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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El mar (1538) » Capítulo 42

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Capítulo 42 Amberes, 30 de mayo de 1538

—Tu relato, la increíble historia de Gert Arriba y Abajo del Pozo, me ha dejado sin aliento. No conseguía siquiera dormir después de despedirnos entrada la noche. Esta es la razón por la que me gustan los que saben contar una historia, con palabras, un pincel o una pluma. Has pintado un fresco de Münster con la maestría de un Bruegel, y ahora esa historia la he vivido también yo, y tú dos veces.

»Dos veces, Lot: una por la propia experiencia y la otra para liberarte de ella. Como quiere el nombre que te hemos dado, mira adelante, derecho delante de ti, más allá de los navíos que a diario esperan zarpar, a lo largo del estuario que poco a poco se ensancha en leguas para desembocar a continuación en mar abierto. El mar, Lot. Allende ese mar no pasa día que no traiga noticias de tierras y gentes nuevas. Y nuevos crímenes también. Allende ese mar el Apocalipsis surge cada mañana, juntamente con el sol.

»No vuelvas la cabeza atrás, no te quedes prisionero de tu historia. Toma el mar, corta las amarras que te tienen clavado a tierra, mantén la mente a proa y zarpa. Zarpamos. Un mundo acaba, otro comienza, el Apocalipsis es este y nosotros nos encontramos en medio. Ayúdame a armar el bajel que habrá de desafiar a la tempestad.

Eloi se levanta y da algunos pasos entre el puesto de venta de salchichas y el gran edificio gris, luego vuelve a sentarse en los escalones.

—¿En qué piensas?

Mira la fachada desnuda, el portal de madera maciza.

—En golpear de muerte a la Bestia. Y hacer un montón de dinero.

A lo largo del muelle de tablas clavadas a los palos sumergidos en el agua estancada, en un extremo de ese infinito laberinto de pútridas aguas y madera, sigo la espalda de Eloi que abre el paso.

Es una pequeña nave mercante, panzuda y torpe: bodega con capacidad, dos mástiles muy altos, un pequeño camarote debajo del castillo de popa. El mascarón de proa es un fénix con las alas desplegadas y que da nombre a la nave: Phoenix.

—¡Lodewijck Pruystinck!

El hombre que saluda se ha asomado a la barandilla de cubierta: barba y pelo canosos, cara picada de viruelas, ojos diminutos y chispeantes.

—¡Polnitz, el mago de los números!

Eloi agarra el pasamanos de la pasarela y de un salto se planta a bordo. Yo detrás.

Se le dispara la sonrisa:

—Gotz, este es Lot que salió de un pozo. Un maestro en el arte de salir de los pozos.

—Venid, venid adentro.

He de agacharme para entrar en el camarote. Una mesa enganchada a la pared de enfrente, dos sillas a los lados, un banco clavado en el suelo. La única luz es la que penetra por la puerta de entrada, si exceptuamos una vela encendida encima de la mesa.

Eloi me deja la silla y se sienta en el banco de al lado, Polnitz de frente a mí. No tiene aire de marinero.

—Bien, señores. —Vuelto hacia Eloi—: Supongo que nuestro amigo necesita muchas explicaciones.

—Por supuesto. Pero si lo he traído aquí es porque es la persona que andábamos buscando.

Hago una medio mueca y espero.

Polnitz se acomoda en la silla:

—No perdamos tiempo, pues. ¿Tú sabes quiénes son los Fugger de Augsburgo?

La mirada permanece sobre mí.

—Unos banqueros.

—Los banqueros. —Los ojos escrutan atentos, sabe ya lo que quiere decirme—. Permíteme que te cuente una historia.

Eloi se enciende un cigarro, y se arrellana callado y burlón en medio de las volutas.

