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Salida » Capítulo 1

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Capítulo 1

Yayoi observaba su alianza de boda como si no la hubiera visto nunca. Un anillo de platino con un diseño convencional.

Recordaba perfectamente el día en que lo habían comprado. Era un domingo de principios de primavera, y había ido con Kenji a elegirlo a unos grandes almacenes. Después de echar un vistazo al escaparate, Kenji había entrado en la joyería y había escogido el más caro, insistiendo en que se trataba de algo para toda la vida. Yayoi no había olvidado los nervios y la alegría que había experimentado ese día. ¿Adónde habían ido a parar esos sentimientos? ¿En qué momento se había apagado el amor que ambos se profesaban?

Había matado a Kenji. De repente, sintió una fuerte punzada en el corazón. Al fin se había dado cuenta de la gravedad del acto que había cometido.

Se levantó de la silla de la sala de estar y se dirigió a la habitación. De pie, frente el espejo, se levantó el jersey y observó su estómago para comprobar que la causa que la había impulsado a matarlo seguía ahí. Sin embargo, el hematoma que simbolizaba el odio que había nacido entre ellos había perdido intensidad hasta desaparecer sin dejar rastro.

No obstante, ése había sido el motivo por el que había asesinado al hombre que insistió en comprarle el anillo más caro, que iba a ser para toda la vida; ni siquiera estaba dispuesta a aceptar su culpa. ¿Podía seguir viviendo así?, pensó mientras se dejaba caer sobre el tatami.

Al cabo de unos instantes, alzó los ojos y vio a Kenji, mirándola desde la foto del altar familiar, impregnada del olor a incienso que los niños encendían de forma intermitente. Mientras observaba el rostro que le sonreía desde una foto tomada en un camping, Yayoi empezó a sentirse indignada.

¿Por qué cambió? ¿Por qué era tan cruel con ella? ¿Por qué nunca se mostró dispuesto a ayudarla con los niños? A medida que se formulaba esas preguntas y se secaba las lágrimas que le brotaban de los ojos, sus antiguos sentimientos resurgieron, como una oleada, y arrastraron consigo cualquier indicio de arrepentimiento.

Quizá no tenía que haberlo matado, pero aun así no podía perdonarlo, se repetía una y otra vez. El hecho de haber acabado con su vida no significaba que perdonara todo lo que le había hecho. Jamás podría hacerlo. Todo había sido culpa suya, por haber cambiado tanto, por serle infiel, por haberla traicionado. Quien acabó con la felicidad de la pareja no había sido otro que el propio Kenji.

Volvió a la sala y abrió la puerta corredera que daba al jardín, donde, aparte de los triciclos y el columpio, ya no cabía nada más. A un extremo del mismo se alzaba la decolorada pared de hormigón de la casa adyacente. Yayoi se quitó el anillo y lo tiró con todas sus fuerzas hacia el jardín de sus vecinos, pero rebotó en la pared y volvió a caer en algún punto de éste, lo que hizo que se arrepintiese de haberse deshecho de la alianza, aun cuando también se sentía satisfecha por haber roto con todo.

Contempló la franja de piel blanca que resaltaba en su dedo anular a la luz de noviembre. Había algo ridículo en la marca de ese anillo que no se había quitado en ocho años. La marca de una ausencia y de una liberación. El signo que anunciaba que todo había terminado.

De repente, oyó el timbre del interfono.

¿Acaso alguien había visto lo que acababa de hacer? Salió al jardín con los pies descalzos y estiró el cuello para mirar hacia la puerta de entrada, donde un hombre alto y con traje parecía esperar tranquilamente. Por suerte, no se dio cuenta de que ella lo observaba desde el jardín.

Se apresuró a entrar en casa e, ignorando los negros grumos de tierra que se habían pegado a sus medias, cogió el interfono.

—¿Quién es? —preguntó.

—Me llamo Sato. Conocí a su marido en Shinjuku.

—Ah.

—He venido a presentarle mis respetos.

—Ya —dijo Yayoi.

Aunque la visita le resultaba un incordio, no podía echar de casa a alguien que se había desplazado hasta su hogar para expresar sus condolencias. Echó un rápido vistazo a la sala y al dormitorio, donde se encontraba el altar, y, tras decidir que estaban presentables, se dirigió al recibidor. Al abrir la puerta, un hombre robusto y con el pelo corto le hizo una profunda reverencia.

