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~ Capítulo 36 ~

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~ Capítulo 36 ~

 

 

El camino de vuelta de Lesaca a Echalar fue triste. Aunque Wellington se iba a tomar con más calma su salida de Lesaca —iba a continuar allí algún día más—, había decidido enviar como avanzadilla al otro lado de la frontera a las tropas de Echalar, ya que eran las que estaban más frescas al haber quedado fuera de los combates de los últimos días. Gabriel tenía, por tanto, apenas unas horas para recoger todo antes de cruzar la frontera. En ese espacio de tiempo tenía que buscar un momento para despedirse de Irene.

Para siempre.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo que le iba a costar hacerlo. Sin embargo, había aceptado la orden de Wellington sin rechistar y no había buscado pretextos para quedarse más tiempo en Echalar. Desde muy pequeño había sido consciente de que los anhelos humanos eran como una barca pequeña en medio de un temporal en el océano. A veces se mantenían un tiempo a flote, dando la impresión de perdurabilidad, pero su sino era hundirse bajo las aguas y perderse para siempre en el fondo del mar, así que, ¿para qué luchar?, lo mejor era dejarse engullir de la manera más digna posible. Porque, tenía claro, solo somos dueños de controlar el ánimo con el que nos dejamos arrastrar hacia la nada.

Cabalgando de vuelta, a la altura del lugar donde ella le había visto a él por primera vez, un pensamiento se le apareció como una revelación: supo que nadie ni nada de lo que fuera a venir después de ella llenaría su hueco. No era pesimismo, sino una evidencia. Lo sabía. No era capaz de explicar por qué, pero lo sabía.

Y, sin embargo, también sabía que no iba a luchar por ella. Se iba a dejar llevar por la marea vital y solo iba a verla alejarse. Nada más.

Una vez en Echalar, se dirigió a la escuela. Irene abrió y, antes de que él pudiera decir nada, se echó a sus brazos, igual que unos días antes en su casa. Pero ahora estaban en medio de la plaza. Gabriel se dio cuenta de que aquella exhibición pública era muy peligrosa para ella, podía traerle represalias, igual que les había sucedido a Gurutze y O´Leary, cuyas muertes, estaba seguro, las habían provocado jóvenes del pueblo. Pensar aquello le dolió aún más que la despedida que se avecinaba. Lo único que le consolaba en aquel momento era imaginar que ella estaría bien después de marcharse él. Que tendría una vida larga y feliz. El abrazo a plena luz del día podía truncar aquel futuro, así que, empujado por estos pensamientos, la apartó de sí y la introdujo dentro de la escuela.

Ella se dejó llevar y, una vez dentro, le miró desconcertada. Solo necesitó unos segundos para entender todo. Después se abrazó a él de nuevo y hundió la cara en su pecho, sin llorar, pero respirando fuerte, como si le faltara el aire. Él la abrazó también, con fuerza. Esperó a que la respiración de ella se calmara y entonces la apartó un poco, lo justo para poder mirarla a los ojos.

—Escúchame, Irene. —Le dijo.

Pero ella negó con la cabeza y apoyó la cara en su pecho otra vez.

—Irene, mírame

Tuvo que utilizar las dos manos para sujetarle la cara y conseguir que ella le mirara al fin.

—Solo tenemos unos minutos.

Ella, sin decir nada, continuó negando con la cabeza.

—Irene, déjame despedirme de ti.

Al oír aquellas palabras, ella dejó el movimiento en suspenso y lo miró fijamente. Aquella última frase había cambiado algo. Dejó de respirar con angustia y dejó de negar. Y después, seria, pero tranquila, dijo:

—Me voy contigo.

Si Gabriel hubiera estado atento, se habría dado cuenta de que Irene no había expresado un deseo. Ni una súplica. Había descrito un hecho. Pero no se dio cuenta porque se había preparado para responder a súplicas y deseos. Así que se ciñó a lo que creía que iba  a suceder y utilizó los argumentos que traía preparados.

—Irene, me gustaría llevarte conmigo más que nada en este mundo, pero vamos a pensar con la razón y no con el corazón: tú tienes una vida aquí y yo tengo otra en Gran Bretaña.

Ella le miró fijamente y, tras unos instantes en silencio, le dijo con seguridad:

—Yo no tengo una vida aquí y tú no vas a Gran Bretaña aún.

Por primera vez, Gabriel titubeó. Con una sola frase, ella había echado por tierra el cuento en el que él los había imaginado después de aquello: a ella feliz en aquel pueblo y a él en Gran Bretaña, recordándola con melancolía y una sonrisa triste en los labios. Ella tenía razón, además. Sabía de sobra que Irene no encajaba en Echalar. Y respecto a él, era cierto que había tenido una vida en Gran Bretaña y que quizá algún día la recuperaría. Pero quizá no. Quizá moriría en la siguiente batalla. Quizá…

Tenía la mente confusa, pero ella le miraba y esperaba una respuesta, así que volvió a repetir la cantinela que llevaba aprendida, aunque sin la convicción de un momento antes:

—No puedes venir, Irene.

Y entonces, mirándole con aquellos ojos grises, ella contestó:

—¿Por qué no?

 

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