Perfect

Perfect


Capítulo 1

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CAPÍTULO 1

He estado insegura de muchas cosas en la vida, excepto del amor que siempre he sentido por él. Mi corazón le ha pertenecido durante cada segundo de cada día que he pasado sobre la faz de la Tierra. Nunca he tenido ninguna duda al respecto. Mi amor por él ha ido cambiando de forma, pero siempre se ha mantenido constante.

Hay expertos en el tema del amor que te dirán cómo conseguirlo y cómo superar una ruptura. Nos hacen creer que el amor es complicado, pero lo complicado no es el amor; es toda la mierda con la que lo envolvemos. Si eres una persona inteligente, te darás cuenta de ello antes de que sea demasiado tarde y simplificarás las cosas.

AMANDA STEWART

NOAH STEWART

NOAH Y AMANDA STEWART 

Nací el 23 de marzo de 1990 a las 22.57 en Charleston, Carolina del Sur, en el hospital Saint Francis. Noah nació el 23 de marzo de 1990 a las 22.58, justo al otro lado del pasillo. Aparte de ese minuto de diferencia a la hora de nacer, Noah y yo siempre hemos estado juntos. Compartimos todas nuestras primeras veces: los primeros dientes, la primera sonrisa y las primeras palabras. Empezamos a gatear al mismo tiempo; incluso empezamos a caminar a la vez.

Cuando la madre de Noah volvió al trabajo, mi madre se ofreció a cuidar de él, ya que ella no trabajaba fuera de casa. Mamá pensó que cuidar de dos bebés sería lo mismo que cuidar de uno. Normalmente, eso no es así. Dos bebés implican el doble de pañales, de comidas, de llantos y de dolores de cabeza, pero en nuestro caso fue distinto. Siempre y cuando estuviéramos juntos, Noah y yo éramos bebés felices.

Él y yo nos habíamos convertido en una extensión del otro. Mi madre dice que nos inventamos un lenguaje propio, como los gemelos. Para el que no nos conocía, los sonidos que hacíamos eran un galimatías, pero Noah y yo nos entendíamos a la perfección. Para Noah yo era un libro abierto. Siempre sabía cómo me sentía, lo que pensaba o de qué humor estaba, igual que yo con él.

HALLOWEEN, 1996

Aunque solo tenía seis años, sabía perfectamente que estaría espantosa con él. Las madres de todos mis amigos abrazaban con entusiasmo las ventajas de la vida moderna en Estados Unidos, como, por ejemplo, los disfraces de Halloween que vendían ya hechos en los centros comerciales. Pero mi madre decidió que sería maravilloso que Emily y yo lleváramos disfraces caseros. Echo la culpa a la famosísima presentadora Martha Stewart de la locura transitoria de mi madre, la persona menos artística que conozco.

Emily quería ir disfrazada de princesa. Daba clases de ballet desde los cinco años, así que tenía todo lo necesario para hacerse un vestido de princesa que diera el pego.

Mamá cogió un par de tutús rosas y los pegó uno encima del otro para hacer la falda del vestido. Para la parte de arriba usó uno de sus maillots de color rosa chillón. Aplicó cola caliente sobre la tela y luego le echó puñados de purpurina por encima. Coronó la creación —nunca mejor dicho— con una tiara hecha de papel de aluminio y canicas multicolores como si fueran piedras preciosas. El disfraz de Emily no estaba tan mal. Si echas la suficiente purpurina sobre cualquier cosa, la gente se entretiene con el brillo y ya no se fija en la fealdad de lo que hay debajo.

A mí me habría gustado ir vestida de vaquera. El disfraz de vaquera era facilísimo de hacer. Lo único que se necesita son unos pantalones tejanos, una camisa de cuadros, un chaleco, unas botas y un sombrero. ¡Tachán! Ya tenemos una vaquera. No hace falta cola ni purpurina. Además, ya tenía todo lo que necesitaba, excepto la pieza más importante.

Mamá y yo estábamos en Target cuando lo vi. Era de fieltro rojo brillante, con el borde ribeteado de blanco, y tenía la palabra vaquera bordada en la parte de delante. Era lo más bonito que había visto en mi vida. El corazón empezó a latirme de manera desbocada.

Cogí el sombrero y corrí hacia mi madre radiante de alegría.

—Mira, mamá. ¿A que es el sombrero de vaquera más perfecto que has visto?

