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Capítulo 9

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Después de unos días con sabor a primavera volvía a hacer frío.

Henrik Holme había ido andando todo el camino de Grünerløkka a Korsvoll y se encontraba de nuevo frente al portón de hierro forjado de la calle Skjoldveien.

El primero de mayo había pasado.

Sin más bombas.

El número de participantes en la manifestación había sido el mayor de los últimos años. La plaza de Youngstorget y las calles adyacentes se habían llenado para escuchar el discurso del líder saliente del Partido de los Trabajadores. Habló más de solidaridad y libertad que de los derechos de los trabajadores. Los únicos incidentes se produjeron en relación con cinco detenciones. Todas ellas de noruegos de piel oscura que la policía, armada y nerviosa, consideró sospechosos y despachó a la comisaría de Grønlandsleiret sin más. Ninguno tenía siquiera una multa de tráfico sobre su conciencia; uno de ellos era un chaval de diecisiete años llamado Torstein Gundersen.

Le habían adoptado en Sri Lanka con cuatro meses. Desesperado, había intentado explicárselo a la policía. Pero no le hicieron caso. No le dejaron en libertad hasta que su padre se presentó con el pasaporte del chico tres horas más tarde.

Todavía había gente que se sentía provocada por estos hechos. Y los medios les daban voz. Las informaciones sobre acoso a civiles y detenciones injustificadas se sucedían a diario. Henrik tenía la sensación de que nadie se molestaba en escuchar cuando alguien protestaba en público. Parecía como si los veinticuatro días que habían transcurrido desde el primer ataque hubieran creado una nueva normalidad en el país. Como si Noruega estuviera pagando un precio que no se podía discutir.

Pero no eran la mayoría de los noruegos quienes estaban pagando ese precio, pensó Henrik al leer la crónica «El precio de la libertad» en el diario Aftenposten desayunando en la mesa de la cocina.

No éramos nosotros quienes pagábamos.

Eran ellos.

Henrik ya estaba camino de Korsvoll cuando empezó a preocuparse por que Kirsten Ranvik se pudiera haber cogido el viernes libre para hacer puente. Afortunadamente era muy trabajadora y a las siete y media había salido por la cancela del jardín y se había dirigido a la calle Maridalsveien. Seguro que iba a tomar un autobús.

Gunnar no se había asomado todavía. Henrik había decidido esperar a que saliera para hablarle. Resultaría menos amenazador. Supuso que en algún momento las palomas necesitarían cuidados.

Y así fue.

A las nueve menos veinte se abrió la puerta de entrada roja. Gunnar salió caminando con torpeza con una bolsa de plástico en una mano. Se detuvo bajo el pequeño techado sobre la escalera de hormigón que llevaba al sendero de gravilla y miró de lado hacia el cielo para averiguar qué tiempo hacía. Un cuarto de hora antes había dejado de llover y la extraña mueca que parecía una sonrisa cruzó su rostro cuando echó a andar.

Henrik abrió la cancela y entró. Recorrió los primeros diez metros medio corriendo. La gravilla crujió bajo sus pies. Gunnar se detuvo de golpe.

—Tú no —dijo mirando fijamente a Henrik—. Tú no. Tú no ibas a volver.

—Me recuerdas —sonrió Henrik deteniéndose a un par de metros de él—. ¡Qué bien! Entonces también recordarás que soy de la policía.

—La policía no hace su trabajo. La policía no hace su trabajo. Tienes que irte.

Henrik levantó las palmas de las manos y retrocedió medio paso.

—Me iré enseguida, Gunnar. Solo quería enseñarte una foto que me he encontrado. Una foto que creo que te alegrará.

Se metió la mano deprisa en el bolsillo interior y sacó un papel doblado en cuatro.

—¿Podemos ponernos a resguardo, Gunnar? No quisiera que la foto se mojara.

—Ya no llueve.

—No, pero seguro que notas que llovizna un poco.

Gunnar retrocedió escéptico, se dio la vuelta y subió los cuatro peldaños que llevaban a la puerta. Henrik le siguió, con el papel en la mano a modo de ofrenda.

Al llegar arriba se sentó en el pasamanos y desdobló la hoja.

—Mira —dijo sonriendo.

Gunnar miró. Con rostro inexpresivo exclamó:

—Karina. Karina y su pelo de paloma.

Sus ojos subieron hacia la izquierda de pronto y su cara se abrió en una sonrisa enorme.

—Era mi novia —dijo agarrando la hoja—. No tengo ninguna foto de Karina. Solo en mi cabeza. En la cabeza. En la cabeza.

Se acercó la hoja tanto a los ojos que Henrik vio confirmada su sospecha de que la agresión también le había afectado a la vista.

—Lo sé —dijo bajándose de la barandilla de un salto.

Intentó poner la mano en el hombro de Gunnar. La dejó allí.

—Es guapa —dijo en voz baja—. Y el pelo me parece superchulo.

—Se cayó al agua. La empujaron.

Gunnar empezó a balancearse suavemente de un lado a otro. Henrik le dejó hacerlo. No dijo nada. Siguió con la mano sobre el hombro del hombre más bajito hasta notar su calor a través del jersey.

