Noli me tangere

Noli me tangere


Página 3 de 74

I. LA LITERATURA FILIPINA EN CASTELLANO EN EL SIGLO XIX

Filipinas constituye, dentro del ámbito cultural hispánico, un mundo peculiar, con unas características distintivas singulares, dignas de ser destacadas. Para empezar, la conquista española de Filipinas fue, en cierta medida, diferente a la llevada a cabo en otros países. El peso de la colonización recayó básicamente en los frailes misioneros. Con el tiempo, las órdenes religiosas adquirieron una preponderancia absoluta, especialmente en lo que a la vida social de los indígenas se refiere, convirtiéndose de facto en la verdadera clase dirigente, y dejando una profunda impronta en las manifestaciones culturales de las islas.

A esta singularidad de partida habría que añadir, entre otros factores condicionantes, la lejanía geográfica de la Metrópoli, la diseminación del país en más de siete mil islas e islotes, la multiplicidad de etnias, culturas, lenguas y religiones, la escasez de comunicaciones interinsulares y con la Península y la exigua presencia de españoles, concentrada mayoritariamente en Manila. Ello hace que en Filipinas se configure a lo largo de los siglos un mosaico cultural, de índole fronteriza, en el que se superponen y coexisten modelos de civilización cristiana occidental con formas de vida autóctonas, netamente orientales, las cuales se hallan influidas, a su vez, por otras culturas foráneas: china, india y mahometana, principalmente.

Respecto a la lengua, los frailes españoles que en todo momento se esforzaron por imponer el catolicismo, no hicieron lo mismo con el castellano. Prefirieron desde un principio adoctrinar y enseñar en las distintas lenguas del país (tagalo, bisayo, ilocano, cebuano, etc.). Aun cuando la Corona se mostrase dispuesta a implantar el castellano en el Archipiélago, las reales cédulas de los siglos XVIII y XIX, por las que se establecía la enseñanza obligatoria de dicha lengua en las escuelas, nunca llegaron a ponerse en práctica, dada la renuencia, cuando no abierta oposición, de las órdenes religiosas. Así pues, el castellano tuvo una introducción tardía y un desenvolvimiento muy lento. En realidad, nunca se habló de forma generalizada en Filipinas, calculándose que, en la época de mayor expansión (finales del siglo pasado y principios del actual), el número de hispanohablantes no llegó a superar la octava parte de la población filipina; si bien en Manila era hablado aproximadamente por la mitad de sus habitantes.

Consecuentemente, la literatura filipina en castellano es muy escasa y rudimentaria en los siglos XVII y XVIII, y posee un marcado carácter religioso. En la primera mitad del XIX, sin embargo, se abre una etapa de formación, de mayor interés desde el punto de vista de la creación literaria, en la que el castellano es adoptado paulatinamente como lengua franca y vehículo de expresión escrita por los filipinos ilustrados. Esta etapa se iniciaría, por ejemplo, con Luis Rodríguez Varela, autor de El Parnaso Filipino (1814), y se cerraría con la obra del P. José Apolonio Burgos, autor de unos Cuentos y leyendas filipinos (1860), así como de varias obras de carácter histórico en las que se trasluce su postura claramente reformista (lo que, a la postre, acabará costándole la vida en 1872, a raíz de los sucesos de Cavite). En este período destacan, también, los nombres de los poetas Miguel Zaragoza y José Javier de Torres.

A partir de los años setenta del siglo pasado, la literatura filipino-hispana —o «fil-hispana» como suelen llamarla sus cultivadores actuales—comienza a adquirir una mayor difusión y entidad, coincidiendo con varias circunstancias favorables, tales como el advenimiento de la Restauración en España, que abre un período de mayor estabilidad y progreso y —detalle no menos significativo— el establecimiento del servicio marítimo regular entre Filipinas y la Península por el Canal de Suez, que facilitará los intercambios de todo tipo.

Con todo, la literatura filipino-hispana de las postrimerías del período colonial mantiene todavía un carácter minoritario, debido al reducido número de lectores, y elitista por el tipo de público al que va dirigida. Temáticamente es más bien restringida, predominando la poesía (por lo general de corte patriótico, religioso o sentimental), el ensayo histórico y etnográfico, el cuadro de costumbres y el artículo periodístico. En mucha menor medida se situaría la narrativa (cuentos y novelas) y el teatro. En general se halla impregnada de un fuerte didactismo, en el que el componente político o de crítica social se halla muy atenuado o simplemente no existe, a excepción de las producciones de los filipinos nacionalistas expatriados. No hay que olvidar que la férrea censura imperante en el Archipiélago hace prácticamente imposible la libre expresión de las ideas y un difícil acceso a las novedades y corrientes literarias del momento.

A pesar de estos condicionamientos y limitaciones, los últimos años del XIX y principios del XX suponen un período de indudable florecimiento —verdadera «Edad de Oro» de las letras filipinas—, fiel reflejo de los cambios políticos y sociales operados en las islas en este lapso de tiempo. Sin embargo, sus principales autores —por ejemplo, Juan de Atayde, Pedro Paterno, Isabelo de los Reyes, Antonio Luna, Manuel Rávago, José Palma, etcétera—, con la excepción, tal vez, de José Rizal, son prácticamente desconocidos hoy en día por el lector hispanohablante.

Las razones de este desconocimiento son complejas, y habría que buscarlas no sólo en el secular aislamiento del Archipiélago de los focos culturales europeos y americanos, por las causas anteriormente apuntadas, sino también en la insensibilidad y desidia mostradas por los gobiernos españoles de turno a la hora de mantener y fomentar los vínculos culturales y lingüísticos con la ex colonia. A ello habría que añadir, para completar el panorama, el hecho decisivo de que en Filipinas, tras la ocupación norteamericana, primero, y su independencia, después, el idioma español fue perdiendo progresivamente terreno en beneficio del inglés y del tagalo o «pilipino», aun cuando continuase conservando, sobre el papel, su cooficialidad. Sucesivos decretos y medidas legales promulgadas en años posteriores han conducido a la situación actual, en la que el español ha dejado de ser disciplina obligatoria en los distintos niveles de enseñanza, así como lengua oficial o de trabajo de la República, quedando reducido a una reliquia del pasado.