—Hará cosa de diez años el más poderoso de los banqueros de Amberes era un tal Ambrosius Höchstetter: un bellaco esculpido en piedra que desde hacía décadas dominaba la plaza. Cada florín gastado por el rey de Hungría Fernando provenía de su bolsa, a cambio de todo el mercurio bohemio y muchas más cosas aún. Para llegar a esta posición el viejo Ambrosius, muchos años antes, había demostrado tener una vista de lince. Aparte de la importancia de la amistad con los Habsburgo, comprendió que, si bien los príncipes podían concederle derechos de usufructo de minas y territorios, el contante iba a parar sin embargo a otras manos, más sucias y más hábiles. Las de los mercaderes de Amberes. Así, comenzó a reunir sus ahorros: la totalidad de los negocios, de las manufacturas, y de todos los pequeños y grandes intercambios de los que este puerto es teatro. A quien depositaba también pequeñas sumas en sus bancos, le concedía un buen interés. Prestaba dinero a los mercaderes emergentes, financiaba sus actividades, tenía un poder tal sobre las fortunas de quien emprendía algún tráfico comercial en Amberes, que nunca nadie habría podido imaginar desbancarlo de aquel trono.

Gotz von Polnitz no aparta la mirada de mí, para asegurarse de que no me pierdo ni una palabra de la historia.

—En mil quinientos veintiocho Höchstetter era aún el rey de Amberes, pero tenía problemas. Era viejo, estaba casi ciego y fuera de la ciudad eran muchos los que aspiraban a suplantarlo. En mil quinientos veintiocho Lazarus Tucher, un mercader de origen nurembergués, regentaba un discreto tráfico de intercambios entre Lyon y Amberes. Tucher era persona acomodada y despierta, pero que no gozaba de los favores de Höchstetter: sabía, pues, que no iba a poder crecer mucho más. Desde la primavera de aquel año, precisamente de Lyon comenzaron a llegar rumores sobre la disponibilidad monetaria real de Höchstetter: el viejo se había expuesto por todas partes con sumas considerables, prestaba dinero a los mercaderes, abastecía a los Habsburgo y la guerra por el monopolio del mercurio era muy costosa. Las sumas ahorradas de los pequeños mercaderes y de los gremios de Amberes estaban irremediablemente lejos, en las galeras rumbo al Nuevo Mundo, en la corte de Fernando y en las minas bohemias. Aunque parezca mentira, en poco tiempo una multitud le reclamaba la devolución de sus depósitos.

Gotz toma aliento, me deja imaginar la escena, luego prosigue:

—La bancarrota fue inevitable. Höchstetter no tenía en sus arcas dinero suficiente para satisfacer los reintegros, trató desesperadamente de salvarse pidiendo ayuda incluso a sus más feroces competidores, pero su destino estaba ya marcado. En mil quinientos veintinueve el joven y agresivo Anton Fugger, nieto del patriarca Jacob el Rico, hacía su entrada triunfal en la ciudad, dando garantías a la masa de acreedores y asumiendo de golpe las obligaciones, los almacenes y la entera actividad de Höchstetter. Acusado de haber engañado a los ahorradores, el viejo acabó sus días en la cárcel.

En realidad el joven Fugger venía a coronar una operación a la que había dado comienzo más de un año antes, al pilotar el descrédito de Höchstetter gracias a la destreza de su ambicioso agente: Lazarus Tucher. Amberes coronó a su nuevo rey.

La pregunta me sale sola:

—¿Qué fue de Tucher?

Palabras sopesadas:

—Eso no tiene importancia, ya no está en la ciudad. Lo que te enseña esta historia es la ley fundamental del crédito: quien quiera recoger el ahorro de muchos debe disfrutar de la confianza de muchos.

Una nueva pausa. Eloi es un oyente atento a mi lado, no mueve ni un músculo.

Gotz saca del jubón una hoja de papel no demasiado grande y la apoya en la mesa.

—No lo creerás, pero la mayor parte de los negocios que se desarrollan aquí se producen por medio de letras de cambio. Pedazos de papel como este.

Doy vueltas a la hoja entre las manos: una especie de carta de caligrafía elegante con dos sellos, y una firma al final.

—Anton Fugger o quien por él garantiza con la propia sigla la entidad de tu depósito en sus arcas. Cuando tú tienes en la mano un pedazo de papel como este, es exactamente como si tuvieras con él tu dinero, que, sin embargo, de hecho, está a buen recaudo en la caja de caudales de Fugger. Puedes embarcarte, puedes viajar, evitando el riesgo y la molestia de llevarlo contigo. Tan pronto como quieras recuperar tus monedas de oro y de plata, puedes dirigirte a cualquiera de las filiales de los Fugger repartidas por Europa y retirarlas simplemente mostrando tu letra de cambio. Pero la cuestión es que, precisamente en base a la ley del cambio, podrías no tener nunca necesidad de hacerlo.

