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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Basilea (1545) » Capítulo 3

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Capítulo 3 Basilea, 18 de marzo de 1545

—En Venecia uno se pierde, compadre, aunque se crea conocerla bien, ¿entendido? Uno permanece completamente a merced de esa ciudad. Un laberinto de canales, callejones, iglesias y palacios que aparecen delante de ti como en un sueño, sin relación aparente con lo que has podido ver hasta ese momento.

Pietro Perna, como de costumbre, se pierde hablando de Italia, mientras destapa una botella del «mejor vino del mundo». Por la ventana de la trastienda de Oporinus, el cielo de Basilea es de un gris blanquecino, como si alguien lo hubiera privado del color, pero, será el aroma del vino o el acento latino de mi interlocutor, lo cierto es que tengo la impresión de que el sol inunda la estancia.

—¿No estabais hablando de los presuntos autores de El beneficio de Cristo, micer Pietro?

—Exactamente —responde limpiándose el bigote con el dorso de la mano—, no perdamos de vista la cuestión principal. Oficialmente, el libro es anónimo; oficiosamente se dice que fue escrito por fray Benedetto Fontanini de Mantua, y bajo cuerda se afirma que fue obra de mentes cercanas al cardenal inglés Reginald Pole.

Lo interrumpo enseguida:

—Imagino que no os molestará que os pida alguna información más acerca de los acontecimientos italianos, porque esa historia de cardenales que citan a Calvino no me cuadra desde un principio. Y acaso el vino no es la mejor bebida para nuestra discusión.

Pone unos ojos como platos y se llena otro vaso:

—Esto es vino del Chianti, señor mío, podéis beber cuanto os apetezca y os parecerá tener la cabeza cada vez más ligera. Lo embotellaron mis padres, en una finca de las cercanías de la aldea de Gaiole. Es un vino que ha hecho los honores de la mesa de Cosme de Médicis, ¿entendido? ¡Una bebida i-ni-mi-ta-ble!

Repara en mi gesto y prosigue:

—Volvamos a lo nuestro, compadre. El médico español Miguel Servet ha descrito a los italianos como distintos entre sí en todo: gobierno, lengua, costumbres y rasgos somáticos. Únicamente nos uniría, según él, la antipatía de unos por otros, la falta de valor en la guerra y el desprecio por los ultramontanos. Por lo que toca a la fe, puede decirse casi otro tanto: de un lado, hay quien invoca la conciliación con los luteranos; de otro, quien da una prioridad absoluta a la guerra contra la herejía y desempolva el Santo Oficio de la Inquisición. Está muy extendido entre el pueblo el odio por los curas y por tanto la simpatía por lo que todos llamamos «fe germánica», pero podría decirse también todo lo contrario, ¿entendido? Igual que se podría decir también que muchos campesinos ignoran qué es la Trinidad, comulgan y confiesan en Pascua para tener contento al párroco y el resto del año viven con sus supersticiones.

Trato de imaginarme la tierra descrita por las palabras de Pietro Perna, mientras me tomo a sorbos el segundo vaso de su exquisito producto. Italia: tal vez sea cierto que no puedo morir sin antes visitarla. Por lo demás, tengo la sensación de que mucho de lo ocurrido ha partido de allí, no siendo lo menos importante el exterminio de Eloi y de los Espíritus Libres, que precisamente la Inquisición señaló a Carlos V como herejes, ciudadanos peligrosos e infieles.

Mientras tanto Perna no para ya de hablar, acompañando cada frase con gestos elocuentes.

—La Liga de Smalkalda de los príncipes protestantes tiene su embajador en Venecia, ¿entendido? Y no pocos agradecerían que triunfaran en la República Serenísima las ideas luteranas. De todas formas, no podéis perderos una ciudad semejante, compadre. Gracias al comercio, hay en ella todo cuanto un hombre rico puede desear comprar, todo cuanto un espíritu curioso puede desear ver, todo cuanto la carne puede desear pedirle a la capital del meretricio, donde una mujer de cada cinco hace o ha hecho, al menos esporádicamente, de prostituta. En fin, gracias a los libros es posible engrosar posteriormente la bolsa, con tal de que se tenga ese poco de coraje que, a lo que parece, nos falta solo a nosotros los italianos.

Tercer vaso:

—En vista de que habláis de dinero, micer Pietro, tengo una idea para vos. Escribid un libro sobre Venecia, para despertar las ganas de los notables de Europa de visitarla e indicarles dónde deben comer y dormir. Estoy seguro de que el libro tendría un gran éxito y que los propietarios de los lugares que indicaseis sabrían recompensaros por la mención.

Alarga las manos sobre la mesa y aferra las mías antes de que pueda retirarlas:

—Compadre, daos prisa, habéis estado perdiendo el tiempo hasta el día de hoy. Basilea, lo sabéis mejor que yo, es la ciudad donde los pensadores más innovadores, los heresiarcas más peligrosos, las mentes más rebeldes de Europa, van a que se pierda todo rastro de ellos, a descansar, a respirar un poco de tranquilidad. Todo esto, sed sincero, no va con vos. Pues vos sois un hombre de acción.

—Es probable. Pero ha pasado muy poco tiempo desde la última herida, la piel debe también cicatrizar.

—Entonces, bebed, compadre, pues no hay mejor ungüento que este.

Cuarto vaso: la cabeza está de veras ligera.

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