El resultado de estos factores adversos para el cultivo y difusión de la literatura fil-hispana, no deja de ser paradójico, ya que, en la actualidad, las obras de los escritores filipinos más representativos del pasado siglo difícilmente pueden ser leídas por las nuevas generaciones de filipinos en el idioma en el que fueron escritas. A este respecto escribe Luis Mariñas: «Como consecuencia de este último fenómeno se da el contrasentido de que el estudioso filipino actual haya de conocer los escritos de los hombres que lucharon por la independencia de su país, que produjeron sus mejores páginas en castellano, y de sus mejores poetas en español, a través de traducciones al inglés, siendo, incluso hoy, casi imposible encontrar las obras de muchos autores filipinos en castellano en su versión original, debiendo acudirse a la inglesa, en la que se pierde, como es lógico, el sentido y sentimiento del autor con la correspondiente falta de perspectiva y comprensión de los mismos por parte de esta generación, ya poco conocedora del idioma que se usó en Filipinas para dar la batalla por su libertad e independencia».

Al margen de las valoraciones críticas, la literatura filipina en castellano debería ser, en cualquier caso, más conocida. A este conocimiento no ayuda ciertamente la falta de información —cuando no mala información[1]— sobre la misma. Además, la mayoría de los modernos diccionarios y manuales de historia de la literatura española e hispanoamericana, algunos de ellos bastante exhaustivos, ni siquiera hacen referencia a ella. Minoritaria, pues, en su propio país, desconocida fuera de él, la literatura fil-hispana es, como dice Arturo Ramoneda, una literatura «desamparada». Ignorarla, sin embargo, es renunciar a una parte entrañable y singular de un patrimonio lingüístico común. «La cultura española y la literatura en español —dejó dicho el político y escritor filipino Claro M. Recto— forman parte integrante de nuestra alma filipina y no podemos destruir ni prescindir de aquélla sin destruir o desgarrar al mismo tiempo la nuestra». En este sentido, si hay un autor que represente mejor el alma filipina, así como los logros alcanzados en el plano literario, este autor es José Rizal.

II. RIZAL: UN APUNTE BIOGRAFICO

José Protasio Rizal Mercado y Alonso nace el 19 de junio de 1861 en el pueblo de Calamba (provincia de la Laguna, isla de Luzón), siendo el séptimo de diez hermanos. Sus padres, al igual que sus antepasados, eran agricultores y cultivaban una pequeña parte de las extensas propiedades que los frailes dominicos poseían en el pueblo.

Desde muy pequeño muestra un espíritu despierto y una gran inteligencia. A los diez años, sus padres, persuadidos de las extraordinarias aptitudes para el estudio de su hijo, lo llevan a Manila y lo matriculan como interno en el Ateneo Municipal, regido por los jesuitas. Allí cursa, con excelente aplicación, la primera y la segunda enseñanza, teniendo como profesores, entre otros, a los padres Faura, Sánchez, Viza y Pastells.

La sublevación de Cavite de 1872, con las secuelas de ejecuciones, persecuciones y deportaciones en masa de indígenas y criollos habrá de marcar de forma indeleble la imaginación del niño Rizal. Al tiempo que estudia, y a modo de distracción, Rizal se inicia en el dibujo y en la escultura y empieza sus primeros escarceos con la poesía. En 1878 obtiene el grado de Bachiller en Artes, con la calificación de sobresaliente en todas las asignaturas.

Ingresa a continuación en la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Manila, la única en todo el Archipiélago, regentada por los padres dominicos. En ella cursa Rizal los estudios de Medicina, así como varias asignaturas de Filosofía y Letras, sin dejar de mantener sus vínculos con el Ateneo, a través de las academias de Ciencias Filosófico-naturales y de la de Literatura Castellana (de la que llega a ser presidente).

De este tiempo datan sus primeros premios en dos certámenes literarios, ambos organizados por el Liceo Artístico-Literario de la capital: uno de poesía, con la oda A la juventud filipina (1879), por el que recibe una pluma de plata; y el otro, de prosa, con una composición en homenaje a Cervantes titulada El Consejo de los Dioses (1880), por el que se le otorga un anillo de oro con la efigie del Príncipe de los Ingenios. De este mismo año es también su única obra teatral, Junto al Pásig, «zarzuela en un acto y en verso», impregnada de fervor mariano, que fue estrenada con éxito en el Ateneo capitalino.

La baja calidad de la enseñanza universitaria, el sectarismo de sus profesores y la discriminación a que se veían sometidos los estudiantes indios y mestizos, son algunas de las causas que debieron influir en la decisión de Rizal de embarcarse para España, a fin de proseguir sus estudios. A Barcelona llega en junio de 1882. En la ciudad condal se demora unos tres meses, trasladándose a continuación a Madrid, donde reemprende simultáneamente sus estudios de Filosofía y Letras y Medicina. Ambas carreras las cursa con excelente aprovechamiento, en especial la primera.

En la capital de España Rizal lleva una vida austera y recogida, volcada en los estudios y al margen de la bohemia. Aprovecha para aprender idiomas (llegará a ser un consumado políglota, conocedor de más de diez lenguas) y escribir un diario donde va anotando escrupulosamente sus impresiones, a veces en forma cifrada. Dispone de muy poco dinero y se aloja en pensiones económicas. Su frugalidad le permite comprar algunos libros que, pacientemente, va atesorando. Toma lecciones de Pintura y Modelado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y frecuenta el Ateneo, las tertulias de cafés y el Círculo Hispano-Filipino, donde se relaciona con la pequeña colonia filipina. De vez en cuando va al teatro, pero sus mejores distracciones continúan siendo las artes plásticas y la literatura. Siente nostalgia de su tierra, de los suyos, sentimiento éste que ya no le abandonará jamás. En Manila están su familia, sus amigos y su novia: una joven prima suya de Camiling llamada Leonor Rivera.