—Mohamed —dijo por fin—. Mohamed y Fawad. Así se llamaban. Los chicos. Los amigos de Karina, ¿verdad?

—Los paquistaníes —dijo Gunnar—. Los paquistaníes empujaron a Karina. Querían quitarle…

Le temblaron las manos al intentar doblar la hoja por el mismo sitio. No pudo. Henrik la cogió con cuidado y le ayudó.

—¿Qué querían quitarle, Gunnar?

—Tienes que irte. El padre de Karina se enfada mucho. ¿Me das la foto?

—Claro que puedes quedarte la foto. Karina es tu novia, no la mía. Sabía que te pondrías contento. Si yo tuviera una novia, tendría muchas fotos suyas.

—Tú no tienes novia.

—No. No tengo tanta suerte. ¿Qué era lo que querían quitarle Mohamed y Fawad, Gunnar?

—Mohamed y Fawad —repitió Gunnar.

Sus ojos se veían diáfanos, casi vidriosos. Miraba a Henrik, pero parecían estar totalmente desenfocados. Como si observara algo que se encontrara muy lejos.

—Yo no quería ir —dijo—. No me gustan esas cosas. A mamá no le gustan esas cosas. Pero Karina quería y Karina…

Intentó acercar la mano a la foto doblada. Henrik se la dio.

—¿Eran drogas, Gunnar? ¿Karina había conseguido hierba y la ibais a probar? ¿Mohamed y Fawad os la querían quitar?

Entonces vio algo asombroso. Nunca antes había visto algo así. Las pupilas de Gunnar se contrajeron en un instante, era como observar el objetivo de una cámara que cambiara de diafragma.

—Tienes que irte —susurró—. El papá de Karina se enfada.

Se había echado a llorar. Apretaba la copia de la foto de Karina contra su cuerpo y sollozaba.

—¿De verdad quieres que me vaya? —preguntó Henrik en voz baja—. ¿Estás completamente seguro? Puedo quedarme un rato, para que no estés solo si estás tan triste.

—Vete. Tengo que esconder la foto. Mamá no la puede ver. Tienes que irte. No vuelvas aquí nunca más. Las palomas…

De pronto miró hacia la bolsa que había dejado en el suelo.

—Las palomas… —repitió agarrando la bolsa—. Tienes que irte, policía.

Henrik bajó de espaldas por la escalera. Esperó a haber recorrido unos cuantos metros para despedirse con la mano.

—Que te vaya bien, Gunnar. Cuida de la foto.

Luego se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección al centro.

Gunnar Ranvik le daba muchísima pena, pero no por eso dejó de sonreír casi todo el camino. Estaba muy contento con el resultado de la primera tarea del día.

—Debemos considerarnos afortunados porque el primero de mayo transcurriera tan bien —dijo el alcalde de Oslo mirando una a una a las otras cinco personas reunidas en la gran sala de la torre oeste del Ayuntamiento.

—Me parece a mí que tenemos muy pocas cosas por las que considerarnos afortunados estos días —murmuró el jefe del PST, Harald Jensen—. Al contrario, diría que el día de ayer empeoró nuestra situación. La multitud que se reunió en el centro fue tremenda. La gente no tiene juicio suficiente como para quedarse en casa. Y supongo que tampoco lo harán el Diecisiete de Mayo.

—Más bien al contrario —continuó el alcalde—. Ayer fuimos testigos de una toma de posición clara y contundente. Los ciudadanos no consentirán que les quiten su ciudad. Y me enorgullezco de ello. Esperamos más de ciento cincuenta mil visitantes el día de la fiesta nacional. Además de los sesenta mil escolares que desfilarán.

Se quedaron en silencio unos instantes.

La nueva ministra de Justicia parecía pensativa. Silje Sørensen miró con disimulo una nota que había entregado el responsable de la escolta de la familia real. El jefe de la corte, Knut Damsgaard, también parecía querer echarle un vistazo. Estaba sentado a su lado y no disimuló mucho al inclinarse hacia la comisaria para leer. Ella introdujo la hoja en una carpeta y se alisó las solapas de la chaqueta.

La directora de la policía, Caroline Bae, carraspeó.

—Entonces las actividades previstas para el Diecisiete de Mayo siguen adelante, pase lo que pase.

—No es exacto decir que «pase lo que pase» —corrigió el alcalde—. Por supuesto que acataríamos cualquier instrucción de las autoridades judiciales. De la policía. Lo que quería dejar claro con mi presentación era que una gran mayoría del pleno municipal desea que el día se festeje con normalidad. Bueno, no con toda normalidad, hay previstas una larga serie de actividades extraordinarias con motivo del bicentenario.

Cruzó las manos sobre la mesa y sonrió a Silje. Ella le correspondió.

—¿Qué opinas, comisaria Sørensen? ¿Seréis tú y tu gente capaces de proteger a nuestros conciudadanos en el gran día?