—Siento molestarla —dijo con voz suave y afable—. Lamento mucho lo que le ha sucedido a su marido.

Yayoi correspondió a la reverencia como una autómata, aunque no pudo evitar sentirse ridícula, pues Kenji había muerto a finales de julio, hacía ya casi cuatro meses. Ahora bien, como de vez en cuando aún recibía llamadas de condolencia de conocidos que acababan de enterarse de lo sucedido, se esforzó por actuar con naturalidad.

—Le agradezco su visita.

Sato le dirigió una larga mirada. Observó su rostro, sus ojos y su nariz. Y, aunque su gesto no le resultó desagradable, Yayoi tuvo la sensación de que la conocía y que estaba contrastando la realidad con la información de que disponía.

También ella lo miró. Se preguntaba qué tipo de relación podía haber tenido con Kenji aquel hombre de gesto indescifrable, tan diferente de aquellos con los que se relacionaba su marido y de sus compañeros de trabajo, sencillos y francos. Sin embargo, el barato traje gris y la sosa corbata que llevaba evidenciaban que se trataba de un oficinista de medio pelo.

—Si no es molestia, me gustaría presentarle mis respetos —insistió él con un tono más humilde, como si hubiera percibido las reservas de Yayoi.

—Adelante —dijo ella, obligada a dejarlo entrar, a pesar de que, mientras lo guiaba por el pasillo, empezaba a arrepentirse de haberlo invitado a pasar—. Es aquí —le informó a la par que señalaba la habitación donde había puesto el altar.

Sato se arrodilló y juntó sus manos frente a la foto de Kenji. Yayoi se dirigió a la cocina para preparar té sin dejar de mirar hacia la habitación, preguntándose por qué ese hombre no le había traído un presente de condolencia, como era costumbre. No es que le importara demasiado, pero formaba parte del protocolo.

—Gracias —le dijo cuando él hubo terminado—. ¿Quiere sentarse?

Dejó la bandeja con el té encima de la mesa de la sala. Sato se sentó delante de ella y la miró a la cara. Yayoi se extrañó al ver que en sus ojos no había ni rastro de tristeza por la muerte de Kenji, ni siquiera parecía sentir compasión por ella o curiosidad por lo ocurrido.

Él le dio las gracias pero no probó el té. Yayoi dejó un cenicero en la mesa, pero tampoco fumó. Se quedó sentado con las manos en el regazo, como si no quisiera dejar pruebas de su visita. Yayoi empezó a inquietarse. Masako le había advertido que actuara con cautela, y hasta ese momento no fue plenamente consciente de lo crítico de la situación.

—¿Dónde conoció a mi marido? —preguntó tratando de disimular su miedo.

—En Shinjuku.

—¿En qué zona de Shinjuku?

—En Kabukicho.

Yayoi levantó la cabeza, sorprendida por su respuesta. Al detectar su recelo, él sonrió intentando inspirarle confianza, pero ella advirtió que la sonrisa moría en sus labios y no llegaba a los ojos, completamente inexpresivos.

—¿Kabukicho?

—No disimule.

Yayoi se quedó de piedra: acababa de recordar la llamada de Kinugasa anunciándole la desaparición del propietario del casino que Kenji solía frecuentar. Sin embargo, se negaba a admitir que pudiera tratarse de la misma persona.

—¿Qué quiere decir?

—Tuve un encontronazo con su marido… esa misma noche —dijo Sato, e hizo una pausa para comprobar su reacción. Yayoi contuvo la respiración—. Usted sabe mejor que yo lo que pasó después, pero desconoce los problemas que me ha causado. He tenido que cerrar mis locales y el negocio se ha ido al garete. He perdido mucho más de lo que una pobre ama de casa como usted pueda imaginar.

—¡Qué insinúa! —exclamó Yayoi mientras hacía ademán de levantarse de su asiento—. Váyase de aquí inmediatamente.

—¡Siéntese! —le ordenó Sato en voz baja y amenazadora.

Yayoi se quedó inmóvil, a un palmo de la silla.

