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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 2

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Capítulo 2 Amberes, 20 de abril de 1538

—Aquí en Amberes se está bien, a uno lo dejan vivir, aquí mandan las guildas y se hace dinero, no como esos petimetres repeinados de los hidalgos y de los oficiales del Imperio, los mercaderes flamencos, que sí conocen el precio de las cosas, serían capaces de calcularte en florines hasta lo que vale Catay, o incluso el mundo entero, esos sí que saben de cuentas, menudas cabezas que tienen, no se parecen en nada a esos inútiles de los españoles, que no saben más que inventar nuevos tributos y dejar preñado a cualquier higo que se ponga a tiro de su pájaro.

Nos hemos encontrado por casualidad, al borde de una calle, fuera de la posada.

Se llama Philipp.

En un estado más miserable aún que yo: se jugó la pierna, dice, al ser reclutado para la guerra por los españoles, a quienes odia más que al mismísimo diablo. Philipp es un soliloquio interrumpido por violentas descargas de tos y gargajos tintos en sangre. Recorremos el muelle, empujados por el continuo circular de marineros y descargadores, una encrucijada de idiomas y acentos distintos. Nos cruzamos con un grupo de españoles, los yelmos relucientes y ovalados que les han valido el sobrenombre de «huevos de hierro». Philipp lanza un juramento y escupe.

—La otra noche una puta acuchilló a uno de ellos y se la han jurado. Los hijos de su madre harán correr la voz durante unos días y luego volverán para dejarse infectar por nuestras pobres hijas. ¡Y bien que les está! ¡Que la roña se los coma vivos a todos!

Naves cargadas de toda clase de bienes de Dios, alfombras enrolladas, sacos de especias, cereales.

Un chiquillo corre a nuestro encuentro, el paticojo lo agarra por el cogote y le murmura algo. Aquel asiente, se libera del agarrón y corre en dirección opuesta.

—Eres afortunado, el inglés está en la cervecería.

Un pequeño mostrador al aire libre, lleno de marineros, capitanes de navío en acalorados tratos, algún armador local, reconocible por la negra hopalanda, sin ninguna garambaina y de corte elegante. El paticojo me dice que me espere, se acerca a un tipo grueso que nos da la espalda y me señala a mí, hace señas para que vaya hacia ellos.

—El señor Price, contramaestre del Saint George.

Una leve inclinación recíproca.

—Philipp dice que quieres un pasaje para Inglaterra.

—Puedo pagar trabajando a bordo.

—Son dos días de navegación hasta Plymouth.

—¿No era Londres?

—El Saint George va a Plymouth. No hay ni tiempo ni razón para pensárselo:

—De acuerdo.

—Tendrás que encargarte de la despensa. Preséntate a la hora del embarque mañana a las cinco.

El camastro maltrecho de una posada que me ha indicado Philipp, en espera de que pasen las horas.

Plazas, calles, puentes, palacios, mercados. Gentes, dialectos y confesiones distintos. El recorrido de los recuerdos es accidentado y peligroso: siempre dispuesto a traicionarte. Las mansiones de los banqueros de Augsburgo las calles luminosas de Estrasburgo, las murallas inexpugnables de Münster… todo vuelve a la mente confuso, disperso. No era siquiera yo, eran otros, con nombres distintos y otro fuego en las venas. El fuego que ha ardido hasta el fondo.

Una vela apagada.

Una excesiva devastación a mis espaldas, en esta tierra que quisiera que el mar sepultara de una vez para siempre.

Inglaterra. Gran tipo ese Enrique VIII. Disuelve las órdenes monásticas y confisca todos los bienes de los conventos. Se pasa de la mañana a la noche comiendo y jodiendo y, mientras tanto, se proclama cabeza de la Iglesia de Inglaterra…

Un país sin papistas ni luteranos. Pues sí, y luego tal vez el Nuevo Mundo. Al final no importa dónde, pero lejos de aquí, de otra derrota, del reino perdido de Batenburg.

Del horror.

La imagen de la cabeza de Jan Batenburg rodando me asalta de noche y me impide conciliar el sueño, y tal vez ni siquiera la distancia pueda alejarme del fantasma.

He visto cosas que quizá solo yo puedo contar aún. Pero no quiero. Quiero ahuyentarlas de mí para siempre y desaparecer en un perdido agujero, volverme invisible, morir en santa paz, si es que me es concedido alguna vez un instante de paz.