Silje sintió la necesidad de insultarle. Lo que más le apetecía era cancelar toda la fiesta nacional. Si por ella fuera, la gente debería quedarse encerrada en su casa, aislada, el resto del mes de mayo. Tendrían que estar recluidos en sus hogares hasta que ella y su gente, como decía el alcalde, pudieran resolver la espantosa situación en que les habían dejado las dos bombas de los terroristas.

Además, el mes de mayo parecía un plazo de tiempo en exceso optimista, a la vista del cariz que estaba tomando el asunto.

—Nadie puede garantizar nada, por supuesto —dijo obligándose a bajar el tono de voz—, eso es evidente. Pero la Dirección General de la Policía… —señaló con un leve movimiento de cabeza a Caroline Bae— nos ha garantizado que no se escatimará en presupuesto ni en personal. Se mantiene la orden provisional para que la policía vaya armada…

—¿Van a vigilar el desfile infantil con metralletas? —exclamó el alcalde—. Eso sería…

La ministra de Justicia Salomonsson le interrumpió con autoridad:

—De momento no podemos plantearnos retirar las armas a la policía. Es mi decisión, y solo mía, basándome en los consejos de los expertos policiales y la información del PST. Es innecesario perder un tiempo valioso con ese tema.

Como si quisiera reforzar la impresión de su propia impaciencia, miró su reloj de pulsera con gesto elocuente.

—De acuerdo —dijo el alcalde en tono algo menos amable—. Entonces nos queda la familia real. ¿Cómo será, jefe de la corte Damsgaard? ¿Todo el mundo en el balcón? Same procedure as every year?

—Por razones de seguridad no podemos hacerlo público.

—¿Quieres decir que…?

—La agenda de la familia real ya pasó a ser confidencial el martes 8 de abril. Los reyes, los herederos y, en parte, la princesa siguen desempeñando algunas de sus funciones. Pero con otro nivel de seguridad. Y eso limita el número de apariciones públicas. No damos preavisos. Puede que salgan al balcón. Pero también podría ser que no lo hagan. Ni siquiera es seguro que se encuentren en palacio.

Apretó los labios, que dibujaron la ranura de una hucha tacaña, y luego los volvió a abrir para proseguir:

—Estamos en permanente comunicación con la escolta policial. Que a su vez colabora de cerca con su órgano directivo.

Movió la cabeza en dirección a Silje.

Ella sabía que los reyes se encontraban en Estados Unidos en ese mismo instante, aunque de la web de palacio se podría deducir que estaban en su residencia de verano. Dios sabía qué maniobras habrían tenido que hacer para que les permitieran crear tal nebulosa.

—De acuerdo —dijo el alcalde volviendo a pasear la vista entre los otros cinco responsables de que el Diecisiete de Mayo de 2014 no desembocara en una catástrofe total—. ¡Solo nos queda disfrutar!

Dio la clara impresión de que era el único que tenía esa intención.

Estaba seguro de que nadie que no fuera él podría haber descubierto tantas cosas en un plazo de tiempo tan breve sin apenas utilizar internet. Henrik Holme estaba tan orgulloso que tuvo la sensación de que su nuez daba vueltas cuando Hanne le abrió la puerta y le llevó hasta un despacho en lugar de a la mesa del comedor.

La habitación tenía el tamaño justo y era muy elegante.

Los armarios con puertas de metal gris eran tan originales que sintió la necesidad de tocarlos. El escritorio era muy diferente a la minúscula mesa de cocina que él utilizaba como mesa de trabajo en su casa. Pero lo más impresionante era un cuadro enorme que colgaba de una de las paredes. Vio enseguida que se trataba de Las Vegas. De noche. El Strip, luces de neón y una cascada de colores en contraste con el cielo negro. Dos coches de policía en movimiento en primer plano.

—¡Vaya! —exclamó—. Es el mejor cuadro que he visto en mi vida.

—¿De veras? —dijo Hanne.

No daba la impresión de estar muy entusiasmada y le pidió que tomara asiento.

—Ida está con unos amigos —añadió—, por eso tenemos que reunirnos aquí. ¿Qué has averiguado?

Henrik ya se estaba acostumbrando a que la mujer no perdía el tiempo charlando. Esperaría un poco antes de contarle que había vuelto a ver a Gunnar. No le había pedido permiso y prefería empezar impresionándola con todas las otras cosas que había descubierto. De camino en el taxi había planificado que necesitaba tener algo en la reserva por si se enfadaba.

—Empecé por el registro civil —dijo acomodándose en la bonita silla azul grisácea para las visitas—. Quería saber más sobre el entorno familiar. Después hablé con…

—A la mierda con eso. Puedes escribir un informe sobre los métodos que has empleado. Lo que me interesa es saber qué has averiguado.

Se sonrojó sin medida y se dio tres golpes en el hombro izquierdo con el puño derecho.

—Vaya —murmuró mirándose la mano.

Ese tic era nuevo.

—Kirsten Ranvik —se apresuró a decir—. Nacida el 14 de noviembre de 1950 en el hospital para mujeres de la calle Josefinegate. O, mejor dicho, el Hospital Regional Femenino de Oslo, como en realidad se llamaba.

Todavía no había echado mano a sus apuntes, seguían en la pequeña mochila que se había dejado olvidada en el recibidor al quitarse los zapatos y el abrigo. Daba igual.

