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Capítulo 7

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La Semana Santa había llegado y pasado, y Henrik Holme no había encontrado motivo para quedarse en Oslo. En vista de que Hanne Wilhelmsen seguía sin dar señales de vida el Jueves Santo por la mañana, había hecho feliz a su madre presentándose en casa a pesar de que antes le había dicho que no iría.

Resultó agradable estar los dos solos. Su padre había pasado cuatro días cazando jabalíes en la frontera con Suecia y regresó solo un par de horas antes de la partida de Henrik. Le pareció que dos horas con su padre era la dosis justa, así no se quedaban sin temas de conversación con tanta facilidad.

Noruega resultaba casi irreconocible.

En Semana Santa la prensa diaria solía parecer una revista. La mayor parte del contenido se había escrito semanas antes de su publicación. Sugerencias sobre qué leer, entrevistas a famosos, y cinco nuevas maneras de preparar el obligatorio cordero asado de la Pascua.

Esas cosas.

Este año los periodistas no habían parado en todas las fiestas. El Sábado Santo el diario Dagbladet había dedicado su editorial a declararse de acuerdo con el mensaje que VG venía repitiendo: tanto Silje Sørensen como el jefe del PST Harald Jensen debían salir por la puerta de sus respectivos despachos siguiendo los pasos de Roger Michaelsen. Términos como escándalo, catástrofe e incompetencia martilleaban los teclados de todas las redacciones. Incluso la cadena estatal NRK parecía sorprendentemente agresiva. El Viernes Santo habían interrogado a la nueva ministra de Justicia en una entrevista de once minutos llena de preguntas a bocajarro.

La primera ministra había ido sobre seguro cuando tuvo que sustituir a Roger Michaelsen con solo unas pocas horas de preaviso. Incluso se había ceñido al ideario de su propio partido, por lo que el precario equilibrio de la alianza de gobierno conservadora se decantó en favor del Partido Conservador.

Henrik supuso que lo hacía de manera intencionada.

El Partido del Progreso estaba metido en lo que un político del partido Izquierda Socialista había llamado, en un debate emitido en directo, «deep, fucking shit». El ala más derechista del partido estaba enloquecido, según había expresado el mismo político de Izquierda Socialista. Había muchos indicios de que la dirección del partido estaba perdiendo el control sobre los múltiples ataques a la población de piel oscura.

Por el contrario, Tove Salomonsson era conocida por no perder nunca la serenidad. Tenía cincuenta y un años y en su día había liderado las juventudes conservadoras. En los años siguientes se conformó con ser diputada una sola legislatura. Luego no tuvo ganas de más, como había reconocido en una entrevista posterior. Su manera algo irrespetuosa de referirse a la labor del Congreso no había impedido que dos primeros ministros la llamaran para reclamar sus servicios. Había sido ministra de Defensa y viceministra de Sanidad y Asuntos Sociales. Entre gobierno y gobierno conservador se había ganado el respeto de casi todo el espectro político por su labor en favor de los derechos humanos. Había estado al frente de la Comisión de Helsinki y el PEN noruego, y además trabajó durante cuatro años en la sede de la Cruz Roja en Ginebra. Hasta las dos y media de la tarde del lunes fue la secretaria general en la sede de Amnistía Internacional. Regresó de Londres el lunes por la noche, y había sido tan accesible para la prensa que se estaban quedando sin preguntas.

Su tranquilidad y experiencia en la gestión de los medios de comunicación probablemente habían contribuido a calmar algo los ánimos. Pero no lo bastante. Solo llevaba cinco días escasos al frente de la justicia noruega y de ninguna manera se la podía responsabilizar de que ni la policía de Oslo ni el PST parecieran haberse aproximado ni un milímetro a la solución de la autoría de los atentados terroristas. No por ello dejaron de preguntarle el Viernes Santo cuánto tiempo podría aferrarse a la poltrona si no ocurría algo bien pronto.

Henrik y su madre estuvieron de acuerdo en que aquello era injusto, mientras comían tacos y bebían Pepsi Max.

Había descubierto la identidad del amigo de Karina llamado Fawad mucho antes de marcharse a casa de su madre. Resultó sencillo.

Fawad se apellidaba Sharif y había sido un delincuente desde su nacimiento. O al menos desde bastante pequeño. Daba la impresión de que en el STRASAK, el registro central de antecedentes de la policía, ocupaba varios gigabytes él solito. Para cuando alcanzó la mayoría de edad legal ya estaba internado en una institución, además de haber pasado tres días en prisión preventiva, algo que rara vez le ocurría a un niño. Después de eso le habían condenado a un par de tandas de trabajos comunitarios. Ahora se había aficionado a las puertas giratorias del sistema penitenciario noruego. Había alcanzado los treinta y cinco años y cumplía una condena de cuatro años en la prisión de Ullersmo por un delito contra la salud pública.

Henrik estaba deseando hablar con Hanne. Si hubiera sido por él, se habría ido directo a la prisión para entrevistarse con Fawad Sharif.

Pero no era seguro que Hanne le fuera a dar permiso. Incluso podría querer ir en persona. No daba la impresión de que saliera mucho, pero nunca se sabía. Al fin y al cabo, había aceptado la misión de investigar esos casos fríos y hasta ahora él había hecho solo de mensajero.