En cierta ocasión es invitado a una cena de homenaje a los pintores filipinos Juan Luna —autor del celebrado Spoliarium— y Félix Resurrección Hidalgo. Al banquete, celebrado en el restaurante Inglés, asisten compatriotas residentes en Madrid y algunos políticos sensibles a las cuestiones coloniales: Labra, Moret, Morayta, Govantes, Gutiérrez Abascal… A la hora de los brindis Rizal tiene la oportunidad de pronunciar su primer discurso político, y lo hace sobre la base de un sincero sentimiento nacionalista, no separatista, y de un noble afán de dignificación de su país. En un momento determinado del discurso exclama: «Somos dos pueblos, somos dos razas; somos tanto como vosotros, y por lo mismo queremos lo que vosotros. ¿Se nos niega aquello que creemos merecer?…

¡Mirad el porvenir!… ¡Las circunstancias del presente no pueden ser eternas!». Ningún filipino se había atrevido a decir tales cosas de forma tan directa, y menos delante de españoles notables.

En 1885, recién licenciado en Filosofía y Letras y Medicina, opta, en vez de regresar a su país, por marchar al extranjero para ver mundo, perfeccionarse en las lenguas europeas y ampliar sus, ya de por sí, considerables conocimientos. En París entra en la clínica del oftalmólogo Dr. Wecker, con quien aprende la especialidad. Al año siguiente viaja a Alemania, estableciéndose en Heidelberg. Traduce a Schiller y a Goethe al castellano y al tagalo. Hace algunos pequeños trabajos literarios en francés y en inglés, sigue practicando la oftalmología y conoce a destacados sabios, como el doctor Virchow y el naturalista y viajero Jagor. Visita Leipzig y Berlín. En esta última ciudad, el lunes 21 de febrero de 1887, a las once y media de la noche, termina de escribir su primera novela, la obra a la que quedará unido su nombre para siempre: Noli me tangere.

Rizal dedica el libro —que lleva el subtítulo de «novela tagala»— a su Patria y fecha la dedicatoria en «Europa 1886». La edición, de dos mil ejemplares, es costeada gracias a la generosidad de su amigo el médico filipino D. Máximo Viola. Noli me tangere empezará a circular en marzo de 1887. A Filipinas llegan las primeras copias, burlando la rígida censura, a mediados de aquel año. Pronto estalla el escándalo. Los frailes son los primeros en leer la novela y en dar la voz de alarma. Una comisión del Claustro de la Universidad de Santo Tomás, nombrada por el Arzobispo de Manila, el dominico monseñor Payo, se encarga de emitir juicio. La obra es encontrada «herética, impía y escandalosa en el orden religioso, y antipatriótica, subversiva del orden público, injuriosa al Gobierno de España y a su proceder en estas Islas, en el orden político». El P. Payo da traslado del dictamen al Capitán General de Filipinas D. Emilio Terrero. La novela es inmediatamente prohibida.

Mientras, Rizal viaja de Berlín a otras ciudades europeas. En Dresde visita al Dr. Meyer, director del Museo Etnográfico, y en Leitmeritz (Bohemia) es huésped del profesor Ferdinand Blumentritt, el más destacado filipinista de la época, a quien le unirá desde entonces una gran amistad. Continúa luego su periplo: Praga, Brno, Viena, Nuremberg, Munich… Pasa después a Suiza e Italia. De Génova va a Marsella, y allí decide finalmente, tras cinco años de ausencia, regresar a su país.

En contra de lo que hubiesen deseado sus enemigos, a su llegada a Manila, en agosto de 1887, Rizal no es detenido; no obstante, es puesto bajo la estrecha vigilancia de un teniente de la guardia civil, que acabará siendo su amigo. El ambiente hostil que se respira en la capital filipina hacia su persona se le hace insoportable, y opta por retirarse a su pueblo natal, alojándose en casa de sus padres. Allí abraza de nuevo a sus familiares, opera de cataratas a su madre y comprueba con disgusto que las cosas continúan como siempre, o peor. Sensible a todo tipo de arbitrariedades e injusticias, interviene en la resolución de algunos contenciosos que aquejan a sus compueblanos, pero se encuentra, una vez más, con la oposición e intransigencia de los frailes dominicos. Hastiado y enojado por la campaña de desprestigio contra él y su familia, sin posibilidades de actuar libremente y temiendo por su seguridad, decide nuevamente abandonar Filipinas, y así, a primeros de febrero de 1888, parte de Manila para Hong Kong.

En Hong Kong traba conocimiento con algunos de los exiliados de 1872 y aprovecha para estudiar la lengua y las costumbres chinas. Pronto se traslada a Japón, y de allí a San Francisco de California. Atraviesa los Estados Unidos, constata el estado de progreso alcanzado por la nación norteamericana, pero no le pasan por alto a sus dotes de observador ciertas deficiencias sociales como, por ejemplo, la discriminación racial. Desde Nueva York cruza el Atlántico hasta Inglaterra; desembarca en Liverpool y se dirige a Londres.

En la capital londinense Rizal se dedica preferentemente al estudio de la historia de Filipinas. Pasa horas en la Biblioteca del Museo Británico, consultando libros y documentos relativos al pasado de su país. Fruto de estas investigaciones es la exhumación de los Sucesos de las Islas Filipinas, raro y apreciado libro del oidor Antonio Morga, impreso en México en 1609, y en el que se hace una crónica pormenorizada de los primeros años de la dominación española en el Archipiélago. Rizal pone al libro de Morga un gran aparato de eruditas notas, no siempre exactas ni ecuánimes, en las que aprovecha para arremeter contra la conquista de los españoles y, de paso, reivindicar la antigua civilización tagalog. (El libro será reimpreso en París, en 1890, a donde Rizal se había desplazado para visitar la Exposición Universal de 1889. De inmediato es prohibida su circulación en las islas).

