Noli me tangere

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XXVIII . Al anochecer

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XXVIII Al anochecer

En casa de Capitán Tiago se habían hecho también muy grandes preparativos. Conocemos al dueño; su afición al fausto y su orgullo de manileño debían humillar en esplendidez a los provincianos. Otra razón había además que lo obligaba a procurar eclipsar a los otros: tenía a su hija María Clara y estaba allí su futuro yerno, que sólo hacía hablar de él.

En efecto, uno de los más serios periódicos de Manila —allí todos son serios, ceremoniosamente serios cuando hablan en lengua de tienda— le había dedicado un artículo en su primera plana, titulado «Imitadle», colmándolo de consejos y dándole algunos elogios. Lo había llamado «el ilustrado joven y rico capitalista»; dos líneas más abajo, «el distinguido filántropo»; en el siguiente párrafo, «el alumno de Minerva que había ido a la Madre Patria para saludar al genuino suelo de las artes y ciencias», y un poco más abajo «el español-filipino», etcétera, etcétera. Capitán Tiago ardía en generosa emulación y pensaba si acaso no debía también levantar a su costa un convento.

Días antes habían llegado a la casa, que habitaban María Clara y tía Isabel, multitud de cajas de comestibles y bebidas de Europa, espejos colosales, cuadros y el piano de la joven.

Capitán Tiago llegó el mismo día de la víspera; al besarle su hija la mano, él le regaló un hermoso relicario de oro con brillantes y esmeraldas, que contenía una astilla de la barca de san Pedro, en el sitio donde se había sentado nuestro Señor durante la pesca.

La entrevista con el futuro yerno no podía ser más cordial; se habló naturalmente de la escuela. Capitán Tiago quería que se llamase escuela de san Francisco.

—¡Créame usted —decía—, san Francisco es un buen patrón! Si usted la llama escuela de instrucción primaria, no gana usted nada, ¿quién es instrucción primaria?

Llegaron algunas amigas de María Clara y la invitaron a salir a pasear.

—Pero vuelve pronto —dijo Capitán Tiago a su hija, que le pedía su permiso—; ya sabes que esta noche cena con nosotros el padre Dámaso, que acaba de llegar.

Y volviéndose a Ibarra, que se había puesto pensativo, añadió:

—Cene usted también con nosotros; en su casa estará usted solo.

—Con muchísimo gusto, pero debo estar en casa por si vienen visitas —contestó balbuceando el joven, esquivando la mirada de María Clara, que se ponía la peineta delante del espejo.

—Traiga usted a sus amigos —replicó frescamente Capitán Tiago—; en mi casa siempre hay comida abundante… Quisiera además que usted y el padre Dámaso se entendiesen…

—¡Ya habrá tiempo para eso! —contestó Ibarra con sonrisa forzada, y se dispuso a acompañar a las jóvenes.

Bajaron las escaleras.

María Clara iba en medio de Victoria e Iday; la tía Isabel seguía detrás.

La gente se apartaba respetuosa para abrirles paso. María Clara iba sorprendente de belleza; su palidez había desaparecido y si sus ojos seguían pensativos, su boca, por el contrario, sólo parecía conocer la sonrisa. Con esa amabilidad de la doncella feliz, saludaba a los antiguos conocidos de su niñez, hoy admiradores de su dichosa juventud. En menos de quince días había vuelto a recobrar aquella franca confianza, aquella charla infantil que parecían haberse aletargado entre los estrechos muros del beaterio; diríase que la mariposa, al dejar el capullo, reconocía todas las flores; le bastó volar un momento y calentarse a los dorados rayos del sol para perder la rigidez de la crisálida. La nueva vida se reflejaba en todo el ser de la joven: todo lo encontraba bueno y bello; manifestaba su amor con esa gracia virginal que no viendo más que pensamientos puros, no conoce el porqué de los falsos rubores. Sin embargo, se cubría el rostro con el abanico cuando le daban una alegre broma, pero entonces sus ojos sonreían y un ligero estremecimiento recorría todo su ser.

Las casas principiaban a iluminarse y en las calles, que recorría la música, encendíanse las arañas de caña y madera, imitaciones de las de la iglesia.

Desde la calle, al través de las abiertas ventanas, se veía la gente bullir en las casas, en una atmósfera de luz y perfumes de las flores, a los acordes del piano, arpa u orquesta. Cruzaban las calles chinos, españoles, filipinos, y éstos ya vistiendo el traje europeo, ya el del país. Andaban confundidos codeándose y empujándose criados cargando carne y gallinas, estudiantes vestidos de blanco, hombres y mujeres, exponiéndose a ser atropellados por calesas y coches, que a pesar del tabi[137] de los conductores difícilmente se abrían paso.

Delante de la casa de Capitán Basilio, algunos jóvenes saludaron a nuestros conocidos y los invitaron a que visitaran la casa. La alegre voz de Sinang, que descendía las escaleras corriendo, puso fin a toda excusa.