—Voy a llamar a la policía.

—Adelante. Estoy seguro de que preferirán hablar con usted que conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Yayoi volviendo a tomar asiento—. ¿Qué quiere decir? —añadió presa del pánico.

No podía pensar. Sólo deseaba que aquel hombre se fuera cuanto antes.

—Lo sé todo —dijo Sato—. Sé que usted mató a su marido.

—¡Eso es mentira! —gritó histérica—. ¿Cómo se atreve a decir algo así?

—La van a oír —le advirtió él—. Las paredes son muy delgadas y, si sigue gritando, todo el vecindario se enterará de que es culpable.

—No sé de qué me habla —repuso ella llevándose las manos a las sienes.

El intenso temblor de sus manos hizo que le temblara toda la cabeza. Dejó caer los brazos a ambos lados y se quedó inmóvil.

Las palabras de Sato la ayudaron a tranquilizarse. Se había pasado los últimos cuatro meses preocupada por la reacción de sus vecinos ante lo sucedido y, pese a saber que se trataba de una percepción falsa, tenía la sensación de que todo el mundo hablaba de ella.

—Se estará preguntando cuánto sé, ¿no es así? —dijo Sato y se echó a reír—. Pues lo sé todo.

—¿Sobre qué? —preguntó ella y lo miró atemorizada desde el otro lado de la mesa—. No sé a qué se refiere.

Yayoi no tenía mucha experiencia, pero incluso ella era consciente de que tenía ante ella a un hombre peligroso y libre de cualquier atadura, que había experimentado el dolor y el placer hasta un punto que ella ni siquiera era capaz de imaginar. Seguramente jamás se había cruzado con nadie semejante por la calle. Procedían de mundos tan distintos que parecía imposible que hablaran el mismo idioma. Incluso quedó impresionada al pensar que Kenji se había enfrentado a un tipo como aquél.

—¿Tanto le han impresionado mis palabras? —le preguntó Sato al ver su aire distraído.

—No sé de qué me habla —insistió Yayoi.

Sato se llevó una mano a la barbilla, como si meditara qué diría a continuación. Yayoi sintió asco al ver sus dedos largos y finos.

—Esa noche, su marido y yo nos peleamos. Cuando regresó, usted lo estranguló en el recibidor. Sus hijos lo oyeron todo, pero usted los convenció para que no dijeran nada. El mayor… ¿Cómo se llama? Ah, sí, Takashi…

—¿Cómo sabe…? —exclamó Yayoi.

—Es tan ingenua como me habían dicho —murmuró él observándola con interés—. Quizá un poco mayor, pero si se adecentara un poco podría ganarse la vida en algún club.

—¡Basta! —gritó ella al imaginar que la acariciaba con sus sucias manos.

Con la cara encendida por la ira, cayó en la cuenta de que Kenji se había enamorado de una mujer del club de ese hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó Sato al percibir su cambio de expresión—. ¿Se ha acordado de algo?

—Mi marido tuvo la mala suerte de entrar a su local.

—Vaya… —murmuró él—. Veo que no sabe a qué se dedicaba cuando salía por ahí. ¿Alguna vez se ha preguntado cómo lo veía la gente? ¿Alguna vez se ha planteado que también usted era responsable de sus actos? Debe de ser muy cómodo adoptar el papel de pobre esposa despistada…

—¡Basta! —gritó de nuevo Yayoi tapándose los oídos ante el torrente de acusaciones envenenadas que vomitaba aquella boca.

—Ya se lo he dicho antes: si grita de ese modo los vecinos se enterarán de todo. Aunque, bien mirado, corren muchos rumores respecto a usted. Al menos podría pensar en el futuro de sus hijos.

—¿Por qué sabe el nombre de Takashi? —preguntó ella bajando la voz.

Al parecer, el veneno empezaba a surtir efecto.

—¿Aún no lo pilla? —preguntó él con cara de pena.

—¿Se lo ha dicho Yoko? —preguntó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Me ha traicionado.

—¿Traicionado? —repitió Sato—. Era su trabajo.

¿Su trabajo? Entonces, ¿todo había sido mentira? Yayoi recordó cómo Masako la había alertado sobre Yoko desde el principio. Era una ingenua, pensó mientras derramaba lágrimas de autocompasión.

