Nora

Nora


Capítulo 34

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La boda fue íntima, en términos de la señora Grant. Los empleados del rancho festejaron en las afueras, California permitía con su clima que se pudiera celebrar bajo el cielo limpio. Los allegados a la pareja lo hicieron en los jardines frontales, cerca de las bodegas de donde no dejaba de emanar vino cual manantial de montaña.

La novia, a pedido personal de ella, fue preparada por Kaliska solamente. La elección de vestuario y atuendo fue un secreto para todos salvo para la mujer Miwok y Amy. La señora Grant estaba tan ansiosa como una niña, aunque no le ganaba al novio que repiqueteaba los pies frente al altar de flores puesto junto a la fuente. A su lado, los hermanos Grant de impolutos trajes bromeaban a costa del sufrido editor.

Charles tiró de su chaleco, acomodó la pañoleta, la flor que llevaba en el ojal y los mechones castaños que comenzaban a ondularse de forma natural. Al fin, la señora Grant hizo un gesto con su pañuelo, una pequeña orquesta comenzó a tocar y Nora apareció del brazo de Benedict. Miler se quedó paralizado, a su alrededor se escuchaban los murmullos que comentaban la belleza de Nora, su atuendo, lo feliz que se la veía. Sandra lloraba, por supuesto, las hermanas Foster se contenían para no aplaudir, Dorothy arrojaba pétalos al camino de Nora, con gran solemnidad… Nada de eso conseguía romper la ensoñación de Charles.

Nora había elegido un atuendo tan sencillo, que explicaba los motivos de su secretismo. No tenía ningún adorno, solo era una inmensa capa de muselina blanca que ondeaba a su alrededor con una cola pequeña que apenas se arrastraba. La parte superior, igual de simple que la inferior, se ajustaba a la estrechez de su cintura con un plisado. Nada de puntillas, ni volantes ni bordados. Solo Nora y su vestido blanco… y girasoles californianos. Otra controversial elección.

Era la flor más común de la zona, crecía en el medio del desierto. Nada de rosas, camelias o flores exóticas. Nora optó por la que suponía, eran los equivalentes a los tréboles de los duendes irlandeses. Flores mágicas. Sostenía un ramo amarillo y, en sus cabellos, algunas recién cortadas. Le había pedido a Kaliska que se lo trenzara como solía hacerlo ella, por lo que no estaba del todo recogido, sino que la acompañaba, libre, en su caminata al altar.

Allí la recibió Charles, y la besó. ¿Podía esperarse otra cosa? Al parecer sí, pues recibió un divertido abucheo de los presentes. Las mejillas de Nora ardieron.

—Espera, Charles, nos has arruinado la parte de puede besar a la novia —se quejó Louis.

—No la he arruinado, la he editado.

—Ya, se callan los dos —los reprendió Sandra—, que el pastor tiene que empezar.

El pastor no dio muchas vueltas, tenía que sacar provecho de la situación. Sabía que era afortunado al haber sido elegido, los Grant eran católicos y que aceptaran una unión protestante era todo un logro. De modo que realizó la boda con celeridad y solemnidad, y guardó la generosa donación que Miler hizo para la capilla del pueblo.

Los festejos se extendieron con bailes, bebida, los seis platos que dispuso la señora Grant más una constante reposición de dulces y… más vino. La pareja los dejó en plena diversión, cuando las estrellas y la luna brillaban en el firmamento. Amy y Kaliska se quedaron un poco más, para permitirle a los recién casados la intimidad de su primera noche.

Y ellos lo aprovecharon. El trayecto lo hicieron en una calesa repleta de flores, y al arribar, José se encargó de recibirlos, subirse a la misma calesa y marchar junto a su mujer a celebrar en nombre de su jefe. Solos al fin, el reciente matrimonio Miler no perdió el tiempo.

Los besos se abrieron paso, y no separaron las bocas en todo el trayecto hacia la habitación de Charles, que, desde esa noche, se convertiría en la de los dos.