En Londres Rizal ingresa en la masonería y traba amistad con el Dr. Rost, bibliotecario del Ministerio de Asuntos Extranjeros y notable malayólogo. Asimismo, comienza a colaborar, con el pseudónimo de Dimas Aláng, en el «quincenario democrático» La Solidaridad, órgano de los filipinos reformistas. (La Solidaridad había sido fundado en Barcelona en febrero de 1889 por el ilocano Graciano López Jaena. A finales de año su redacción pasa a Madrid, siendo dirigido por Marcelo H. del Pilar. En él colaboraban, entre otros, Blumentritt, Antonio Luna, Eduardo de Lete, Mariano Ponce y Dominador Gómez). En este periódico Rizal polemiza con Vicente Barrantes sobre el teatro tagalo y publica varios artículos de gran interés para el conocimiento de sus ideas políticas.

En febrero de 1890 Rizal se traslada Bruselas. Allí practica la medicina en una clínica y estudia el flamenco. En el verano de aquel año viaja de nuevo a Madrid. A diferencia de su estancia anterior, el joven doctor realiza en la capital española una intensa actividad política encaminada a obtener para su país las reformas liberales que considera más urgentes. En esta labor cuenta con el apoyo de algunos miembros de la Asociación Hispano-Filipina, que había sido creada en 1888, y cuyo presidente era el historiador Miguel Morayta, personalidad muy destacada dentro de la masonería española. Visita Rizal al ministro de Ultramar, señor Fabié, y recibe apoyos morales de políticos como Pi y Margall, Labra o Junoy, así como de algunos sectores progresistas de la prensa. Pero, en conjunto, sus gestiones fracasan ante el muro de incomprensión tanto de las autoridades gobernantes como de la oposición. El resultado es desolador, lo que acentúa su pesimismo sobre el futuro de su país. Surgen, además, divergencias en el seno de la colonia filipina e incluso desavenencias personales con otros compañeros. (Rizal llega a desafiar al pintor Luna, que le había ofendido estando ebrio). Se entera, además, de que Leonor, su antigua prometida, empujada por la familia, se ha casado con un inglés. Convencido de que nada conseguiría prolongando su estancia en Madrid decide en enero de 1891 volver a Bélgica.

En Gante, donde fija esta vez su residencia, publica su segunda novela, El filibusterismo, continuación de Noli me tangere, que había empezado a escribir en Londres. El filibusterismo está dedica significativamente «a la memoria de los Presbíteros, don Mariano Gómez (85 años), don José Burgos (30 años) y don Jacinto Zamora (35 años), ejecutados en el patíbulo de Bagumbayan, el 28 de febrero de 1872». El libro sufre la misma suerte que los demás: es terminantemente prohibido y las pocas copias que llegan a Filipinas son decomisadas y destruidas.

La popularidad del joven doctor crece entre sus paisanos. Sin embargo, continúan llegándole de Manila malas noticias. Los ataques contra su persona, sobre todo por parte de algunos frailes, no cesan, y es tratado en panfletos y opúsculos de forma calumniosa y despectiva. En Calamba su familia es acosada y perseguida, algunos de sus parientes son desahuciados y deportados, y sus casas son arrasadas. Deseando estar más cerca de su familia en estos momentos difíciles, Rizal abandona Europa y se traslada a vivir a Hong Kong. Allí concibe la idea, entre idealista y utópica, de fundar una colonia tagala en la región del Norte de Borneo. Con este motivo realiza una breve expedición a dicha isla, pero el proyecto no llega a cuajar.

En Hong Kong, Rizal redacta los estatutos y reglamento de la Liga Filipina, asociación que pretende promover la solidaridad entre los filipinos y la consecución de reformas por medios pacíficos. Cada vez más preocupado por la situación de los suyos, Rizal resuelve regresar a su tierra, aun a sabiendas del riesgo que ello entrañaba. Como es de esperar, la presencia de Rizal en Manila es acogida con estupor por muchos españoles, para quienes el joven doctor personificaba, más que ninguna otra persona, los afanes de redención e independencia del pueblo filipino. Antes de entrar en Filipinas, Rizal había prometido al Gobernador Eulogio Despujol no hacer política. Difícil promesa en un hombre esencialmente político como Rizal. En Manila y en otros pueblos da a conocer Rizal la naturaleza y fines de la Liga Filipina. Sus pasos son seguidos de cerca. Cualquier gesto o movimiento del escritor es visto por sus enemigos, especialmente los frailes, como actos sumamente peligrosos y atentatorios del orden establecido. Y esperan su oportunidad.

Rizal había llegado a Manila con una de sus hermanas. Casualmente —o no tan casualmente—, se le habían encontrado en su equipaje algunas proclamas filibusteras, de tono netamente «antimonacal». Este fue el pretexto del que se sirvieron los influyentes enemigos de Rizal para forzar de las autoridades gubernativas su detención. El gobernador Despujol —que había comenzado su mandato con aparente benevolencia hacia los sectores filipinos avanzados— decide deportarlo a Dapitán, en la isla de Mindanao.

En Dapitán, Rizal queda bajo la custodia del gobernador político-militar del distrito. La vigilancia es constante, pero ésta no le impide realizar una incansable labor. Ejerce su profesión de médico de forma altruista y atiende a numerosos enfermos que, atraídos por su fama, acuden a visitarle con la esperanza de ser curados. Uno de estos enfermos es un inglés residente en Hong Kong, Mr. Stopper, que desea ser operado de cataratas. Le acompaña una joven irlandesa, miss Josephine Bracken, a quien el inglés hace pasar por su sobrina. Josefina y Rizal intiman y se convierten en amantes. Fruto de su relación será un hijo, muerto al poco de nacer.

