Protector

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Vandervecken

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Vandervecken

I. La perversidad del universo tiende al máximo.

II. Si algo puede ir mal, irá.

—Primera y segunda ley de Finagle

Le despertó el frío que le quemaba la nariz y las mejillas. Cuando se espabiló del todo, abrió los ojos para contemplar el cielo oscuro, con sus claras y brillantes estrellas. Se incorporó y se sentó derecho, movido por la sorpresa. Esto le costó un poco de esfuerzo. Estaba envuelto en su saco de dormir como una crisálida en su capullo.

Las sombras de los picos parecían empujar hacia arriba el cielo estrellado. La luz de la ciudad brillaba a lo lejos, al fondo del escarpado horizonte.

Esta mañana había ido a caminar por los Pináculos, continuando su semana de excursión. Había realizado todo el camino por las cornisas, ascendiendo kilómetros y kilómetros por un sendero estrecho flanqueado a un lado por arbustos de acerolo y al otro por el simple vacío, hasta los lugares donde habían tenido que esculpir escalones y barandas en la roca para hacer posible el avance. Allá en lo más alto había comido un almuerzo tardío. Continuó la subida en seguida, y sus piernas protestaron por la vuelta al trabajo. La extraña geología de los Pináculos se alzaba como una mano con sus dedos acariciando el cielo. Y después… ¿qué?

Aparentemente, seguía estando aquí, a mitad de la montaña, con el saco de dormir tirado en el sendero.

No recordaba haberse ido a dormir.

¿Una conmoción? ¿Una caída? Metió el brazo en el saco y se buscó alguna herida. No. Estaba bien, no le dolía nada. El aire le enfriaba los brazos, y eso no era normal. El día había sido muy caluroso.

Y había dejado la mochila en el coche. Hacía una semana había dejado el coche en el aparcamiento de los Pináculos, y había vuelto esta mañana junto a él para dejar el equipo en el maletero, junto al saco de dormir.

¿Cómo había llegado allí arriba?

Los caminos de los Pináculos ya eran bastante peligrosos durante el día, Elroy Truesdale no iba a lidiar con ellos en plena noche. Se preparó una pequeña comida nocturna, comida que debería estar ahora en su coche y no junto a su cabeza, cubierta de rocío, y esperó al amanecer.

Entonces comenzó el descenso. Sus pies estaban bien, y el vacío y desolado paisaje montañoso era algo agradable a la vista. Cantó a voz en grito mientras descendía el increíble camino. Nadie le dijo que se callara. Las piernas no le dolían a pesar de la escalada de la tarde anterior. Debía de estar en muy buena forma, pensó. Aunque solo un idiota llevaría una mochila por estos caminos, a no ser que se le hubiera impuesto la tarea a mitad del recorrido.

El sol estaba alto cuando llegó al aparcamiento.

El coche estaba bien cerrado, tal como lo había dejado. Dejó de cantar. Esto no tenía sentido. Algún buen samaritano le había encontrado inconsciente en el camino, o le había dejado inconsciente, después no había pedido ayuda y había bajado al coche de Truesdale, lo había forzado, y le había subido el saco de dormir y le había metido en él. ¿Qué demonios? ¿Querría alguien el coche de Truesdale para implicarle en algún crimen? Cuando abrió el maletero casi esperaba encontrarse con una víctima de asesinato, pero ni siquiera había manchas de sangre. Se sintió tan aliviado como decepcionado.

Había una cinta sobre el equipo multimedia de entretenimiento de su coche.

La insertó y la escuchó.

—Truesdale, aquí Vandervecken. A estas alturas ya habrás notado, o quizá no, que has perdido cuatro meses de tu joven vida. Me disculpo por ello, era necesario, y te lo puedes permitir; pretendo pagarte un buen precio por ellos. Recibirás quinientos marcos de las Naciones Unidas cada trimestre durante el resto de tu vida, siempre que no intentes averiguar quién soy.

»Cuando regreses a tu hogar encontrarás una cinta de confirmación de Barrett, Hubbard y Wu, que te proporcionarán los detalles.

»Créeme, no hiciste nada en contra de la ley en los cuatro meses que no recuerdas. Hiciste cosas que encontrarías interesantes, pero para eso es el dinero.

»En cualquier caso, te será difícil averiguar mi identidad. La voz no te va a dar ninguna pista. Barrett, Hubbard y Wu no saben nada de mí. El esfuerzo sería caro y nada fructífero, así que espero que no lo lleves a cabo.

Elroy no dio un respingo cuando un humo acre salió de la cinta. Casi lo esperaba. Obviamente había reconocido la voz; era la suya propia. Tuvo que haber hecho esta cinta para el tal Vandervecken durante el lapso que era incapaz de recordar.

—No te mentirías a ti mismo, ¿verdad, Roy? —le dijo a la humeante cinta negra.

¿Bajo qué circunstancias?

Salió del coche y caminó hasta la oficina de turismo para comprar la cinta del periódico matutino. Su equipo funcionaba aún, aunque el carrete de antes era ahora un gurruño chamuscado. Reprodujo la cinta para saber la fecha. 9 de enero de 2341.

Ayer había sido 8 de septiembre de 2340. Se había perdido la Navidad y el Año Nuevo; ¿dónde estaban esos cuatro meses? Con una furia creciente, descolgó el teléfono del coche, ¿quién se ocupaba de los secuestros, la policía local o los del MRA?

Apretó el botón un largo rato. Entonces lo soltó. No iba a llamar a la policía.

Mientras el coche volaba de vuelta a San Diego, Elroy Truesdale se retorcía en una especie de trampa.