Gotz se detiene ante mi ceño fruncido, junta las manos, busca las palabras adecuadas y prosigue:

—Suponte que yo soy un mercader de especias y que tú quieres comprarme mis mercancías y tienes una letra de cambio que garantiza tu crédito con los Fugger por dos mil florines. Puedes pagarme directamente con ella. —Señala la letra que tengo en la mano—. Para ello basta con que le des la vuelta y escribas en el reverso que me transfieres tu crédito. A partir de ese momento soy yo quien puede retirar dos mil florines de las arcas de los Fugger, porque es su firma, y no la tuya, la que me lo garantiza. ¿Comprendes? No estoy obligado a fiarme de ti, no eres tú quien prometes pagarme a mí, basta con que yo dé crédito a la palabra de Anton Fugger.

Le doy la vuelta al papel y veo una serie de cinco o seis anotaciones seguidas todas ellas de firmas distintas. Por seis veces, la letra que tengo en la mano ha sustituido al metal de las monedas sin que estas abandonasen la caja de caudales del banco.

—¿Hasta aquí está todo claro?

—Hay algo que no comprendo: ¿cuál es el interés del banco en todo esto?

Gotz asiente:

—Mientras la letra de cambio pasa de mano en mano, el dinero está de todas formas a su disposición. Recuerda al viejo Höchstetter: recogía el ahorro y lo reinvertía en negocios rentables. Esto es lo que hace el banquero. Tus dos mil florines, juntamente con los de otros muchos acreedores, sirven para financiar el equipamiento de flotas mercantiles, el reclutamiento de ejércitos, la extracción minera, el mantenimiento de cortes principescas y otras muchas cosas, para luego volver redoblados a las arcas de Fugger. Fugger tiene el dinero en sus arcas, Fugger lo presta a príncipes y mercaderes, Fugger lo recupera con sus intereses. —Me concede el tiempo para que lo comprenda en todo su alcance—. El dinero genera dinero.

El silencio me advierte de que hemos llegado a un punto destacado de la exposición. Eloi ya no fuma, con los brazos cruzados, el aire meditabundo. Gotz continúa dirigiéndose a mí.

—Ahora puedes comprender por qué Fugger está dispuesto a aumentar tu pequeña suma ahorrada si se la dejas en depósito durante mucho tiempo.

—¿Que es como decir?

—Que también él te paga un interés, dado que a todos los efectos, al depositar una cierta suma en sus arcas, tú has puesto a su disposición un dinero que le permite aumentar el volumen de sus inversiones.

Trato de entender:

—¿Estás diciendo que si yo deposito mis dos mil florines en el banco y los dejo allí, un año después, se habrán convertido en dos mil cien?

Gotz se permite la primera sonrisa:

—Exactamente. De este modo los acreedores no estarán tentados de retirar con demasiada frecuencia sus depósitos, y no dejarán expuesto a Fugger a la eventualidad de una hemorragia monetaria de sus arcas. —Señala de nuevo la letra de crédito—. Desde este punto de vista, ese trozo de papel facilita el engrosarse de las sumas depositadas, ya que hasta que alguien no va a recuperarlas, aquellas van creciendo como la espuma en las manos de Fugger.

Tengo un poco de lío en la cabeza, pues aunque el mecanismo parece sencillo tal como Gotz lo explica, me domina la triste sensación de que algo se me escapa inevitablemente.

—Hum, vamos a ver si lo he comprendido. La letra de cambio vale dos mil florines. Puedo decidir cambiarla enseguida como si fuera dinero, o bien conservarla y esperar a que el depósito crezca con los intereses. —Gotz sigue el razonamiento con amplios cabeceos de asentimiento—. Bien, creo que la elección dependerá de la necesidad que tenga uno de usar ese dinero de forma inmediata.

—Muy bien.

—Es un mecanismo diabólico.

Eloi se ríe a carcajadas y finalmente habla:

—Dejemos al diablo al margen de este asunto. Que bastante complicado es ya.

Gotz atrae de nuevo mi atención:

—Todo el mecanismo se basa única y exclusivamente en la confianza que conceden todos a la firma de Anton Fugger. Es su palabra la que rige los intercambios.

—Sí. Esto está bastante claro.

