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Epílogo » Estambul, Navidad de 1555

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Estambul, Navidad de 1555

Cuius regio, eius religio.

A cada región, la religión de su príncipe.

Con los príncipes siempre es posible tratar. Cerrar buenos negocios.

Esto es lo que se decidió en Augsburgo, hace dos meses, firmando un acuerdo que sanciona el reparto de bienes, territorios y confesiones en todo el Imperio. El nuevo papa Paulo IV deja a los protestantes las posesiones requisadas a la Iglesia hasta el día de hoy y bendice la paz lograda.

Se cierra así definitivamente la tapadera que Lutero, el títere de los nobles alemanes, levantó hace casi cuarenta años, dando inicio a décadas de esperanzas, rebeliones, venganzas y reparaciones. Cuarenta años, tanto ha sido menester para arrancar de nuevo a los pueblos la posibilidad de elección de su propio destino y a los hombres la de la propia fe.

Así se cierra una época. Carlos V, extenuado, señor de un Imperio próximo al colapso, se dispone a abdicar, dejando en herencia al joven Felipe las deudas y las guerras futuras.

También la estrella de los formidables Fugger está en su ocaso, oscurecida por un crédito imposible de cobrar. Por espacio de casi medio siglo han financiado las pretensiones y las aspiraciones del Habsburgo: ahora seguirán su misma suerte.

Cuius regio, eius religio. Quien no ha aceptado poner por encima de la propia cabeza a un príncipe o vincularse a una sola tierra, no tiene elección. La suerte de los judíos en Venecia ha sido el ejemplo.

Cuando fueron quemados los talmudes en Rialto, el 21 de agosto del 53, João había hecho posible la fuga a Oriente de casi un millar de judíos sefarditas. Tras el edicto de Julio III, las hogueras, los arrestos, el Getto, no hubo ya nada que hacer. Hoy está sucediendo lo mismo en otras partes a causa de Paulo IV.

Heinrich Gresbeck lo sabía. Venecia acusará el peso de todo esto, de haber cedido terreno a la persecución más hipócrita y terrible. El pueblo bíblico se lleva consigo el tesoro de la experiencia, el saber, la pericia, hacia una enésima fuga. Para ellos se abre la puerta de otro Imperio, que los acoge agradeciéndoles su valor. Pero junto con los judíos se marchan también otros muchos cristianos, otros hombres y mujeres sin tierra, arriesgan la vida allende las riberas del Mediterráneo, en medio de aquellos infieles a los que se nos ha enseñado a odiar y que ahora son los únicos en aceptarnos sin exigir ningún acto de fe.

Su soberano indiscutido, Solimán el Magnífico, cuyo nombre apenas murmurado basta para hacer estremecerse a cualquier veneciano, es el hombre más rico y poderoso del orbe, dueño y señor de un Imperio que se extiende desde Crimea hasta las Columnas de Hércules, desde Hungría hasta Bagdad. Agudo conocedor de hombres y de pueblos, se sienta en el trono que fuera de Constantino con la aureola del guerrero invicto y del prudente tirano. No se comparece en su presencia sin pensar que es el conquistador de Mesopotamia, que ha sido él quien ha llevado sus tropas hasta las mismas murallas de Viena, que ha derrotado a Carlos V en Mohacs, el hombre que con un simple gesto de cabeza podría acabar con las vías comerciales con Oriente, reduciendo a Venecia a una pequeña ciudad portuaria.

Si me preguntara por el continente que toca a sus dominios, le referiría mi historia, acariciando el convencimiento de que sabría apreciarla más que el informe de un embajador.

No hay ninguna enseñanza que extraer. No hay ningún plan que seguir. Estoy todavía vivo, eso es todo. Con la otra mitad del mundo, la lejana tierra que he visto perderse entre la niebla en un día invernal, no tengo ya nada que compartir. Se la dejo a los príncipes que consolidan sus tronos y eligen qué fe deben seguir sus súbditos; a los nuevos banqueros que se disponen a ocupar el puesto de los Fugger, recitando de memoria los textos de Calvino. Al propio Calvino, que manda a la hoguera a Miguel Servet, científico y teólogo. Se la dejo a los inquisidores que queman los libros; a Reginald Pole, ayer paladín de la conciliación, hoy arzobispo de Canterbury, perseguidor de protestantes en Inglaterra.

Pero más que a nadie se la dejo al arquitecto del plan que se hace realidad. A Giovanni Pietro Carafa, que ha subido al solio pontificio con el nombre de Paulo IV, a la edad de setenta y nueve años, el 23 de mayo de 1555.

—¿Todavía en la cama?

No la he oído entrar en el aposento. Me vuelvo con un refunfuño.

Beatrice inclina la cabeza para mirarme a los ojos:

—Al Sultán no le va a gustar nada tener que esperar a dos infieles de vuestro jaez.

Sentado en la cama, con un brazo le ciño la cintura, con el otro la aprisiono en un fuerte achuchón:

—Haz esperar a los poderosos y les demostrarás que no los temes.

—Sí, y te cortarán el cuello.

Reímos. Me levanto y voy a la estancia del baño, el alivio de mi vejez. Cada vez que pongo los pies aquí dentro, por lo menos dos veces al día, siento una mezcla de emoción y de complacencia por mi estado. Azulejos azules y verdemar relucen en el suelo y las paredes. Una gran pila ocupa un lado entero, de dos brazos de ancho. Puede ser llenada de forma continua por medio de dos tubos que vierten agua caliente o fría. El agua, calentada en un depósito que hay en el piso de arriba, se deja fluir a gusto de uno y se mezcla con la fría que baja por el otro conducto.