Entre otras actividades, en Dapitán Rizal funda, a sus expensas, un hospital y una escuela, donde enseña a los niños pobres. Compra tierras en las que siembra cacao, café, abacá…, cambiando las rutinarias prácticas agrícolas de los lugareños. Parte del tiempo lo dedica a elaborar una gramática tagala comparada (que dejará inédita), a hacer traducciones, a escribir poesías, a dibujar y tallar esculturas. También recolecta especies animales —algunas nuevas para la Ciencia— las cuales envía para su clasificación a naturalistas europeos, quienes, en compensación, le mandan medicamentos e instrumentos quirúrgicos. De su trato con los misioneros jesuitas surge la correspondencia con el P. Pastells, Superior de la Compañía en Filipinas, con quien discute sobre cuestiones de religión.

En los cuatro años de confinamiento en Mindanao tiene Rizal repetidas ocasiones de huir, pero ni siquiera lo intenta. Un día le visita un comisionado del Katipunan, sociedad secreta que había sido fundada por Marcelo H. del Pilar en 1892, y que propugnaba, entre otras medidas radicales, la expulsión de los españoles de las islas, la disolución de las órdenes religiosas y la confiscación de todos sus bienes. Rizal rechaza los métodos violentos del Katipunan y rehúsa participar en sus planes revolucionarios. Sus ideas sobre el futuro de su país continúan siendo las de siempre: transformación del Archipiélago en provincia española, con igualdad de derechos con los españoles peninsulares; representación de Filipinas en las Cortes españolas; régimen foral; sustitución de los frailes por sacerdotes filipinos; libertades de reunión, expresión y culto; reforma y moralización de la Administración insular; extensión de la enseñanza primaria al margen de las órdenes religiosas, etc.

Sin embargo, la fatalidad, que parece perseguirle en los últimos tiempos, le procura otra de sus aciagas jugadas. Rizal había solicitado pasar a Cuba en calidad de médico militar, al servicio del ejército expedicionario español. La petición había quedado paralizada y Rizal había ido perdiendo el interés. A mediados de 1896, sin embargo, y cuando ya no contaba con ello, se le concede permiso para marchar a Cuba. Rizal se traslada enseguida a Manila, pero cuando llega el vapor-correo de la Compañía Transatlántica, con destino a Barcelona, ya ha zarpado. Tiene que esperar, pues, veintiocho días hasta la salida del próximo de la línea regular. La espera le resultará fatal. Encontrándose a bordo del buque que le ha traído de Mindanao, Rizal pide permiso al general Blanco —nuevo gobernador de Filipinas— para permanecer en la bahía sin desembarcar. Blanco dispone que pase a un buque de guerra, el crucero Castilla, aislado de todos, excepto de contados familiares.

Así las cosas, en agosto se descubre el Katipunan y estalla repentina la rebelión. Una sensación de pánico se extiende por todo Manila. Las miradas se vuelven, una vez más, hacia Rizal. Entonces el gobernador Blanco decide enviarle a España, para lo cual le proporciona cartas de recomendación para su incorporación como médico en Cuba. El día 3 de septiembre parte Rizal hacia Barcelona en el vapor Isla de Panay. En el ínterin, varios cabecillas del Katipunan son aprehendidos. Entre la documentación incautada aparece el nombre de Rizal, y las autoridades deciden reclamarle para que pueda ser juzgado en Manila. Estando en Port-Said, Rizal recibe la noticia de que el gobernador Blanco ha transmitido al Capitán General de Barcelona —que no es sino el mismo Despujol que le enviara al destierro— el ruego de que sea devuelto a Filipinas en cuanto llegue a la ciudad condal. En efecto, nada más arribar al puerto barcelonés, Rizal es detenido, trasladado al castillo de Montjuic y reembarcado, a los tres días, hacia Filipinas en el vapor Colón. En Manila es encerrado en la fuerza de Santiago, y se le instruye consejo de guerra.

Las acusaciones mayores que recaen sobre él son las de haber fundado la Liga Filipina y ser el principal promotor de la insurrección. El resto de los cargos no son menos falsos o fantasiosos. Rizal es invitado a elegir defensor entre una lista de oficiales del Ejército. Escoge al teniente de Artillería D. Luis Taviel de Andrade, hermano del guardia civil a quien se le había encomendado su vigilancia años atrás en Calamba. En el juicio, Taviel de Andrade hace lo posible para salvar a su defendido, y basa su defensa en la imposibilidad material por parte de Rizal de participación en el movimiento revolucionario. No obstante, el tribunal militar encuentra a Rizal culpable, y es condenado a la pena capital. El 28 de diciembre, el general Polavieja —que había sucedido a Blanco hada tan sólo dos semanas— firma su ejecución para el día 30. Rizal entra en capilla. Nadie en Manila, fuera de su familia, pide el indulto. En España, Pi y Margall solicita la conmutación de la pena, pero Cánovas no la concede.

Rizal afronta sus últimas horas con una gran entereza y serenidad de espíritu. En la cárcel, Rizal recibe a su anciana madre y a sus hermanas. También le visitan varios jesuitas, antiguos preceptores suyos en el Ateneo, así como el P. Balaguer, al que había conocido en su destierro de Dapitán. Todos ellos intentan convencerle para que retorne al seno de la religión católica. Al final Rizal cede y se retracta por escrito de sus ideas masónicas y librepensadoras. Luego confiesa, oye misa y comulga. En las últimas horas se casa canónicamente con su compañera Josefina Bracken, escribe algunas cartas de despedida y compone el célebre poema «Mi último pensamiento», una de sus obras más conocidas.