—Bien. —Por primera vez busca con la mirada la conformidad de Eloi. Un pequeño gesto de cabeza del amigo y la cara picada de viruelas de Gotz se vuelve de nuevo hacia mí—: Vayamos entonces al grano. ¿Qué pensarías tú si te dijera que la letra de cambio que tienes en la mano es falsa?

Le doy la vuelta a la hoja amarillenta, observo bien las firmas, los sellos.

—Diría que eso es imposible.

Gotz deja traslucir su satisfacción. De la pequeña alforja que tiene a su lado saca una cajita negra, sin nombre ninguno, una hoja del mismo tamaño que la que tengo yo en la mano, un tintero y una larga pluma de oca.

Escribe lentamente, pendiente de no manchar la hoja, solo el rasguear de la pluma en medio del silencio de sus dos espectadores.

Con la llama de la vela disuelve dos gotas de una barrita de lacre bermellón, dejándolas caer sobre la hoja. Luego abre la cajita y extrae dos pequeños timbres de plomo, que empapa en el lacre caliente. Da la vuelta a la hoja y me la alarga sobre la mesa.

La escritura es idéntica, las mismas palabras, el mismo trazo. Los timbres son esos, también la firma de Anton Fugger destaca en la misma posición, las mismas leves rebabas de tinta en las consonantes, donde la mano ha apretado más.

Clavo la mirada en el lacre de Gotz, tratando de imaginar quién diablos es el tipo que tengo delante. Él no se inmuta en absoluto.

—Sí, son las dos falsas.

—¿Cómo has conseguido esos timbres?

Se detiene:

—Cada cosa a su debido tiempo, amigo mío. Ahora mira bien esas dos letras.

La mirada se desplaza de una a la otra un par de veces:

—Son idénticas.

—No exactamente.

Miro con más detenimiento:

—En una hay unos signos en el margen derecho, abajo, pero son casi invisibles.

—En efecto. Es un código secreto. El código con el que los agentes de cambio que trabajan para Fugger en las filiales repartidas por Europa se comunican entre sí. El primer signo indica la filial que ha emitido la letra de cambio, que es como decir aquella en la que ha depositado el dinero. El garabato que ves, por ejemplo, dice que los dineros están depositados en Augsburgo. El segundo es la firma personal, también ella cifrada, del agente que ha redactado la letra, en este caso Anton Fugger en persona. El tercer signo indica el año de emisión.

—¿Cómo te las arreglas para conocer el código?

Gotz finge no haber oído la pregunta:

—Si te presentases con una letra carente de código en cualquiera de las agencias Fugger, te verías inmediatamente arrestado. Por más que sepas reproducir la firma de un agente de los Fugger, si no conoces el código no puedes falsificar una letra de cambio.

—¿Y cómo te las arreglas tú para conocerlo?

Silencio. Nos miramos fijamente.

Eloi lo anima:

—Díselo, Gotz.

Suspira:

—Trabajé siete años como agente de los Fugger en Colonia.

Los pensamientos se agolpan, confusión. Me dirijo a Eloi:

—¿Este es el negocio? ¿Falsificar letras de cambio y sacar dinero bajo cuerda de las arcas de los Fugger?

Eloi ríe:

—Más o menos. Pero no es tan fácil como parece.

Gotz retoma la palabra:

—Fugger y sus agentes conocen personalmente a sus mayores acreedores, son los mismos con quienes hacen los negocios más lucrativos. Además, tienen una idea bastante exacta del número de intercambios que pasa por los puertos entre el Báltico y Portugal: es su reino, no hay que olvidarlo. Amberes está exactamente en medio del tráfico comercial: su plaza fuerte. Si mañana un desconocido cualquiera con remiendos en el trasero entrara en el banco local con una letra que le acreditara cincuenta mil florines, difícilmente saldría sin problemas con dicha cifra. Hay que hilar fino. Ir paso a paso.

Gotz es bueno, si vendiera humo lo haría de la forma más simple del mundo. Sin embargo, ahora he de saber de qué estamos realmente hablando.

—¿Cuánto?

Sin titubear:

—Trescientos mil florines en cinco años.

Degluto la montaña de dinero que no consigo ni tan siquiera imaginar: el golpe a los banqueros más ricos de toda la cristiandad.

—¿De qué modo?

Asiente, sigo aún aquí, eso es una buena señal.

—Ahora te lo explico.