Si le llamara de una vez…

Si a las diez no le había llamado iría a buscar un coche al servicio de transporte y se iría a Ullensaker, donde estaba la lúgubre prisión.

A Henrik no le gustaban las cárceles.

En cuanto pasaba por el control de seguridad le invadía una leve sensación de claustrofobia. El corazón le latía con fuerza y le zumbaban los oídos. Estaba seguro de que le subía la tensión.

Aguantaría las dos cosas con tal de poder hablar con Fawad Sharif. Ojalá Hanne le llamara, rogó en silencio masticando el lápiz hasta que escupió madera y mina.

Su teléfono sonó.

Eran las ocho y media, y cuando se llevó el móvil a la oreja estuvo a punto de dejarlo caer.

—¿Dónde te has metido? —oyó decir a Hanne—. ¿No me ibas a llamar? Si vamos a trabajar juntos tendrás que ser más formal, de verdad.

Henrik se dio cuenta de que sonreía de oreja a oreja.

—Perdón —dijo enseguida.

Juraría que la oyó sonreír al otro lado.

Había algo raro en esa sonrisa sin motivo, pensó Billy T. No fue hasta que pasó por delante del portón viejo de la casa de la linde del bosque en Korsvoll con aire casual, por tercera vez en una hora, cuando comprendió que algo le pasaba al hombre aquel.

Había comprobado la dirección en la red.

Aparecían registradas dos personas, Gunnar y Kirsten Ranvik. Billy T. había dado por descontado que se trataba de un matrimonio. No podía ser así: para empezar el hombre parecía demasiado joven para ella, a pesar de sus andares torpes, casi tambaleantes. Y por otro lado estaba la sonrisa. Billy T. lo había visto varias veces en la hora escasa que había pasado por la zona. El hombre hacía de vez en cuando una mueca extraña mientras iba de la casa al cobertizo que había en el jardín.

Tal vez estuviera pensando en algo divertido a todas horas.

Pero también pasaba algo con su postura. En un primer momento Billy T. sintió lástima porque no tuviera un trabajo al que ir. Si se debía a que tenía un retraso mental, sería un alivio.

Billy T. ya había inspeccionado la propiedad desde todos los ángulos posibles. Se había acercado desde el bosque, donde solo una vieja valla de madera marcaba el límite entre el jardín y la reserva natural de la sierra de Nordmarka. También se había acercado a las dos propiedades vecinas. Al amparo de setos y manzanos había observado que la casa de Kirsten Ranvik estaba siendo reformada poco a poco. La puerta de la calle era nueva, pero faltaban las molduras. Lo mismo pasaba con la gran ventana panorámica que daba al sudeste.

En la parte trasera de la casa, hacia el bosque, dos de las tres ventanas del sótano eran nuevas. Parecía que hubieran quitado la tercera sin reponerla. La abertura estaba cubierta por una bolsa de basura negra sujeta al suelo con cinta aislante blanca con publicidad de los almacenes Maxbo. Cuando el hombre que Billy T. suponía que era Gunnar Ranvik salió por cuarta vez por la puerta roja y siguió las baldosas de pizarra hacia el cobertizo del jardín, Billy T. saltó por encima de la cancela para evitar pisar la gravilla del acceso. En unos segundos salió del campo de visión de Gunnar Ranvik y en menos de un minuto se había abierto camino por el hueco que había detrás de la bolsa de basura. Tuvo la precaución de colocarla más o menos como estaba desde el interior.

La luz del día que dejaban pasar las nuevas ventanas posibilitaba la visión en el sótano. De todas maneras, sacó una pequeña linterna del bolsillo de la chaqueta y la encendió.

Comprobó que Kirsten Ranvik era una persona ordenada. En todos sus años en la policía Billy T. había revisado muchos sótanos. Trasteros, armarios y cobertizos. Almacenes y contenedores. Nunca había visto tantos objetos almacenados de manera tan sistemática como aquellos. Ni siquiera en el almacén de objetos perdidos de la policía. La habitación tendría unos treinta metros cuadrados y debía de tratarse del espacio más amplio del sótano. Era rectangular, y al fondo había una escalera. En la pared más larga había tres puertas. La habitación estaba distribuida como un archivo, con seis estanterías dobles equidistantes colocadas en paralelo. Si hubieran llegado hasta la pared habrían dividido la habitación en siete secciones.

En los estantes había cosas.

Grandes y pequeñas, algunas metidas en cajas de plástico y en cartones viejos, otras sin envolver o colgadas de ganchos. Había viejos bolsos de mujer y cuatro pares de botas de marinero. Seis cubos de fregar de distintos colores apilados, todos sin asa. Billy T. agrandó el haz de luz y miró dentro de otra caja. Bombillas. Pilas. Juguetes infantiles y piezas de construcción de Lego. Zapatos de mujer que pasaron de moda en los años ochenta y una caja entera de vías para un tren que debió de ser grande. Una flauta dulce estaba metida dentro de una funda encima de cuatro impermeables doblados, tres de color azul y uno verde oscuro. En la estantería más baja y ancha, cerca de la escalera, había un enorme tambor, acompañado de una tabla de windsurf, aparentemente sin estrenar. Un viejo coche de pedales era lo único que no había encontrado acomodo en los estantes, estaba aparcado junto a la escalera y tenía un aspecto muy solitario.

