mando a distancia mientras la miraba caminar por el sendero flanqueado de flores en dirección a su casa. Cuando salió tras ella, lo miró por encima del hombro mientras metía la llave en la cerradura.

—Ni te pienses que voy a ofrecerte algo de beber.

—No lo esperaba.

Entró directa al dormitorio atravesando el salón. Dado que estaba enfadada con él, no tenía sentido no seguirla.

Sí, estaba realmente enfadada, y no podía reprochárselo. En los últimos días la había insultado, hecho proposiciones indecentes para después rechazarla. En ese momento pensaba que la estaba acusando de estar involucrada en un gran robo. Él también se habría enfadado.

Si se le añadía el hecho de que la había besado sin sentido y que aún no habían hablado de ello… Bueno, tenía suerte de que no lo hubiera golpeado con el bolso todavía.

La siguió hasta el dormitorio. Se había quitado el vestido que yacía de cualquier manera sobre la colcha. En el otro extremo de la habitación había dejado la puerta sólo echada y por la rendija de luz que salía se oía el sonido de agua cayendo.

—Mira, sé que estás enfadada… —empezó.

—Oh, ¿sí? —se interrumpió el sonido del agua y un segundo después se abrió la puerta del baño.

Evie apareció en el umbral envuelta en un albornoz rosa oscuro con el cabello suelto sobre los hombros y el rostro sin maquillaje. Tenía una toalla entre las manos. Las mejillas llenas de rubor. La visión de ella allí, con el halo de luz detrás, casi lo dejó sin aliento, sin contar con que se le olvidó lo que iba a decir.

Ella sufrió un impacto similar. Se detuvo delante de él sólo un segundo antes de pasar de largo.

—Quizá has pasado demasiada parte de tu vida pensando mal de mí, pero yo jamás me implicaría en algo como esto.

En lugar de esperar su respuesta, se acercó a una cómoda y empezó a quitarse las joyas. Él se acercó hasta ponerse tras ella y la mano que se llevaba a una oreja se quedó quieta.

—No creo que estés involucrada —encontró su mirada en el reflejo del espejo—. No lo he pensado nunca. Pero en este momento, eres la mejor línea de investigación que tengo.

—Pero… —se volvió a mirarlo.

—Aunque niegues que tu hermano está implicado de algún modo, la policía lo buscará. Probablemente vigilará su casa. Aunque tienes razón, puedo echarme a un lado y no hacer nada.

—Así que has decidido quedarte conmigo —terminó el pensamiento de él con tono cortante—. ¿Por qué no has dicho eso antes? ¿Por qué dejas que me enfade sin razón y te grite?

—Has pasado una noche difícil —explicó él—. Tienes derecho a estar enfadada.

—Con mi hermano, él ha sido quien me ha metido en este lío, no contigo.

—Pero tu hermano no está aquí. Y necesitas gritarle a alguien.

—Oh —dijo con voz reverente—, eso es muy dulce.

—No —dijo con los dientes apretados—. No lo es.

—Siempre has sido muy caballeroso. Incluso cuando éramos niños —con lánguida lentitud se quitó el otro pendiente y lo dejó sobre la cómoda—. Jamás he entendido cómo podías ser tan amable y educado con la forma en que creciste.

—No era amable y educado.

Esas palabras hacían que pareciera débil, vulnerable. No lo había sido. Siempre había sabido cuándo alejarse de una pelea. Cómo pasar desapercibido.

Su padre había sido un alcohólico irredento, pero no una persona violenta. Quinn tenía nueve años la única vez que el Servicio de Protección de Menores se lo había quitado al padre. Dos semanas en un centro de acogida lo había convencido de que su casa no era peor que la alternativa. Además su padre lo necesitaba. Se había convertido en un experto en cuidar de sí mismo y en no atraer la atención. Cómo había conseguido atraerla a ella era algo que no había sabido jamás.

En ese momento ella lo miraba con la cabeza ligeramente inclinada.

—¿Te acuerdas cuando empezamos a salir?