—Subid un momento para que yo pueda salir con vosotros —decía—. Me aburre estar entre tantos desconocidos, que sólo hablan de gallos y barajas.

Subieron.

La Sala estaba llena de gente. Algunos se adelantaron para saludar a Ibarra, cuyo nombre era conocido de todos; contemplaban extasiados la hermosura de María Clara y algunas viejas murmuraban mientras mascaban bu yo: «¡parece la Virgen!».

Allí tuvieron que tomar chocolate. Capitán Basilio se había hecho íntimo amigo y defensor de Ibarra desde el día de campo. Supo por el telegrama, regalado a su hija Sinang, que estaba enterado de que el pleito había sido sentenciado a su favor, por lo cual, no queriendo dejarse vencer en generosidad, trataba de anular lo del juego de ajedrez. Pero, no consintiendo Ibarra en ello, Capitán Basilio propuso que el dinero con que debía pagar las costas se emplease en pagar a un maestro en la futura escuela del pueblo. A consecuencia de esto, el orador empleaba su oratoria para que los otros contrarios desistiesen de sus extrañas pretensiones y les decía:

—¡Creedme: en los pleitos el que gana se queda sin camisa!

Pero no llegaba a convencer a nadie a pesar de citar a los romanos.

Después de tomar el chocolate, nuestros jóvenes tuvieron que oír el piano, tocado por el organista del pueblo.

—Cuando lo oigo en la iglesia —decía Sinang señalándole—, me dan ganas de bailar; ahora que toca el piano, se me ocurre rezar. Por esto me marcho con vosotras.

—¿Quiere usted venir con nosotros esta noche? —preguntaba Capitán Basilio al oído de Ibarra al despedirse—. El padre Dámaso va a poner una pequeña banca.

Ibarra se sonrió y contestó con un movimiento de cabeza que tango equivalía a un sí como a un no.

—¿Quién es ése? —preguntó María Clara a Victoria, señalando con una rápida mirada a un joven que las seguía.

—Ése… ése es un primo mío —contestó algo turbada.

—¿Y el otro?

—Ese no es primo mío —contestó vivamente Sinang—, es un hijo de mi tía.

Pasaron por delante de la casa parroquial, que por cierto no era de las menos animadas. Sinang no pudo contener una exclamación de asombro al ver que ardían las lámparas, las lámparas de una forma antiquísima, que el padre Salví no dejaba nunca encender por no gastar petróleo. Oíanse gritos y sonoras carcajadas, veíase a los frailes andar lentamente moviendo a compás la cabeza y el grueso puro que adorna sus labios. Los seglares que entre ellos estaban les hacían coro y procuraban imitar cuanto hacían los buenos religiosos. Por el traje europeo que vestían, debían de ser empleados o autoridades en la provincia.

María Clara distinguió los redondos contornos del padre Dámaso al lado de la correcta silueta del padre Sibyla. Inmóvil en su sitio estaba el misterioso y taciturno padre Salví.

—¡Está triste! —observó Sinang—. Piensa en lo que le van a costar tantas visitas. Pero ya veréis como no lo paga él, sino los sacristanes. Sus visitas siempre comen en otra parte.

—¡Sinang! —le reprendió Victoria.

—No lo puedo sufrir desde que rompió la Rueda de la Fortuna; yo ya no me confieso con él.

Entre todas las casas se distinguía una que ni estaba iluminada ni tenía las ventanas abiertas. Era la del alférez. Extrañose de ello María Clara.

—¡La bruja! ¡La Musa dé la guardia civil, como dice el viejo! —exclamó la terrible Sinang—. ¿Qué tiene ella que ver con nuestras alegrías? ¡Estará rabiando! Deja que venga el cólera y verás como da un convite.

—¡Pero, Sinang! —volvió a reprender su prima.

—Nunca la he podido sufrir, y menos desde que turbó nuestra fiesta con sus guardias civiles. A ser yo arzobispo, la casaba con el padre Salví… ¡verás qué hijitos! Mira que hacer prender al pobre piloto que se arrojó al agua por complacer…

No pudo concluir la frase, en el ángulo de la plaza, donde un ciego cantaba al son de una guitarra el romance de los peces, se presentaba un raro espectáculo.

Era un hombre cubierto con un ancho salakot de hojas de palma y vestido miserablemente. Consistía su traje en una levita, hecha jirones, y unos calzones anchos como los de los chinos, rotos en diferentes sitios. Miserables sandalias calzaban sus pies. Su rostro quedaba todo en sombras gracias a su salakot, pero de aquellas tinieblas partían de cuando en cuando dos fulgores, que se apagaban al instante. Era alto y por sus movimientos debía creerse que era joven. Depositaba un cesto en tierra y se alejaba después pronunciando sonidos extraños, incomprensibles; permanecía de pie, completamente aislado, como si él y la muchedumbre se esquivasen mutuamente. Entonces, acercábanse algunas mujeres a su cesta, depositaban frutas, pescado, arroz, etcétera. Cuando ya no había nadie que se acercase, salían de aquellas sombras otros sonidos más tristes, pero menos lastimeros, acción de gracias tal vez; recogía su cesta y se alejaba para repetir lo mismo en otro sitio.