Le faltaba la rueda delantera izquierda.

Billy T. se acercó sigilosamente a la primera de las tres puertas. Puso la mano sobre el pomo. La puerta no estaba cerrada con llave, las bisagras se hallaban engrasadas. La habitación estaba vacía. Pasó la luz de la linterna por sus aproximadamente diez metros cuadrados y vio que estaba vacía por completo. Y limpia. Por el olor hacía poco que la habían pintado. Cerró la puerta y probó la siguiente. La habitación estaba cerrada. Billy T. sacó la ganzúa del bolsillo trasero. Pasados quince segundos pudo abrir la puerta con cuidado. La habitación no tenía ventanas y estaba completamente a oscuras. Encontró un interruptor de la luz junto a la puerta y se arriesgó a presionarlo.

—Vaya —susurró.

Estaba amueblada.

Al fondo había un escritorio enorme, iba de pared a pared y tenía encima unas estanterías de aspecto casero. Las vio con más claridad al acercarse. Bien acabadas, hechas a medida, hacía mucho a juzgar por la pátina que cubría la madera.

Sobre las estanterías y el escritorio había algo que no supo reconocer de un primer vistazo. Parecía un equipo electrónico, pero daba una impresión prehistórica. Muchas piezas estaban sujetas a planchas de madera oscura, brillante, bien rematada y muy bonita. Varios de los cables estaban cubiertos de tela, como los del teléfono en casa de su abuela.

De pronto se dio cuenta de que lo que tenía delante era un equipo de radio. Radioaficionado, creyó recordar de un episodio de la serie televisiva clásica de humor Marve Fleksnes.

En una de las paredes había un radiador eléctrico bastante más moderno. Hacía más calor allí dentro que en el resto del sótano. Al respirar profundamente por la nariz notó que el aire era más seco. Tampoco olía a sótano. La bombilla del techo también era bastante nueva, una bombilla de bajo consumo de IKEA.

No tenía ni idea de por qué motivo alguien sería radioaficionado en plena era digital, pero la habitación presentaba todos los indicios de estar en uso. A cierta altura habían taladrado un agujero por el que salía un cable que partía del escritorio. Billy T. supuso que sería la antena y se puso en cuclillas para buscar la fuente de electricidad. Como esperaba, vio un enchufe doble instalado bajo la mesa.

Había dos enchufes.

Cruzó la habitación despacio.

El equipo parecía estar bien cuidado, a pesar de ser viejo. Pasó la mano por un par de cascos. No tenían polvo. Un pequeño y curioso objeto llamó su atención. Lo cogió y lo observó. Era una llave telegráfica de morse.

—Dios mío —murmuró—. ¿Qué estoy haciendo?

La llave de morse le pesaba en la mano. Billy T. pensó que debía de ser de cobre. Estaba montada sobre una hermosa placa de madera lacada, con una serie de letras y números grabados en el lateral.

La dejó con cuidado en el lugar exacto del que la había cogido.

Así que Kirsten Ranvik era radioaficionada. Salvo que fuera el tipo discapacitado, claro. Sería su hijo. Billy T. echó un último vistazo a la habitación. No le decía nada. No tenía ni idea de qué estaba haciendo allí. No sabía qué esperaba encontrar. Tal vez una mezquita secreta. Un escondrijo para extremistas de la derecha, con fotos de Hitler en la pared y camisas pardas en el armario. Propaganda antiyihadista. Carteles de los templarios. Ni idea. Se sentía como un idiota.

Debería haber aprendido de la estúpida visita al piso de Andreas Kielland Olsen. Le había parecido tan importante, tan imprescindible… hasta que llegó a casa con el móvil repleto de fotos del apartamento que no servían para nada. Lo único que había sacado en limpio de la visita a la calle Rødbergvei era que su propietario era tan ordenado y formal como Linus. Y como Kirsten Ranvik, la verdad. Billy T. salió del cuarto del radiotransmisor y volvió a sentirse asombrado por el envidiable orden que imperaba entre toda aquella basura que en realidad deberían haber tirado en algún punto limpio mucho tiempo atrás.

Negó con la cabeza, más que nada disgustado consigo mismo. Su afán por hacer algo que le acercara a Linus no solo le había llevado a infringir la ley. Los delitos en sí no tenían sentido alguno. Para hacer algo sacó unas fotos de las estanterías perfectamente ordenadas antes de meterse el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta.

Le llevó minuto y medio salir del sótano por el mismo sitio por el que había entrado. En el césped, pegado a la casa, se quedó unos instantes escuchando. Estaba solo. Nadie le veía. Volvió a colocar la bolsa de plástico sobre el hueco de la ventana con celo lo mejor que pudo, y llegó sin ser visto hasta la carretera en la que había aparcado el Opel a doscientos metros hacia el oeste.

Radioaficionado, pensó cabeceando. En un mundo en el que el resto de la gente estaba a una tecla de distancia y había tantos satélites dando vueltas a la Tierra que toda esa basura espacial estaba convirtiéndose en un problema.

Era casi incomprensible que alguien se entretuviera así.