—Ya es un poco tarde para echarse a llorar —dijo Sato en voz baja.

—Pero… —objetó Yayoi.

—¡Nada de peros! —gritó Sato. Yayoi levantó la cabeza—. También sé que pidió ayuda a sus compañeras para descuartizar el cadáver.

Yayoi bajó los ojos y se miró las manos. Había sido una estúpida al creer que podía romper con el pasado con sólo deshacerse de su alianza de boda. El verdadero final era ése, e iba a acabar con todas ellas.

—Es una lástima cómo ha ido todo, ¿verdad? —prosiguió Sato con una sonrisa—. Seguro que hubiera preferido que me cayera la pena de muerte, ¿no es así?

—Voy a llamar a la policía, se lo contaré todo.

—No sea ingenua —dijo a la par que se llevaba una mano al cuello para aflojarse el nudo de la corbata—. Y deje de pensar sólo en usted.

La seda gris, ribeteada con una fina franja marrón, le recordó una piel de lagarto. Si decidía estrangularlo, ¿babearía como Kenji? Incapaz de soportar esa imagen, cerró los ojos y empezó a temblar de pies a cabeza.

—Señora Yamamoto —continuó Sato levantándose y rodeando la mesa hasta llegar a su lado. Yayoi se encogió en la silla, incapaz de responder—. Señora Yamamoto —repitió Sato.

—¿Qué quiere? —preguntó mientras levantaba la vista, aterrorizada.

Él consultó la hora en su reloj.

—Tenemos que darnos prisa, los bancos están a punto de cerrar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Yayoi, aunque al mirarlo comprendió sus planes—. ¿Quiere mi dinero?

—Exacto.

—No puedo dárselo. Lo necesito para poder vivir.

—Es lo único con lo que puede pagarme.

—¡No quiero!

—¿Cómo que no quiere? ¿Prefiere que le parta el cuello? —le preguntó Sato con suavidad, rodeándole la garganta con los dedos.

Yayoi se quedó inmóvil, como un gato agarrado por el pescuezo.

—¡Basta, por favor! —le suplicó entre sollozos.

—¿Con qué me quedo? ¿Con su cuello o con el dinero?

El miedo le había paralizado el cuerpo, pero su cabeza asintió varias veces. Se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control sobre su vejiga.

—Llame al banco y dígales que su padre ha muerto repentinamente y que necesita sacar el dinero. Que estará allí dentro de unos minutos con su hermano.

—De acuerdo —murmuró ella.

Sato la tenía agarrada del cuello mientras hablaba por teléfono.

—Muy bien —dijo liberándola—. Ahora, cámbiese.

—¿Que me cambie?

—Pues claro, imbécil. ¿Cómo quiere que la crean si va al banco vestida así? —preguntó Sato mirando despectivamente su desaliñado jersey y su vieja falda—. Creerán que va a pedir un préstamo —añadió mientras la sujetaba del brazo y la arrancaba de la silla.

—¿Qué quiere que haga? —susurró sin dejar de temblar.

Se había orinado y tenía la falda mojada, pero olvidó la dignidad, el amor propio e incluso el miedo, y echó a andar mecánicamente hacia el dormitorio.

—Abra el armario —le indicó Sato.

Yayoi obedeció y descorrió la frágil puerta contrachapada.

—Escoja.

—¿Qué escojo?

—Un traje o un vestido. Algo formal.

—No tengo nada. Lo siento —se disculpó Yayoi entre sollozos—. No tengo nada formal.

Además de presentarse en su casa sin avisar, ese desgraciado la había obligado a abrir su armario y a disculparse por no tener la ropa adecuada.

—Qué triste —dijo Sato mirando el armario, que sólo contenía trajes y abrigos de Kenji—. Vaya, pero si tiene un vestido de luto.

—¿Quiere que me lo ponga?

Yayoi cogió la bolsa de la tintorería que protegía el vestido negro de verano que se había puesto para el velatorio de Kenji y que su madre le había comprado al comprobar que no tenía nada apropiado para la ocasión. Para el funeral había alquilado un quimono.

—Perfecto —dijo Sato—. Si la ven vestida de negro la compadecerán y no pondrán ningún problema.