Había perdido a su mujer, la primera y hasta el momento la única, porque era reacio a gastar dinero. Ella le decía frecuentemente que era un defecto suyo. Nadie más lo tenía. En un mundo en el que nadie se moría de hambre, el estilo de vida era más importante que la seguridad del crédito.

No siempre había sido así.

Truesdale poseía al nacer un fondo destinado a mantenerle el resto de su vida; si bien no era rico, podría vivir holgadamente. Y así hubiera sido, pero Truesdale quería más. A los veinticinco años convenció a su padre de que le diera todo el dinero para hacer unas inversiones.

Tal como sonaba, iba a ser rico. Pero la cosa se complicó. En algún lugar de la Tierra o del Cinturón, un hombre que se llamaba (o quizá no) Lawrence St. John McGee vivía ahora rodeado de lujos. Era imposible que se lo hubiera gastado todo, ni siquiera a un ritmo de vida semejante.

Posiblemente Truesdale se lo tomó demasiado mal. Pero no tenía ningún talento especial; no podía contar consigo mismo. Ahora lo sabía. Era vendedor en una zapatería. Antes de eso trabajó en una estación de servicio, cambiando baterías de los coches y comprobando los motores y las hélices. Era un hombre corriente. Se mantenía en forma porque todo el mundo lo hacía, la gordura y los músculos flácidos se consideraban un descuido hacia la propia persona. Se había afeitado la barba cuando Lawrence St. John McGee se fugó con su dinero. Un trabajador no tenía tiempo para mantener cuidada una buena barba. Dos mil al año durante toda la vida. No podía rechazar ese dinero.

Ahora estaba atrapado por sus propios defectos. Maldito Vandervecken. Y él tenía que haber cooperado, se había vendido a sí mismo. La voz de la cinta era la suya.

Un momento. Puede que no hubiera ningún dinero, quizá era una promesa barata para que Vandervecken ganara unas pocas horas enviando a Truesdale unos cuantos cientos de kilómetros al sur.

Truesdale llamó a casa. En la memoria del teléfono se acumulaban las llamadas de esos cuatro meses. Tecleó «Barrett, Hubbard y Wu», y esperó el resultado.

Allí estaba el mensaje. Lo escuchó. Decía más o menos lo que esperaba.

Llamó a la oficina del consumidor.

Si, tenían constancia de Barrett, Hubbard y Wu. Era una firma reputada, según tenían entendido, especializada en derecho corporativo. Consiguió su número en información.

Barrett era una mujer elegante de mediana edad. Sus modales eran competentes y bruscos. Era reacia a decirle nada, incluso después de que se identificara.

—Lo único que quiero saber —le dijo Truesdale—, es si su firma está segura de sus fondos. Ese Vandervecken me ha prometido quinientos marcos por trimestre. Si les corta los fondos, ustedes me los cortarían a mí, ¿no es cierto? Sin importar que yo haya aceptado los términos del acuerdo.

—Eso no es cierto, señor Truesdale —respondió con sequedad—, el señor Vandervecken le ha concedido una renta vitalicia. Si usted viola los términos del acuerdo, la renta pasará a, déjeme ver, a Estudios de Rehabilitación Criminal durante el resto de su vida.

—Oh. Y la única condición es que no tengo que intentar averiguar quién es el señor Vandervecken.

—Básicamente sí. Todo está explicado bastante claro en un mensaje que…

—Lo tengo.

Colgó. Y ponderó la situación. Dos mil al año durante toda la vida, era real. No le serviría para vivir sin trabajar, pero sería un buen complemento para su sueldo. Ya había pensado en media docena de maneras de usar los primeros cheques. También podría cambiar de trabajo…

Dos mil al año. Era un salario exorbitado por cuatro meses de trabajo. Para la mayoría de los trabajos. ¿Qué había hecho en esos cuatro meses?

¿Y cómo supo Vandervecken que sería suficiente?

Yo mismo se lo diría, pensó Truesdale amargamente. Se había traicionado a sí mismo. Al menos no había mentido. Con quinientos cada tres meses podría darle un toque de lujo a su vida… pero se haría preguntas el resto de esta. No acudiría a la policía.

No recordaba haberse encontrado nunca en un estado semejante, tan repleto de emociones contradictorias.

Comenzó a escuchar el resto de mensajes guardados en el teléfono.

—Pero lo hizo —dijo el teniente de la MRA—. Está aquí. —Era un hombre musculoso de mandíbula cuadrada y mirada incrédula. Una mirada a esos ojos y cualquiera dudaría sobre lo que uno mismo acababa de contarle.

Truesdale se encogió de hombros.

—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—De nuevo el dinero. Empecé a ver todos los mensajes de mi teléfono. Había uno de otra firma legal. ¿Le suena el nombre de la señora Jacob Randall?

—No. Un momento. ¿Estelle Randall? ¿Presidenta del club Struldbrugs hasta…?

—Era mi tatarabuela, cuatro generaciones atrás.

—Y murió el mes pasado. Le doy mis condolencias.

—Gracias. Yo… yo no veía a la abuela Estelle muy a menudo. Quizá un par de veces al año, una en su cumpleaños y otra en un bautizo o algo parecido. Recuerdo que comimos juntos unos días después de perder todo mi dinero. Se enfadó mucho. Dios, se ofreció a refinanciarme pero yo rechacé la propuesta.

—¿Orgullo? Pudo haberle pasado a cualquiera, Lawrence St. John McGee desempeña una vieja profesión.

—Lo sé.

—Era la mujer más vieja del mundo.

—Lo sé. —La presidencia del club Struldbrugs va a parar al miembro de más edad. Era un título honorario, el presidente en funciones desempeñaba las tareas administrativas.