—Nora, ¡por Dios!, no puedes ser más bella… ¿quieres matarme?, ¿es eso?

Ella rio encantada. Sabía que a su esposo le gustaría la elección de vestuario, más cuando descubriera que no poseía demasiados lazos ni botones. Podría desvestirla en un santiamén.

—Tú también estás hermoso, eres hermoso, Charles.

A Miler le gustó creer esas palabras, lo hacía. Se sabía atractivo ante los ojos de su mujer, pues lo observaba más allá de la superficie herida y mutilada, Nora podía contemplar lo que guardaba en el interior, y eso era amor… amor infinito por ella.

Sonrió con picardía al notar que podía desnudarla.

—Nora…

—Por favor, Charles. —Le parecía increíble que el fuego entre ellos no menguara. Llevaban tiempo compartiendo noches, amándose a todas horas, y, sin embargo, volvían a arder con un simple roce, como si fuera la primera vez.

Mejor que la primera vez.

Se conocían, habían descubierto los secretos de sus cuerpos, las mil formas de complacerse. No existían más pudores entre los dos, sus pieles desnudas no los avergonzaban. Charles le quitó el sencillo vestido, la ropa interior. Desnuda, con su cabello trenzado con flores amarillas lucía como una ninfa. Repetir lo bella que la hallaba era en vano, solo restaba demostrarlo. Permitió que ella llevara a cabo la tarea de despojarlo de las ropas de gala para vestir su piel con la luz de la luna que se colaba por las ventanas.

Las bocas se volvieron osadas, explorando, besando cada rincón. Charles bebió del placer de Nora, se alimentó de su sabor, de su perfume a flores y de los gemidos ahogados que nacían en su garganta. Amaba sus senos pequeños e enhiestos, los pezones rosados que clamaban por caricias. Los llevó a la boca para degustarlos, y Nora lo complació enredando los dedos en sus mechones espesos. La exploración continuó hacia el ombligo, el vientre plano, y más abajo, la entrada de su cuerpo. La preparó con la boca, aunque Nora ya estuviera lista. Extendió el placer con su lengua, estimulando el punto exacto que la empujaba a la cima. Ella ya conocía las sensaciones, la forma en que respondía su cuerpo a las caricias de Charles y escapó de él antes de explotar en mil pedazos.

—Tómame, Charles, tómame como tu mujer.

Él deshizo el camino, ascendiendo por su piel hasta tocar con los labios su cuello. La sintió estremecerse, y lo hizo con ella. Su pecho musculoso le aprisionaba los senos, sentía los pezones rozarse contra el vello. Las manos de su esposa no se mantuvieron impávidas, se sumaron al juego y recorrieron la espalda de Charles hasta alcanzar los glúteos, donde clavó las uñas con fuerza de fiera. Él rio satisfecho, lo embravecía el desenfreno de Nora, el modo en que la pasión borraba los estirados modos británicos y los reemplazaba por los de mujer amante.

—Guíame —le exigió él—, muéstrame lo que quieres de mí, Nora.

Charles lo sabía, pero deseaba que su esposa se lo indicara; dejar en claro que no había anhelo de ella que no estuviera gustoso de cumplir. Todos sus caprichos se volvían demandas, y sus demandas, hechos. La muchacha abrió aún más las piernas, para que el miembro de Charles encontrara cobijo en la entrada de su cuerpo. Le indicó el sendero a su interior, aferrándose a la cintura con sus muslos firmes y elevando las caderas para tomarlo por completo.

Charles se hundió en ella, arrancando de su garganta un grito de placer y gloria; la tomó de las caderas para hallar el ángulo perfecto y embistió con la fuerza que Nora clamaba.

Dejó que los sonidos de deleite, la humedad de esa mujer receptiva y los espasmos le indicaran el ritmo, el momento, el destino, como las estrellas de una noche despejada. La hizo alcanzar la cima, desde donde ella cayó susurrando su nombre: Charles… Charles.

Se derramó en su interior, dejando su esencia de hombre en ella. Nora… Nora…

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