—Pero es un vestido de verano.

—¿Qué más da?

Media hora después, Yayoi y Sato entraban en la sala privada de la sucursal de un banco cercano a la estación de Tachikawa.

—¿Quiere retirar los cincuenta millones? —le preguntó el director de la oficina intentando hacerle cambiar de idea.

Yayoi no respondió, y se limitó a asentir con la cabeza sin levantar los ojos del suelo, tal como le había indicado Sato.

—Nuestro padre ha muerto repentinamente y tenemos prisa —explicó Sato, que se hacía pasar por el hermano de Yayoi.

El banco no podía rechazar su demanda, pero aun así el director intentaba encontrar el modo de impedir la operación.

—¿Y si hacemos una transferencia a otro banco? —dijo—. Es peligroso ir por la calle con esa cantidad de dinero.

—Por eso la acompaño —respondió Sato.

—Ya…

El director miró a Yayoi, hundida en el sofá y ajena a la negociación, y decidió no insistir. Al cabo de escasos minutos, apareció un empleado con el dinero y lo dejó encima de la mesa. Sato introdujo los fajos de billetes en un sobre que le proporcionó el banco, y lo guardó en una bolsa de nailon que había traído.

—Gracias —dijo al tiempo que cogía a Yayoi del brazo y se ponía de pie. Yayoi se levantó como un robot, pero su cuerpo estaba flácido y estuvo a punto de caerse. Sato la cogió por la espalda y la ayudó a enderezarse—. ¿Qué te pasa, Yayoi? Nos esperan en el velatorio.

Su actuación fue convincente. Yayoi se dejó llevar hasta la salida. Cuando por fin se encontraron a solas en la calle, Sato la empujó y ella fue tambaleándose hacia atrás, hasta que pudo agarrarse a una barandilla. Sato paró un taxi y, antes de subirse, se volvió para mirarla.

—¡Eh! ¿Lo has entendido?

—Sí —respondió ella, asintiendo mansamente con la cabeza.

Yayoi miró cómo el taxi desaparecía… con sus cincuenta millones. El regalo inesperado de Kenji le había durado un suspiro.

Sin embargo, el shock de perder el dinero fue aún más intenso al tener que tratar con alguien tan horrible como Sato. No obstante, se sentía aliviada por haber sobrevivido al encuentro. Cuando Sato la cogió por el cuello, Yayoi pensó que la iba a matar.

A decir verdad, subestimaba a los hombres. La mayoría no eran más que bestias crueles y despiadadas.

Exhausta, alzó la cabeza para mirar el reloj de la estación. Eran las dos y media. Como había salido de casa sin abrigo, tenía frío. Mientras se abrazaba por encima del fino vestido de verano, decidió no contarle nada de lo sucedido a Masako. Desde la discusión en la fábrica, no podía soportar su mirada acusadora.

Sin embargo, se sentía desorientada: se había quedado sin dinero, sin trabajo y sin sus compañeras de la fábrica. No tenía ni idea de qué hacer o adonde ir. Empezó a andar sin rumbo por la estación de Tachikawa.

Al cabo de unos minutos cayó en la cuenta de que, para bien o para mal, Kenji había orientado su vida: la salud de Kenji, el humor de Kenji, el sueldo de Kenji… Había vivido pendiente de él. Le entraron ganas de reír. Al final, había sido ella la que había decidido cuándo poner fin a su vida.

Al atardecer, Takashi volvió del jardín, donde había estado jugando, y al ver a su madre abatida alargó una mano hacia ella.

—Mamá, se te ha caído esto.

—¡Oh! —exclamó Yayoi al ver el anillo que había tirado esa misma mañana.

Estaba un poco rayado, pero por lo demás seguía intacto.

—Es importante, ¿verdad? Es una suerte que lo haya encontrado.

—Gracias —respondió Yayoi al tiempo que se ponía el anillo en el dedo.

Recordó las palabras de Masako: «No volverás a estar a salvo en todo lo que te resta de vida». Tenía razón. No estaba a salvo. Jamás lo estaría. Al ver que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, Takashi la miró contento.

—Qué bien que lo haya encontrado, ¿verdad, mamá?

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