—Tenía ciento setenta y tres años cuando nací. Lo curioso es que ninguno de nosotros esperábamos que muriera. Supongo que suena algo tonto.

—No. ¿Cuánta gente muere a los doscientos diez años?

—Entonces, reproduciendo la cinta de Becket y Hollingsbrooke me enteré de su muerte. He heredado casi medio millón de marcos de una fortuna que ha de ser increíble. Tiene suficientes tataranietos para conquistar un país. Tendría que haber visto sus fiestas de cumpleaños.

—Entiendo —dijo el MRA, sin dejar de mirarle intensamente—. Entonces ahora no necesita el dinero de Vandervecken. Dos mil al año ya son una minucia.

—Y el hijo de perra hizo que me perdiera su cumpleaños.

El MRA se echó hacia atrás en su asiento.

—Su historia es extraña. Nunca he oído un tipo de amnesia tal que no deje ningún rastro de memoria.

—Yo tampoco. Fue como irme a dormir y despertar cuatro meses después.

—Pero ni siquiera recuerda haberse ido a dormir.

—Así es.

—Una pistola aturdidora puede hacer eso… Bien, le pondremos bajo una hipnosis profunda y veremos qué es lo que pasa. No tiene ninguna objeción a eso, ¿verdad? Tendrá que rellenar algunos impresos de consentimiento.

—No hay problema.

—Puede que… puede que no le guste lo que averigüemos.

—Lo sé.

Truesdale ya estaba preparándose para lo que pudiera salir de todo aquello. La voz de la cinta era la suya. ¿Qué temía recordar sobre sí mismo?

—Si cometió un crimen durante ese periodo que no recuerda, puede que tenga que pagar por ello. No es la mejor coartada.

—Me arriesgaré.

—De acuerdo.

—¿Cree que me invento todo esto?

—La idea se me ha pasado por la cabeza.

—De acuerdo, espabile —dijo una voz, y Truesdale salió del trance como si le hubieran despertado demasiado rápido, los sueños muriendo en su mente.

La voz pertenecía a la doctora Michaela Shorter, una mujer negra de anchos hombros vestida con un jersey azul.

—¿Cómo se siente? —le preguntó.

—Bien —dijo Truesdale—. ¿Hubo suerte?

—Es muy peculiar. No solo no recuerda nada de esos cuatro meses, ni siquiera tiene la sensación de haber perdido ese tiempo. No tuvo sueños.

El teniente de la MRA estaba unos metros a su lado, Truesdale no notó su presencia hasta que no abrió la boca.

—¿Sabe de alguna droga que pueda causar esos efectos?

La mujer negó con la cabeza.

—La doctora Shorter es experta en medicina forense —le dijo el teniente a Truesdale—. Parece que alguien ha inventado algo nuevo. —Volvió la vista hacia la doctora—: Podría ser algo muy nuevo, ¿le importaría hacer alguna búsqueda en los ordenadores?

—La hice —se limitó a decir—. De todos modos, ninguna droga podría ser tan selectiva. Es como si le hubieran aturdido y le hubieran metido en una cámara frigorífica durante cuatro meses. Salvo que no ha mostrado señales de descongelamiento; ni rotura de células por la cristalización del hielo ni nada similar. —Miró intensamente a Truesdale—. No deje que mi voz vuelva a hipnotizarle.

—No se preocupe —dijo Truesdale poniéndose en pie—. Lo que quiera que me hayan hecho habrá necesitado de un laboratorio, ¿verdad? Si era tan nuevo, eso hará más fácil la búsqueda, ¿no es cierto?

—Debería —dijo la Doctora Shorter—. Buscare un derivado de la investigación científica. Algo que descomponga el MRA.

—Se podría pensar que al secuestrar a alguien en una montaña se deja algún rastro, pero no. Un coche hubiera sido detectado por el radar. Vandervecken debió de hacer que le trasladaran al aparcamiento en una camilla, sobre las cuatro, cuando no había nadie cerca.

—Eso sería jodidamente peligroso, en esos caminos.

—Lo sé. ¿Tiene una respuesta mejor?

—¿No han conseguido averiguar nada?

—El dinero. Su coche se quedó en el aparcamiento todo ese tiempo porque la cuota se pagó por adelantado. Igual que la renta. Todo desde una cuenta registrada a nombre de Vandervecken. Una cuenta nueva que ahora está cerrada.

—Cifras.

—¿Le dice algo su nombre?

—No. Probablemente es holandés.

El MRA asintió para sí. Se puso en pie. La doctora Shorter parecía impaciente por recuperar su sala de consultas.

Medio millón de marcos era mucho dinero. Truesdale consideró la idea de mandar a su jefe al diablo, pero aunque no se tratase de la norma, Jeromy Link no merecía ese trato. No tenía sentido obligarle a buscar un sustituto de inmediato. Truesdale le dio a Jeromy un mes para hacerlo.

Al ser algo temporal, su trabajo se volvió más agradable. Solo era un dependiente de zapatería, sí, pero conocía a gente interesante. Un día analizó atentamente la máquina que moldeaba los zapatos sobre los pies. Era un aparatito destacable, admirable incluso. Nunca se había parado a pensarlo antes.

En sus horas libres planeó unas vacaciones, haría turismo.

Cuando se ejecutó el testamento de la abuela Estelle recuperó el contacto con innumerables parientes. Algunos le habían echado de menos en su funeral, y en su fiesta de cumpleaños. ¿Dónde se había metido?

—Me sucedió algo extrañísimo —dijo Truesdale, y tuvo que contar la historia media docena de veces aquella noche. Disfrutó haciéndolo, de un modo algo perverso. A Vandervecken no le hubiera gustado toda esa publicidad.

