Odessa

Odessa


XVIII

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XVIII

Era la una y diez cuando el «Mercedes» de Mackensen entraba en la finca. A la mitad del camino encontró el paso cortado.

Evidentemente, el «Jaguar» había sido volado desde el interior; pero sus cuatro ruedas seguían sobre el suelo. Había quedado atravesado en el sendero. Las partes delantera y trasera todavía eran reconocibles, y se mantenían unidas por el robusto armazón del chasis; pero la parte central, incluso los asientos delanteros, habían desaparecido. Se veían pequeños pedazos de carrocería esparcidos alrededor.

Mackensen examinó el esqueleto con una leve sonrisa y se acercó al fardo de ropas chamuscadas, que se encontraba a seis metros de distancia. Le llamó la atención el tamaño del cadáver, y se quedó contemplándolo durante unos minutos. Luego echó a correr ágilmente hacia la casa.

No llamó, sino que empujó la puerta. Esta se abrió, y Mackensen entró en el recibidor. Se quedó varios segundos escuchando inmóvil, acechando como una fiera carnívora junto a una charca. No se oía nada. De la funda que llevaba bajo la axila izquierda sacó una «Lüger» automática de cañón largo, quitó el seguro y empezó a abrir puertas.

La primera era la del comedor; la segunda, la del estudio. Aunque inmediatamente vio el cuerpo que estaba tendido en la alfombra, no se movió de la puerta hasta haber reconocido el resto de la habitación. Sabía de dos hombres que se habían dejado engañar por el truco: un señuelo bien a la vista, y el enemigo emboscado. Antes de entrar miró por la rendija de la puerta, para asegurarse de que no había nadie tras ella.

Miller estaba tendido de espaldas, con la cabeza ladeada. Mackensen se quedó varios segundos mirando aquel rostro blanco como la tiza, y luego se agachó para escuchar la débil respiración del caído. El coágulo de sangre que tenía detrás de la oreja le permitió deducir lo sucedido.

Pasó los siguientes diez minutos registrando la casa. Observó que en el dormitorio principal había varios cajones abiertos y que en el cuarto de baño faltaba la máquina de afeitar. Luego volvió al estudio, examinó la vacía caja de caudales, se sentó ante la mesa y cogió el teléfono.

Permaneció varios segundos escuchando, luego masculló entre dientes un juramento y colgó. No tuvo la menor dificultad en encontrar la caja de las herramientas, pues la puerta del armario situado debajo de la escalera estaba aún abierta. Sacó todo lo necesario y salió de la casa por la puertaventana del estudio, para asegurarse, al pasar, de que Miller seguía inconsciente.

Tardó casi una hora en encontrar los hilos del teléfono, desenredarlos de la maleza y empalmarlos. Terminado el trabajo, volvió a la casa, se sentó a la mesa y probó el teléfono. Al oír la señal, marcó el número de su jefe en Nuremberg.

Esperaba que el Werwolf estaría deseando saber de él, pero su voz sonaba fatigada y casi indiferente. Como un buen sargento, Mackensen le informó de todo: la destrucción del coche; la muerte del guardaespaldas; la manilla que aún pendía de la chimenea; la sierra mellada y tirada en la alfombra, y el cuerpo inconsciente de Miller tendido en el suelo. Para terminar, le habló de la marcha del dueño de la casa.

—No se ha llevado casi nada, jefe. Sólo una bolsa de mano y, seguramente, dinero, pues la caja está abierta. Yo arreglo esto en seguida. Si quiere, puede volver.

—No; no volverá —dijo el Werwolf—. Cuando usted llamó, acababa yo de colgar el teléfono. Estuve hablando con él; me llamó desde el aeropuerto de Frankfurt. Dentro de diez minutos sale en avión para Madrid, donde esta noche enlazará para Buenos Aires…

—Pero, ¡si no hace falta! —protestó Mackensen—. Yo puedo hacer hablar a Miller; encontraremos los papeles. Entre las ruinas del coche no había rastro de la cartera, y él no lleva nada encima, sólo una especie de Diario que está en el suelo del estudio. Lo demás debe de estar escondido por aquí cerca.