—Cuando nació tenía dos hermanos mayores. Arne, nacido en el 48, y Walter, en el 46. A los dieciséis meses tuvo un tercer hermano, Simon. En la actualidad están repartidos por toda Noruega. Uno en Tromsø, otro en Ålesund y el último en Sandefjord.

Se sorprendió un poco al ver que Hanne había cogido papel y bolígrafo y tomaba notas.

—Eh… —balbuceó—. ¿Perdón?

Ella levantó la vista.

—He preparado un informe escrito muy detallado. Está en el recibidor.

—¿Y qué más da? Sigue.

El bolígrafo raspó ligeramente el papel cuando volvió a escribir.

—Los hermanos se apellidan Kalvefjord. Bueno, Kirsten se casó en 1976 con Trond Ranvik y adoptó su apellido. Era diez años mayor que ella. Tenía un ultramarinos en Lilleborg. O mejor dicho Torshov, como lo llaman ahora. Tuvieron su primer hijo en 1977. Se llama Peder.

Hanne volvió a levantar la vista.

—¿Así que Gunnar tiene un hermano mayor?

—Sí. Es militar de profesión. Capitán. Me ha costado un poco averiguar dónde está destinado, casi no hay nada sobre él en la red.

Tamborileó con fuerza con los dedos sobre la mesa.

—Pero encontré una foto suya en Facebook. En la página de una señora de su edad, vamos, pues él no está en ningún medio social que yo haya podido localizar. Lleva boina morada; en otras palabras, está en Defensa, operaciones especiales. Hay mucho secretismo en todo lo relativo a esa unidad, así que… he utilizado algo internet, pero no mucho.

Ella no le miraba. Había dejado de tomar notas.

—Hay algunos aspectos de la historia familiar que podrían ser relevantes —prosiguió, inseguro—. ¿Te los cuento ahora?

—Sí.

—El padre de Kirsten, Albert, Walter y Simon se llamaba Birger Kalvejordet. Durante la guerra perteneció a la resistencia. Luchó junto a los héroes de la resistencia Max Manus y Kjakan Sønsteby, hasta que fue capturado por los alemanes en 1943. Volvió en los autobuses blancos que trajeron a los liberados de los campos de concentración dos años después. Le condecoraron y todo. Abrió el ultramarinos de Torshov que su yerno Trond heredó.

Hanne levantó por fin la vista.

—Bien —dijo con algo más de interés.

—Y si doy un gran salto adelante en el tiempo, Trond quebró en 1986.

—Los pequeños supermercados independientes ya iban muy mal en esa época —dijo Hanne—. Fue cuando llegaron con fuerza las grandes cadenas de alimentación.

—Sí. Pero la némesis de Trond no fue ninguna cadena. Fue un colmado turco. Uno de esos en los que trabaja toda la familia desde la mañana a la noche, y el hijo mayor va a comprar a las granjas a las tres de la mañana.

—En otras palabras, un negocio en el que el dueño se esfuerza, recibe ayuda de los suyos. En busca de un bien común.

—Eh… Sí. Por cierto, he utilizado mal la palabra «némesis». Trond no había hecho nada malo, y «némesis» en realidad hace referencia a una especie de castigo divino…

—No te distraigas, Henrik. ¿Adónde quieres ir a parar?

—A que fueron extranjeros quienes acabaron con su negocio. Abrieron su local justo en la acera de enfrente. Con un montón de verduras frescas. Precios económicos. También con aceitunas y quesos exóticos. Cosas de las que Trond no tenía ni idea y que tampoco le gustaban.

Volvió a sonrojarse.

—O eso me imagino. No lo sé.

—¿Y?

Hanne cruzó los delgados brazos sobre el pecho. Estaba sentada en una silla de oficina corriente, con frecuencia se trasladaba de la silla de ruedas a otros asientos. Henrik se preguntó si lo hacía para ejercitarse. Tal vez resultara nocivo para el cuerpo estar siempre en la misma postura.

—Lo único que está claro es que murió a finales de ese año.

—¿De qué?

Henrik se encogió de hombros.

—No he podido averiguarlo con seguridad, pero fui al archivo en papel del diario Aftenposten y di con una necrológica. Puede que fuera un suicidio. No lo dice con esas palabras, cierto, pero leí entre líneas. Y es algo que debe de resultar bastante evidente para alguien como tú.

Sonrió con timidez. Ella le miró muy seria con los ojos entrecerrados.

—¿Y por qué crees que es interesante?

—Racismo —respondió él titubeante—. Motivo para…

—Henrik. No estamos investigando a Kirsten Ranvik para averiguar si es racista. En términos estrictos no estamos investigando a Kirsten Ranvik. Estamos intentando llegar al fondo de la cuestión de dónde está Karina Knoph, lo que en el fondo es un caso totalmente diferente. ¿De acuerdo?

Hanne no parecía estar tan molesta como sus palabras podían dar a entender. Henrik se enderezó un poco el cuello de la camisa y se toqueteó los gemelos de los puños.

—No estás siendo justa —dijo en voz baja.