Su deleite sufrió un revés cuando un primo político segundo le dijo:

—Entonces te han robado otra vez. Pareces tener facilidad para eso, Roy.

—No, esta vez voy a atrapar al hijo de perra —contestó Truesdale.

El día antes de empezar su larga excursión, se pasó por el cuartel de la MRA. Le costó recordar el nombre del musculoso teniente. Robinson, ese era. Robinson le saludó con un movimiento de cabeza desde detrás de su escritorio en forma de bumerán.

—Pase. ¿Está disfrutando de la vida? —le dijo.

—En ello estoy. ¿Cómo le va a usted? —dijo Truesdale sentándose. La oficina era pequeña pero acogedora, incluso tenía un surtidor de té y de café en el escritorio.

Robinson se echó atrás en el asiento, parecía contento de que le hubieran interrumpido.

—Nada nuevo. No sabemos todavía quién le secuestró. No hemos podido rastrear el dinero por ninguna parte, pero estamos seguros de que no procedía de usted mismo —le informó. Levantó la vista—. No parece sorprendido.

—Estaba seguro de que me investigarían.

—Bien. Asumamos por un momento que alguien a quien llamaremos Vandervecken posee un tratamiento específico para la amnesia. Podría ir por ahí vendiéndoselo a cualquier criminal. Como por ejemplo, a alguien que quiera asesinar a un pariente para conseguir su herencia.

—Nunca le hubiera hecho eso a la abuela Estelle.

—No importa, no lo hizo. Vandervecken hubiera tenido que pagarle a usted, y una suma generosa. La idea es ridícula. Aparte de eso, nos hemos encontrado con otros dos casos de su amnesia selectiva —anunció el MRA. Usó el ordenador de su escritorio para consultar algo—. La primera fue una tal Mary Boethals, desapareció cuatro meses en 2220. No lo denunció. La MRA se interesó en su caso porque dejó de tratarse una enfermedad de riñón. Parecía probable que le hubieran hecho un trasplante ilegal. Pero la historia que contó era distinta, más parecida a la de usted, incluida la renta vitalicia.

»Luego está el tal Charles Mow, desaparecido en 2241, de vuelta también a los cuatro meses. Se repite el caso respecto a la renta vitalicia, pero esta se le cortó por un desfalco a Seguros Norn. Mow se enfadó lo bastante para acudir a nosotros. Naturalmente, los MRA comenzaron a buscar otros casos, pero no encontraron ninguno. Y así fue durante cien años. Hasta que apareció usted.

—Y mi renta ha sido cortada.

—Eso es duro. Verá, en los otros dos casos el dinero fue a parar a la investigación de prótesis. No había rehabilitación criminal hace cien años. Todos los criminales acababan en los bancos de órganos.

—Sí.

—Por lo demás, los casos son bastante parecidos. Por lo tanto, ha de tratarse de un struldbrugs. El tiempo encaja, el primer caso fue hace ciento veinte años. El nombre de Vandervecken encaja, y también el interés en las prótesis.

Truesdale pensó en ello. No quedaban demasiados struldbrugs. La edad mínima de admisión era de ciento ochenta y un años.

—¿Algún sospechoso concreto?

—Si lo hubiera no podría decírselo. Pero no, la señora Randall murió por causas naturales y es seguro que ella no era Vandervecken. Si tenía alguna conexión con él, no hemos sido capaces de encontrarla.

—¿Han preguntado en el Cinturón?

—No, ¿por qué? —dijo Robinson, mirándole con el ceño fruncido.

—Era una idea. ¿La distancia en el tiempo es la misma a la distancia en el espacio?

—Bueno, podemos preguntar. Pueden haber tenido casos similares. Personalmente, no sé el camino a seguir desde ahora. No sabemos por qué se hizo, ni cómo.

No había espacio en todos los parques nacionales e internacionales de la Tierra para todos los excursionistas potenciales del año 2341. La lista de espera para ir a la jungla del Amazonas era de dos años, la de otros parques era similar.

Elroy Truesdale paseó su mochila por Londres, Paris, Roma, Madrid, Marruecos y El Cairo. Iba en trenes supersónicos de una ciudad a otra. Comía en restaurantes, usando su tarjeta de crédito, en lugar de consumir comidas deshidratadas. Era algo que había planeado hacía mucho, pero nunca había tenido dinero para hacerlo.

Vio las pirámides, la torre Eiffel, la torre de Londres, y la torre inclinada de Pisa, que ahora estaba derecha. Vio el Valle de los Caídos. Caminó por calzadas romanas en una docena de países.

Por todos lados se encontraba con otros excursionistas. Por la noche acampaban en lugares dispuestos por cada ciudad para ese menester, normalmente antiguos aparcamientos o autopistas abandonadas. Reunían sus calefacciones ligeras para formar una gran hoguera y enseñarse canciones los unos a los otros. Cuando se cansaba de ellos, Truesdale se iba a un hotel.

Gastaba calcetines desechables a un ritmo brutal, y compraba otros en las máquinas expendedoras de los cámpines. Las piernas se le pusieron duras como troncos.

Llevaba un mes así, y aún no había terminado. Algo le movía a querer ver el planeta entero. Una cancelación le condujo a las tierras despobladas de Australia, probablemente uno de los parques menos populares. Pasó allí una semana, necesitaba silencio y espacio.

Entonces siguió hacia Sídney, y allí encontró a una chica con un corte de pelo cinturonio.

Le estaba dando la espalda, mostrando una coleta de pelo negro y ondulado que le caía casi hasta la cintura. La mayor parte de su cabeza estaba rapada, a ambos lados de la cresta de siete centímetros de grosor, y tan bronceada como el resto de su piel.