—Es de una brutalidad casi incomprensible —dijo Håkon Sand suspirando profundamente—. Han utilizado una motosierra. Hemos encontrado aceite de la cadena en las heridas.

Pasaba las páginas del informe provisional de la autopsia de Jørgen Fjellstad.

—Pero entonces ya estaba muerto —dijo Silje Sørensen—. Y por lo que me ha parecido entender, le mataron de una manera algo más… ¿humana?

—Bueno… La verdad es que en algunos estados de Norteamérica utilizan el cianuro como método de ejecución. Pero me resisto a caracterizarlo como un método muy humano. Pero lo que queda claro aquí es que fue rápido. A juzgar por la concentración de ácido en el cuerpo.

—Cianuro —dijo Silje reclinándose en su silla y mirando al techo—. ¿Dónde demonios se consigue algo así? Siempre y cuando uno no esté dentro de una novela de Agatha Christie, claro. O en un búnker en Berlín.

—Se puede fabricar, por ejemplo —respondió él, tajante—. En un laboratorio sin mucho equipo, la verdad. Se destila una mezcla de calcio hexacianoferrato y ácido fosfórico diluido. El problema es que hierve a muy baja temperatura. En otras palabras, se evapora con facilidad y, como el vapor también es extremadamente tóxico, hay que tener cuidado.

Suspiró desanimado y dejó el informe de la autopsia sobre la mesa de Silje.

—O comprarlo por internet. ¡Qué coño sé yo! Da la sensación de que es facilísimo hacerse con cualquier cosa en estos días. Es cada vez peor.

—Pero ¿podemos al menos afirmar con seguridad que Jørgen Fjellstad fue asesinado?

—Sí, salvo que ingiriera de forma voluntaria una contundente dosis de cianuro. Para después descuartizarse él mismo y dejar que los pedazos se dieran una caminata por la sierra de Marka.

—Déjate de chorradas.

—No sabes cómo me gustaría —respondió él tristemente—. Si te digo la verdad, he considerado en serio la posibilidad de dejar el trabajo. Librarme de esta jodida pesadilla. Así Karen podría estar disponible la próxima vez que quede un puesto libre en el Tribunal Supremo. Yo abriría un pequeño bufete. Ayudar a pequeños y encantadores delincuentes que no hacen saltar Oslo por los aires o le meten cianuro en la boca a muchachos de piel oscura nacidos en Lørenskog. —Se adelantó a los argumentos en contra de Silje levantando las dos manos—. Lo retiro —dijo—. Y no tengo intención alguna de dejarlo antes de que todo esto haya pasado. Si es que se termina alguna vez. Por lo demás estamos recogiendo datos a mansalva. De momento, relativos al tráfico. Estamos partiendo de todos los lugares razonables para llegar hasta el escondrijo de la cantera al norte de Øyungen. Radares, peajes y todo lo demás. Será una cantidad de información descomunal y…

—Si los que se deshicieron del cadáver llegaron por el norte y respetaron los límites de velocidad, se librarán.

—Sí.

Miró a Silje. Estaba pálida. No solía estarlo en esas fechas. El año anterior él fue con toda su familia a la cabaña que ella tenía en Geilo. Había camas para dieciocho personas. Este año ninguno había podido ir a esquiar.

—¿El explosivo? —preguntó ella concisa.

—Es seguro que procede de Defensa. Los análisis comparativos demuestran que proviene de la partida que desapareció de Åmot en el verano de 2011. Estamos a tope con ese asunto, pero no será fácil aclarar un robo cometido hace casi tres años, seguramente resultará complicado.

—¿Hay algo en la documentación del Ministerio de Defensa que pueda sernos útil?

—Los chicos me dicen que alguna cosa. Pero no mucho. Los militares se centraron en dos cosas. Primero intentar aclarar el tema y, después, cuando se dieron cuenta de que no llegarían al fondo del asunto ellos solos, hicieron lo que pudieron para enterrarlo del todo.

—¿Los detonadores?

—En los últimos cinco años ha habido tres robos de cierta cantidad de detonadores de calidad. El que tiene mayor probabilidad de ser el nuestro es de una de las instalaciones cercanas a la E18, la nueva autovía entre Tønsberg y Sandefjord. Todavía no estamos seguros.

—¿Y la mochila roja? —preguntó Silje.

Håkon se puso de pie y contorsionó el cuerpo para quitarse la camisa del uniforme sin pudor alguno, después de aflojarse la corbata y pasársela por la cabeza.

—Sigo pensando que deberíamos hacerlo público —dijo él.

—Si quieres tener la absoluta seguridad de que el propietario de la mochila del cadáver se deshará de ella, lo haremos. Mi opinión es que debemos esperar. Ya hemos conseguido localizar a tres de los compradores, según me dijiste esta mañana. Ninguno es sospechoso.

—Entonces solo quedan quince.

Håkon sacó una camiseta de la bolsa de viaje que había dejado junto a la puerta. Metió los brazos por las mangas y se quedó así, a medio vestir.

—Dediquemos algunos días más a esa mochila —dijo Silje—. ¿Qué ganamos haciéndolo público?

—Que nos avisen los vecinos. Conocidos, compañeros de trabajo. Incluso soplones, si me apuras.