María Clara presintió allí una desgracia y preguntó, llena de interés por aquel extraño ser.

—Es el lazarino —contestó Iday—. Hace cuatro años ha contraído esa enfermedad: unos dicen que por cuidar a su madre, otros que por haber estado en la húmeda prisión. Vive allá en el campo, cerca ya del cementerio de los chinos; no se comunica con nadie, todos huyen de él por temor de contagiarse. ¡Si vieras su casita! Es la casita de Giring-Giring[138]: el viento, la lluvia y el sol entran y salen como aguja en la tela. Le han prohibido tocar nada que perteneciese a la gente. Un día cayó un chiquillo en el canal, el canal no era profundo, pero él, que pasaba cerca, lo ayudó a salir de allí. Súpolo el padre, se quejó al gobernadorcillo y éste le mandó dar seis azotes en medio de la calle, y quemó después el bejuco. Aquello era atroz: el lazarino corría huyendo, el azotador lo perseguía y el gobernadorcillo le gritaba: «¡Aprende!, más vale que uno se ahogue y no que se enferme como tú».

—¡Es verdad! —murmuró María Clara.

Y sin darse cuenta de lo que hacía, acercóse rápidamente a la cesta del desgraciado y depositó en ella el relicario que acababa de regalarle su padre.

—¿Qué has hecho? —le preguntaron sus amigas.

—¡No tenía otra cosa! —contestó disimulando con una risa las lágrimas de sus ojos.

—¿Y él qué va a hacer con tu relicario? —le dijo Victoria—. Un día le dieron dinero, pero con una caña lo alejó de sí. ¿Para qué lo quería si nadie acepta nada que venga de él? ¡Si el relicario pudiera comerse!

María Clara miró con envidia a las mujeres que vendían comestibles y se encogió de hombros.

Pero el lazarino se acercó a la cesta, cogió la alhaja que brilló entre sus manos, se arrodilló, la besó y después, descubriéndose, hundió la frente en el polvo que la joven había pisado.

María Clara ocultó el rostro detrás de su abanico y se llevó el pañuelo a los ojos.

Entretanto se había acercado una mujer al desgraciado, que parecía orar. Traía la larga cabellera suelta y desgreñada, y a la luz de los faroles, se vieron las facciones extremadamente demacradas de la loca Sisa.

Al sentir su contacto, el lazarino soltó un grito y se levantó de un salto. Pero la loca se agarró a su brazo, con gran horror de la gente, y decía:

—¡Recemos, recemos! ¡Hoy es el día de los muertos! ¡Esas luces son las vidas de los hombres, recemos por mis hijos!

—¡Separadla, separadla, que se va a contagiar la loca! —gritaba la multitud, pero nadie se atrevía a acercarse.

—¿Ves aquella luz en la torre? ¡Aquélla es mi hijo Basilio, que baja por una cuerda! ¿Ves aquélla allá en el convento? ¡Aquélla es mi hijo Crispín, pero yo no voy a verlos porque el cura está enfermo y tiene muchas onzas y las onzas se pierden! Yo le llevaba amargoso y zarzalidas; mi jardín estaba lleno de flores y tenía dos hijos. ¡Yo tenía jardín, cuidaba flores y tenía dos hijos!

Y soltando al lazarino, se alejó cantando:

—¡Yo tenía jardín y flores, yo tenía hijos, jardín y flores!

—¿Qué has podido hacer por esa pobre mujer? —preguntó María Clara a Ibarra.

—¡Nada; en estos días había desaparecido del pueblo y no se le podía encontrar! —contestó medio confuso el joven—. He estado además muy ocupado, pero no te aflijas; el cura prometió ayudarme, recomendándome mucho tacto y sigilo, pues parece que se trata de la guardia civil. ¡El cura se interesa mucho por ella!

—¿No decía el alférez que haría buscar a los niños?

—Sí, pero entonces estaba un poco… ¡bebido!

Apenas acababa de decir esto cuando vieron a la loca, arrastrada más bien que conducida, por un soldado. Sisa oponía resistencia.

—¿Por qué la prendéis? ¿Qué ha hecho? —preguntó Ibarra.

—¿Qué? ¿No habéis visto cómo ha alborotado? —contestó el custodio de la pública tranquilidad.

El lazarino recogió precipitadamente su cesto y se alejó.

María Clara quiso retirarse, pues había perdido la alegría y el buen humor.

—¡También hay gentes que no son felices! —murmuraba.

Al llegar a la puerta de su casa, sintió aumentarse su tristeza al ver que su novio se negaba a subir y se despedía.

—¡Es necesario! —decía el joven.

María Clara subió las escaleras pensando en lo aburridos que son los días de fiestas, cuando vienen las visitas de los forasteros.

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