En esta ciudad de ensueño los baños son indicio de una civilización superior y de una consideración por el cuerpo y la higiene desconocidas en Europa. Los hay por todas partes, de todo tipo de tamaño y concepción, pero todos ellos adecuados para revigorizar los miembros y la mente del esfuerzo y del clima.

Me sumerjo en la tibieza, inmóvil. Que espere el Sultán.

Yosef me hace sobresaltarme irrumpiendo en la habitación con todo el clamor posible.

—¿No te habrás ahogado, mi querido viejo?

Luce sus mejores galas: las botas preferidas, que le llegan hasta la rodilla, unas calzas largas, claras; una blusa larga acolchada, con bordados en el pecho; el corvo alfanje al cinto, el puño damasquinado; el turbante típico de estas tierras arrollado a la cabeza, azul con una pluma blanca fijada por un broche de oro.

—Hay otras personas a las que hemos de ver antes que al Sultán. Date prisa, Samuel nos espera desde hace un rato. Las comodidades de esta ciudad te están volviendo un perezoso.

Lanza un pedazo de jabón en el agua que me salpica la cara. Me alarga la toalla grande:

—¡Vamos, date prisa!

En el Gran Bazar cubierto puede encontrarse de todo. Después de haber caminado entre los miles de mostradores y estrechos pasillos que se abren entre las tiendas, siguiendo a Samuel y Yosef, que guían mis pasos inexpertos, entramos en un local en el que se exponen especias y cereales.

Aromas de todo tipo asaltan mi olfato. Alrededor hay mesitas bajas, alfombras y cojines, ocupados por hombres enfrascados en sus negocios, de charla y fumando el narguile.

Dos gordos y sonrientes otomanos vienen a nuestro encuentro con grandes reverencias.

Uno abraza calurosamente a Yosef, luego se dirige al otro:

—Este es el muy honorable Yosef Nassí, una leyenda viva. Y este es su hermano Samuel, no menos valeroso. —Se le enciende la expresión—. En Venecia estos hombres, conocidos como João y Bernardo Miquez, son considerados los principales enemigos de la Serenísima, por el simple hecho de ser desde siempre amigos nuestros. Si volvieran a Venecia, no te quepa la menor duda de que los colgarían de las columnas de San Marcos.

Ríen a gusto, el compadre está visiblemente admirado.

Es el turno de Yosef el Sefardita:

—Con todo, no excluyo el volver algún día. A pesar de sus amos, Venecia es una espléndida ciudad. Señores, os presento a mi socio, Ismael el-Viajero-del-Mundo, aquel que llegó de sus frías tierras a través de todo tipo de aventuras, enemigo de todos los poderosos de Europa.

Los dos opulentos mercaderes se inclinan nuevamente con aire deferente.

Nos hacen acomodarnos, uno de ellos se pone a cargar el hornillo del narguile, mientras que el otro le ruega a Yosef que le cuente a su socio su increíble fuga de Venecia.

—En otra ocasión. Nos esperan en la corte y no quisiera desperdiciar el poco tiempo de que disponemos en vanas jactancias. Mejor hablar de negocios.

—Por supuesto.

Unas rápidas palmadas y un muchacho con una túnica blanca trae una bandeja con un jarro humeante y unas tazas.

El sirviente vierte un líquido oscuro, de perfume intenso y desconocido.

Miro a Yosef.

Me habla en flamenco, la lengua de los ya remotos días de Amberes.

—Es precisamente el negocio del que debemos hablar. Pruébalo.

Un sorbo desconfiado. El líquido caliente desciende por la garganta, un fuerte sabor, ligeramente amargo, e inmediatamente se abre paso una sensación de vigor y renovada agudeza de los sentidos. Un sorbo más largo y quedan en la lengua los granos posados en el fondo de la taza.

—Bien, pero no comprendo…

—Se llama qahwé. Se obtiene de una planta que crece en las regiones de Arabia.

El mercader muestra un saquito de granos verdes, Yosef recoge un puñado.

—Se tuestan y muelen en polvo y están listos para la infusión en agua hirviente. En Europa se volverán locos por él. —Intuye mi perplejidad—. El Sultán demuestra apreciar los servicios y las informaciones que le proporcionamos, pero siempre resulta oportuno contar también con otros proyectos y buenos negocios que desarrollar. Créeme, las toscas gentes de Europa apreciarán uno tras otro estos pequeños placeres que hacen la vida digna de tal nombre.

Sonrío y pienso en mi pila colmada de agua tibia.

Yosef continúa:

—Aquí están abriéndose establecimientos para la degustación de bebidas regeneradoras. Lugares como este, donde se conversa, se hacen negocios y se fuma el tabaco de esas fantásticas pipas de agua. Ya verás, no harán falta muchos años para introducir en Europa semejantes costumbres. Solo tenemos que empezar a incluir en nuestros tratos comerciales los sacos de estos valiosos granos y explicar cómo hay que utilizarlos.

—Europa no gusta de los placeres, Yosef, lo sabes.

—Europa está acabada. Ahora que se han puesto de acuerdo, volverán nuevamente a hacerse la guerra, cultivando el sueño de una bárbara supremacía. A nosotros nos queda el mundo.

El muchacho llena de nuevo la taza.

Suelto una amplia bocanada de humo del tubo del narguile. Los miembros se relajan, se hunden en el cojín.

Sonrío. No existe un plan que pueda preverlo todo. Otros alzarán la cresta, otros desertarán. El tiempo no dejará de repartir derrotas y victorias a quien prosiga la lucha.

Sorbo satisfecho.

Nos espera la tibieza de los baños. Ya pueden transcurrir los días sin objeto.

No avanza la acción de acuerdo con un plan.

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