Llegado el 30 de diciembre, Rizal es conducido al amanecer al campo de Bagumbayan. Frente al piquete de ejecución, formado por unos ocho soldados indígenas, Rizal se despide de su defensor y de los jesuitas padres March y Vilaclara, quienes le asisten en estos últimos momentos. «Perdono a todo el mundo y muero sin tener el más pequeño resentimiento contra nadie», dice a uno de ellos. A continuación pide al capitán que manda el pelotón que le fusile de cara. El capitán le responde que tiene orden de hacerlo de espaldas. Rizal no insiste, pero consigue que le respeten la cabeza, disparándole al pecho. «Yo no he sido traidor a mi patria ni a la nación española», reitera Rizal. Un médico militar le toma el pulso: perfectamente normal. Se hace la descarga, su cuerpo da media vuelta y cae al suelo sobre el costado derecho, con la cara al aire. Un tiro de gracia lo remata. Son las siete y media de la mañana. Enseguida se oyen dos vivas a España y uno a la Justicia. Por delante del cadáver, entre el griterío de la multitud, desfilan las tropas al ritmo de la marcha de Cádiz. Luego el cuerpo sin vida de Rizal es metido en un furgón y trasladado al cementerio de Paco, vecino a la capital, donde se le da sepultura.

III. LA OBRA LITERARIA DE RIZAL

Desde el punto de vista cronológico, José Rizal pertenece a la generación de literatos filipinos, nacidos a mediados del pasado siglo, que irrumpieron en el campo de las letras a finales de la década de los ochenta. Un núcleo importante de esta generación la forman aquellos escritores que se iniciaron y aglutinaron alrededor del periódico La Solidaridad (Marcelo H. del Pilar, José Panganiban, Graciano López Jaena, entre otros), pudiendo decirse que ésta fue la primera promoción de escritores nacionalistas, en los que la identidad filipina queda perfectamente reflejada en sus escritos.

En este contexto, la figura de José Rizal emerge, de forma especial, como la personalidad más relevante, hasta el punto de representar por sí solo, más que ningún otro autor, las aspiraciones y logros de toda una etapa de la literatura filipina en castellano, coincidente con las postrimerías de la época colonial española.

La obra literaria de Rizal hay que contemplarla como una de las vertientes —tal vez la más importante, pero no la única— a través de la cual se manifiesta su polifacética personalidad y enorme talento. Médico, lingüista, historiógrafo, político, artista…, su labor como escritor es extraordinariamente rica y variada, abarcando casi todos los géneros: poesía, novela, ensayo, teatro, etc. En todos ellos brilló a una altura considerable, si bien lo hizo de una forma especialmente destacable en los dos primeros.

Poesía

No es casual que su primera producción literaria y también la última que realizara en vida, fuesen sendas poesías. Rizal es, ante todo, un poeta. Lo es por vocación y por temperamento, pues encuentra en la expresión poética la forma más adecuada y sublime de manifestar los pensamientos íntimos.

La obra poética de Rizal no es muy extensa —apenas unos cuarenta poemas—, pero ocupa un lugar relevante en su obra como escritor, y es una de las vertientes por las que fue en su día —y continúa siendo todavía— más conocido a nivel popular. Rizal no publicó ningún libro de poemas. Algunas de sus poesías fueron publicadas en periódicos y revistas, pero la mayoría permanecieron inéditas.

Rizal empieza a escribir poesía siendo un adolescente. Sus primeras composiciones no pasan de meritorios ejercicios de estilo, retóricos, a imitación de otros autores, sobre todo de la escuela romántica. Son poesías en las que un Rizal de catorce o quince años exalta, con aliento épico, la obra de los españoles y las glorias comunes a España y Filipinas. Algunos de sus títulos no dejan lugar a dudas: «El embarque (himno a la flota de Magallanes)»; «El combate: Urbiztondo, terror de Joló»; «Y es español: Elcano, el primero en dar la vuelta al mundo»; «Entrada triunfal de los Reyes Católicos en Granada»; «El heroísmo de Colón»… También toca los temas religiosos y educativos («A la Virgen María», «Por la Educación recibe lustre la Patria», «Alianza íntima entre la religión y la educación»), culminando esta etapa formativa con la premiada «A la juventud filipina», lira en diez estrofas en las que un Rizal con más experiencia y más dueño de la técnica, canta el amor a su Patria y a España.

De esta época de colegial del Ateneo es también la versión en verso de la tragedia San Eustaquio, mártir (1876), que su preceptor de retórica y maestro en las lides literarias, el padre Francisco de P. Sánchez, había traducido en prosa del original italiano. Esta traducción en verso es, al lado del libreto del melodrama Junto al Pásig (1880), su única incursión en el campo teatral.

Las poesías compuestas durante sus largas estancias en países europeos —por ejemplo, «A las flores de Heidelberg», «¡Me piden versos!», «Himno al trabajo», «El agua y el fuego»— son poesías sencillas, parecidas en cierto modo a las de su coetáneo el patriota y escritor cubano José Martí, con quien Rizal tiene varios puntos de contacto. Todas ellas responden a vivencias y sentimientos propios, entre los cuales la nostalgia por su país ocupa un lugar preferente. Son constatables asimismo, ecos de otros poetas contemporáneos, resultado de un más amplio abanico de lecturas. En opinión de Mariñas, Rizal experimenta en Europa «la influencia poderosa del pamasianismo en boga y de dos poetas españoles: Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro, así como la de dos hispanoamericanos Manuel González Prada y Rubén Darío —entonces residentes en Europa— y la del malogrado poeta cubano Clemente Zenea».

Lo más granado de su producción poética verá la luz, sin embargo, de regreso a su país, ya en los postreros años de su vida. De esta etapa final son algunas de sus mejores poesías, escritas, en su mayoría, durante su destierro en Dapitán: «Mi retiro», «Himno a Talisay», «Canto al viajero», «A mí…». Esta última, en concreto, constituye una de sus poesías capitales, juntamente con la más popular de todos cuantas compusiera Rizal: la conocida por «Mi último pensamiento» —o también por «Ultimo adiós» o «Adiós a la Patria»—, escrita en la vigilia de su ejecución, y que al decir de Retana es «la mejor de cuantas se conocen en el mundo como compuestas en análogas circunstancias». Ambos poemas son de tono bien distinto. Refiriéndose a «Amí…», Jaime C. Veyra —uno de los mejores conocedores de la poesía rizalina— dice: «Variedad de tonos, arrebato de sentimientos, rebeldía de espíritu, violencia, hasta desesperación, todo está allí: es Rizal, visto con ojos revolucionarios. En contraste con el Adiós…, en que todo es serenidad, equilibrio espiritual, desinterés, nobleza, conformidad, resignación al fatum…».

