Nora

Nora


Capítulo 1

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El entusiasmo de los pasajeros se hizo oír por encima de las máquinas de vapor y platos apilados. Nora y Colin compartieron miradas, y se apresuraron a terminar con la tarea que tenían en mano: lavar los trastos del mediodía.

El capitán Jack Knoxville se presentó ante ellos con una sonrisa cómplice y sentenció:

—Ya estamos en América, milord, señorita… eso significa que son libres.

No perdieron tiempo en modales. Dejaron los paños, se secaron las manos en los roñosos delantales antes de quitárselos y abandonaron la cocina del Elizabeth IV con premura, antes de que el hombre cambiara de parecer.

—¡América! —exclamó Nora frente a la visión de la magnífica costa que los recibía. Libertad… de lo que estaban hechos los sueños.

Lord Colin Webb no contuvo la alegría y, en cuanto divisó a su reciente esposa, Emily Grant, corrió hacia ella para abrazarla y hacerla girar. A Nora le hubiera gustado tener a quien aferrarse en el momento de dicha. La gran mano de Zachary Grant, hermano mayor de la mencionada, se posó en su huesudo hombro a modo de consuelo, al parecer, él también anhelaba a alguien.

Nora era pequeña y delgada, nada podía hacer en la proa del barco. Un mar de cuerpos se aglomeraba allí para apreciar el puerto y la extensión de tierra que se abría camino en el horizonte, hasta esa mañana, solo marítimo. Por suerte para ella, no solo el capitán le había tomado cariño, gran parte de la tripulación la tenía en estima. Subió a la cabina del timón y se sentó en las escaleras de madera pulida desde donde podía verlo todo. La brisa costera jugueteaba con algunos de los mechones renegridos que escapaban de sus trenzas recogidas en la coronilla y le helaba las mejillas hasta teñirlas de rojo. Se sentía bien, no era invierno y, aunque tuvo que frotarse los brazos con las manos para entrar en calor, la temperatura era tolerable.

América…

Nora Jolley era todo menos una niña miedosa. Sin embargo, su temeridad había sobrepasado cualquier límite. Claro que no tuvo opción, era eso o morir, estaba segura.

Apenas un mes atrás, su vida era otra, y lo más arriesgado que había hecho se trataba de sentarse en el acantilado cercano a las tierras de Aberdeen con las piernas colgando del precipicio. Supo trabajar como dama de compañía de la esposa del vicario, una mujer mayor, exigente y algo avara, que le brindaba un techo y ningún salario a cambio de charlas, bordados y atenciones. Nunca pensó que se hallaría a sí misma al límite de otro estilo de precipicio, uno que la invitaba a saltar si quería vivir.

Y ella anhelaba vivir y conseguir justicia. Ambas cosas refulgían en su interior como el aceite que alimentaba el fuego de su determinación.

Huérfana, con la reciente pérdida de su hermana, sin nadie en quien contar, se embarcó en la más osada de las travesías, sin imaginar que el destino le tenía preparados un par de giros más a su existencia.

La cabellera rubia dorada de Colin Webb era fácilmente reconocible, solo bastaba buscar la de su esposa, aún más clara, y junto a ella, él, siempre a su lado.

Cuando creyó que viajaría como polizón o que la descubrirían y terminaría en una prisión americana, Lord Webb apareció como un ángel al rescate.  La señora Campbell solía decir que Dios obraba de maneras misteriosas, pero con ella había sido de lo más explícito. Su ángel se parecía a uno, solo le faltaban las alas. La belleza era indiscutible, al igual que la bondad.

Y ese ángel relacionado con la nobleza británica y con la riqueza americana le debía un favor a ella. Justo a ella.

Nora lo había salvado de morir ahogado en el Támesis al abrirle el ojo de buey. Con esa buena acción, se había delatado como polizón, a la vez que se había ganado un amigo de corazón. El hombre solo pensaba en recuperar a la mujer amada, y ahora, habiendo conseguido a Emily Grant como esposa, no escatimaba en agradecimientos a quien lo había ayudado.