Hace veinte años no hubiera desentonado. Hubo entonces una afición pasajera por las crestas cinturonias, pero pasó pronto. Ahora parecía un eco de una época pasada… o de un lugar lejano. Era alta como un cinturonio, pero su musculatura estaba mucho más desarrollada. Estaba sola, no se había unido a la congregación alrededor del fuego en el otro extremo de la zona de acampada, la octava planta de un aparcamiento de diez.

El eco de las inexpertas voces cantando sonaba en las paredes y el suelo de cemento. «Nací dentro de diez mil años, cuando aterricemos en la Luna, les enseñare cómo…».

¿Una auténtica cinturonia? ¿De excursión?

Truesdale se abrió camino entre la multitud de sacos esparcidos por el suelo.

—Disculpa, ¿eres cinturonia?

La mujer se dio la vuelta.

—Sí, ¿qué pasa?

Sus ojos eran marrones, su rostro adorable, anguloso, y no demasiado amigable. Reaccionaría mal a una proposición, quizá no le gustaban los terrafirmios; parecía demasiado cansada para juegos.

—Quiero contarle una historia a un cinturonio —dijo Truesdale.

Arrugó las cejas, era un gesto de irritación.

—¿Y por qué no vas al Cinturón?

—Esta noche no me da tiempo a llegar —razonó Truesdale.

—Está bien, adelante.

Truesdale le contó la historia de su secuestro en los Pináculos. Lo hizo de una manera simple, rápida. Se sentía mal por no haberse ido simplemente a dormir.

Ella le escuchó con intranquila paciencia.

—¿Por qué me lo cuentas? —le preguntó.

—Bueno, hubo otros dos casos de esa clase de secuestro, ambos hace mucho tiempo. Me preguntaba si algo así habría pasado en el Cinturón.

—No lo sé. Habrá registros en los archivos de los dorados.

—Gracias —dijo Truesdale, y se marchó.

Se echó en su saco de dormir, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho. Mañana… ¿a Brasilia? Se oían aún canciones:

«En una ocasión me alisté en Amra, y perdí mi maldita piel,

Pues la sangre fluyó como un río cuando la lucha comenzó,

Soy el único marinero que de la nave de

Vandervecken saltó».

Los ojos de Truesdale se abrieron de par en par.

«Y esa es la cosa más extraña que un hombre puede hacer».

No había buscado en el lugar correcto.

Los excursionistas tenían tendencia a despertarse al amanecer. Algunos preferían los restaurantes nocturnos para desayunar, otros se preparaban su propia comida. Truesdale estaba cocinando unos huevos liofilizados cuando la chica se le acercó.

—¿Me recuerdas? Me llamo Alice Jordan.

—Roy Truesdale. Coge unos huevos.

—Gracias. —Le pasó un paquete, en el que mezcló los huevos con agua. Tenía un aspecto distinto ahora, estaba descansada, más joven, menos intimidante.

—Comencé a recordar cosas anoche. Casos como el tuyo. Existen realmente. Soy una dorada, y he oído hablar de ellos, pero nunca me he molestado en investigar los detalles.

—¿Eres una dorada?

Una poli. Bien mirado, era del tamaño adecuado; tenía músculo suficiente para vérselas con cualquier cinturonio.

—También he sido contrabandista —dijo a la defensiva—. Cierto día decidí que el Cinturón necesitaba los impuestos más que a los contrabandistas.

—Quizá tenga que ir al Cinturón después de todo —dijo con ligereza, mientras pensaba. O podría decirle a Robinson que pidiera esos informes. Los huevos estaban listos. Los sirvió en las tazas que todo excursionista llevaba en su mochila.

—Dime más sobre el caso Vandervecken —dijo ella.

—No hay mucho más que contar. Ojalá pudiera olvidarlo.

No se le había ido de la cabeza en más de un mes. Le habían robado.

—¿Fuiste a la policía de inmediato?

—No.

—Eso es lo que recuerdo. El secuestrador escoge a sus víctimas en el Cinturón principal, las retiene cuatro meses o así, y luego las soborna. La cifra es casi siempre lo bastante jugosa. Supongo que en tu caso no fue así.

—Puede ser —contestó. No le iba a contar a una desconocida lo de la herencia de la abuela Estelle—. Pero si la mayoría aceptaban el soborno, ¿cómo lo averiguaron?

—Bueno, no es fácil esconder una nave desaparecida. En general, las naves desaparecían del Cinturón principal, y reaparecían cuatro meses después en sus órbitas. Pero si los telescopios no las detectaron en esos cuatro meses, alguien pudo comenzar a hacerse preguntas.

Despejaron las tazas antifricción de los restos de los huevos y las rellenaron de café en polvo y agua hervida.

—Hay varios casos de ese tipo, y todos siguen sin resolver —dijo la cinturonia—. Algunos piensan que es el extraño, cogiendo muestras.

—¿El extraño?

—El primer alienígena que conocerá la humanidad.

—¿Cómo la Estatua Marina o aquel alienígena que aterrizó en Marte durante…?

—No, no —le interrumpió impaciente—. La Estatua Marina fue sacada de la propia corteza terrestre. Llevaba allí mil millones de años. Respecto a los pak, eran una rama de la especie humana, según se sabe. No, seguimos esperando al verdadero extraño.

—Y piensas que está tomando muestras para ver si estamos preparados. Cuando lo estemos, vendrá.

—No dije que creyera eso.

—¿Y es así?

—No lo sé. Creo que era una historia encantadora, daba un poco de miedo. Nunca se me ocurrió que también tomara muestras de terrafirmios.

