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Primera parte. El acuñador » La doctrina, el cenagal (1519-1522) » Capítulo 8

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Capítulo 8 Wittenberg, Sajonia, Abril de 1519

Una ciudad de mierda, Wittenberg. Miserable, pobre, fangosa. Un clima insalubre y duro, sin viñedos ni vergeles, una cervecería humeante y gélida. ¿Qué hay en Wittenberg aparte del castillo, de la iglesia y de la universidad? Sucios callejones, calles llenas de lodo, una población bárbara de comerciantes de cerveza y de ropavejeros.

Me siento en el patio de la universidad con estos pensamientos que acuden en tropel a mi cabeza, mientras me como un bretzel recién salido del horno. Le doy vueltas entre las manos para que se enfríe mientras observo la acampada estudiantil que marca la pauta a estas horas de la jornada. Hogazas y sopas de pan, los colegas aprovechan el tibio sol y comen al aire libre en espera de la próxima clase. Acentos diversos, muchos de nosotros venimos de los principados vecinos, pero también de Holanda, de Dinamarca, de Suecia: vástagos de medio mundo acuden aquí para poder escuchar de viva voz al Maestro. Martín Lutero, su fama ha corrido en alas del viento, mejor dicho, de las prensas de los impresores que han hecho famoso este lugar, hasta hace un par de años olvidado de la mano de Dios y de los hombres. Los acontecimientos… los acontecimientos se precipitan. Nadie había oído mencionar jamás a Wittenberg y ahora llegan cada vez en mayor número, cada vez más jóvenes, porque todo aquel que quiera tomar parte en la empresa debe estar aquí, en el cenagal más importante de toda la Cristiandad. Y quizá haya en ello su parte de verdad: aquí se está cociendo un pan duro de roer para los dientes del Papa. Una nueva generación de doctores y teólogos que liberarán al mundo de las corruptas garras de Roma.

He aquí que avanza, pocos años más que yo, la barba en punta, flaco y demacrado como solo los profetas pueden ser: Melanchthon, el pilar de la sabiduría clásica que el príncipe Federico ha querido poner al lado de Lutero para prestigiar la universidad. Sus lecciones son brillantes, alterna citas de Aristóteles con pasajes de las Escrituras que puede leer en hebreo, como si bebiera de un inagotable pozo de conocimientos. A su lado el rector, Karlstadt, el Íntegro, austero en el vestir, algunos años bien llevados de más.

Detrás, Amsdorf y el fiel Franz Günther, cual cachorros atados a una traílla invisible.

Asienten y basta.

Karlstadt y Melanchthon charlan mientras pasean. En los últimos tiempos esto sucede a menudo. Uno coge al vuelo alguna que otra frase, fragmentos en latín a veces, pero el asunto sigue resultando oscuro. A lo largo de las paredes de la universidad la curiosidad crece como una planta trepadora: los jóvenes intelectos ansían nuevas cuestiones en las que poner a prueba sus colmillos de leche.

Se sientan en un escalón justo enfrente de mí, al otro lado del patio. Con fingida indiferencia se forman alrededor corrillos de estudiantes. La voz de efebo de Melanchthon llega hasta mí. No menos cautivadora en el aula que estridente aquí fuera de ella.

—… y deberías convencerte de él o de una vez por todas, mi querido Karlstadt, pues no hay palabras más meridianas que las del apóstol: «Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios». Esto es lo que escribe san Pablo en la Epístola a los Romanos.

Decido levantarme y unirme a otros espectadores, precisamente mientras Karlstadt lo rebate.

—¡Es ridículo pensar que ese cristiano para el que, en palabras del propio san Pablo, «la ley está muerta», la ley moral impartida por Dios a los hombres debe obedecer ciegamente a las leyes a menudo injustas de los hombres! Cristo dice: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los judíos usaban la moneda de César no sin reconocer al mismo tiempo todas esas obligaciones civiles que no son lesivas para las religiosas. De este modo, Cristo con sus palabras distingue el ámbito político del religioso y acepta la función de la autoridad civil, pero solo a condición de que no se superponga a Dios, que no se mezcle con Él. De hecho, cuando sustituye a Dios, no fomenta ya el bien común, sino que vuelve esclavo al hombre. Recuerda el Evangelio de Lucas: «Adorarás al Señor tu Dios, y solo a él servirás…».

El aire se ha vuelto más pesado, oídos aguzados y miradas que saltan de una a otra parte. Se ha formado un redondel, un semicírculo perfecto de estudiantes, como si alguien hubiera delimitado con yeso el terreno de lucha. Günther está de pie, callado, valorando de qué parte convendrá alinearse. Amsdorf ha elegido ya la suya: en el medio.

Melanchthon sacude la cabeza y entorna los ojos esbozando una sonrisa magnánima. Muestra en todo momento la actitud de un padre explicándole a un hijo cómo están las cosas. Como si su mente comprendiera la tuya, integrándola en sí, habiendo ya comprendido todo cuanto tú comprenderás de aquí al final de tus días.