—No tan cerca. Está en un buzón de Correos.

El Werwolf, con voz cansada, dijo a Mackensen qué era lo que Miller había robado al falsificador y lo que Roschmann acababa de comunicarle desde Frankfurt.

—Esos papeles estarán en manos de las autoridades mañana por la mañana; el martes, a lo sumo. A partir de entonces, todos los que figuremos en los documentos de la carpeta estaremos en peligro. Y en la lista está Roschmann, el dueño de esa casa, y estoy yo. He pasado toda la mañana intentando avisar a todos de que deben salir del país antes de veinticuatro horas.

—¿Y qué hago yo?

—Usted escabúllase —respondió el jefe—. Usted no está en la lista. Yo sí; por eso tengo que marcharme. Vuelva a su casa y espere a que mi sucesor se ponga en contacto con usted. Lo demás está liquidado. Vulkan ha huido y no piensa volver. Con su marcha, toda la operación se vendrá abajo, a no ser que otro pueda hacerse cargo del proyecto.

—¿Qué Vulkan? ¿Qué proyecto?

—Puesto que todo se ha perdido, ya no importa que se sepa. Vulkan era el nombre clave de Roschmann, el hombre a quien usted debía proteger de Miller…

En unas cuantas frases, el Werwolf explicó al asesino por qué era Roschmann tan importante, por qué era insustituible y por qué el proyecto no podría ya llevarse a cabo. Cuando terminó, Mackensen lanzó un leve silbido y miró la figura yacente de Peter Miller.

—Bien ha fastidiado las cosas el chico —dijo.

Pareció que el Werwolf recobraba un poco de su antigua energía y, en tono autoritario, dijo:

—Es preciso que deje la casa en orden, Kamerad. ¿Se acuerda de la brigada de limpieza que utilizó una vez?

—Sí, sé cómo avisarles. No están lejos de aquí.

—Llámelos, y que dejen la casa en perfecto orden, sin el menor rastro de lo sucedido. La esposa de Roschmann regresa esta noche, y no debe enterarse de nada, ¿comprendido?

—Así se hará.

—Después, desaparezca. Otra cosa: antes de irse, acabe de una vez con el dichoso Miller.

Mackensen, entornando los ojos, miró al reportero.

—Con mucho gusto —dijo.

—Entonces, adiós, y buena suerte.

Mackensen colgó el teléfono, sacó una libreta de direcciones, la hojeó y marcó un número. Se dio a conocer y recordó a su interlocutor el favor que había hecho anteriormente a los camaradas. Le dijo adónde debía ir, y lo que encontraría.

—El coche, con el cadáver, deben ir a parar a algún barranco; los rocían bien con gasolina, y les prenden fuego. Que no quede en los bolsillos del hombre nada que sirva para identificarlo. Quítenselo todo; incluso el reloj.

—De acuerdo —dijo la voz—. Llevaré un remolque y una grúa.

—Otra cosa: en el estudio encontrarán otro fiambre y una alfombra manchada de sangre. Desháganse de todo; pero no vayan a dejarlo en el coche, con el otro. A ése lo echan a un lago bien profundo, con un buen lastre. ¿De acuerdo?

—No hay inconveniente. Llegaremos a las cinco, y a las siete habremos desaparecido. No me gusta transportar esa clase de carga a la luz del día.

—Bien. Yo me habré marchado antes de que ustedes lleguen; pero lo encontrarán tal como les he dicho.

Colgó el teléfono, se levantó de la mesa y se acercó a Miller. Sacó la «Lüger» y, automáticamente, inspeccionó la recámara, a pesar de que sabía que estaba cargada.