—Es un sombrero muy bonito, Amanda. Ve a dejarlo en su sitio. Hemos de seguir comprando —me dijo mientras seguía empujando el carro por el pasillo.

La sonrisa se me borró de la cara. Corrí tras ella, abrazando el sombrero contra mi pecho.

—Pero, mamá, lo necesito.

—¿Para qué, cariño?

—Eh…, pues para el disfraz de Halloween. —Respondí con una sonrisa irónica, poniendo los ojos en blanco.

—Este año el disfraz te lo haré yo, Amanda; ya lo sabes.

Perseguí a mi madre mientras ella seguía recorriendo el pasillo, prestando más atención a los objetos que iba depositando en el carro que a mí.

—Quiero ir de vaquera. Es el disfraz más fácil de hacer. Lo tengo todo menos el sombrero. Necesito este sombrero, mamá —supliqué.

Ella me miró por encima del hombro y me preguntó:

—¿Por qué quieres ir de vaquera?

—Porque las vaqueras molan —contesté.

«Como si no fuera lo más obvio del mundo».

—Noah va a ir de caballero molón. Yo quiero ser una vaquera molona, y lo seré si tengo este sombrero. Por favor, mamá.

Ella se detuvo y se acuclilló ante mí. Cuando estuvimos cara a cara, me dijo:

—Cariño, vas a ser la niña más molona de todas las que vayan a pedir caramelos este año.

—¿Me vas a comprar el sombrero? —La sonrisa empezó a regresar muy lentamente a mi cara mientras esperaba con gran expectación a que la palabra saliera de sus labios.

—No. ¿A que no sabes de qué vas a ir disfrazada este Halloween? —Al sonreír, se le iluminaron los ojos, que eran de un azul grisáceo como un cielo de tormenta.

Se levantó y empezó a rebuscar en el carro. Cuando encontró lo que buscaba, se volvió hacia mí. En la mano llevaba la mayor bolsa de plumas amarillas que había visto nunca. Alcé la cara y la miré sin entender nada.

—¡Vas a ir disfrazada de Piolín! ¿A que será divertido?

Me quedé de piedra.

—No quiero ser Piolín. Quiero ser una vaquera molona. ¿Por qué no puedo ser una vaquera? —gimoteé.

—Porque ya tengo todo lo que necesito para hacer el disfraz de Piolín —respondió mi madre, metiendo de nuevo la bolsa de plumas en el carro.

—Podríamos devolver esas cosas a su sitio y comprar el sombrero de vaquera.

—Amanda, este año vas a ser Piolín, así que deja de discutir. Tienes que tratar de parecerte a tu hermana. Ella nunca me causa problemas. Ya serás una vaquera el año que viene. Venga, ve a dejar el sombrero en su sitio.

Con los hombros caídos y la cabeza gacha, desanduve el pasillo arrastrando los pies y dejé el perfecto sombrero de vaquera donde lo había encontrado.

—No quiero ser Piolín; es un disfraz ridículo. Quiero ser una vaquera. ¿Por qué no puedo elegir mi disfraz? —refunfuñé.

—Amanda, date prisa. Tenemos que irnos.

Mi madre estaba tan obsesionada con el disfraz de Piolín que empecé a preguntarme si me vería como a una cabezona con ictericia y con las mejillas y los labios hinchados.

Estaba de pie en el salón, vestida con un ceñido maillot amarillo pálido que mi madre me había hecho ponerme encima de una camiseta y unos pantalones cortos. Mamá entró cargada con un montón de cosas y las dejó en el suelo, a mi lado.

—Uf —exclamó—. Muy bien, vamos a ponernos manos a la obra —anunció frotándose las manos. No podía entender por qué estaba tan entusiasmada con ese estúpido disfraz de pájaro.

Mientras ella iba extendiendo los materiales a su alrededor, yo inspiré hondo.

—¿Mamá?

—¿Mmm?

—El maillot me aprieta mucho. No puedo respirar. —Respondí inhalando todo el oxígeno que me permitió esa prenda que me hacía parecer envasada al vacío.

—Tiene que irte un poco ajustado, Amanda. Si no, con el peso de las plumas, te hará bolsas por todos lados. No querrás ser un Piolín flácido, ¿no?

—No quiero ser Piolín y punto —murmuré.

—Ya está bien, Amanda. No sé por qué tienes que protestar tanto. Tu hermana no se queja de su disfraz.

—Porque ella va de princesa, tal como quería.

—Manos a la obra.