—¿Yo?

—Sí. Era precisamente Kirsten Ranvik a quien tenía que investigar. Me pediste que averiguara si había algo en su vida que pudiera confirmar esa…

Por fin se atrevió a levantar la vista. Hanne no movió un músculo de la cara.

—… teoría de tu amigo de que llevaba una especie de…

Ella seguía mirándole sin decir nada.

—Bueno, que podría estar influyendo en chicos jóvenes. Usando ese club de lectura. Si había alguna base para creer que era de extrema derecha. Eso fue lo que me pediste que hiciera.

Su silencio le desconcertaba y le hizo seguir hablando sin tener mucho más que decir.

—Cuando Kirsten Ranvik apareció en los dos casos fue cuando empezaste a sentir curiosidad. Y yo también, la verdad. Y después he hecho exactamente lo que me pediste.

—Tienes razón.

—¿Qué?

—No he sido justa. Lo lamento. Valoro lo que has descubierto. Es impresionante. Tú eres impresionante, Henrik. Pero ahora mismo quiero centrarme en Karina.

Le había dicho que era «impresionante». Su puño izquierdo golpeó el omóplato derecho tres veces antes de metérselo debajo de los muslos.

—Creo que sé exactamente lo que le ocurrió a Karina —dijo feliz—. O… No con toda precisión, no. Pero casi.

—Cuéntame.

—He vuelto a ver a Gunnar —dijo en voz baja.

—¿Sí?

—Esta mañana —dijo en voz un poco más alta—. Cuando su madre se marchó a trabajar. Tengo…

Se levantó y fue a buscar la mochila. Sacó un folio, lo desdobló y lo puso frente a ella.

—Es una especie de… informe —dijo—. No nos hemos puesto de acuerdo sobre cómo vamos a organizar el papeleo de este caso, pero yo…

Hanne no le estaba escuchando. Leía. Rápido, por lo que él pudo ver.

Mientras esperaba se mordió la uña del dedo índice, que ya estaba demasiado corta.

—Buen trabajo, Henrik.

Dejó la hoja y se quitó las gafas.

—¿Y tuviste estómago para dejarle solo?

Henrik creyó intuir las arrugas de una sonrisa en torno a sus ojos.

—Me costó —confesó—. Pero también me sentía un poco… contento. Por todo lo que me dijo, después de todo.

—Tenías motivos. Veamos…

Miró al techo.

—Basándonos en la conversación que mantuviste en el parque de Frogner con Abid Kahn, las dos charlas con Gunnar Ranvik y tu visita a la prisión de Ullersmo, concluyes lo siguiente: Karina y Gunnar son medio novios, pero él está bastante más interesado que ella. Ella tonteaba con drogas, al menos con el hachís, y le llevó al lago Maridal el 3 de septiembre de 1996. Dos colegas de Karina, Fawad y Mohamed, fueron con ellos o aparecieron por allí.

—Creo que se presentaron allí.

—Ellos también quieren hachís. Se pelean. O bien porque Karina no se muestra muy generosa, o bien porque opina que no hay suficiente para todos. Se empujan, Karina cae al río y …

Puso los codos sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre las manos.

—Ahí se acaba mi imaginación —concluyó Hanne.

—Ella cae al agua —tomó el relevo Henrik, entusiasmado—. La corriente es fuerte. Las paredes, de hormigón.

—Son aguas poco profundas. Se hace pie, ¿no?

—Bueno, mucha gente se ha ahogado en el río Aker a lo largo de los años, ¿no?

—Continúa.

—Los chicos son presa del pánico. La sacan del río, puede que los tres ayuden. Pero ¿y si está muerta? Puede haberse dado un golpe en la cabeza o haberse congelado, o…

—No se tarda tan poco en morir por congelación.

—Pues puede haberse dado un golpe en la cabeza. Como ya te he dicho fui a ver el sitio y las paredes son escarpadas y bastante altas. Bueno, al final consiguen sacarla.

Hizo una breve pausa para pensar. Hanne seguía mirándole fijamente.

—Está muerta. Los chicos están aterrados. Gunnar quiere ir en busca de ayuda. Grita que hay que llamar a la policía. Les amenaza. Está histérico. No es él quien ha provocado la muerte de Karina. Fawad y Mohamed le pegan hasta matarle.

—Gunnar está vivo, Henrik. No le mataron de una paliza.

—Pero ¿y si lo creyeron muerto?

Hanne parecía cada vez más escéptica, pero asintió con la cabeza de manera casi imperceptible. Él lo tomó como una invitación a seguir hablando.

—Gunnar está allí tirado, inconsciente y apaleado. Karina está muerta. Fawad y Mohamed tienen que deshacerse de dos cadáveres.

—Henrik, es una zona bastante transitada. Se arriesgaban a verse sorprendidos por excursionistas en cualquier momento.

—¡Pues eso hace que sea todavía más importante deshacerse de los cuerpos! Además era otoño, hacía frío y había anochecido. No había mucha gente en la calle. Ellos…

De pronto dio la impresión de que Hanne había perdido todo el interés. Empujó el folio hacia el centro de la mesa y manoseó el bolígrafo.