—¡Mequetrefe…! —gruñó, apuntándole a la frente con el brazo extendido.

Los años vividos como un animal predador proporcionaron a Mackensen sentidos de leopardo, que le permitieron salir con vida de trances en que otros, víctimas y colegas, habían sucumbido. No vio la sombra que desde la puertaventana se proyectó en la alfombra: la presintió, y giró rápidamente sobre sus talones, dispuesto a hacer fuego. Pero aquel hombre estaba desarmado.

—¿Quién diablos es usted? —refunfuñó Mackensen, sin dejar de apuntarle.

El hombre que estaba en la puertaventana vestía de motorista: cazadora y pantalón de cuero. En la mano izquierda, a la altura del estómago, sostenía el casco, sujeto por el barboquejo. Miró el cuerpo tendido a los pies de Mackensen y la pistola que éste empuñaba.

—Me han llamado —dijo inocentemente.

—¿Quién? —preguntó Mackensen.

Vulkan —respondió el hombre—, el camarada Roschmann.

Mackensen dio un gruñido y bajó la pistola.

—Pues se ha marchado.

—¿Se ha marchado?

—Sí; se ha largado a América del Sur. Todo el proyecto se ha ido al diablo. Y gracias a este maldito periodista.

Señaló a Miller con el cañón del arma.

—¿Va a liquidarlo? —preguntó el hombre.

—Naturalmente. Ha desbaratado todo el proyecto. Ha identificado a Roschmann y ha enviado un montón de cosas a la Policía; toda una carpeta repleta de documentos. Si figuras en ella, será mejor que te largues también tú.

—¿Qué carpeta?

—La de ODESSA.

—No; no figuro en ella.

—Ni yo tampoco. Pero el Werwolf sí, y me ha dado orden de terminar con éste antes de largarnos.

—¿El Werwolf?

Mackensen empezó a sospechar. Acababan de decirle que en Alemania nadie estaba enterado del proyecto Vulkan, aparte el Werwolf y él mismo. Los demás estaban en América del Sur. Supuso que el recién llegado procedía de allí. Pero en tal caso tenía que conocer al Werwolf. Entornó ligeramente los ojos.

—¿Has venido de Buenos Aires? —preguntó.

—No.

—Entonces, ¿de dónde vienes?

—De Jerusalén.

Mackensen tardó medio segundo en captar el significado de la palabra. Luego levantó la «Lüger» para hacer fuego. Pero medio segundo es mucho tiempo. En medio segundo se puede morir.

El forro de caucho del casco quedó chamuscado cuando se disparó la «Walther». Pero el proyectil de 9 milímetros atravesó la fibra de vidrio sin perder velocidad y alcanzó a Mackensen en el tórax con la fuerza de una coz. El casco cayó al suelo, dejando al descubierto la mano derecha del agente. Entre la nube de humo azulado, la automática volvió a disparar.

Mackensen era un hombre fuerte y corpulento. Incluso con una bala en el pecho podía haber disparado; pero el segundo proyectil, que penetró en su cabeza dos dedos por encima de la ceja derecha, le estropeó la puntería. Y, además, lo mató.

Miller volvió en sí el lunes por la tarde, en una habitación particular del Hospital General de Frankfurt. Durante la primera media hora sólo pudo darse cuenta de que tenía la cabeza vendada y ocupada por dos activas piezas de artillería. Descubrió un pulsador y lo oprimió. Entonces entró una enfermera y le dijo que no se moviera, porque padecía una fuerte conmoción.

De modo que permaneció quieto, y poco a poco fue recordando lo sucedido el día antes hasta media mañana. Después, nada. Se quedó dormido. Cuando despertó, era de noche. Junto a su cama había un hombre.

—No sé quién es usted —dijo.

—Yo sí sé quién es usted —respondió el visitante.

Miller reflexionó.

—Le he visto antes de ahora —dijo—. Usted fue a casa de Oster con Leon y Motti.