—Ante todo es necesario poner en pie toda una actividad de cobertura. ¿Qué sabes de cómo funciona el tráfico de mercancías?

—Le robé a un mercader en el camino de Augsburgo y liquidé a tres piratas cerca de Rotterdam. Probablemente es rentable, pero parece que es algo arriesgado.

Gotz está jubiloso:

—Excelente. Efectivamente, otra de las actividades de los banqueros es asegurar las cargas, pues con los tiempos que corren los mercaderes se cansan de asumir todos los riesgos ellos solos.

—Sigue.

—Imagina que eres un mercader que tiene la oportunidad de iniciar un importante intercambio de mercancías con Inglaterra. Compras azúcar de caña refinado de las manufacturas de Amberes y Ostende y lo revendes en las plazas de Londres e Ipswich. Resulta un comercio muy rentable y tu intención es desarrollarlo de la mejor manera posible. Has alquilado dos embarcaciones, pero el propietario te ha pedido que asumas tú todos los riesgos del transporte, naves incluidas. ¿Qué harías para cubrirte las espaldas?

Pienso en ello un segundo y comprendo cuál es la respuesta:

—Ir a la sede Fugger de Amberes a contar esta historia, para asegurar el cargamento y las naves.

Los ojos diminutos y negros de Gotz no se mueven:

—¿Te ves capaz de eso?

—¿Qué pasará con el cargamento y las naves?

Eloi se adelanta a la respuesta:

—El primer cargamento de azúcar llegará sin problemas a Londres. La segunda vez el cargamento destinado a Ipswich y las dos naves que lo transportan serán víctimas de una emboscada de piratas zelandeses.

Es Gotz quien continúa:

—Por tanto, tendrás derecho a cobrar los quince mil florines del seguro.

Pienso en ello con calma, hasta que todo queda claro:

—¿Y después?

—En vez de retirar el dinero, pides que te sea reembolsado en las correspondientes letras de cambio, confirmando tu intención de proseguir en la actividad y continuar siendo cliente de la agencia. Y, efectivamente, pedirás al agente de los Fugger que deposite tus letras a tres años, de modo que quien las cobre al vencimiento del depósito pueda hacerlo recibiendo un considerable interés, pero no antes.

—¿Tres años?

—Para tomarse tiempo. Cuanto más tarde sean cobradas nuestras letras, mejor para nosotros. Porque en esos tres años desarrollarás tus negocios con las letras de crédito que atestiguan tus ahorros en las arcas de los Fugger, pero mientras tanto comenzarás también a poner en circulación las falsas que yo te proporcionaré. Con todas las letras, verdaderas y falsas, adquiriremos mercancías en muchas plazas distintas y luego las revenderemos por dinero contante y sonante. Una parte será depositada de nuevo en el banco. Esto servirá para mantener viva la relación con la agencia y para demostrar que la actividad comercial prospera moderadamente. Todo el resto será el merecidísimo premio a nuestra astucia.

—¿Cómo estás seguro de que no nos descubrirán enseguida? —pregunto.

—Este es mi oficio. No es más que una cuestión de equilibrio entre los pagos realizados con las letras a las que corresponde dinero realmente depositado en la caja y los pagos realizados con las letras falsas. Haremos circular las falsas por la mayor parte de las plazas periféricas, y de este modo ganaremos más tiempo y más difíciles se harán las comprobaciones por parte de los Fugger.

—¿Cuánto durará el juego, si es que no nos pescan antes?

—Según mis cálculos, si procuramos difundir las letras falsas por distintas plazas, para descubrirnos se requerirán como mínimo cinco años. Y por lo demás, ese es el tiempo que nosotros necesitamos para asegurarnos la vejez. Cien mil florines por cabeza. ¿Digo bien, señores?

Se hace un silencio absoluto, incluso el chapaleo de la corriente sobre la panza de la nave parece cesar.

Miro a Eloi:

—¿Y tu papel?

Los ojos del amigo brillan, pero es Gotz quien responde:

—Será tu socio en la empresa. —Un carraspeo—. Una última cosa, pues no se trata de descuidar los detalles: tendrás que acostumbrarte a usar un nombre falso.

Mientras Eloi estalla a reír, respondo:

—Ningún problema.

Oigo el resonar de nuestros pasos mientras nos alejamos a lo largo del embarcadero. Gotz von Polnitz, el mago de los números, se ha despedido dándonos cita para pasado mañana.