—Nos freirán a llamadas y la mochila en cuestión se habrá esfumado cinco minutos después de que publiquemos la foto. ¿Tienes intención de estar medio desnudo mucho rato?

Håkon se puso la camiseta y se la remetió en los pantalones del uniforme. Luego sacó una sudadera de la bolsa.

—Estaré de vuelta a las cinco. Y no dejes de reconsiderar lo de la mochila, ¿vale?

Como ella no respondió, se encogió de hombros, agarró la chaqueta del uniforme con una mano y se colgó la bolsa del hombro.

—Para animarte —dijo sonriendo apesadumbrado—, al menos hubo un tipo que se negó a rendirse a toda esa mierda cuando desaparecieron setenta kilos de C4 del campo de maniobras militares en 2011. ¿Recuerdas al capitán que mencioné el otro día? ¿En el coche, cuando te llevé a casa?

Ella asintió de manera casi imperceptible y abrió un cajón del escritorio.

—De la documentación que me dio Gustav Gulliksen se deduce que los jefazos estaban muy molestos con él —prosiguió Håkon Sand—. Cuando decidieron tapar el asunto él montó un número considerable.

—¿Y bien?

Ya había empezado a leer el informe de la autopsia mientras hacía anotaciones en el margen con un bolígrafo. Håkon siguió hablando sin dejar que le afectara.

—Parece que tenía varias teorías sobre lo que podía haber pasado. Se llama Peder Ranvik. Le hemos citado este lunes para tomarle declaración.

En realidad no había conseguido un encuentro con Fawad Sharif para ese lunes. Le habían dicho que podría reunirse con él el jueves. Parecía una eternidad, así que Henrik Holme se había dado cinco golpes en la sien izquierda de puro entusiasmo cuando llamaron de Ullersmo para decirle que al final sí sería posible reunirse con él ese mismo lunes a las diez de la mañana.

Fawad Sharif no respondió a sus expectativas. Fueran cuales fuesen, pensó Henrik.

Se había imaginado a un hombre bastante guapo. En la imagen tomada en el fotomatón en el verano del 96 el chaval noruego paquistaní tenía una sonrisa blanca y ojos color caramelo. Seguía teniendo las pestañas largas, pero los dientes no parecían haber pasado por un dentista desde entonces. Tenía la cara alargada con las mejillas hundidas y llenas de granos pese a sus treinta y cinco años. Le habían arrancado el lóbulo de una oreja. El lado derecho del cuello estaba recorrido por una cicatriz dentada, como la que produciría un serrucho de seis centímetros de largo.

Henrik Holme se sintió indispuesto en cuanto entró por el portón de la cárcel. Fue a peor a medida que fue atravesando una puerta de seguridad tras otra. En la sala de visitas de frías paredes y excesiva temperatura sudaba profusamente.

—Como decía —dijo, y carraspeó—, se trata de una serie de robos de coches cometidos en el verano de 1996.

—No tengo ni idea —dijo Fawad mirándole con cara de pocos amigos.

Al principio no fue así, observaba a Henrik con curiosidad. Al menos no era abiertamente hostil. Ahora tamborileaba con los dedos encima de la mesa y echaba un vistazo al reloj de pared cada cinco segundos.

—Vale. Se trata de una suposición sin fundamento, claro, pero esos robos han surgido de repente en relación con otro caso más relevante.

—¿Los atentados terroristas?

Un cierto interés había vuelto a aparecer en su mirada. Henrik dudó el tiempo justo. Luego sonrió y negó con la cabeza.

—No puedo responder a eso, claro.

Fawad le devolvió la sonrisa.

—Apuesto a que sí —dijo—. Pero para esa historia tengo la mejor coartada. Estoy aquí metido.

—Exacto. Y tampoco eres sospechoso, para nada, de esa serie de robos de coches. Y, en todo caso, el delito habría prescrito, así que no tienes nada que temer.

—¿Ha aparecido un coche o qué?

Henrik carraspeó y se inclinó sobre la mesa que les separaba.

—Entenderás que debo…

Cerró la boca y tiró de una cremallera imaginaria. Fawad le miró como si acabara de descubrir que Henrik era un perfecto idiota.

—Entonces ¿qué coño quieres?

—Mohamed.

—¿Mohamed?

—Sí. Es amigo tuyo. O por lo menos lo era. Aquel verano.

Fawad se escurrió hacia el final del asiento y se encogió de hombros.

—Conozco por lo menos a diez que se llaman Mohamed.

—Pero en el verano de 1996, cuando vosotros…

—¿Cómo me voy a acordar del jodido verano de 1996? O del 97, o del 98, o del 99… ¿Qué edad tenía yo entonces?

Henrik vio por su mirada que no intentaba hacer el cálculo.

—Tenías diecisiete años. ¿Ibas al instituto?

—No me acuerdo.

—Fue el año del divorcio de Diana y Charles.

—¿Qué?

—Y Alemania ganó el campeonato de Europa de fútbol —añadió Henrik enseguida—. Ganaron a Chequia 2-1 en la prórroga de la final. En Wembley.

—No tienes pinta de que te interese el fútbol.

—Pero tú sí.

Fawad entornó los ojos. Henrik no supo cómo interpretar su mirada. Sus ojos castaños, sin brillo, podían expresar interés o escepticismo.