Prosa

La obra en prosa de Rizal comprende, asimismo, varios apartados: narrativa, ensayo, traducción, periodismo, escritos políticos y autobiográficos. Su iniciación como escritor en prosa fue a los dieciocho años, con el galardonado elogio a Cervantes, titulado «El consejo de los dioses», en el que plantea alegóricamente un paralelismo entre Homero, Virgilio y el autor de El Quijote. De su época de estudiante en Manila y en España se conocen asimismo diversos fragmentos de diarios juveniles. Este tipo de literatura memorialística, inédita en su momento, le sirve a Rizal para ir aprendiendo el oficio antes de acometer mayores empresas, al igual que las traducciones, artículos de costumbres, algunas narraciones cortas y hasta cinco capítulos de una novela histórica que no llegó a concluir.

En prosa escribió, también, en 1887, el estudio en inglés An Account of the Life and Writings of Mr. James Thomson, y en francés las notas de viaje De Marseille à Manila, con el objeto de perfeccionarse en ambas lenguas.

Habría que destacar en la vertiente ensayística, la edición anotada de los Sucesos de las Islas Filipinas, de Antonio Morga, y la traducción de la Etnografía de la isla de Mindanao, que escribiera su amigo el profesor Blumentritt. Muchos de estos textos en prosa, escritos por Rizal a lo largo de sus incesantes viajes quedaron inéditos, siendo recolectados y publicados póstumamente.

A estos escritos habría que añadir gran número de folletos y artículos sobre temas políticos y sociales, publicados en revistas y periódicos, la mayoría aparecidos en la revista La Solidaridad. Entre ellos se encuentran títulos tan significativos para comprender las ideas reformistas de Rizal como: «Filipinas dentro de cien años», «Sobre la indolencia de los filipinos», «Filipinas en el Congreso», «¿Cómo se gobiernan las Filipinas?», etc… A ellos habría que añadir algunas proclamas de carácter patriótico, tales como «¡A los filipinos!», especie de testamento político, fechado en Hong Kong en 1892.

IV. NOLI ME TANGERE

Dos son, como ya se ha dicho, las novelas de Rizal: Noli me tangere (1887) y El filibusterismo (1891). Ambas destacan, por su repercusión y logros alcanzados, entre toda su producción literaria. A pesar de ello, sin embargo, Rizal nunca se consideró un novelista al uso, en cuanto escritor habitual de este género narrativo. El mismo Rizal, en carta a Marcelo H. del Pilar confiesa claramente cuál fue su intención al escribir su primera novela: «Escribí Noli me tangere para despertar los sentimientos de mis paisanos».

Sentimientos, se entiende, de afirmación de la entidad y nacionalidad filipinas, necesarios para poder luchar con fuerza por la resolución de los problemas sociales desde una perspectiva netamente filipina. Para ello —dice enfáticamente Rizal en la extensa dedicatoria que encabeza la novela—: «Trataré de reproducir fielmente tu estado sin contemplaciones; levantaré el velo que abre tus llagas, sacrificando a la verdad todo; hasta el mismo amor propio, pues, como hijo tuyo, adolezco también de tus defectos y flaquezas». El mismo título de la novela —la expresión bíblica «no me toques»— no deja lugar a dudas sobre voluntad de poner en evidencia unos hechos que nadie se había atrevido a abordar.

El eje de la acción, el protagonista principal de Noli me tangere, es Juan Crisóstomo Ibarra, joven filipino de la clase ilustrada, con alguna, muy poca, sangre española, lleno de ilusiones de progreso y de buenas intenciones. Cuando empieza la novela, Ibarra acaba de regresar a Manila después de haber estado en Europa varios años en viaje de estudios. Trae proyectos nuevos y renovadoras ideas, y se propone invertir buena parte de su fortuna en el fomento de la cultura de su país. En San Diego, su pueblo, desea construir una escuela, pero desde el primer momento tropieza con los elementos más reaccionarios, representados por los personajes del padre Dámaso y el padre Salví, con quienes se enfrenta, no sólo dialécticamente, cuando se entera de que han deshonrado la memoria de su difunto padre.

Más adelante, con motivo de una excursión, Ibarra conoce a Elías, prototipo del filipino de humilde extracción, partidario, como hombre de acción que es, de los medios revolucionarios para cambiar el estado de cosas. Elías y Crisóstomo tienen largas pláticas. En ellas se alude aceradamente al papel de la religión (que es como decir de los frailes) en la vida del país. Son, tal vez, las páginas más explícitas por lo que a contenido político-social se refiere de toda la novela, muestra elocuente de dos maneras de pensar con un mismo deseo u objetivo.

Elías le propone a Ibarra ponerse al frente de los descontentos, y le anima a reaccionar contra la opresión y la injusticia con métodos más contundentes. Hombre pacífico, Ibarra rehúsa (como años más tarde, estando desterrado en Dapitán, hará el propio Rizal cuando un enviado del Katipunan le proponga liderar dicha sociedad secreta) y pide calma al impetuoso Elías. Le hace ver Ibarra que ningún pueblo merece disfrutar de absoluta libertad mientras no se eleve por sí mismo al grado de cultura que le es indispensable. La consigna de Ibarra es esperar, a lo que Elías replica con exclamaciones tales como: «¡Esperar, esperar equivale a sufrir!… Sin lucha no hay libertad… Sin libertad no hay luz…».