Colin consiguió que Nora cambiara de parecer respecto a la nobleza. La opinión que albergaba de ellos, hasta ese momento, no era buena; el poco contacto que tuvo con un Lord en el pasado le había arrebatado todo y la había llevado a cometer la locura que en ese instante se presentaba con la forma de nuevo continente. Se prometió, desde ese día en adelante, no juzgar a todos por igual y aceptar que podían existir los buenos hombres en ese grupo social. Al fin de cuentas, el joven lord pagó el pasaje a modo de gratitud, y no lo hizo con uno en clase baja, sino en alta, con todos los lujos incluidos. Algunos de los cuales le resultaban ajenos a Nora y hasta absurdos. Por intervención de Webb y los Grant, sumada a la buena predisposición del capitán, viajaba en el camarote de la señora Campbell, una mujer que solo demandaba de ella la compañía a la hora del té y la lectura por las noches hasta que el sueño la alcanzara. Vestigios de su existencia previa como dama de compañía.

El resto del tiempo, era libre de recorrer el buque y hacer amigos por doquier. Salvo, por supuesto, la hora entre el almuerzo y el té, que debía dedicar a la limpieza de trastos junto al otro condenado. Castigo liviano si se consideraba el delito de subir a un buque sin pasaje.

Sí, lo que había iniciado mal, se volvió una experiencia hermosa, divertida y enriquecedora.

Como todo lo bueno, llegaba a su fin. Allí, en el puerto de Nueva York, Nora Jolley volvería a la vida real, a su temeraria travesía, a la búsqueda desesperada, al borde del abismo…

Pero aún tenía unas horas más, minutos que disfrutaría con la brisa de frente y el sol en lo alto.

—Nora… —La voz de Colin Webb intervino en sus pensamientos.

—Milord.

El hombre le sonrió, le enternecía el recato con el que Nora lo trataba, más si tenían en cuenta la confianza ganada tras las horas de condena.

—¿Has pensado en lo que hemos hablado? California…

—Lo he pensado, y sigo en pie, milord. No puedo ir a California.

—Nora… —En esa ocasión, el tono de Colin fue de reprimenda. La veía como a una niña, y tenía sus motivos. Lo era. Nora tenía apenas quince años—. Puedes confiar en mí, en los Grant. Conseguirás trabajo…

—No es eso… —La muchacha no confiaba en nadie, pero si alguien estaba a un paso de conseguir eso de ella, ese era Colin Webb. Se atrevió a contar parte de su pesar—. Busco a alguien en América. No vengo por el sueño de libertad y oportunidades…

—¿A quién intentas hallar? Quizá pueda ayudarte…

Nora lamentó su bocaza. No podía decirle a quién buscaba, temía que ese nombre se hiciera rumor, el rumor comulgara con la brisa, la brisa se hiciera viento y llegara a Inglaterra, a oídos del actual marqués de Aberdeen… el hombre del que huía con pavor.

—No se preocupe, milord, ya ha hecho mucho por mí.

—No lo suficiente. Además, a estas alturas va más allá de una deuda por saldar, es lo que cualquier persona de bien haría por una niña indefensa.

—¡No soy una niña! ¡Y no estoy indefensa!, si mal no recuerda, el que se veía bastante indefenso, colgando de una soga, era usted —le recordó la muchacha. La imagen del lord intentando alcanzar el estribor del Elizabeth IV sería la comidilla de Londres por años.

—La niña tiene razón…  —Zachary Grant, quien se había aproximado con tanto sigilo como su corpulenta anatomía se lo permitía, se sumó a la disputa, y tanto Nora como Colin bufaron. Ella, por lo de niña, y él, porque su cuñado jamás dejaría pasar la anécdota—. Y, aunque me atragante, Webb también la tiene. América no es un lugar fácil, pequeña.

—Inglaterra tampoco, señor —rebatió ella, con el fino mentón alzado. Los grandes ojos café, algo rasgados, brillaron en desafío. No sabía con qué penurias habían lidiado ellos dos, pero sabía muy bien las que ella acarreaba, y dudaba que allí fueran peores.

Era cierto que la inmensidad del país se le presentaba como un desalentador desafío, y que hallar a un hombre con tan solo su nombre y profesión parecía ser una tarea hercúlea, sin embargo, nada se comparaba a lo que había dejado atrás.

Los hombres no dijeron nada, era evidente que algo muy malo tendría que haberle pasado a Nora para que se arriesgara a viajar como polizón, vestida de hombre y sin más que una maleta.