Truesdale se echó a reír.

—Gracias.

—No quería ofender.

—De aquí parto a Brasilia —dijo. No era una proposición propiamente dicha.

—Yo descansaré. Un día sí y otro no. Soy fuerte para ser cinturonia, pero no puedo caminar todos los días —dijo, dudando un momento—. Por eso no viajo con nadie. He tenido ofertas, pero odio pensar que pueda estar retrasando el paso de nadie.

—Entiendo.

Se puso en pie, Truesdale la imitó. Tuvo la impresión de que se cernía sobre él como una torre, pero fue una sensación pasajera.

—¿Dónde estás destinada, en Ceres?

—En Vesta. Adiós.

—Adiós.

Caminó por Brasilia, São Paulo y Río de Janeiro. Vio Chichén Itzá y disfrutó de la comida peruana. Llegó a Washington D. C., y en ningún momento dejó de rondarle la cabeza el robo de sus cuatro meses de vida.

El centro de Washington estaba bajo una cúpula meteorológica. No le dejarían entrar con una mochila; Washington era una ciudad de negocios, desde donde se gobernaba una cantidad considerable del planeta Tierra.

Fue directamente al Instituto Smithsonian.

La Estatua Marina era una figura no demasiado humanoide sobre una superficie de espejos. Se erigía sobre sus grandes pies, y sus manos de tres dedos apuntaban arriba, hacia una supuesta amenaza. A pesar del tiempo que había estado bajo el agua, no mostraba signos de corrosión. Parecía el producto de una civilización avanzada, y lo era. Se trataba de un traje de presión con dispositivos de equilibrio de emergencia, y lo que había en su interior era muy peligroso si se dejaba suelto.

El pak era una vetusta y cansada momia. Su rostro era duro e inhumano, exento de expresión alguna. La cabeza estaba doblada en un ángulo extraño, y los brazos yacían inertes a los lados; no se habían alzado contra quien le había roto el cuello. Truesdale leyó su historia en la guía, y sintió lástima. Había venido desde tan lejos para salvarnos a todos…

Entonces existían otras cosas ahí fuera; el universo era lo bastante grande para contener toda clase de cosas. Si algo estaba tomando muestras de la humanidad, la única pregunta era por qué se tomaba esa molestia. Y ya que lo hacía, por qué se tomaba la molestia adicional de devolverlos a su lugar.

No, había más preguntas peliagudas. ¿Por qué ir a la Tierra a capturar terrafirmios? Las parejas ricas pasaban la luna de miel en Titán, bajo los maravillosos anillos de Saturno. Seguramente sería fácil asaltar una nave crucero. ¿Y por qué coger a cinturonios del Cinturón principal? Bastantes de ellos todavía realizaban actividades mineras en los confines exteriores.

Sintió entonces un rayo de esperanza, pero no era del todo claro, así que lo apartó de su mente.

Hizo una ruta por el Misisipi, y escaló una parte de las Montañas Rocosas. Allí se rompió una pierna, y tuvieron que llevarlo a una ciudad arqueológica cercana, construida en el interior de un cañón dentado. Un doctor le recolocó la pierna y le administró tratamientos de recrecimiento. Después de eso voló de vuelta a casa. Ya había tenido bastante.

La policía de San Diego no tenía noticias de Lawrence St. John McGee. Estaban acostumbrados a ver a Truesdale, y de hecho estaban ya un poco hartos de él. Para Truesdale estaba claro que no esperaban encontrar ni a McGee ni su dinero.

—Dispone de dinero suficiente para hacerse un trasplante de cara y de las yemas de los dedos —le dijo una vez un oficial. Después se limitaban a emitir sonidos tranquilizadores y a esperar a que se fuera. No había vuelto en un año.

Truesdale fue al cuartel de la MRA. Le seguía doliendo la pierna, así que cogió un taxi en lugar de una cinta para caminar.

—Estamos trabajando en ello —le dijo Robinson—. Un caso tan extraño no se olvida fácilmente. De hecho… bueno, no importa.

—¿Qué?

El MRA sonrió de repente.

—No tiene una conexión real. Le pedí al ordenador de abajo que me encontrara otros casos sin resolver relacionados con una base tecnológica avanzada, sin límite de tiempo. Salieron algunos resultados extraños. ¿Ha oído hablar de la réplica de Stonehenge?

—Claro, estuve allí hace mes y medio.

—¿No es increíble? Un payaso montó la réplica en una sola noche. A la mañana siguiente había dos Stonehenge. Aparte de la posición, no hay diferencia alguna, la réplica está a unos pocos metros más al norte. Incluso las iniciales grabadas en la piedra son idénticas.

—Lo sé. Debe de haber sido la broma más cara de la historia —dijo Truesdale asintiendo.

—No sabemos tampoco cuál es el verdadero Stonehenge. Supongamos que el bromista movió el verdadero Stonehenge. Si tenía el poder de mover todas las piedras de la réplica también sería capaz de mover el original y poner la copia en su lugar.

—No se lo diga a nadie. —El MRA se echó a reír—. ¿Ha averiguado algo del Cinturón?

La sonrisa de Robinson desapareció.

—Sí. Media docena de casos conocidos, secuestro y amnesia, y todos sin resolver. Sigo pensando que es cosa de un struldbrugs.

Todo sin resolver. Era mala señal para el caso Truesdale.

—Un viejo struldbrugs —dijo el MRA—, alguien que ya era adulto hace ciento veinte años, lo suficiente para pensar que sabía lo bastante para intentar resolver los problemas de la humanidad. O quizá para escribir el libro definitivo sobre el progreso humano. Así que empezó a recoger muestras.