—Exacto. ¿Qué más recuerda?

—Casi todo. Va volviendo a mi memoria.

—¿Roschmann?

—Sí. Hablé con él. Yo iba a llamar a la Policía.

—Roschmann se ha ido. Ha huido otra vez a América del Sur. El asunto ha terminado. Todo acabó, ¿comprende?

Miller movió lentamente la cabeza a derecha e izquierda.

—Del todo no. Tengo una historia sensacional, y voy a escribirla.

La sonrisa de su visitante se esfuminó. El hombre se inclinó sobre Miller.

—Oiga, Miller, es usted un pobre aficionado, y tiene suerte de estar vivo. No escribirá nada. En primer lugar, no tiene nada que escribir. El Diario de Tauber lo tengo yo, y pienso llevármelo a mi tierra, donde debe estar. Anoche lo leí. En el bolsillo de su chaqueta estaba la fotografía de un capitán del Ejército. ¿Su padre?

Miller asintió.

—Conque ése era el motivo, ¿eh? —preguntó el agente.

—Sí.

—Lo siento. Quiero decir, que lamento lo de su padre. Nunca creí que le diría esto a un alemán. Hábleme de la carpeta. ¿Qué había en ella?

Miller se lo dijo.

—¿Y por qué no nos la entregó a nosotros? Es usted un desagradecido. Después de todo lo que hicimos para que pudiera entrar en ODESSA, cuando consigue algo, lo pasa a los suyos. Nosotros hubiéramos hecho mejor uso de esa información.

—Tenía que enviarla a través de Sigi. Por tanto, debía hacerlo por correo. Son ustedes tan precavidos, que no consintieron que me enterase de la dirección de Leon.

Josef asintió.

—Tiene razón. De todos modos, no va a escribir nada. No tiene pruebas. El Diario ha desaparecido, y la carpeta, también. No le queda más que su palabra. Si insiste en hablar, nadie le creerá, excepto ODESSA, y ellos vendrán a liquidarlo. O atacarán a Sigi, o a su madre. No olvide que pegan fuerte.

Miller se quedó pensativo.

—¿Y mi coche?

—Es verdad; ya no me acordaba de que usted no lo sabe.

Josef le contó lo de la bomba, y cómo había explotado.

—Ya le he dicho que pegan fuerte. El coche ha sido encontrado incendiado en el fondo de un barranco. El cadáver que había dentro no ha sido identificado; pero no es el suyo. La versión oficial es que un tipo que hacía autostop le golpeó con una barra de hierro y se llevó el coche. El hospital confirmará que a usted lo trajo un motorista que lo había encontrado en la carretera y llamó a una ambulancia. Como yo llevaba casco y anteojos, no me reconocerán. No debe usted cambiar nada de esa versión. Para asegurarme, hace dos horas llamé a la Agencia de Prensa alemana, fingiendo ser del hospital, y les di la noticia. La versión oficial es que usted fue víctima de un maleante que huyó en su automóvil y se estrelló.

Josef se levantó para marcharse.

—Es usted un tío con suerte —dijo a Miller—, aunque, al parecer, aún no se ha enterado. Recibí el mensaje que me transmitió su amiga ayer a mediodía, y corriendo como un condenado fui a Munich a la casa de la montaña en dos horas y media. Cuando llegué, usted estaba casi muerto. Había allí uno que iba a matarlo. Yo conseguí impedirlo. —Con la mano en el picaporte, se volvió otra vez hacia Miller—. Acepte un buen consejo: cobre el seguro del coche, cómprese un «Volkswagen», regrese a Hamburgo, cásese con Sigi, tengan hijos y continúe con el periodismo. No vuelva a meterse con profesionales.

Media hora después de que Josef se fuera, entró la enfermera.

—Le llaman por teléfono.