—Bien, si no podemos hacerte cambiar de parecer, permítenos ayudarte de otra manera —dijo Colin. Zachary extendió un sobre y Webb, otro. El de Grant contenía varios dólares, una fortuna ante los ojos de Nora; el del lord, una carta sellada con el escudo del condado de Sutcliff, el cual estaba dibujado en el anillo que el hombre llevaba siempre en su meñique, y firmada por él mismo, en el que ponía al corriente sus referencias, relaciones y quiénes respondían por la muchacha—. ¿Eres buena recordando nombres e indicaciones?

—Sí, milord. —Acompañó la afirmación con un enérgico asentimiento de cabeza. El orgullo le dolía un poco; si bien le molestaba que se refirieran a ella como una niña, lo cierto era que se sentía sola y desamparada, y la ayuda era bien recibida.

—Bien… Entonces, recuerda esto: En California siempre encontrarás un Grant que te brinde auxilio en caso de que lo necesites, pero si decides quedarte en la costa este, encontrarás a los Clark. Edward Clark es el padre de Lady Miranda, la esposa de mi buen amigo, Lord Bridport. Son personas muy bien relacionadas…

—Pfff… —Zachary se burló.

—¿Qué?

—¿Bien relacionadas? ¿Así llamas a ser más rico que un Creso?

—Perdón —fingió disculparse Webb—, lamento haber herido tu delicada susceptibilidad americana…

—Ya quisieras tú tener la susceptibilidad americana. ¿O debo recordarte que viajas con solo una muda de ropa que quedó destruida tras tu baño en el Támesis?

—Es temporal…

—Es temporal mientras estés en América, así que cuida bien mi susceptibilidad.

Nora quería quejarse de que no iban al grano, pero se estaba divirtiendo con la disputa. En las semanas de viaje, las pueriles peleas entre los hombres la habían entretenido. Y no solo a ella, el capitán Knoxville no dejaba pasar oportunidad de enfrentarlos, para su divertimento personal. Unos metros más abajo, al final de la escalera, divisó a Emily, quien sonreía en complicidad con ella. Al fin, Lady Webb intervino.

—Ya, cariño, deja que lo explique yo. Edward Clark es un buen hombre, que es lo que importa, y estará dispuesto a ayudarte si lo necesitas. Me quedaría más tranquila… todos lo haríamos —aclaró—, si supiéramos que irás de inmediato con él. Pero puedo reconocer la terquedad cuando la veo. Conserva la carta, y si algo sucediera, recurre a él o envía un telegrama al rancho Grant, ¿sí?

Emily Grant, con su dulzura y una terquedad digna rival de la de Nora, le arrancó una promesa.

—Sí, está bien. Muchas gracias por todo, de verdad, han hecho más de lo necesario.

—¡De ninguna manera!, eres tú quién me ha brindado el mejor de los presentes. —Su mirada celeste, llena de embeleso, coincidió con la de su esposo, y Zachary rodó los ojos ante el meloso espectáculo.

—Por mi parte —dijo el mayor de los Grant—, solo me aseguro de que vivas para poder vengarme de esto. Por tu culpa soy cuñado de este mequetrefe.

Nora se tapó la boca para no reír, aunque sus modales se habían distendido en compañía de los Grant y de algunos marineros de la tripulación, seguía siendo una educada señorita británica. Y una señorita británica jamás se reía de un Lord.

—¡Oh, sí! —Colin no parecía afectado en absoluto—. Si mal no recuerdo, hice un juramento de por vida… De… por… vida… junto a los Grant.

Abrazó a su esposa con cariño, y ella rio complacida.

—¡Suélteme, milord! —exclamó deshaciéndose del agarre—, antes de que emprendamos el resto de la vida, debo ayudar a Nora con sus maletas y algunas cosas de damas.

Sin más, arrastró a la muchacha a los camarotes para llenarla de obsequios. Cintas para el cabello, jabones y perfumes.  Y una muda de ropa femenina y elegante que había comprado a otra pasajera, una que compartía el menudo talle de Nora.

Con una maleta llena de secretos oscuros y pasados dolorosos, y otra repleta de regalos amorosos y promesas de futuro, emprendió un nuevo camino. Uno en tierras americanas.

 

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