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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 18

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Capítulo 18 Amsterdam, 6 de febrero de 1532

Por suerte la cadena aguanta, agarrado al cubo, oscilando como un ahorcado, instinto, más que nada instinto, lo he cogido por los pelos, de haberme acertado de lleno a estas horas estaría empapado allá abajo, qué golpe, no siento ya nada, todo suena lejano, los gritos, las sillas que vuelan, mantenerlo agarrado con fuerza, pues si me desmayo me ahogo, al menos aquí ya no corro peligro, mierda, son demasiados, y yo metiéndome en medio como un imbécil, por alguien además a quien ni siquiera conozco, los brazos, tienen que sostenerme, los brazos o vuelo para abajo, si salgo de nuevo me la juego, y si me quedo antes o después los músculos cederán, qué jodida situación, todo da vueltas, me duelen los hombros, menudo animal que está hecho, a ese me lo cargaba yo solo, oh, no, ese me mata si vuelvo arriba, pero, mierda, a ese otro pobre estarán moliéndolo, ¿cuántos son?, tres, cuatro, como si hubiera dado tiempo de contarlos, cuando ya los teníamos encima, todo ha comenzado de repente, ese que se ha puesto a ladrar, ¿qué hacían sus madres, sino dejarse montar por no sé qué cerdos? Una mesa que vuela sobre mi cabeza, ha faltado bien poco para que me quedara tieso en el sitio, y en esto que echan mano a los cuchillos, cuando no parecían armados, pues, joder, no se entra armado a una taberna, a tomarse una cerveza, no, a armar pendencia, a hablar de negocios, pero ese tipo ha salido con la historia de sus madres, los brazos, Dios mío, los brazos, agárrate fuerte, sí, agárrate fuerte, pero no lo conseguiré mucho más rato, no puedo ahogarme así, qué asco de muerte sería, después de todas las que he pasado, de todos los lugares de los que he salido vivo, o tal vez sí, así es como va a acabar, te salvas de los ejércitos, de los esbirros, y luego la palmas como un ratón ahogado por culpa de uno que no ha sabido estarse con la boca callada, y yo me he metido en medio, en algo que ni me iba ni me venía, y me he metido en medio, joder, cuatro contra uno, porque hacían tintinear esas bolsas repletas de dinero, unos armadores bien panzudos como están, de esos que se montan a su casta mujer una vez al año y a unas puercas sifilíticas todos los santos días de su vida, unos gozadores, todo oraciones y negocios de oro, y dale con los anabaptistas pagados por el Papa, los anabaptistas no son más que unos seres apestosos a los que habría que cortar el pescuezo para arrojar sus tripas a los perros, unos grandes y hermosos lebreles que deben de tener en sus casas de campo, los muy cabrones cargados de dinero, los anabaptistas confabulados con el Emperador, que se meten en tu casa para convertir a tu mujer a golpes de vergajo, que habría que borrar del mapa, los brazos, Dios mío, están a punto de ceder, pero ¿por qué he ido a meterme yo en medio?, ha sido ese otro loco el que ha empezado todo, no hubiera tenido que levantarse y escupirles la cerveza a la cara, y luego decir lo que ha dicho de sus madres, también yo sabía que eran unas grandes rameras pero era de esperar que se lo tomaran a mal, a esta hora le habrán cortado ya el cuello, y bueno, si aún no hubiera hecho nada más que escupir, cosas de borrachos como tantos otros, pero en cambio no, es lo que ha dicho, por eso es por lo que me he metido yo, por esas grandiosas palabras, las que yo habría querido espetarles, los brazos, mierda, los brazos, tengo que subir, ánimo, arriba, vamos, no puedo acabar en el fondo de este asqueroso pozo, no puedo palmarla así, como un imbécil, probablemente ese otro sigue con vida, y tal vez diga alguna otra barbaridad antes de que lo echen a la calle a empellones, bonitas palabras, hermano, porque sí, eres un hermano, pues de lo contrario tan pronto como te hubieras levantado habrías tenido que tragarte todo lo que has dicho, no hubiera ido yo a meterme en medio por ningún anabaptista violento, he conocido ya a demasiados, amigo mío, pero tú tienes redaños, vamos, por Dios, tengo que volver a salir, así, poquito a poco, arriba, ya casi estoy, tengo que salir, oh, mierda, aquí estoy, estoy en el brocal, un empujoncito más, ya estoy.