Era Sigi, que reía y lloraba a la vez. Acababa de enterarse, por una llamada anónima, de que Peter estaba en el Hospital General de Frankfurt.

—Ahora mismo voy hacia ahí —le dijo, y colgó.

El teléfono volvió a sonar.

—¿Miller? Aquí Hoffmann. He leído su caso en las noticias de la agencia. ¿Cómo se encuentra?

—Estoy bien, Herr Hoffmann.

—¡Magnífico! ¿Cuándo estará dispuesto a trabajar?

—Dentro de pocos días. ¿Por qué?

—Tengo una historia que entra en su especialidad. Hijas de papá que se van a esquiar a las montañas y son seducidas por apuestos monitores. En Baviera hay una clínica que después las saca del atolladero a cambio de una buena prima, y así papaíto no se entera de nada. Al parecer, algunos de los galanes cobran comisión de la clínica. Una historia muy jugosa. Sexo en la nieve. Orgías de alta montaña. ¿Cuándo podrá comenzar?

Miller lo pensó durante unos momentos.

—Dentro de una semana.

—Magnífico. A propósito: sobre esa otra historia de los nazis, ¿consiguió encontrar al hombre? ¿Hay reportaje?

—No, Herr Hoffmann —respondió Miller lentamente—, no hay reportaje.

—Lo que yo imaginaba. Que se alivie pronto. Nos veremos en Hamburgo.

El avión de Frankfurt en que viajaba Josef, aterrizó en el aeropuerto de Lod, Tel Aviv, al anochecer del martes. En un automóvil le esperaban dos hombres, que lo llevaron al cuartel general para informar al coronel que había enviado el cable cifrado con la firma «Cormorant». Estuvieron hablando hasta casi las dos de la madrugada. Un taquígrafo tomó nota de todo. Cuando Josef terminó su informe, el coronel se recostó en el respaldo del sillón y, sonriendo satisfecho, ofreció un cigarrillo a su agente.

—Buen trabajo —dijo simplemente—. Hemos hecho indagaciones en la fábrica e informado a las autoridades. Anónimamente, desde luego. La sección de investigación será desmantelada. Si las autoridades alemanas no se encargan de ello, lo haremos nosotros. Pero estoy seguro de que lo harán. Al parecer, los técnicos no sabían para quiénes trabajaban. Hablaremos con cada uno de ellos particularmente, y estoy seguro de que casi todos se avendrán a destruir sus notas. Saben que si el caso trasciende, hoy la opinión pública alemana es favorable a Israel. Buscarán otros empleos y mantendrán la boca cerrada. Igual que Bonn y que nosotros. ¿Y Miller?

—Él tampoco hablará. ¿Qué ocurrirá con los cohetes?

El coronel exhaló una bocanada de humo y contempló las estrellas a través de la ventana del despacho.

—Tengo la impresión de que ya no volarán. Nasser tiene que estar preparado para el verano de 1967, lo más tarde. Si se destruyen los datos reunidos en la fábrica de Vulkan, no les queda tiempo para montar otra operación que les permita disponer de los sistemas de teledirección para el verano aludido.

—Entonces ha pasado el peligro —dijo el agente.

—El peligro nunca pasa —sonrió el coronel—. Sólo cambia de forma. Este peligro puede que haya pasado, pero el mayor de todos persiste. Vamos a tener que luchar otra vez, y quizás otra, antes de que haya pasado del todo. Pero estará usted cansado. Váyase a su casa.

De un cajón sacó una bolsa llena de efectos personales, mientras el agente depositaba encima de la mesa su falso pasaporte alemán, dinero, la cartera y unas llaves. En una habitación contigua se cambió de ropa. Las prendas de vestir alemanas se quedaban allí.

En la puerta, el coronel le miró de arriba abajo y, satisfecho, le estrechó la mano.

—Bienvenido a casa, comandante Uri Ben Shaul.