Mira complacido al público, frente a él tiene a la Nueva Cristiandad. Mide las palabras, las sopesa, antes de rebatir.

—Debes ahondar más, Karlstadt, no quedarte en la superficie. El sentido de «dad al César» es muy distinto… Es cierto que Cristo distingue entre los dos ámbitos, el de la autoridad civil y el de Dios. Pero lo hace, justamente, para que a cada uno de los dos le sea dado aquello que le corresponde, ya que las dos formas de autoridad son especulares. Tal es la voluntad del Señor. El propio san Pablo nos explicó esta idea. Dice:

«Pagadles los tributos, que son ministros de Dios ocupados en eso. Pagad a todos lo que debáis; a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor». Además, mi buen amigo, si los fieles se comportan honestamente no tienen nada que temer de las autoridades, es más, recibirán su elogio. En cambio, quien realizare acciones malvadas, debe temer, porque si el soberano lleva la espada hay una razón para ello; está al servicio de Dios para castigar justamente a quien obra mal.

Karlstadt, despaciosamente, irritado, dice:

—Pero ¿quién castigará al soberano que no obre honestamente?

Melanchthon, con seguridad, replica:

—«No os toméis la justicia por vuestra mano, amadísimos, antes dad lugar a la ira de Dios, pues escrito está: “A mí la venganza, yo haré justicia, dice el Señor”». La autoridad injusta es castigada por Dios, Karlstadt. Dios, que la ha instalado en la tierra, puede igualmente abolirla. No nos corresponde a nosotros oponernos a ella. Y por lo demás, qué claras palabras las del apóstol: «Bendecid a quienes os persigan».

Karlstadt:

—Es cierto, Melanchthon, es cierto. No digo que no tengamos que amar también a nuestros enemigos, pero convendrás conmigo en que al menos tenemos que guardarnos de aquellos que, sentados en la cátedra de Moisés, cierran el reino de los cielos ante las mismas narices de los hombres…

Paternal, Melanchthon:

—Los falsos profetas, mi querido Karlstadt, esos son los falsos profetas… Y el mundo está lleno de ellos. Hasta aquí, en este lugar de estudio que ha recibido la gracia del Señor… Porque es propio de los sabios que anide en su corazón la altivez, la presunción de poner en boca suya las palabras del Señor sin otro objeto que ensalzar su propia persona. Pero Él nos ha dicho: «Destruiré la sabiduría de los sabios y aboliré la inteligencia de los inteligentes». Nosotros servimos a Dios y combatimos por la verdadera fe en contra de la corrupción secular. No hay que olvidarlo, Karlstadt.

Un golpe bajo, desleal. Un velo de debilidad, la sombra del conflicto que lo corroe, se posa sobre la figura del rector. Diríase confuso, poco convencido, pero acusa el alfilerazo.

Melanchthon está de pie, ha suscitado la duda, ya solo queda asestar el golpe de gracia.

En ese momento se alza una voz de entre los espectadores. Una voz firme, clara, que no puede pertenecer a un estudiante.

—«Guardaos de los hombres porque os entregarán a los tribunales y os flagelarán en sus sinagogas y seréis llevados ante sus gobernadores y los reyes por causa mía, para dar testimonio ante ellos y los paganos…». ¿Acaso nuestro maestro Lutero tiene miedo de presentarse al abrigo de la autoridad para ser juzgado por los tribunales? ¿No os basta con su testimonio para comprender? El de Lutero es el grito que se alza de los campos y de las minas, contra quien ha hecho escarnio de la verdadera fe: «Aquel que viene de lo alto está por encima de todos; pero quien viene de la tierra, a la tierra pertenece y a la tierra habla». Lutero nos ha indicado el camino: cuando la autoridad de los hombres se niega a dar testimonio, el verdadero cristiano tiene el deber de enfrentarse a ella.

Miramos al rostro de quien acaba de hablar. La mirada es más dura y decidida aún que sus palabras. No se aparta en ningún momento de Melanchthon.

Melanchthon. Entorna los ojos tragándose su rabia, asombrado. Alguien le ha robado la palabra.

Dos toques. Llaman a la clase de Lutero. Hay que ir.

El silencio y la tensión se disipan en medio de la algarabía de los estudiantes, impresionados por la disputa, y de las frases de circunstancia de Amsdorf.

Todos afluyen hacia el fondo del patio. Melanchthon no se mueve, los ojos clavados en aquel que le ha arrebatado una victoria segura. Se miran cara a cara a distancia, hasta que alguien toma al profesor del brazo para acompañarlo al aula. Antes de ir, su tono de voz es toda una promesa:

—Tendremos ocasión de seguir hablando. Sin duda.

En el atestado pasillo que precede al aula donde nos espera el sumo Lutero, me pongo al lado de mi amigo Martin Borrhaus, al que todos llaman Cillerero, también él excitado por el acontecimiento.

En voz baja dice:

—¿Has visto la cara que ha puesto Melanchthon? Micer Lengua-cortante lo ha impresionado. ¿Sabes quién es?

—Se llama Müntzer. Thomas Müntzer. Y viene de Stolberg.

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