One

One


~ Capítulo 1 ~

Página 3 de 40

~ Capítulo 1 ~

 

 

Alicia era de lluvia y frío. No le gustaba el calor. Y tampoco le sentaba bien. Los días calurosos prefería quedarse en casa, a resguardo, y salir solo al anochecer o al amanecer, cuando la temperatura bajaba. Sin embargo, aquel mediodía de viento sur, a pesar de que el sol lucía sin tregua, algo le había empujado a salir. Era raro, pero nunca cuestionaba esos impulsos, así que se dejó llevar y bajó a la calle.

Empezó el paseo con energía, aguantando el agobio y el sudor pegajoso, hasta que llegó al espigón y vio el mercado al aire libre, lleno de gente y tenderetes. ¡Uf!, calor y una multitud: aquello era demasiado. En ese momento, decidió que ya había tenido suficiente. Volvía a casa. A su refugio. Pero cuando empezaba a darse la vuelta, algo le llamó la atención: al inicio del paseo, en una zona menos transitada, había una sombrilla de color amarillo con el logo de una bebida gaseosa que hacía años había desaparecido del mercado. Debajo de ella, detrás de una mesa plegable de camping, estaba sentado un joven. Y a los pies de la mesa, en un cartel mal colocado, se leía el siguiente mensaje escrito a mano:

 

“Se hacen biografías, novelas y cuentos personalizados: 5 euros la página.”

 

De repente, el agobio se esfumó. “¡Vaya puesto más original!”, pensó, y decidió posponer por un momento la vuelta a casa y acercarse a curiosear.

Una vez frente al puesto vio que sobre la mesa sólo había unos folios y un bolígrafo. Desde luego, no hacía falta nada más para “vender” lo que el cartel anunciaba, pero en aquel entorno de puestos abarrotados de género de todo tipo, la estampa era, cuando menos, extraña.

Después se fijó en el joven sentado tras la mesa: era un subsahariano parecido a todos los que estaban desperdigados en el paseo. Solo que este no vendía bolsos.

En ese momento, el joven se dirigió a ella:

—¿Quiere que le escriba algo?

No se había acercado con intención de hablar con él, pero tampoco le gustaba ser descortés, así que hizo un esfuerzo por contestarle…, además, aquello le daba oportunidad de saciar su curiosidad:

—¿Escribe usted por encargo?, ¿aquí en la calle?

Él respondió en un castellano perfecto, aunque con un fuerte acento:

—Sí señora, puedo escribirle un cuento, su biografía e, incluso, una novela. Lo que usted prefiera.

Y sonrió de oreja a oreja.

Ella se le quedó mirando fijamente a los ojos. Uno, dos, tres segundos... Y, de repente, sintió que todo encajaba: el impulso que le había sacado a la calle a pesar del calor había cobrado sentido.

En ese momento, sin dudarlo, le encargó un cuento de dos folios, le pagó los diez euros por adelantado y se despidió hasta la tarde, a la hora a la que el joven le aseguró que tendría listo su cuento.

 

********************

 

Cuando a las siete en punto estuvo de vuelta, el mercado había terminado y el caos de puestos y gente transitando entre ellos se había sustituido por las mesas y sillas de las terrazas de los bares, todas ocupadas. Al menos, a esas horas hacía menos calor. Miró hacia la zona donde había encontrado al joven escritor por la mañana, y ahí lo vio, sentado en el pretil del espigón, saludando con el brazo en alto. Cuando se acercó, él le ofreció la misma sonrisa luminosa con la que se había despedido por la mañana y le tendió un folio escrito a mano por las dos caras.

—Aquí tiene su cuento, señora, —le dijo. Ella le devolvió la sonrisa, más leve, y, sin decir nada, comenzó a leer:

 

 

Un paseo diferente

 

Ana solía planear el recorrido de sus paseos antes de salir de casa, ya que no le gustaba dejarse llevar sin rumbo: siempre quería saber a dónde se dirigía. El paseo de aquel día no iba a ser largo, lo justo para airearse y, sobre todo, para llenarse de mar, una visión de la que no podía prescindir ni un solo día de su vida. El mar era para ella tan necesario como el oxígeno que respiraba. Aquel paseo diario le permitía, además, enfrentarse con energía a lo que la vida le deparaba, por eso lo hacía siempre antes de ir al hospital comarcal, donde trabajaba como enfermera de quirófano. 

Aquel día, mientras paseaba, su mente empezó a divagar y perderse en pensamientos que tocaban todos los aspectos de su vida: el marido, los hijos, la discusión con aquel médico prepotente al que no soportaba, su padre… su padre… Este último era, desde luego, un tema recurrente. Su padre había desaparecido en alta mar un día de tormenta mientras pescaba en el barco en el que trabajaba. Uno de aquellos dramas que de vez en cuando sacudía a toda población pesquera. Una combinación de mala mar y mala suerte con la que todos los que conocían el oficio contaban alguna vez. Triste, pero asumido. Aunque para Ana había tenido consecuencias trágicas: se había quedado sin padre a los siete años.