—Yo era bastante bueno —dijo Fawad—. A los catorce estaba en el equipo regional de los chicos del 79. Pero no recuerdo ese partido. No me gusta Alemania, a lo mejor es por eso.

—¿De qué equipo eres? —se arriesgó Henrik, y se arrepintió al instante.

—¿De cuál eres tú?

Le había pillado.

—Oye —dijo estirando la espalda—, dentro de unos límites razonables, ¿qué es lo que más echas en falta aquí dentro?

—Un ordenador —dijo enseguida—. El mío está estropeado.

—Si te consigo un ordenador nuevo…

—MacBook.

—Si te consigo un ordenador nuevo, ¿serías tan amable de intentar recordar qué hicisteis Mohamed y tú aquel verano y otoño?

—Mohamed está muerto. La espichó en 1997. Había pillado una moto. Se la pegó en el cruce de Teisen y le espachurró un camión.

Henrik tragó saliva.

—Tienes un jodido cabezón —dijo Fawad—. ¿Tienes hidrocefalia o qué?

—No. Si Mohamed murió en 1997, debería resultarte más fácil recordar el año anterior. El último verano que pasasteis juntos. Inténtalo.

El hombre volvió a encoger sus estrechos hombros, sin decir nada.

—¿O sea que no quieres ese ordenador?

—Que sí. Pero ¿qué coño quieres saber?

—Háblame de tu familia. Sí. —Henrik sonrió—. Cómo era tu vida de adolescente.

—Mi viejo era conductor de tranvía. Mi vieja estaba en casa quejándose y llorando. Mis hermanas eran una mierda. Una fue a parar a un hogar de acogida. Yo también. No es que sirviera de mucho. Mi hermano…

Por primera vez la sonrisa le llegó a los ojos.

—Mi hermano es albañil. Es tres años mayor que yo. En realidad quería ser mecánico de coches, pero no entró en esa rama en Sogn. Así que se hizo albañil. Ahora tiene un casoplón en Mortensrud. Casado con una chica noruega. Tres niños. Acaba de comprarse un coche Tesla S. Vino en él la semana pasada, pero no me dejaron salir a verlo.

—Si tiene tres años más que tú, aquel verano habría acabado el instituto —dijo Henrik—. Más o menos. ¿A lo mejor ya era aprendiz?

Puede que Fawad fuera un delincuente experimentado. O tal vez no. Había pasado más tiempo entre rejas que en la calle desde que cumplió los dieciocho. Pero estaba claro que no era actor. Henrik vio que había recordado algo. Su expresión se cerró y empalideció de manera notoria. No paraba de pasarse la punta de la lengua grisácea por los labios aún más grises.

—No me acuerdo —dijo con demasiada precipitación.

—Pero si no hay nada que recordar —objetó Henrik con tanta amabilidad como pudo—. Tu hermano tuvo que formarse para ser albañil. Habrá sido aprendiz. Seguramente sería en las fechas de las que estamos hablando. No hay nada que recordar, Fawad. Es muy sencillo recordar qué estaba haciendo tu hermano aquel verano. Tendría veinte años.

—No tengo ganas de seguir con esto —dijo Fawad levantándose.

—Al final de aquel verano Karina desapareció para siempre —dijo Henrik en voz alta—. ¿Eso te ayuda a recordar?

Fawad iba camino de la puerta verde. De espaldas a Henrik empezó a aporrearla con una mano mientras apretaba con un dedo de la otra el botoncito instalado a la altura de su hombro en el marco de la puerta.

—¿Conocías a Karina? —dijo Henrik en voz alta.

—No.

Los golpes se hicieron más intensos.

Henrik se puso de pie y se acercó con calma a Fawad. Se sacó del bolsillo trasero una copia de la tira de fotos del fotomatón.

—Pues sí —dijo en voz baja—. La conocías muy bien.

Le sacaba media cabeza a Fawad Sharif y se inclinó hacia su oreja.

—Mira —dijo colocando las fotos ante los ojos de aquel hombre de complexión menuda—. Karina, Mohamed y tú. El verano de 1996. Todavía faltan siete años para que prescriba el delito de asesinato, Fawad, y tengo la intención de emplearlos a fondo.

La puerta se abrió de manera tan repentina que Fawad casi cayó al pasillo.

—¿Todo en orden? —preguntó el guardia cogiendo al preso por su delgado brazo.

—Todo en orden —dijo Henrik Holme—. Gracias, Fawad.

Fawad no respondió. Siguió con paso decidido al guardia y parecía todavía más pequeño que al llegar. Por su parte, Henrik tenía el pulso tan acelerado que se desmayó.

Cayó redondo al suelo.

Por suerte pudo dar un paso hacia atrás, hacia el interior de la sala de visitas, así que nadie le vio. Salvo por la cámara de vigilancia. Cuando otro guardia llegó corriendo, Henrik se había despertado, se había tapado con el flequillo un chichón que crecía por momentos y sonrió para rechazar ayuda médica.

Estaba seguro de lo que había ido a buscar, y eso bien valía una jaqueca que duraría varios días.

—Claro que no puedo estar seguro —murmuró Billy T.—, pero de alguna manera empieza a dibujarse una imagen.