El agente se sentía más a gusto en su verdadera identidad, la que adoptó en 1947 cuando llegó a Israel y se alistó en el Palmach.

Tomó un taxi y se hizo llevar a su casa de los suburbios. Una vez allí, abrió la puerta con la llave que acababa de serle devuelta, junto con sus otros efectos.

En el dormitorio distinguió la figura de Rivka, su esposa. La manta que la cubría se movía lentamente, al ritmo de su respiración. Se asomó al cuarto de los niños y contempló durante unos instantes a sus dos hijos, Shlomo, de seis años, y el pequeño Dov, de dos.

De buena gana se hubiera acostado al lado de su esposa, para dormir varios días de un tirón; pero aún le quedaba una cosa por hacer. Dejó la maleta en el suelo y, sin hacer ruido, se cambió por completo, incluso ropa interior y calcetines que sacó de la cómoda, mientras Rivka seguía durmiendo.

En el armario estaban los pantalones del uniforme, limpios y planchados. Así los encontraba siempre al volver a casa. Se calzó las brillantes botas negras. Sus camisas y corbatas caqui estaban en su sitio, con los pliegues de la plancha perfectamente marcados.

Encima se puso la guerrera, cuyo único adorno eran las alas de acero de oficial paracaidista y las cinco cintas con las condecoraciones a que se hizo acreedor en el Sinaí y en choques fronterizos.

Completaba su atuendo la boina roja. Cuando estuvo vestido, metió varios objetos en una bolsa.

Por el Este empezaba a insinuarse un leve resplandor cuando el oficial salió a la calle y subió a su pequeño coche, que seguía donde él lo dejara un mes antes.

Aunque no era más que 26 de febrero y faltaban aún tres días para que terminara el último mes del invierno, el aire ya estaba tibio y presagiaba una radiante primavera.

Salió de Tel Aviv por la carretera del Este, en dirección a Jerusalén. Le gustaba la quietud del amanecer; aquella paz y aquella pureza lo llenaban de admiración. En sus patrullas por el desierto había visto muchos amaneceres, frescos y hermosos, luego llegaba el calor sofocante y, algunas veces, combates y muerte. Era la mejor hora del día.

La carretera discurría por la fértil llanura litoral hacia las ocres colinas de Judea. Pasó por el pueblo de Ramleh, que empezaba a despertar. En aquellos tiempos, después de Ramleh había que dar un rodeo de unos ocho kilómetros por Latrun, para evitar las posiciones avanzadas de las fuerzas jordanas. A la izquierda se divisaban las finas columnas de humo azul que despedían las fogatas del desayuno de la Legión árabe.

En el pueblo de Abu Gosh comenzaban a circular algunos árabes. Cuando subía las últimas cuestas antes de llegar a Jerusalén, el sol asomaba ya por el horizonte e iluminaba la Cúpula de la Roca, que se alzaba en el sector árabe de la ciudad dividida.

Dejó el coche a medio kilómetro de su punto de destino, el mausoleo de Yad Vashem, y recorrió a pie la última parte del camino, a lo largo de la avenida bordeada de árboles plantados en memoria de los cristianos que habían cooperado, y hacia las grandes puertas de bronce que guardan la capilla dedicada a los seis millones de judíos muertos en el holocausto.

El anciano portero le dijo que todavía no estaba abierta; él le explicó entonces lo que deseaba, y el hombre lo dejó pasar. Entró en la sala de los recuerdos, y miró en derredor. Había estado allí otras veces, para orar por su familia; pero los grandes bloques de granito que formaban sus paredes seguían impresionándole.

Se acercó a la baranda y contempló los nombres escritos en caracteres negros, hebreos y romanos. En el sepulcro no había más luz que la de la llama perenne que ardía en el gran vaso negro.

A su resplandor, fue leyendo los nombres escritos en el suelo, docenas y docenas de ellos: Auschwitz, Treblinka, Belsen, Ravensbruck, Buchenwald… Eran demasiados para contarlos; pero al fin encontró el que buscaba: Riga.