Se han convertido en cinco. Me habían parecido cuatro, juro que me había parecido contar cuatro. Ahora resulta que son cinco, todos alrededor de él, está fuera de combate, el tabernero sobre el empedrado del patio, sosteniéndose la cabeza, la jarra que he lanzado está hecha pedazos pero no ha dejado de causar su daño. Y el amigo desconocido allí está tieso como un palo desafiándolos con la mirada como si fuera él el más fuerte, vamos, dilo, ¿cómo era?, ¿qué dijiste antes de que se me viniera el mundo encima, antes de que ese gigante me arrojara aquí abajo?

Me subo de pie, y comienzo a recoger la cadena, sin darme cuenta siquiera de que grito:

—Oye, ¿qué es lo que dijiste… sobre Cristo bendito y estos mercaderes comemierda?

Se vuelve estupefacto, casi tanto como todos los demás. La escena se detiene, como impresa en una página, y yo estoy a punto de perder el equilibrio, debo de parecer un maldito asqueroso.

—¡Bien, estoy totalmente de acuerdo contigo! Y ahora sigue el consejo de un hermano: agacha la cabeza.

El gigante que creía haberme ahogado se pone de color morado, avanza hacia mí, ven, ven ahora que he sacado toda la cadena y tengo el cubo en la mano, ven, si tan valiente eres, ven a que te arranque esa cabezota de tocino que tienes sobre los hombros.

Es un ruido sordo, un topetazo seco, uno nada más, que deja mellado el metal y hace volar por los aires una lluvia de dientes. Se desploma como un saco vacío, sin un gemido, escupiendo fuera pedazos de lengua.

Comienzo a hacer girar la cadena, cada vez más fuerte; yo os enseñaré, distinguidos caballeros, lo sarnoso que puede ser un anabaptista. El cubo golpea cabezas, hombros, gira cada vez más lejos de mí, la cadena me siega las manos, pero los veo caer, encogerse por el suelo, correr hacia la puerta sin alcanzarla, la Justicia del Cubo es implacable, gira y gira, cada vez más fuerte, no lo sostengo ya, ahora es él el que me arrastra a mí, es la mano de Dios, podría jurarlo, señores, el Dios al que habéis puesto rabioso. Y al suelo, otro más, ¿dónde pensabas esconderte, eh, rico idiota borracho?

Un tirón, el cubo encallado, enganchado en las ramas de un arbolillo que a punto ha estado también de ser derribado.

Una ojeada al campo de batalla: ¡uf!, todos por los suelos. Alguno gruñe, se relame las heridas desfallecido, mirándose los testículos.

El hermano ha sido prudente y se ha arrojado al suelo a la primera vuelta y se levanta ahora atónito, con un extraño brillo en los ojos: como ángel exterminador no se puede decir que lo haya hecho nada mal.

Salto del brocal y me acerco tambaleante a él. Alto y flaco, barbilla oscura en punta. Me estrecha la mano demasiado fuerte, la cadena me la ha llagado.

—Dios nos ha asistido, hermano.

—Dios y el cubo. Nunca había hecho una cosa así antes.

Sonríe:

—Me llamo Matthys, Jan Matthys, y soy panadero en Haarlem. Respondo yo:

—Gerrit Boekbinder.

Casi emocionado:

—¿De dónde vienes?

Me vuelvo hacia atrás y me encojo de hombros:

—Vengo del pozo.

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