—¿Y sigue en ello?

—O un nieto heredó el negocio —musitó Robinson—. No se preocupe, le atraparemos.

—Claro, sólo han tenido ciento veinte años para hacerlo.

—No me vacile —dijo Robinson. Y eso fue todo.

El centro de las actividades de la policía dorada era a su vez el centro de gobierno, Ceres. Los cuarteles generales en Pallas, Juno, Vesta y Astrea eran redundantes en cierto sentido, pero necesarios. Cinco asteroides cubrían el Cinturón principal. Se había dado el caso de que todos coincidieran en la misma cara del Sol, y al mismo tiempo, aunque eso no era lo habitual.

Vesta era el más pequeño de los cinco. Las ciudades se hallaban en la superficie, bajo cuatro grandes cúpulas dobles.

Una cúpula se había agujereado tres veces en la historia. No era un acontecimiento fácil de olvidar. Todos los edificios de Vesta estaban presurizados, algunos contaban con compartimentos estancos que conducían a la zona exterior a través de la cúpula.

Alice Jordan entró por el compartimento de la policía de Waring City tras haber realizado una patrulla rutinaria buscando contrabandistas. Había dos cámaras y tras ellas, un pasillo flanqueado de trajes de presión. Se quitó el suyo y lo colgó. En el pecho llevaba una dragona fluorescente echando fuego por la boca.

—No hubo suerte —informó a su superior, Vinnie García.

Vinnie le sonrió. Era oscura y espigada, sus dedos largos y delgados; se acercaba mucho más al estereotipo cinturonio que Alice Jordan.

—Tuviste más suerte en la Tierra.

—Por Finagle que la tuve. Te di mi informe.

Alice había ido a la Tierra con la esperanza de resolver un problema social creciente. Un pecado terrafirmio, el cableado, la práctica de meterse corriente en el centro del cerebro, se había extendido por el Cinturón. Por desgracia, la solución de la Tierra fue esperar que terminara por sí sola, y así fue, pero tardó trescientos años en hacerlo. Esa no era una solución satisfactoria para Alice Jordan.

—No me refiero a eso. Hiciste una conquista —dijo Vinnie, hizo una pausa dramática—. Hay un terrafirmio esperando en tu oficina.

—¿Un terrafirmio? —Había compartido la cama de un hombre en la Tierra, y ninguno de los dos quedó satisfecho. La gravedad y la falta de práctica. Él fue amable con ella, pero no volvieron a verse. Se puso en pie—. ¿Me necesitas para algo más?

—No, diviértete.

Roy trató de levantarse cuando ella entró en la oficina. Era torpe en la gravedad baja, pero se las arregló para poner los pies en el suelo y mantener el resto derecho.

—Hola. Roy Truesdale —dijo, antes de que ella farfullara algo intentando recordar el nombre.

—Bienvenido a Vesta —respondió ella—. Así que al final has venido, ¿aún buscando al secuestrador?

—Sí.

Alice se sentó detrás de su escritorio.

—Cuéntame. ¿Terminaste la excursión?

—Creo que las Rocosas fueron lo mejor, y no hay problemas para entrar. Deberías ir. Las Rocosas no son un parque nacional, pero tampoco casi nadie quiere construir allí.

—Iré, si alguna vez vuelvo a la Tierra.

—Vi a los otros extraños… lo sé, no son extraños realmente, pero está claro que son alienígenas. Si el verdadero extraño es como esos…

—Prefieres pensar que Vandervecken es humano.

—Supongo que sí.

—Te estás esforzando mucho en encontrarle.

Consideró la posibilidad de que Truesdale hubiera venido realmente en persecución de cierta mujer cinturonia, una idea halagadora…

—La ley parece no llegar a ninguna parte —dijo—. Peor que eso, parece que llevan intentando cazar a Vandervecken o a alguien como él desde hace ciento veinte años. Me enfadé y me metí en una nave hacia Vesta. Quería encontrar a Vandervecken yo mismo. Y esto es un embrollo, ¿sabes?

—Lo sé, demasiados terrafirmios quieren ver los asteroides. Tenemos que restringirlos.

—Tuve que esperar tres meses para conseguir una plaza. Todavía no estaba seguro de querer venir. Después de todo, siempre podía cancelarlo… Entonces pasó algo más. —Truesdale apretó la mandíbula con fuerza, reprimiendo una furia retrospectiva—. Lawrence St. John McGee. Me dejó sin casi nada de lo que tenía, hace diez años. Un estafador.

—Suele ocurrir. Lo siento.

—Lo atraparon. Se hacía llamar Ellery Jones, y decía ser de San Luis. Estaba haciendo una nueva jugarreta en Topeka, Kansas, pero alguien dio el soplo y pudieron atraparle. Tenía nuevas huellas dactilares, retinales, y el rostro operado. Tuvieron que hacerle un análisis de las ondas cerebrales para estar seguros de que era él. Puede que incluso recupere un poco del dinero.

—¡Vaya, eso es maravilloso! —dijo ella sonriendo.

—Vandervecken lo vendió. Era otro soborno.

—¿Estás seguro? ¿Usó ese nombre?

—No. ¡Maldito sea por jugar con mi cabeza! Seguro que pensó que le perseguía porque me había robado. Arrojó a mis pies a Lawrence St. John McGee, para que dejara de preocuparme por mis cuatro meses perdidos.

—No te gusta ser tan predecible.

—No, no me gusta.

No la estaba mirando. Tenía las manos apretadas contra los brazos de su silla de metal. Los músculos de los brazos le temblaban y se le hinchaban al hacerlo. Algunos cinturonios fingían que les disgustaban los músculos de los terrafirmios.