No necesitaba cubrirse con la yarmulka: le bastaba la boina roja. Sacó de la bolsa un tallith, una prenda con flecos como la que Miller viera entre los efectos del viejo de Altona sin saber para qué servía, y se la puso sobre los hombros.

Sacó después un libro de oraciones y lo abrió. Se adelantó hasta la baranda de latón que dividía la nave, apoyóse en ella con una mano y contempló la llama. Como no era hombre muy religioso, tenía que consultar el libro con frecuencia, mientras recitaba la oración que tenía ya cinco mil años de existencia.

Yisgaddal,

Veyiskaddash,

Shemay rabbah

Y así, veintiún años después de que Salomon Tauber se extinguiera, en espíritu, en Riga, un comandante del cuerpo de paracaidistas del Ejército de Israel rezaba el kaddish por su alma en una colina de la Tierra Prometida.

Sería muy cómodo si en este mundo terminaran siempre las cosas con todos los cabos bien atados. Pero ello no suele ocurrir. La vida sigue, y cada cual vive y muere en el lugar y momento señalados. Por lo que ha podido averiguarse, esto es lo que ocurrió a los principales personajes de esta historia.

Peter Miller regresó a su casa, se casó y se dedicó a escribir las cosas que a la gente le gusta leer mientras se desayuna o está en la peluquería. En el verano de 1970, Sigi estaba encinta de su tercer hijo.

Los hombres de ODESSA se dispersaron. La esposa de Eduard Roschmann regresó a su casa, y al poco tiempo recibió un cable de su marido, en el que éste le comunicaba que se había establecido en la Argentina. Ella se negó a seguirle. En el verano de 1965, escribió a Roschmann a sus antiguas señas de «Villa Jerbal», para pedirle el divorcio ante los tribunales de la Argentina.

La carta fue reexpedida a la nueva dirección. Al poco tiempo, la mujer recibía respuesta. Roschmann accedía a su petición, pero el divorcio debía ser tramitado ante los tribunales alemanes. Estos lo concedieron en 1966. Ella sigue viviendo en Alemania, pero ahora usa su nombre de soltera, Muller, que en su país es muy corriente. Hella, la primera esposa de Roschmann, sigue viviendo en Austria.

El Werwolf consiguió al fin hacer las paces con sus enfurecidos superiores de la Argentina, y se instaló en una pequeña propiedad que, con el producto de la venta de sus efectos, adquirió en la isla de Formentera.

La fábrica de radios fue liquidada. Todos los científicos que trabajaban en los sistemas de teledirección de los cohetes de Helwan encontraron empleos en la industria o en el mundo académico. Pero el proyecto en que involuntariamente habían estado trabajando a las órdenes de Roschmann, se hundió.

Los cohetes de Helwan no llegaron a despegar. Los fuselajes estaban terminados, y el combustible preparado. Las cabezas nucleares estaban en proceso de fabricación. Si alguien duda de la autenticidad de estas cabezas nucleares, puede consultar la declaración prestada por el profesor Otto Yoklek en la vista de la causa contra Yossef Ben Gal celebrada del 10 al 26 de junio de 1963 en la Audiencia Provincial de Basilea (Suiza). Los cuarenta cohetes, inservibles por falta de los sistemas electrónicos necesarios para guiarlos a los blancos situados en territorio de Israel, seguían en la desierta fábrica de Helwan cuando fueron destruidos por los bombarderos durante la Guerra de los Seis Días. Para entonces, los científicos alemanes, muy compungidos, habían regresado ya a su país.

El envío de la carpeta de Klaus Winzer a las autoridades alemanas causó graves perjuicios a ODESSA. Aquel año, que tan bien empezara, acabó de un modo desastroso; tanto, que, años después, un abogado e investigador de la Comisión Z de Ludwigsburg diría: «1964 fue para nosotros un buen año; sí, muy bueno».