Por supuesto que se acordaba. Había estado trabajando en Mann’s Auto y ella había ido a cambiar el aceite. Había pasado todo el tiempo discutiendo con su padre por el móvil. Cuando fue a la sala de espera a decirle que el coche estaba listo, lo había mirado de arriba abajo antes de decir: «Tú eres ese chico de mi clase de álgebra. ¿Quieres que salgamos el viernes por la noche?».

—Pasaron semanas hasta que me besaste —dijo, y dejó escapar una risita—. Creo que por eso seguí saliendo contigo. Si hubiéramos hecho el tonto esa primera noche, seguramente jamás hubiera ido a una segunda cita.

Tenía esa primera cita grabada en la memoria. Desde el principio había sabido que lo estaba utilizando para recuperar a su padre. No hacía falta ser un genio para darse cuenta. Para ser sincero, tampoco le había importado. Era tan bonita.

—No —siguió ella—. Al final de la noche seguía esperando que hicieras alguna aproximación, pero ni siquiera me tocaste.

—Quería hacerlo —admitió.

Mientras estaban sentados en el coche bajo una farola, su piel había parecido de una suavidad imposible. Casi luminiscente. Igual que en ese momento. Había sabido que salir con él era algo a medio camino entre teñirse el pelo de negro, algo que había hecho y deshecho varias veces a lo largo de los años de instituto, y hacerse un tatuaje, lo que, hasta donde sabía, jamás había llegado a hacer, a pesar de sus numerosas amenazas. Había sabido que era poco más que una rebelión, pero no le había importado. Era demasiado guapa y se sentía demasiado afortunado por estar en su compañía como para que sus motivos le importaran. Con su cabello castaño rizado y su piel pálida como la luna, parecía una mujer de esos cuadros pre-rafaelitas que les mostraba la profesora inglesa.

Se había sentado a su lado en el coche sabiendo que esperaba que la besara. Como adolescente lleno de hormonas que era, había cientos, miles de cosas que quería hacer con ella. Y ella era lo bastante rebelde como para dejarle. Pero se miró las manos con las palmas rugosas y las uñas manchadas de grasa.

—Tenía las manos sucias —dijo.

Por qué lo admitió, no lo sabía. Quizá porque, de todas las cosas que quería decirle pero no podía, ésa era la que menos le costaba.

No podía estar con ella hasta que el asunto con su hermano estuviera resuelto. Hasta que supiera cómo terminaba todo no iba a hacer ninguna promesa que no pudiera mantener.

Así que en lugar de decir todo lo que no podía decirle a ella, habló de lo único que podía: cómo se sentía con ella en esa época en que sus vidas habían sido menos complicadas. Y eso que las cosas entre ellos no habían sido poco difíciles.

—¿Las manos? —lo miró divertida.

—Cuando trabajas en un taller, jamás consigues tener las manos realmente limpias.

Se acercó a él de un modo sensual meciendo las caderas debajo del albornoz.

—Ahora no tienes las manos sucias.

Quinn no pudo contenerse más. En lugar de eso, la atrajo hacia él y la besó. Su boca era cálida. Sus labios suaves y húmedos. Acogedores.

A diferencia de la noche anterior, no había rabia en su beso. Ni rebelión. Ni resistencia. Sólo una suave aceptación. A diferencia de antes esa misma noche, no había pena. Ni remordimiento. Ni penitencia. Sólo indicios de deseo. De esperanza.

Se apoyó contra él mientras un pie descalzo subía por la parte de atrás de su pierna. Siguiendo el ejemplo de ella, la agarró de las nalgas y la levantó frotando su erecto sexo contra la V que formaban sus piernas. Ella separó los muslos y él se metió automáticamente entre ellos llevándola hacia atrás hasta que su peso descansó sobre la cómoda. El albornoz se había abierto así que lo único que separaba sus cuerpos eran sus pantalones y un delicado jirón de seda. Estaba a un paso del paraíso.

Deslizó las manos debajo del albornoz y la agarró de la cintura. Exploró su piel con hambrienta necesidad, deleitándose con las sacudidas de los músculos de su vientre, las rápidas subidas y bajadas de su pecho, el peso de sus pechos en las manos. Tenía que haber mil metáforas con las que describir lo desesperadamente que la deseaba. Metáforas sobre hombres hambrientos y festines, travesías del desierto y oasis. Ninguna de ellas alcanzaba la profundidad de su deseo.