Tengo mil años de guerra en la alforja, un puñal, una camisa y el dinero que servirá para zarpar. Es todo cuanto hará falta.

Poco antes del amanecer. Es hora de ir. Abajo en la calle no hay ni un alma, un perro me lanza una ojeada de sospecha mientras saca algo de entre unos restos. Recorro las desiertas calles orientándome gracias a las vergas que descuellan por encima de los tejados de las casas. En el barrio portuario me cruzo con un par de borrachos atiborrados de cerveza. Sus eructos resuenan desde lejos. El Saint George debe de ser la quinta de las naves.

Un alboroto repentino desde un callejón de la derecha. Veo con el rabillo del ojo a cinco tipos rodeando a un sexto, tratando de matarlo a golpes. Ello no me incumbe, aprieto el paso, los gritos del pobre hombre llegan ahogados por conatos de vómito y por los puñetazos en el estómago. Reconozco los yelmos en forma de huevo. Una ronda de españoles. Supero el callejón y entreveo los mástiles del Saint George. Por la pasarela de una de las naves amarradas descienden a todo correr una media docena de hombres, con arpones y fisgas en mano, vienen a mi encuentro. Calma. Pasan de largo y toman por el callejón, gritos en español, ruido de caídas. Mierda. Corro hacia mi nave, es allí, ya casi estoy, una zancadilla por detrás, me caigo y me doy de bruces contra el empedrado.

—Jodido cabrón, ¿pensabas salirte con la tuya, eh?

Un acento inconfundible. Otros huevos de hierro, aparecidos de quién sabe dónde.

—Pero qué coño…

Una patada en las costillas me deja sin aliento.

Me ovillo como un gato, más patadas, la cabeza, proteger la cabeza con las manos.

En el callejón libran una auténtica batalla.

Miro por entre los dedos y veo a los españoles sacar las pistolas. Tal vez alguno de los disparos sea para mí. No, se dirigen hacia el callejón. Disparos. Pasos a la carrera que se alejan.

El que la ha emprendido a puntapiés conmigo me pone la espada en la garganta.

—Levántate, miserable.

Debe de ser el único que sabe alguna palabra de flamenco.

Me pongo en pie y tomo aliento:

—Yo no tengo nada que ver… —carraspeo—. He de subir a bordo de la nave inglesa.

Ríe:

—No, debes dar gracias a Dios de que no acabes reventado como un perro, pues mi capitán ha dado órdenes de que solo os zurremos la badana.

La bota me golpea en la entrepierna. Me agacho y estoy a punto de perder el sentido. Todo da vueltas a mi alrededor, las vergas, las casas, los bigotes ridículos de ese bastardo. Luego unos brazos nervudos me alzan en peso y me arrastran.

El recorrido es confuso, malgastan golpes e insultos. Los sentidos están amortiguados, los miembros no responden ya.

Siento que la calle se desliza bajo mis pies, son dos lo que me arrastran.

Gritos desde las ventanas, objetos que caen, nos movemos más deprisa.

El de mi derecha es empujado, caemos. La cara dentro de un charco. Dejadme aquí. Los gritos van en aumento, hay gente al fondo de la calle, un carro atravesado para bloquear el paso: horcas. Los españoles se intercambian gritos incomprensibles. Levanto la cabeza: estamos acorralados contra un palacio, la calle se encuentra bloqueada por una barricada de la que llueven insultos. Alguien desde las ventanas lanza tiestos y perolas sobre los españoles. Uno de ellos está en el suelo desfallecido. El otro que me arrastraba está de pie de espaldas, pica en ristre. Trato de levantarme, pero las piernas no me sostienen, todo da vueltas. Está oscuro. Santo Dios…

La cabeza se hunde en una superficie blanda, debo de estar atado, no, muevo una mano, las piernas no responden, un pie, es como si las articulaciones pesaran quintales.

Soltadme. Las palabras se me quedan en la cabeza, de la boca sale saliva y algo sólido: un diente roto.

Abro un ojo y algo corre por mi pómulo. Un apósito me limpia la cara.

—Creía que no lo habías conseguido. Pero tu colección de cicatrices dice bien a las claras que eres un buen encajador.

Una voz plácida, con acento de aquí, una sombra desenfocada contra un ventanal.