—… necesitaban ayuda —concluyó él a pesar de todo—. Y mientras estuvieron ausentes, Gunnar fue capaz de ponerse de pie tambaleándose y alejarse tanto que cuando volvieron no dieron con él.

Hanne sonreía.

Le pareció que era una sonrisa amable. Una sonrisa como la que uno dedicaría a un niño que se ha portado bien, pero no lo bastante. Ella abrió la boca para decir algo cuando una idea repentina, inesperada, se abrió paso en la mente de Henrik.

—¡Espera! —exclamó saltando de la silla—. ¿Tienes la copia del caso? ¿Del caso policial de la agresión a Gunnar?

Hanne señaló el armario del fondo. Él se acercó y la miró interrogante. Ella asintió con la cabeza.

—¿Recuerdas que estuvimos de acuerdo en que este caso no estuvo mal llevado? —dijo sentándose con los papeles en el regazo—. La policía hizo un trabajo lamentable tras la desaparición de Karina, pero se destinaron muchos recursos a averiguar qué había pasado con Gunnar. Entre otras cosas fueron de puerta en puerta en el vecindario. Para preguntar si habían oído o visto algo sospechoso. Entre otras cosas preguntaron…

Henrik pasó las páginas con prisa. Hanne seguía sin decir nada. Por fin sacó una única hoja.

—Bingo. Coches desconocidos. Los vecinos de Kjelsås se habían fijado en un total de seis coches aparcados que no solían circular por la zona.

Volvió a saltar de la silla y dejó la hoja frente a Hanne.

—Ahí —señaló con el índice de uña mordisqueada—. Hubo dos coches que nunca localizaron. La descripción era demasiado vaga. Los otros cuatro fueron identificados. Tres pertenecían a gente que pernoctó por la zona, en las calles Myrerveien y Mittoddveien. Por último, había una furgoneta. Resultó que pertenecía a un albañil.

Su dedo golpeó un nombre de la lista.

—Una empresa de albañilería llamada Herederos de Eilif Andersen. La vecina se había fijado en la furgoneta porque el logo del lateral le pareció curioso. Era el mayor de los tres cerditos, con una gorra de albañil y una paleta en la mano.

Hanne se inclinó hacia un lado y le miró de reojo.

—La verdad es que no sé adónde quieres ir a parar.

—¡Un albañil! Descartaron el vehículo porque esa empresa estaba trabajando en los cimientos de… —agarró la hoja y la sujetó en el aire— la calle Mitoddveien 34 C. ¡Una empresa de albañilería, Hanne!

Henrik se sacó el smartphone del bolsillo a toda velocidad y escribió algo. Pocos segundos después se quedó petrificado. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo.

—El hermano de Fawad —dijo despacio, notando que, por una vez, se estaba quedando pálido—, Imran Sharif. Trabaja en la empresa Herederos de Eilif Andersen. Es su empleo actual. ¿Y si…? ¿Y si ya trabajaba allí en 1996? En ese caso la ayuda no andaba muy lejos, Hanne. En ese caso Fawad y Mohamed tenían ayuda a mano para transportar los cadáveres.

Ella no contestó. Le miraba. Pensaba.

—Fue en ese preciso instante cuando Fawad se cerró en banda —dijo Henrik volviendo despacio a su silla, pero no se sentó—. Fue al preguntarle qué hacía Imran en 1996 cuando Fawad perdió todo interés por un nuevo ordenador.

Se quedaron en silencio. Mucho rato.

—Creo que vas a hacer una visita a Mortensrud —dijo Hanne por fin—. Me parece que puede resultar interesante que vayas por allí.

A los niños ya no les interesaba lo más mínimo la filatelia. Se notaba en las subastas y en las reuniones del club. La edad media era cada vez mayor. En estos tiempos solo importaban los ordenadores y la acción. No veía con frecuencia a sus nietos pero tenía la clara impresión de que la infancia había cambiado mucho desde los años cincuenta.

Él había empezado su colección a los cinco años, cuando recibió la primera postal del extranjero. De Estados Unidos, con los saludos de un tío suyo que era marinero y que acabó adquiriendo la costumbre de mandarle postales de todo el mundo. Fue el principio de una pasión que le había durado toda la vida. Puede que la colección no valiera gran cosa en comparación con el tiempo que le había dedicado, pero para él era un tesoro. Y contenía alguna que otra joyita, eso era indudable.

Después de haber pasado toda su vida adulta en Ålesund, los últimos diecisiete años como jefe de sección del astillero de Fiskarstrand, en fechas recientes se había planteado la posibilidad de volverse a Oslo. Su mujer había fallecido, sus dos hijos se largaron del pueblo en cuanto fueron adultos. Los dos vivían en la región de Oslo, y si él también se mudaba, al menos vería algo más a sus nietos.

Y puede que también a su hermana, aunque con ella había mantenido poco contacto en los últimos años. Era Peder quien prefería que fuera así. Solo intercambiaban breves saludos en Navidad y por sus cumpleaños. Le dejaban que hiciera una breve visita a la casa de la calle Skjoldveien cuando en alguna rara ocasión viajaba a la capital.