—Puede que Vandervecken sea demasiado grande para nosotros —opinó Jordan.

—Por fin algo que tiene sentido. ¿Qué habéis averiguado? —preguntó interesado.

—Bueno… yo también he estado cazando a Vandervecken. Ya sabes que hubo otras desapariciones.

—Sí.

Jordan usó el ordenador de su escritorio, igual que Robinson en su momento.

—Media docena de nombres y de fechas; 2150, 2191, 2230, 2250, 2270, 2331. Como puedes ver, nuestros registros vienen de más atrás que los vuestros. Hablé con Lawrence Jannifer, el último, pero no recuerda mucho más que tú. Estaba entrando en la órbita de los troyanos, transportando pequeñas piezas de maquinaria, cuando… oscuridad. Lo siguiente que supo fue que estaba en la órbita de Héctor. —Sonrió—. No se lo tomó tan mal como tú. Simplemente estaba contento de que le hubieran traído de vuelta —dijo.

—¿Están vivos y disponibles algunos de los otros?

—Dandridge Sukarno y Norma Stier, desaparecidos en 2270 y 2230 respectivamente. No quisieron saber nada. Cogieron sus rentas vitalicias y eso es todo. Seguimos la pista del dinero y nos condujo a dos nombres, George Olduvai y C. Cretemaster, pero a ninguna cara.

—Han estado ocupados. Se encogió de hombros.

—Muchos dorados se interesan por el secuestrador en un momento u otro. Vinnie lo lleva como puede.

—Parece que toma una muestra cada diez años. Alternando entre la Tierra y el Cinturón. —Truesdale silbó intranquilo, recordando las fechas—. El 2250 fue hace casi doscientos años. No es extraño que se haga llamar Vandervecken.

—¿Tiene algún significado? —preguntó ella mirándole fijamente.

—Vandervecken era el capitán de El Holandés Errante. Estuve investigando un poco sobre el tema. ¿Conoces la leyenda de El Holandés Errante?

—No.

—Hace mucho, solían existir naves veleras comerciales surcando el océano, impulsadas por la fuerza de viento. Vandervecken estaba intentando rodear con su barco el Cabo de Buena Esperanza bajo una gran tormenta. Lanzó al viento el juramento blasfemo de que rodearía el Cabo aunque tuviera que navegar contra el viento hasta el fin de los días. Aún puede vérsele en el Cabo en los días de tormenta. A veces detiene a otras naves y les pide que lleven cartas a su hogar.

—¿Cartas para quién? —dijo ella temblando de la risa.

—Al judío errante, quizás. Hay variantes. Unos dicen que Vandervecken asesinó a su esposa e izó velas huyendo de la policía. Otros que hubo un asesinato a bordo. A los escritores parece gustarle esta leyenda. Acabaron por escribirse novelas, existe una vieja película y una ópera aún más vieja. ¿Has oído esa canción que cantan los excursionistas alrededor de la hoguera? «Soy el único marinero que de la nave de Vandervecken saltó».

—La Canción del Fanfarrón.

—Todas las leyendas tienen el mismo denominador común, un ser inmortal navegando para siempre, maldito.

Los ojos de Alice Jordan se abrieron como platos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Jack Brennan.

—Brennan. Ya recuerdo. El hombre que se comió las raíces a bordo de la nave pak. Jack Brennan. Se supone que está muerto.

—Se supone. —Estaba mirando a su escritorio. Poco a poco sus ojos se centraron en la montaña de folios—. Roy, tengo que trabajar en algunas cosas. ¿Dónde te hospedas, en el Palace?

—Claro, es el único hotel de Waring City.

—Te recogeré allí a las dieciocho horas. De todos modos, vas a necesitar una guía para los restaurantes.

Para tratarse de un monopolio, el Palace era un hotel excelente. El servicio humano era irregular, pero la maquinaria funcionaba a la perfección en los baños, la limpieza, la restauración… los cinturonios trataban las máquinas como si su vida dependiera de ellas.

El muro oriental estaba a tres metros de la cúpula, y tenía ventanas adornadas con imágenes guardadas por pantallas grandes y rectangulares que se cerraban automáticamente para no dejar pasar la luz directa del sol. Ahora estaban abiertas. Truesdale miró a través del muro de cristal, hacia la gran estructura al fondo; la cúpula de Anderson City. Era un horizonte tan escarpado y cercano que a Roy le parecía encontrarse en el pico de una montaña. Pero las estrellas no se veían con tal viveza desde ninguna montaña de la Tierra. Estaba contemplando el universo, casi podía tocarlo.

Esta habitación le estaba costando mucho dinero. Iba a tener que aprender a gastar sin que le doliera.

Se dio una ducha. Era divertido. La ducha soltaba grandes cantidades de agua caliente que tendían a quedarse en su cuerpo como si fuera gelatina. Había jets laterales, y un chorro a presión. Muy distinto de los viejos tiempos, supuso, cuando la profunda cavidad que ahora albergaba Anderson City fue excavada a base de la enorme y cara extracción de rocas de hidratos. Pero la fusión era barata, y el agua, una vez elaborada, podía ser destilada una y otra vez, indefinidamente.

Cuando terminó su ducha, descubrió que le habían dejado algo. La terminal de información junto a su escritorio le había enviado varios libros de información. Una vez impresos formaban un volumen tan grueso como la guía de teléfonos de San Diego; todas esas páginas eran recicladas a la marcha del cliente. Tenía que ser cosa de Alice Jordan. Lo hojeó hasta que se topó con las memorias de Nicholas Sohl, y empezó a partir de ahí. La sección sobre la nave pak estaba casi al final.

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