A fines de 1964, el canciller Erhard, impresionado por las revelaciones, hizo un llamamiento a escala internacional a fin de que quienes tuvieran conocimiento del paradero de criminales de la SS reclamados por la justicia informaran de ello a las autoridades. La respuesta fue considerable, y la labor de los hombres de Ludwigsburg recibió un gran estímulo, que se prolongó durante varios años.

Por lo que se refiere a los estadistas que firmaron el convenio sobre armamento entre Alemania e Israel, el canciller de Alemania, Adenauer, siguió viviendo en su casa de Rhondorf cerca de Bonn, a orillas de su adorado Rhin, hasta su muerte acaecida el 19 de abril de 1967. El primer ministro israelí, David Ben Gurion, siguió siendo miembro del Knesset (Parlamento) hasta 1970, en que se retiró al kibbutz de Sede Boker, en el corazón de las pardas colinas del Negev, en la carretera de Beer Sheba a Eilat. Le gustaba recibir visitas allí, y hablaba animadamente acerca de muchas cosas, pero no sobre los cohetes de Helwan ni de la campaña de represalias desencadenada contra los científicos alemanes que trabajaban en ellos.

De los hombres del servicio secreto que figuran en esta historia, el general Amit siguió ejerciendo el cargo de director hasta septiembre de 1968, y sobre él recayó la gran responsabilidad de proveer a su país de información exacta y minuciosa con anterioridad a la Guerra de los Seis Días. Ha quedado demostrado que lo consiguió plenamente.

Al retirarse, fue nombrado presidente y director general de las «Industrias Koor» de Israel, propiedad de los trabajadores. Vive muy modestamente y su esposa, la encantadora Yona, no quiere criada y prefiere hacer ella misma el trabajo de la casa.

El sucesor de Amit, que todavía ostenta el cargo, es el general Zvi Zamir.

El comandante Uri Ben Shaul murió el miércoles 7 de junio de 1967, al frente de una compañía de paracaidistas, al penetrar en el casco antiguo de Jerusalén. Recibió en la cabeza una bala disparada por un legionario árabe, y cayó a trescientos metros al este de la Puerta Mandelbaum.

Simon Wiesenthal vive aún, y trabaja en Viena, recopilando acá un indicio, y allá una confidencia que le ayude a descubrir el paradero de asesinos de la SS. Y mes tras mes y año tras año, sigue cosechando éxitos.

Leon murió en Munich en 1968. Después de su muerte, el grupo de hombres que acaudillaba en aquella cruzada particular de venganza, perdió el ánimo y se dispersó.

Y por último, el sargento de primera Ulrich Frank, el comandante del tanque que cruzó por delante de Miller cuando éste se dirigía a Viena. El sargento se equivocaba al pensar que su tanque, La roca del dragón, iba a convertirse en chatarra. Se lo llevó un barco de carga, y ya no volvió a verlo. Cuarenta meses después, no lo hubiera reconocido.

Su plancha gris acero había sido pintada de color arena, para que se confundiera con el paisaje del desierto. La cruz negra del Ejército alemán que ostentara en la torreta fue sustituida por una estrella de David azul celeste. Asimismo le cambiaron el nombre, y se llamó Espíritu de Masada.

También lo mandó un sargento de primera, un hombre de barba negra y nariz aguileña llamado Nathan Levy. El 5 de junio de 1967, el «M-48» inició su primera y única semana de combate desde que, diez años antes, saliera de los talleres de Detroit (Michigan). Era uno de los tanques que el general Israel Tal lanzó a la batalla de Mitla dos días después; y a mediodía del sábado 10 de junio, cubierto de polvo y gasoil, acribillado por las balas, con las orugas convertidas en obleas por las rocas del Sinaí, el viejo «Patton» se detuvo para siempre en la orilla oriental del Canal de Suez.

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