Estaba a pocos metros de la punta del espigón, cuando se fijó en un montón de ropa en el borde del camino que le hizo salir de su ensimismamiento. No era un hallazgo extraño, había gente que prefería bañarse en aquella zona en lugar de en la playa. El montón de efectos personales tampoco llamaba la atención: unos pantalones negros y una camiseta del mismo color. Y ella no era, desde luego, una mujer curiosa. Así que lo extraño, incluso para ella misma, fue cómo reaccionó al verlo. Algo dentro de sí le hizo detenerse en seco y buscar con la mirada en el agua a la persona dueña de aquellas ropas.

Enseguida la vio, a unos cincuenta metros, alejándose de aquel lado del espigón hacia el espigón francés. Una cabeza pequeña y los brazos apareciendo alternativamente: primero el izquierdo, luego el derecho... Nadando a buen ritmo, pero con calma, como quien está acostumbrado a hacerlo. Ana vio cómo se acercaba al extremo francés hasta tocar el espigón de Hendaya. Una vez allí, le vio dar la vuelta e iniciar el trayecto de regreso, hacia la zona donde estaba su ropa. Donde estaba ella.

Al tenerlo más cerca se dio cuenta de que se trataba de un hombre, y no demasiado joven, ya que su calva era visible cada vez que sacaba la cabeza del agua para respirar.

Ana era consciente de que no podía permanecer en aquel lugar mucho más. El nadador iba acercándose poco a poco y en menos de cinco minutos iba a llegar hasta donde estaba ella, pegada a sus efectos personales. Pero a pesar de encontrarse en una situación comprometida, seguía sin moverse. Era extraño, su mente le decía: “aléjate siquiera unos metros”, pero su cuerpo no obedecía. Había algo que le impedía moverse de allí, algo que le mantenía pegada a la ropa de aquel hombre, sin poder apartar los ojos de su nadar rítmico.

Cuando el hombre estaba a pocos metros de las rocas, el cuerpo de Ana no solo continuó desobedeciendo sus órdenes, sino que inició un movimiento nuevo: la punta de su pie derecho tocó el bolsillo del pantalón del nadador y, dándole un ligero golpe, sacó el DNI que asomaba en él. Y mientras oía los últimos chapoteos, el sonido que hacía el cuerpo del hombre al salir del agua y sus pasos sobre las rocas…, se agachó y cogió el DNI.

Y lo miró.

Conocía bien la cara que aparecía en aquel documento, estaba en todas las fotos que su madre había desperdigado por la casa al quedarse viuda, y en la foto que ella misma había mandado ampliar y reinaba en el salón de su casa actual. Conocía el nombre también, al igual que el apellido, que ella compartía.

Ya no se oían chapoteos, ni pasos. El hombre estaba a su lado. Veía sus pies desnudos y el pequeño charco que se había formado bajo ellos durante los pocos segundos que llevaba parado a menos de un metro de ella. Ana sabía que no podía permanecer más tiempo así, con los ojos clavados en el DNI. Debía levantarlos y enfrentarlos a los ojos de su padre.

 

Terminó de leer el relato en menos de dos minutos. Luego miró al chico de nuevo, esta vez con más detenimiento. Calculó que tendría unos diez años menos que ella, que tenía 35. Era alto y bien parecido, y tenía una mirada, entre ingenua y entusiasta,  encantadora.

—Si le ha gustado, puede convertirse en una novela. Lo que ha leído sería el primer capítulo —dijo él, sacándola de aquellos pensamientos.

—Sí, me ha gustado…, pero no quiero una novela... ¿Cómo te llamas?

—Abdoulaye —contestó él sin perder la sonrisa—, soy senegalés.

—Ablay —repitió ella el nombre tal y como él lo había pronunciado—, dime, ¿te ganas así la vida?

—No, señora, ¡qué va! Trabajo de arrantzale[1] en el Hiru Izar[2], pero como estamos fuera de temporada, estoy aprovechando para escribir, que es lo que de verdad me gusta.

—¿Y dónde has aprendido a hablar y a escribir tan bien en castellano?

—En la Universidad, en Dakar. Hice la especialización en Lengua Española y me doctoré hace cuatro años, antes de salir de Senegal hacia España.

Ella hizo un gesto de sorpresa, pero enseguida sonrió y dijo:

—¡Me gusta!

Después, volvió a mirarle fijamente y, antes de que el silencio se volviera incómodo, añadió:

—Bien, Abdoulaye, quiero proponerte algo. Llevo un tiempo pensando en contratar a alguien y, por lo que he visto, eres la persona adecuada. Me gustaría quedar contigo para explicarte mi oferta con calma. ¿Qué te parece mañana mismo, en mi casa?

El joven se quedó mirándola desconcertado. La expresión de su cara reflejó sorpresa y… ¿miedo?... Abrió la boca, pero no sacó ni un sonido. Luego movió la cabeza en señal de negación. Volvió a abrir la boca. Estaba claro que iba a decir que no. Pero, de repente, dijo: —Vale.

Ir a la siguiente página

Report Page