Durante un tiempo estuvo tentado de dejarlo todo y volver a casa. Pero en los últimos años se había dado cuenta de que Oslo ya no era su ciudad. De niño había ido al colegio de Sagene. Un par de años antes se había dado un paseo por el río Aker y se acercó al colegio, a tiro de piedra de la fábrica de telas de Hjula, que aún fabricaba tejidos durante los años de su infancia.

Ahora el patio del colegio estaba lleno de hijos de negros. Niñas con hiyab y niños canijos y descarados que robaban como gitanos. Vio alguna que otra cabeza rubia en el revoltijo de críos indisciplinados y sintió pena por ellos. Un chiquillo pegado al portón de la entrada, delgado y mocoso, parecía estar tan solo entre la multitud que Simon le dio un billete de cien coronas. No había acabado de darse la vuelta y ya estaban allí. Los chavales mayores que ya tenían un bigote ralo a los doce años. Le quitaron el billete, por supuesto. Simon había vuelto para recuperarlo, pero entonces sonó el timbre. La muchedumbre desapareció en el interior del edificio escolar como cucarachas debajo de la bañera al encender la luz.

Él no era racista.

Simon Ranvik era nacionalista. Creía en Noruega. En el rojo, blanco y azul de la cruz cristiana de la bandera. Su tío, que recorrió los mares durante más de treinta años, contaba montones de anécdotas divertidas de gentes de todo el mundo. Pero podían quedarse en sus lugares.

Sobre todo los musulmanes.

Resultaba extraño que la gente no lo comprendiera. Que no se percatara del experimento absurdo al que se habían prestado. Que no se dieran cuenta de que detrás había un plan muy completo, muy fácil de ver si uno quería mirar. No era para esto para lo que luchó su padre durante la guerra. No había sacrificado años de su vida para tener diputados musulmanes y negros en el Parlamento. Ni mezquitas ni llamadas a la oración ni gente que no podía ver el dibujo de un cerdo sin hacer volar a otros por los aires.

Noruega, la verdadera Noruega, no sabía lo que le convenía.

Pero las vendas habían empezado a caer de sus ojos. Se estaban empezando a cansar. Lo notaba. No solo en la tienda y en el club filatélico. En la televisión y en la radio, en los periódicos, y en un par de las reuniones del club de jubilados. En todas partes las cosas estaban cambiando. La mayoría de la gente se estaba dando cuenta de lo que hacía mucho que él y su familia habían comprendido.

Los extranjeros destruirían el país si no se tomaban medidas.

Simon Ranvik colocó el último sello en su sitio en el álbum y lo cerró.

Iba a ser un Diecisiete de Mayo histórico.

Los hombres congregados en Eidsvoll habían declarado una Noruega independiente y completamente noruega. No habían imaginado un hervidero de extraños que se atracaban de todo lo noruego y que terminarían por ganar si nadie les detenía.

El plan de Peder era genial. Los sacrificios que Simon se había visto obligado a hacer por él no eran nada en comparación con los que tuvo que soportar su padre cuando luchaba contra las fuerzas invasoras.

Se levantó y dejó el álbum en su sitio de la estantería. Miró la hora. Vio que eran las cuatro y veinticinco.

Era hora de mandar los mensajes del día. El suceso de Sandefjord había ido bien. El primer mensaje sería una felicitación e iría destinado a su hermano.

Imran Sharif era totalmente opuesto a su hermano.

Él también era de constitución liviana, pero estaba en mucha mejor forma. Los músculos de sus antebrazos abultaban bajo la camiseta. Eran muy parecidos de cara, pero la piel de Imran era homogénea y tenía la dentadura cuidada.

Había recibido a Henrik con sorprendida verborrea y le invitó a pasar. La casa de Mortensrud era grande y estaba bien cuidada, con la inevitable cama elástica en el jardín y un garaje con capacidad para tres coches junto a la calle. Henrik se fijó en que había dos bicicletas infantiles aparcadas junto al portón y le preguntó si podían hablar fuera. Sin que les interrumpieran. Imran se había reído entre dientes y comentó que era poco frecuente que la policía fuera a casa de la gente para interrogarla. No es que tuviera experiencia alguna con los representantes de la ley, pero, como seguramente Henrik Holme sabía, tenía un hermano que había cubierto la cuota de su familia en esos temas. De sobra.

—Es poco habitual —asintió Henrik—. Pero quería molestarte lo menos posible. En realidad se trata de un asunto sin importancia.

Resultó que Imran tenía un despacho para trabajar en casa en la segunda planta del enorme garaje.

—Siéntate —dijo cuando subieron por la empinada escalera y entraron—. ¿Te apetece algo? Tengo de todo en la nevera. Puedo hacer café si quieres. ¡Lo que te apetezca!

Henrik declinó su ofrecimiento y se sentó en un pequeño sofá. Imran escogió una butaca y puso los pies encima de la mesa.