No quería solamente mantener relaciones sexuales con ella. Quería consumirla. Envolverla con su cuerpo y absorberla a través de la piel. Poseerla tan completamente que no supiera dónde terminaba él y empezaba ella.

Sus manos parecían estar en todas partes a la vez. Enterradas en su cabello, agarrando sus nalgas. Desabrochando su cinturón. Su piel estaba caliente. Deslizó una mano bajo la sedosa tela de las bragas y encontró su húmedo centro. Cuando pasó el pulgar sobre el punto de su deseo, ella apartó la boca de él, echó la cabeza para atrás y rugió. El sonido gutural partió del fondo de su garganta y su cuerpo se estremeció en respuesta.

Simplemente no podía tener suficiente de ella. Podría haberla poseído allí mismo, sobre la cómoda, si no hubiera notado una persistente vibración en el bolsillo. Su móvil. Trató de ignorarlo. Sonó. Después sonó el localizador, después un mensaje. Cuando la secuencia completa volvió a empezar, interrumpió el beso, apoyó la frente en la de ella intentando recuperar el control de su cuerpo. De pronto volvió a sentirse con diecisiete años. Desesperado, necesitado, indigno.

Sacó el teléfono del bolsillo. En lugar de apagarlo, como quería hacer, miró el mensaje de texto. Lo leyó: Noticias sobre CM. J.D.

Quinn se había apartado de ella tan rápidamente que la cabeza le daba vueltas. En un momento la estaba besando y al minuto estaba cerrándole el albornoz y separándose de ella. La dejó sentada en la cómoda. Jadeando, deseosa, necesitada.

Se quedó de pie con gesto tenso de espaldas a ella un momento. Cuando se dio la vuelta se estaba abrochando la chaqueta. Se colocó el pelo con una mano.

—¿Qué…? —empezó ella.

—Este no es el momento —su voz estaba llena de deseo, deseo que podía haber saciado en ese momento, pero había decidido que no. ¿Por qué?

Se dirigió a la puerta. Prácticamente corriendo. Lo alcanzó en la puerta de la calle.

—¿Adónde vas? Pensaba que era tu mejor línea de trabajo. Que ibas a permanecer pegado a mí hasta que Corbin se pusiese en contacto conmigo.

Sus ojos buscaron el rostro de ella y por un momento pensó que se iba a derrumbar, pero entonces dijo:

—Vigilaré la casa desde el coche. Confío en que me lo hagas saber si llama.

—Espera un segundo. Después de todo lo que has dicho sobre lo peligroso que es mi barrio, ¿vas a pasar la noche en el coche? Es una locura.

—Supongo que has conseguido convencerme de que es seguro —sonrió.

«O piensas que estar aquí dentro es más peligroso».

Una vez más Quinn la había dejado insatisfecha. ¿Era un paso más de su retorcida venganza? ¿O era demasiado honorable como para aprovecharse de ella?

Ninguna de las dos preguntas era buena para su mente. Si era sincera consigo misma, se sentía un poco de vuelta al instituto, otra vez hecha un lío. Deseó poder hacer como si lo que sentía en ese momento fuera una ilusión. Un mero eco de sus sentimientos de entonces. Pero se temía mucho que las cosas habían ido más lejos que todo eso.

El muchacho que fue Quinn había hablado a su yo adolescente de un modo que nadie lo había hecho. Su tranquila seriedad, su respetuosa atención, casi adoración, su profundo sentido del humor. Todo eso había sido un bálsamo para su alma inquieta. Ese nuevo Quinn adulto tenía muchas de esas buenas cualidades, pero también había algo más. Su abrumadora presencia. Su fuerza. Y el sentido del honor, que había conseguido mantener a pesar de su cinismo. Podía ser desconfiado, pero no era frío. No era poco sensible. De hecho, parecía que casi sentía las cosas más profundamente.

Y nada de eso era bueno para ella. No quería volverse a enamorar de Quinn. No cuando había tantas cosas que se interponían entre ellos.

Después de todo, entre proteger a su hermano y proteger a Quinn, ¿cómo iba a hacer para proteger su propio corazón?

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