Mamá sacó unas cuantas cosas más de una bolsa de tela y luego se acercó a la pared para enchufar la pistola de la cola caliente. Cuando se volvió hacia mí, la pistola me estaba apuntando directamente.

Alcé mucho las cejas. Los ojos se me salieron de las órbitas y noté que una gota de sudor me caía por el cuello. Con voz temblorosa, pregunté:

—No irás a dispararme cola caliente, ¿no? Prometo no volver a decir nada malo de Piolín.

—Oh, Amanda, qué teatrera eres. Claro que no voy a dispararte cola caliente. Tengo que marcar los sitios donde van a ir las plumas mientras llevas puesto el maillot.

A continuación, cogió un gran rollo de cinta adhesiva, hizo trocitos, los enrolló y empezó a pegármelos por todo el cuerpo. Luego cogió montones de plumas amarillas y me las pegó en el cuerpo. Perdí el equilibrio un par de veces cuando se entusiasmó demasiado.

Cuando al final me ayudó a salir de aquel instrumento de tortura, vi cómo iba retirando las plumas, aplicaba la cola caliente y las volvía a pegar. Suspiré hondo y me marché, incapaz de seguir observando ni un segundo más.

La mañana de Halloween entré en el salón y me encontré a mamá agachada, recogiendo un montón de plumas que se habían caído del disfraz. Aquello se había convertido en un ritual diario que me hacía sonreír y me daba esperanzas. Si las plumas se despegaban, no habría pájaro. Tal vez, al fin, mi sueño de ir de vaquera se haría realidad.

Me aclaré la garganta.

—Mamá, ¿te parece bien que no lleve el disfraz de Piolín al cole? No quiero que se estropee antes de esta noche.

Ella dejó el montón de plumas sobre la mesita de centro, se levantó rápidamente y se volvió hacia mí, tratando de ocultar las plumas con su cuerpo. No quería admitir que Piolín tenía un serio problema: estaba mudando las plumas. Dudó un momento, pasándose la mano por la nuca y volviendo la cabeza un par de veces para mirar el montón de plumas.

—Sí, de acuerdo. Así me dará tiempo de ponerlo a punto para esta noche. ¿Y si vas al colegio vestida de vaquera? Mencionaste algo al respecto, ¿verdad?

«Solo unas mil veces».

Cuando llegó el momento de ir a pedir caramelos por las casas, mamá había vuelto a pegar las plumas en el maillot. Mis sueños de vaquera habían vuelto a esfumarse.

El resto del disfraz de Piolín consistía en unas zapatillas de rizo pintadas de dorado y, como le habían sobrado unas cuantas plumas, mamá había decidido que Piolín debía llevar una diadema. Luego sacó un gran bote grasiento de maquillaje amarillo. Parecía muy antiguo, como si fuera de la década de los ochenta. Al parecer, en esa época estaba bien visto embadurnar a los niños con toxinas. El toque final de humillación fue un puñado de purpurina que me echó por encima de la cabeza, los brazos y el pecho. Parecía la hija secreta de la gallina Caponata y el extravagante Liberace.

Había llegado el momento. Traté de retrasarlo todo lo posible, esperando hasta que el sol se hubo ocultado por completo. La oscuridad iba a ser mi mejor aliada. La noche era cálida, por lo que los abrigos no hacían falta. Estaba dispuesta a arriesgarme a coger el sarampión por exceso de ropa para esconder la pesadilla de disfraz que llevaba, pero mamá no me lo permitió.

Emily y yo siempre íbamos a pedir caramelos juntas. Ella se ocupaba de darme la mano, de llamar al timbre y de pedir caramelos. Lo único que tenía que hacer yo era recibirlos. Pero ese año Emily había cumplido diez, y quiso ir con sus amigas. Mamá tomó una decisión que dejaba mucho que desear desde el punto de vista parental, o eso me pareció a mí. Permitió que Emily se fuera con sus amigas en vez de quedarse conmigo y perpetuar la sacrosanta tradición familiar. ¿Y yo? ¿Por qué no pensó en mí? ¿No se dio cuenta de que iba a sufrir un grave caso de déficit de caramelos si Emily no me acompañaba?

Cuando estábamos al inicio del caminito que llevaba a la puerta de la casa de los Dean, tragué saliva al ver que mi hermana se alejaba en dirección a otra casa. Mamá debió de notar que estaba asustada, porque me abrazó y me susurró al oído:

—Puedes hacerlo, Amanda. Ya eres una niña mayor. No hay nada que temer. Tu hermana tenía cinco años cuando empezó a pedir caramelos por las casas. Yo no me moveré de aquí. —Me soltó la mano y dio un paso atrás.