—Pues ya va siendo hora de que decidas qué va a representar —dijo Hanne Wilhelmsen, molesta—. ¿Linus se ha hecho yihadista o antiyihadista? La diferencia es bastante relevante, ¿o no?

Metió dos platos en el lavaplatos.

—Sí —dijo él—, y no sé qué es peor.

Se había sentado en el ancho alféizar de la ventana de la cocina. Seguía llevando la sucia cazadora vaquera. Hanne notó que ya no parecía quedarle tan ceñida, y la mancha de kétchup estaba negra.

—¿Y tú no tienes un trabajo al que ir? —preguntó Hanne.

Ella le miraba con una expresión que no fue capaz de interpretar. En los últimos años había adquirido muchas nuevas expresiones. Era a la vez una amiga querida y una perfecta extraña.

—Estoy de baja. Y tal vez esto sea una tontería.

—¿Qué?

—Hablar contigo. Debo resolver esto por mí mismo.

—Ven aquí, Billy T. Vas a escucharme.

Su voz sonaba algo frustrada, pero al menos no parecía enfadada. La siguió al salón. Ella se trasladó a una butaca con un movimiento fluido y elegante y señaló la otra para que él tomara asiento. Obedeció.

—Analicemos los datos de los que dispones —dijo serena—. Para empezar, está el hecho nada agradable de que el reloj de Linus, que la policía por suerte cree que es tuyo, apareciera en las oficinas del ISAN. Puede que haya una explicación razonable para eso.

—Pero…

—Chsss… Déjame acabar. Puede haber una razón lógica. Puede que se lo robaran. Y que lo vendieran. Por lo que sabemos, incluso podrían habérselo apostado al póquer. ¿Vale?

Billy T. asintió de manera casi imperceptible.

—En cuanto a todo lo demás…

Tosió, tragó saliva y volvió a empezar.

—¿Y si resulta que Linus sencillamente se ha espabilado? ¿Y si a los veintidós años ha descubierto que había llegado la hora de hacerse adulto? Estudiar, tener su habitación ordenada… Cortarse el pelo y vestir bien. ¿Y si está diciendo la verdad? ¿Que el Corán que viste era para un trabajo escolar? ¿Y si…?

Se inclinó hacia la silla de ruedas y cogió una botella de agua con gas de debajo del asiento.

—Si quieres algo de beber lo encontrarás en el frigorífico.

Él se quedó sentado. Mudo.

—Para ser sincera —siguió ella—, suena a que…

—Se ha hecho racista.

—¿Racista?

Hanne Wilhelmsen se echó a reír.

Billy T. sintió que la piel de su espalda se contraía, como una oleada. Hubo un tiempo en que él la hacía reír. Era de los pocos que lo conseguían. No con frecuencia; Hanne Wilhelmsen era una persona seria, pero cuando reía era por algo que él había dicho. Algo divertido; cariñoso, algo que hacía vibrar la cuerda que les unía, una unión que creyó que duraría para siempre.

—¿Qué demonios quieres decir con que se ha hecho racista?

Pronunció las últimas palabras como si se le hubiera llenado la boca de vinagre.

—Esa fue la razón por la que se marchó de casa de Grete. He hablado con ella.

—Sigo sin entender…

—Discutieron. Empezó siendo un… racismo de andar por casa, me explicó Grete. Primero se acercó un poco al Partido del Progreso y luego empezó a seguir a los peores, como ese Grønning-Hansen.

Se inclinó hacia delante de golpe y apoyó los codos en las rodillas. Se tapó la cara con las manos unos instantes para luego apartarlas y abrir mucho los ojos.

—Yo qué coño sé —gimió—. Pero Grete me contó que…

De pronto se puso de pie y fue a la cocina.

Se sentía fatal. Enfermo. Lo que más le apetecía era salir corriendo. Desaparecer. Dejar el trabajo y vender lo poco que tenía. Largarse a cualquier parte. No sabía adónde. No importaba, con tal de que fuera muy lejos. Al abrir la puerta del frigorífico se quedó paralizado.

Aquí vivía una familia.

Había leche y zumo y queso Jarlsberg. Un paquete de albóndigas de pescado y un bol de ensalada tapado con plástico transparente. Aceite de hígado de bacalao de la marca Møller, extracto de arándanos y una tableta de chocolate con leche que seguramente estaban esperando al sábado para empezar. Margarina light y salami, jamón cocido y una gran bandeja de manzanas frescas.

Había orden.

Aquella mañana, al abrir su propio frigorífico, el olor rancio que despedía su interior le había quitado el hambre. Solo contenía cinco botellas de cerveza, un trozo medio podrido de salmón barato del supermercado Kiwi y una botella de Coca-Cola que había metido Linus.

Y una bolsa de patatas que habían empezado a echar brotes.

Billy T. estaba perdiendo el control.

Literalmente. Se aferró a la puerta de la nevera. Se apoyó en la encimera con la otra mano. Sintió que se le aceleraba el pulso de manera preocupante y respiraba tan rápido y de forma tan superficial que se le nubló la vista.

—¿Pasa algo? —oyó decir a Hanne a lo lejos.

Pero no estaba muy lejos. Había vuelto a sentarse en la silla de ruedas y estaba en la cocina.

