Nora

Nora


Capítulo 39

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Todo lo que Lord Shropshire hacía por evitar el escándalo, Lady Thomson lo hacía para llamarlo. De modo que, tras el evento en la cámara de lores, se impuso ante el marqués y organizó un evento en su casa de Londres para esperar los resultados de las investigaciones y deliberaciones.

Invitó a todos los que estaban a favor de Charles Miler y los hospedó bajo su techo. Adoraba asomarse cada mañana y encontrar a los periodistas prendidos de la reja de ingreso a la espera de alguna migaja de información.

En el resguardo de la mansión, los invitados mataban el tiempo como les era posible. Se dispuso la sala de juegos para los más pequeños y el salón principal era un ir y venir de adultos que intentaban entretenerse. El clima no acompañaba, desde el lunes anterior que no dejaba de lloviznar. Nora se encontraba en los jardines, sin importarle la humedad, y conversaba con Lord Witthall acerca de duendes.

—Le juro, milord, que en California tienen sus propios duendes, en lugar de tréboles, portan girasoles.

—Magnífico…

Semejante charla le resultaba graciosa y absurda a Charles, que escuchaba retazos desde el interior. El frío no lo invitaba a la exploración.

—Nora, cariño —la llamó—, ven, te enfermarás.

La mujer volteó el rostro hacia él para mostrarle su amplia sonrisa, y giró bajo la lluvia con deleite. Miler rio feliz por ella. Las cosas empezaban a encaminarse, las fuerzas de la ley habían constatado la veracidad de lo expuesto y la reina aceptaría, en principio, la legitimidad de Charles como heredero del marquesado de Aberdeen. Solo restaba la oficialización, que se debía dar tras los votos de la cámara de lores, los cuales se sabían de antemano. Lo único que restaba era algo que había solicitado la reina en persona: que se investigara la muerte de Elisa Jolley. Al parecer, el discurso de Anthony Richmond había repercutido en los periódicos y se esperaba que la nobleza limpiara su buen nombre. Era inadmisible que ampararan en la inmunidad de los lores semejante crimen, de modo que caería sobre Gordon la justicia común de todos los mortales. Hasta entonces, la brillante reina se mantenía neutral, aunque los círculos cercanos supieran el veredicto.

—¿Qué está haciendo nuestra nueva marquesa? —preguntó Lady Thomson en tono jovial.

—Al parecer, ha adoptado los hábitos de los cactus, milady. —La voz de Vanessa denotaba el tinte irónico de siempre—. Junta humedad para los días del desierto.

Lady Witthall leía Dios no fuma tabaco mientras recorría de punta a punta el salón. Los presentes se cansaban de solo verla andar y bufar de ira a cada párrafo. Miler esperaba las opiniones de la joven condesa con los brazos cruzados y la mirada puesta en su esposa que disfrutaba del horroroso clima británico. ¿Debía decirle que tenía el peinado deshecho y que los mechones se le pegaban al rostro? No, era mejor observar su sonrisa radiante que compensaba la falta de sol.

—Milord, no me decido… creo que es la obra que más ira me ha despertado —sentenció Vanessa a su editor—. Me parece atroz lo sucedido, como el hecho de que sean, en ocasiones, los mismos africanos quienes atacan a sus pares. Me ha hecho pensar…

—¿Sí? ¿Qué?

—Que es un patrón que se repite. En las colonias de La India sucede lo mismo, y, sin ir más lejos, es lo que nos sucede a las mujeres. Son las mismas mujeres quienes crean las normas morales con las que se oprime a las demás, y son, a su vez, ellas quienes marginan a las damas que no las cumplen. Y todo eso en beneficio de quién… Alguien debería hablar de esto… escribir sobre esto.

—Oh —Miler sonrió—, ¡si tan solo tuviéramos una escritora con las suficientes agallas para escribirlo!

—Claro… y si tan solo existiera un editor con las agallas para publicarlo sin pseudónimo…

—¿Tenemos un trato, Lady Witthall? —Extendió la mano para sellar el nuevo contrato editorial.

El alboroto de periodistas se hizo oír por encima de los vidrios cerrados. El motivo: la llegada de Lord Shropshire. El hombre bajó de un salto de su carruaje, evitó el tumulto en la reja de ingreso y corrió por el sendero sin demasiada elegancia. El mayordomo abrió un segundo antes de que Richmond golpeara, y el marqués pasó sin pedir permiso.

Los invitados de Lady Thomson corrieron al salón principal, alertados por el movimiento. Todos estaban ansiosos por las noticias: Los Sutcliff, los Bridport, los Witthall, Thomson… Nora y William ingresaron, empapados, y la joven esposa Miler sintió que se quedaba sin aire al tratar de interpretar la mirada de Anthony Richmond.

El hombre sostenía en sus manos el último ejemplar emitido de The Times. En la primera plana estaba la noticia, las fuerzas de la ley habían demostrado que la muerte de Elisa Jolley no había sido suicidio, sin embargo, antes de que pudieran arrestar a Simon Gordon, el falso marqués se había ahorcado en su habitación de la casa de Londres.

Charles corrió a sostener a Nora, que, tras el impacto, comenzó a llorar. Un llanto de conmoción, sí, pero también de alivio, de paz…

—Se hizo justicia, Charles. Se hizo justicia por Elisa… ¡oh, gracias, mi amor!, gracias.

No eran momentos de festejos ni celebraciones, sino de consuelo y sosiego. Para Nora, significaba al fin velar a su hermana… podría decirle adiós.

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