Escupo coágulos de sangre y saliva.

—Mierda…

La sombra se acerca:

—Ya.

—¿Cómo he llegado?

Mi voz suena cavernosa y estúpida.

—En brazos. Te han traído esta mañana. Parece que todo enemigo de los españoles sea amigo de la gente de Amberes. No por otra razón estás vivo. Y estás también aquí.

—¿Aquí dónde?

Tengo un ataque de náusea, pero consigo contenerlo.

—Donde ni españoles ni esbirros vienen jamás.

Consigo sentarme sobre mis posaderas.

—¿Y por qué?

La cabeza cae sobre el pecho, vuelvo a levantarla con esfuerzo.

—Porque aquí vive la gente de dinero. O mejor, digamos que quien vive aquí el dinero también lo fabrica. Y son los que marcan la diferencia, créeme.

Me alarga una garrafa de agua y empuja un barreño contra mis pies. Me la echo por la cabeza, trago, escupo, la lengua está hinchada y con cortes en varios puntos.

Consigo verlo. Es delgado, de unos cuarenta años, sienes plateadas y mirada despierta.

Me alarga un trapo con el que me seco la cara.

—¿Es esta tu casa?

—Mía y de quien se encuentre en problemas. —Señala hacia fuera de la ventana—. Estaba en lo alto de un tejado y lo vi todo. Por una vez a los imperiales les han dado por culo.

Me aprieta la mano:

—Soy Lodewijck Pruystinck, y me dedico a poner tejados, pero los hermanos me llaman Eloi. ¿Y tú?

—He ido a parar por casualidad en medio de esa trifulca y puedes llamarme como te plazca.

—Quien no tiene nombre debe de haber tenido por lo menos cien… —Una sonrisa extraña—. Y una historia que bien merece ser oída.

—¿Quién te dice que tenga ganas de contársela a nadie?

Ríe y asiente:

—Si todo cuanto posees son los harapos que llevas, bien podrías aceptar mi dinero a cambio de una buena historia.

—Tú lo que quieres es tirar tu dinero.

—Oh, no, muy al contrario. Quisiera invertirlo.

No lo sigo ya. ¿Con quién diablos estoy hablando?

—Debes de ser de la raza de los ricos tontos.

—Por ahora soy el que te ha curado las heridas y el que te mantiene fuera de la mierda.

Nos quedamos en silencio, mientras apelo a todos los músculos del cuerpo.

Está cayendo la tarde sobre los tejados, he permanecido desvanecido todo el día.

—Tenía que subir a la nave.

—Sí, Philipp me lo dijo.

Me había olvidado del paticojo.

—Y desaparecer para siempre. Estas tierras no son un lugar seguro. Los ricos sobre todo tienen una memoria excelente para quienes les han jodido a las hijas y las joyas. Y en el nombre de Dios, además…

Permanezco inmóvil, fulminado, demasiado cansado para hacer acopio de mis ideas y saber qué decir o qué hacer.

Sus ojos permanecen fijos en mí.

—Hoy Eloi Pruystinck le ha salvado el culo a un Armado de la Espada. ¡Los caminos del Señor son verdaderamente infinitos!

Mudo. Trato de leer una amenaza en su tono de voz, pero no es más que ironía. Señala el antebrazo, donde hasta esta mañana el vendaje escondía la marca.

La carne quemada está sucia, la señal casi imposible de distinguir.

—El ojo y la espada. Conocí a uno que se cortó el brazo para escapar del patíbulo. Dicen que Batenburg se comía el corazón de sus víctimas. ¿Es eso cierto?

Sigo callado, escrutando ese rostro para comprender adónde quiere llegar.

—La fantasía de la gente no conoce límites —levanta el paño que recubre el cesto de mimbre—. Aquí hay algo de comer. Trata de recuperar fuerzas, o no conseguirás ya levantarte de esta cama.

Hace ademán de irse.

—Vi rodar su cabeza. Gritó libertad antes de que lo mataran.

Mi voz tiembla, estoy debilísimo.

Se da la vuelta lentamente en la entrada, una mirada decidida.

—El Apocalipsis no ha llegado. ¿De qué sirvió asesinar a toda esa gente?

Me aflojo como un saco vacío, demasiado cansado incluso para respirar. Sus pasos se alejan tras la puerta.

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