Caminamos sumidos en los mismos pensamientos, tal vez Eloi se espera mi objeción:

—Hay algo que no me cuadra.

Asiente:

—Sé lo que estás pensando. Por qué nos necesita. Por qué no lo ha hecho él solo o no se dirige a gente ya metida en una actividad comercial.

—Lo has adivinado.

Sabe que es inútil andarse ya con secretos, pues de ahora en adelante seremos socios en los negocios.

—Por el mismo motivo por el que no puede mostrar su cara en Amberes. Polnitz es un nombre falso. Ese al que acabas de conocer es un hombre que está muerto desde hace tres años.

—¿Quién diablos es, entonces?

Sonríe:

—Aquel a quien los Fugger deben su dominio en Amberes. Su mejor agente: Lazarus Tucher.

Pongo unos ojos como platos. Eloi se ríe y se lleva el índice a la boca:

—Chisss. Tras haberle dado gato por liebre al viejo Höchstetter y haber allanado el camino para la ascensión de Anton Fugger en la ciudad, sus méritos le granjearon el puesto de primer agente en la filial de Colonia. Pero cuando en el treinta y cinco Fugger decidió armar una expedición para ir finalmente a hacerse con el oro de las minas del Nuevo Mundo, la gestión de una operación tan importante le fue confiada al diligente Lazarus. Solo que una tempestad mar adentro de las costas portuguesas hizo naufragar la flota entera apenas había zarpado. Esto es lo que cualquier marinero abajo en el puerto puede contarte: el mayor fracaso desde que Anton rige las actividades de la familia. Lo que no se sabe es que una nave se salvó, la capitana, y con ella todo el dinero que hubiera tenido que ir a financiar las excavaciones mineras en el Perú.

—Y Tucher iba en aquella nave.

El final puede uno imaginárselo, pero Eloi no dejaría nunca a medias una historia:

—Tomó rumbo a Irlanda y de allí pasó a Inglaterra, donde permaneció escondido durante tres años, haciendo negocios con los amigos de Enrique Octavo.

—Y ahora ha decidido dar un golpe a las arcas de sus ex amos.

—Exactamente.

Tomamos por la estrecha callecita que bordea este trecho del estuario, los campanarios de Amberes apuntan nebulosos en el horizonte, las gaviotas inspeccionan el agua desde lo alto, una cigüeña nos observa inmóvil desde su nido, sobre el mástil de una nave encallada.

Eloi mira al suelo, piensa en lo que quiere decirme.

Se detiene:

—No se trata únicamente de una estafa magistral.

Algunos pasos más adelante, espero que desembuche.

—No se trata solo de dinero.

—¿De qué, entonces?

—Del crédito. ¿Cómo crees que reaccionarían los comerciantes si se enteraran de que por todos los mercados de Europa circulan letras de cambio de los Fugger falsas?

—Creo que no aceptarían ya ningún trozo de papel que llevara la firma de Anton Fugger.

—Exactamente eso. ¿Existe algún banquero sin crédito? Es como un marinero sin nave. Si la gente no acepta ya su firma en garantía, porque piensa que podría ser falsa, está acabado, es hombre muerto. ¿Recuerdas la historia del viejo Höchstetter? Se la jugaron así: desacreditándolo. La gente comienza a sacar los depósitos del banco, la desconfianza es un contagio que se transmite deprisa: ¿quién querrá ya hacer negocios con alguien que pierde clientes en vez de ganarlos?

—¿Estás diciendo que Tucher querría acabar también con los Fugger de Augsburgo: estafar a quienes estafan?

Sacude la cabeza:

—Lo que a él le interesa es el dinero. Y también a mí. Pero si conseguimos minar de veras el crédito de los Fugger, podrían irse a la ruina en pocos años.

El corazón late con fuerza en el fondo del estómago, se aflojan las tripas: Fernando, Carlos V, el Papa, los príncipes alemanes. Todos atados a la bolsa de Anton el Listo.

Le murmuro en voz baja, como si revelara una visión:

—Y junto con ellos las cortes de media Europa.

También Eloi baja la voz, aunque aparte de nosotros no hay nadie más al alcance de la vista:

—«Vi luego un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el cielo y la tierra de antes habían desaparecido».

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