—Supongo que esto tendrá que ver con mi hermano —dijo—. Y debo decirlo de entrada: no puede vivir aquí cuando salga en libertad. Lo hemos intentado. Fue un auténtico infierno. Entra y sale cuando le da la gana y no paga una mierda. Quiero mucho a mi hermano, ¡eh!, pero ya sabes… No es bueno para los niños que ande por aquí. No de manera permanente. Mi mujer se vuelve loca solo de pensarlo. He hablado con la oficina de seguimiento de convictos en libertad y…

—No, no. No se trata de él. Bueno, sí, también. Pero yo… —Henrik intentó subirse más el cuello del jersey—. Se trata de algo que ocurrió en el otoño de 1996.

—¿Sí?

Imran no pestañeó.

—¿Tratabas mucho a tu hermano en esa época? Tú tendrías unos veinte años y Fawad diecisiete.

—No.

—Eh… ¿Por qué no?

—No nos interesaban las mismas cosas.

El hombre, que no había parado de hablar desde que se conocieran cinco minutos antes, había pasado a responder con una concisión exagerada.

—¿Ninguna afición en común? ¿Por ejemplo el fútbol? Me pareció entender que Fawad era bastante bueno.

—No.

—¿No?

Dar respuestas lo más breves posibles era una técnica bien conocida. En vista de que Imran no tenía antecedentes, debía de haberlo aprendido de su hermano.

—¿Cómo te hiciste albañil?

—Hice un módulo de formación profesional. Construcción. Dos años. Y dos años más de aprendiz.

—Eso quiere decir que… —Henrik fingió que hacía cálculos—, que ese año estabas haciendo prácticas. En 1996.

—Seguro. Si tú lo dices.

—¿Has trabajado en la misma empresa todo el tiempo? ¿Herederos de Eilif Andersen? ¿Los que tienen ese cerdo tan divertido en las furgonetas?

—¿Qué es lo que quieres?

Había bajado los pies al suelo. Se inclinó hacia delante con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos entrelazadas. Seguía aparentando tranquilidad. Pero estaba tenso. No solo se había callado en cuanto Henrik había mencionado el año 1996, todo él parecía estar alerta. Tenía la mirada firme y no se había puesto colorado. Nada de pasarse la punta de la lengua por los labios. Al contrario. Parecía una estatua de sal.

—Solo necesito un par de respuestas —dijo Henrik sonriente—. Nos han encomendado a una colega y a mí revisar algunos casos antiguos sin resolver. Casos fríos, como en la televisión, ya sabes.

—Nunca he tenido nada que ver con ningún delito, ni en 1996, ni antes ni después. ¿Qué es lo que quieres de verdad?

—Había una chica llamada Karina.

Imran seguía sin pestañear. No apartó la mirada ni una milésima de segundo.

—Nunca he oído mencionar ese nombre.

—Seguro que sí. Quiero decir el nombre. No es que sea muy corriente, pero conozco…

—Karine —le interrumpió Imran—, ese sí lo he oído. Y Katrina. Pero nunca Karina. Y ahora debo marcharme. Tengo que recoger a mi mujer en el trabajo.

Se levantó con calma y se dirigió a la puerta.

—Si quieres algo más tendrás que citarme de la manera habitual. En la comisaría. Como debe ser, ¿no? Y entonces valoraré si debo contar con un abogado. Esto parece un poco… —miró a Henrik como si quisiera corregir a un niño travieso— de aficionados, si te soy sincero. Seguramente debería presentar una queja contra ti. Vamos. No tengo tiempo para esto.

—¿Sabes? —dijo Henrik obedeciendo y poniéndose de pie—. Esas series de televisión dan una imagen bastante distorsionada de cómo se relaciona la gente con la policía. En ellas ocurre con demasiada frecuencia que la gente se derrumba y confiesa. Sospecho que es porque cada episodio debe durar una hora escasa. Es como si a esos detectives de la televisión no les diera tiempo a terminar de recoger pruebas. Al final necesitan que les ayuden con una confesión.

—Vamos —dijo Imran, y abrió la puerta.

—En la vida real —prosiguió Henrik— las cosas son completamente diferentes. Lo normal es que nadie confiese nada salvo que les pillen con las manos en la masa o las pruebas sean tan contundentes que sea una estupidez negar la evidencia. No buscamos confesiones entre sollozos. Al menos no en la primera ronda. Solo estamos reconociendo el terreno. Observamos cómo reacciona la gente. Eso nos da muchas pistas. A mí también, aunque en realidad tienes razón. Se me da muy mal la gente. Soy un aficionado. Pero, paradójicamente, se me da muy bien descubrir mentiras.

—Lo digo en serio —dijo Imran—. Sal de aquí. Parece que estás como una cabra.

—Solo soy un poco raro. No estoy loco, para nada.

Llegó hasta la puerta y salió.

—Gracias por atenderme —dijo al llegar al pie de la empinada escalera.

Imran no contestó.

Cuando llegó al portón, el hombre ya había desaparecido. Henrik pensó satisfecho que aquella excursión había sido un éxito.

Una salida muy provechosa a Mortensrud, y al día siguiente le habían invitado a cenar por segunda vez desde que se mudó a Oslo.

Tenía toda la pinta de que iba a ser un fin de semana memorable.

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