Billy T. sintió que le faltaba el aire. Se obligó a respirar.

Tenía el pecho atenazado. Quiso llevarse la mano al corazón, al corazón que fallaba, pero no se atrevió a soltar el frigorífico y la encimera; temía caerse.

—¡Billy T.!

La voz de Hanne apenas se oía entre el zumbido que invadía sus oídos, un sonido agudo y pavoroso que le llenaba la cabeza.

—Creo que me está dando un infarto —logró decir.

Nunca llegaría a entender cómo pudo ella colocar una silla a su espalda para que se sentara.

—Siéntate —oyó.

Lo hizo.

—Mírame —oyó.

La miró.

Estaba en un túnel de luz, muy lejos a pesar de que podía sentir su mano en la mejilla.

—Tienes la piel blanca alrededor de los labios. ¿Sientes pinchazos en las manos? ¿En los pies?

Muy despacio se acercó la mano izquierda a los ojos. Le temblaba; llena de hormigas que no podía ver. Trillones de hormigas que llenaban sus dedos hasta las puntas; tuvo que apretarlos para evitar que los insectos que se movían en su interior los reventaran.

—Mira —dijo Hanne acercándole una bolsa de plástico a la boca.

La dejó hacer sin oponer resistencia.

—Respira en cuatro fases —dijo su voz—. Inspira profundamente. Espera. Exhala todo el aire. Espera.

Hizo lo que le pedía.

Las hormigas abandonaron sus dedos. No podía verlas, pero se miraba las puntas de los dedos mientras sentía que las criaturas desaparecían de las yemas.

Su pulso se serenó. Dejaron de zumbarle los oídos. Apartó la mano que sujetaba la bolsa y respiró una bocanada de aire fresco.

—Gracias —dijo, y se echó a llorar.

—Cuéntamelo todo —dijo ella.

No sabía por dónde empezar, pero lo hizo de todas formas. Brotó todo de forma caótica.

Le habló de su incursión en casa de Arfan, que en realidad se llamaba Andreas, de su visita absurda a un sótano de Korsvoll. De conversos al islam de ida y vuelta, de la ira de Linus cuando Billy T. por fin había reunido el valor necesario para hablar con él. De los servicios de inteligencia que vigilaban a Andreas. De que Linus no podía ser musulmán, al contrario, parecía odiarles y tal vez se hubiera afiliado a un grupo terrorista de la facción opuesta, y Billy T. no tenía ni idea de qué estaba pasando. De pronto sacó el teléfono y le mostró las fotos, las fotos del anodino sótano de Kirsten Ranvik y del apartamento estéril de Arfan Olsen. Le habló de su visita a la biblioteca de Nordtvet, junto a la escuela de equitación, y de que el frigorífico de su casa era la visión más desoladora del mundo. Tenía ganas de fugarse a Nueva Zelanda y volver a comprarse una moto. Le rogó a Hanne que tuviera la bondad de recordar los maravillosos paseos que habían dado juntos, solos ella y él, con la Harley de Hanne y su Honda Goldwing con marcha atrás y fax incorporado que tanto les había hecho reír.

Por favor, Hanne.

Las palabras brotaban sin cesar y lloraba y lloraba.

Se durmió.

Y se despertó cuando ella evitó que se cayera de la silla.

—Has tenido un ataque de pánico —dijo en voz baja, y abrió el frigorífico—. Toma.

Cogió la botella de agua con gas que ella le había abierto. Se la bebió entera, de un trago.

—Gracias —murmuró pasándose la manga por debajo de la nariz—. De verdad que no sé qué hacer.

—Lo que vas a hacer ahora es dormir —dijo Hanne—. Tenemos lista la habitación para invitados. Pero antes debes contestar a un par de preguntas.

—Creo que ya he dicho todo lo que sabía —musitó él.

No era verdad.

A pesar de estar destrozado, de seguir sintiéndose fuera de control, no había mencionado la figura de Darth Vader. Ni una palabra sobre eso.

Nadie debía saber nada al respecto.

Ni siquiera Hanne Wilhelmsen.

—Esa biblioteca… —dijo ella—. La de Nordtvet.

—Sí. —Hablaba casi en susurros, cabizbajo.

—La casa que allanaste… ¿Era de una de las bibliotecarias?

—No fue un allanamiento. Faltaba una ventana del sótano. Solo tuve que quitar una bolsa de basura vieja.

—¿Y cómo dices que se llama?

—Kirsten Ranvik.

Hanne se quedó en silencio. No se movió. No hizo nada. Se quedó allí en la silla de ruedas, con la delgada mano sobre el muslo de él. Sintió su calor a través del pantalón, la bendita calidez de quien una vez fue su amiga.

De nuevo estuvo a punto de dormirse.

—¡Joder! —exclamó levantándose de un salto.

Tuvo que dar un paso a un lado para no caerse.

—Debo hacer acto de presencia. Sigo teniendo la obligación de personarme en comisaría.

Miró su iPhone desesperado.

—Tengo que estar allí en veinte minutos. Tengo que…

Echó a correr. Hanne permaneció sentada.

En silencio, y pensando en tantas cosas a la vez que ni siquiera oyó cómo se cerraba la puerta.

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