Yo permanecí clavada en el sitio, paralizada. Me sentía abandonada y odiaba sentirme así. Tenía miedo de que un monstruo abriera alguna de las puertas. Nunca había visto un monstruo en nuestro vecindario, pero siempre había una primera vez para todo.

Aunque quería mover mis pies de rizo dorado, estos no me obedecían. Noté mucho calor en las mejillas y mariposas en el estómago. Tenía demasiado miedo. Sentí un cosquilleo en los ojos, que empezaban a llenarse de lágrimas, aunque tal vez fueran debidas a la sustancia venenosa que mi madre me había untado por toda la cara.

Respiré hondo tratando de animarme y, al bajar la mirada, vi un montoncito de plumas amarillas a mis pies. Seguí el rastro de las plumas y vi que llegaban hasta mi casa. Había tantas plumas en el suelo que parecía un camino de baldosas amarillas. Al volver a levantar la vista, no podía creer lo que estaba viendo. Andrea Morgan se dirigía hacia mí vestida de Dorothy. No le faltaba ni el perrito.

Me volví hacia a mi madre. Miré de nuevo la puerta de los Dean y luego otra vez a mi madre.

—Vamos, Amanda. Te estás comportando como un bebé —me dijo ella.

Noté que las lágrimas me caían por las mejillas. Debía tomar una decisión. Se me acababa el tiempo. Tenía que armarme de valor, llegar a la puerta y conseguir caramelos antes de quedarme completamente desplumada.

Volví a mirar la puerta de los Dean y vi a varios de mis amigos, que bajaban con bolsas repletas de cosas deliciosas. Cosas deliciosas que yo no podría disfrutar como no me armara de valor y me pusiera en marcha.

En ese momento lo vi, era mi caballero de armadura de plástico. Sus ojos de color azul pálido asomaban por la abertura del yelmo, igual que algunos mechones de pelo castaño oscuro.

Bajaba por el caminito, él solo, y se dirigía directamente hacia mí con una bolsa cargada de caramelos. Cuando llegó a mi altura, usó la manga para secarme las lágrimas.

—No llores.

—Me voy a quedar sin caramelos. Se me están cayendo todas las plumas. Me voy a quedar desnuda en medio de la calle. —Estaba llorando con tanto sentimiento que las palabras me salían como hipidos. Ambos echamos la vista atrás—. ¿Ves las plumas?

—Abre la bolsa.

Noah empezó entonces a llenar mi bolsa con puñados de caramelos que sacó de la suya.

—Noah, no tienes que darme todos tus caramelos.

—No te los doy todos. Te doy la mitad. —Me sonrió, y en ese momento supe que todo iba a salir bien.

Cuando acabó de hacer el traspaso de dulces, me cogió de la mano y tiró de mí en dirección a la casa de los Stevenson. Yo me solté con brusquedad y me detuve.

—¿Qué haces?

—Voy a acompañarte a pedir caramelos, para que veas que no tienes nada que temer.

Lo miré a los ojos, unos ojos que inspiraban confianza. Alargué la mano con timidez, y Noah me llevó hasta la siguiente casa. Me acompañó hasta la puerta y llamó al timbre. El corazón se me desbocó, y las palmas de las manos empezaron a sudarme. La puerta se abrió lentamente y la señora Stevenson apareció vestida como un gato gordo, lo que me hizo reír. Noah me soltó la mano el tiempo suficiente para que yo abriera la bolsa mientras él se secaba la mano en el disfraz. La señora Stevenson me dio no uno, sino dos Chupa-Chups rellenos de manzana ácida por haber sido tan valiente esa noche.

Mamá nos siguió, sonriente, mientras visitábamos varias casas más. Con las bolsas llenas de caramelos, Noah y yo descendimos por el caminito de la última casa. Al llegar al final, me volví hacia él y le di un beso en la mejilla.

—Gracias, Noah.

Él sonrió.

—Siempre cuidaré de ti y me aseguraré de que no te falten caramelos, Piolín.

Esa fue la primera vez que me llamó por el apodo que me acompañaría el resto de mi vida. Y, a pesar de que el disfraz de Piolín era espantoso, no me importó que Noah me llamara así. Al revés, me encantó.

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