Pero un hecho fortuito habrá de cambiar el rumbo de Ibarra, víctima del odio de sus poderosos enemigos (como también le habrá de ocurrir a Rizal). Una noche, hallándose Ibarra en casa de su novia María Clara, se oyen detonaciones: el cuartel de la guardia civil es asaltado por los «descontentos», Ibarra, comprendiendo la gravedad de la situación, decide regresar a su casa… pero es hecho preso y encarcelado en Manila, bajo la acusación de ser el organizador de la supuesta conspiración.

Por mediación de Elías logra evadirse de la prisión. Ambos escapan en una banca o canoa remontando el río Pásig. Los carabineros les descubren y persiguen. Disparan sobre ellos. Elías decide arrojarse al agua, para que lo tomen por Crisóstomo. Suena un tiro y desaparece un hombre. En Manila creen que Ibarra ha muerto, pero en realidad, aunque herido, se ha salvado. Después de ganar la orilla y vagar por los bosques durante dos días, extenuado y hambriento, Ibarra presiente que va a morir. Volviendo la cara hacia oriente, Ibarra exclama: «¡Muero sin ver la aurora brillar sobre mi patria!… ¡Vosotros, que la habéis de ver, saludadla…, no os olvidéis de los que han caído durante la noche!».

Noli me tangere es una novela simbólica. Los dos personajes masculinos más importantes, Ibarra y Elías, representan dos puntos de vista opuestos. De forma esquemática, Ibarra, el filipino acomodado y educado, representa la vía pacífica de las reformas. En este sentido puede decirse que es un alter ego del propio Rizal. Elías, el pendant de Ibarra, por el contrario, es el hombre rudo, de pueblo, que simboliza la vía violenta de la revolución, y viene a prefigurar lo que más tarde sería, por ejemplo, un Andrés Bonifacio. En medio, la posición indiferente que personifica uno de los personajes secundarios de la novela más interesantes, el «filósofo» Tasio, que padece en silencio, con escepticismo, los males de su país. Los tres reniegan del régimen colonial español, pero sus actitudes frente al mismo son bien distintas.

Rizal hace del idealista Ibarra un personaje especialmente atractivo. Sin embargo, los crudos discursos del iluminado Elías, impresionan más que los de Ibarra. Aparentemente el autor está más cerca de Ibarra que de Elías, pero en el fondo puede que no lo esté tanto. Como dijo Unamuno: «Yo creo que [Rizal] es uno y otro [personaje], y lo es cuando se contradicen. Porque Rizal fue un espíritu de contradicciones, un alma que temía la revolución, ansiándola en lo íntimo de sí; un hombre que confiaba y desconfiaba a la vez en sus paisanos y hermanos de raza, que los creía los más capaces y los menos capaces —los más capaces cuando se miraba a sí, que era de su sangre, y los más incapaces cuando miraba a otros—. Rizal fue un hombre que osciló entre el temor y la esperanza, entre la fe y la desesperación».

Noli me tangere es, pues, una novela de tesis, que critica sin tapujos los abusos de la «frailocracia», como diría Marcelo H. del Pilar. El autor plantea unas ideas que desarrolla en un marco de ficción, aunque en todo momento trata de ajustarse a la realidad del momento. Como tal es una obra notable, de una fuerza singular, que conectó de forma rápida con el sentir del pueblo filipino y que despertó en sus lectores, como pretendía el autor, los sentimientos patrióticos y reivindicativos de la identidad nacional. Para Sempau, el mérito de la novela consiste en «haber sido publicada oportunamente, cuando era necesario que al combate precediese la advertencia, inspirada en nobles deseos y dirigida a un adversario más corajudo y más obcecado que leal».

Desde el punto de vista literario, Noli me tangere no carece de limitaciones o defectos: tiene algunos fallos de construcción, un exceso de melodramatismo, cierta ingenuidad en algunas escenas… Gramaticalmente no es un dechado de perfección castellana; pero no hay que olvidar que la lengua materna de Rizal era el tagalo, y que cuando escribió la novela estaba estudiando francés, inglés y alemán al mismo tiempo, y redactando en estos idiomas. No obstante, Rizal hace gala de un amplio léxico, rico en términos y modismos filipinos, los cuales prestan a la narración una gran viveza y colorido.

Es, asimismo, un libro notable por la valentía con que está escrito, por la manera certera con que retrata a los numerosos personajes —españoles o filipinos, de todas las ideologías y clases sociales—, y la fidelidad con que describe —salvo algunos excesos disculpables en una obra de ficción que se pretende combativa y ejemplarizante— la situación de Filipinas bajo el dominio español. Para ello la novela sigue un patrón realista, con toques de humor e ironía; deudor en gran medida de los grandes novelistas decimonónicos: Dickens, Balzac o Galdós, entre otros. El estilo rizalino es genuinamente propio e inconfundible entre los demás autores contemporáneos; un estilo que, según Unamuno, «es por lo común blando, ondulante, sinuoso, sin rigideces ni esquinas, pecando, si de algo, de difuso […] No es un estilo dogmático».

El impacto que produjo la aparición de Noli me tangere, a pesar de las trabas puestas para su difusión en Fili pinas, fue tremendo, y ha sido comparado con el efecto que produjo en su día, en las conciencias americanas, la novela antiesclavista de Harriet Beecher Stowe La cabaña del Tío Tom. Curiosamente fue Estados Unidos uno de los países, fuera de Filipinas, donde mejor se supo apreciar el valor de la obra del escritor tagalo. Así, el conocido escritor y crítico literario William Dean Howells, en un artículo publicado en el Harper's Magazine de abril de 1901, al hablar de An Eagle Flight (traducción inglesa abreviada del Noli), no duda en afirmar que «es una excelente novela en la que el efecto más punzante es la veracidad irrefutable que la inspira».

V. EL FILIBUSTERISMO

Ir a la siguiente página

Report Page