Noli me tangere

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XXXVIII. Su Excelencia

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—¡Deseo hablar con ese joven! —decía Su Excelencia a un ayudante—; ha despertado todo mi interés.

—¡Ya han ido a buscarle, mi general! Pero aquí hay un joven de Manila que pide con insistencia ser introducido. Le hemos dicho que Vuestra Excelencia no tenía tiempo y que no había venido para dar audiencias sino para ver el pueblo y la procesión, pero ha contestado que Vuestra Excelencia siempre tiene tiempo disponible para hacer justicia…

Su Excelencia se vuelve al alcalde, maravillado.

—Si no engaño —contesta éste haciendo una ligera inclinación—, es el joven que esta mañana ha tenido una cuestión con el padre Dámaso con motivo del sermón.

—¿Aún otra? ¿Se ha propuesto ese fraile alborotar la provincia, o cree que él manda aquí? ¡Decid al joven que pase!

Su Excelencia se pasea nervioso de un extremo a otro de la sala.

En la antesala había varios españoles, mezclados con militares y autoridades del pueblo de San Diego y de los vecinos; agrupados en corros conversaban o disputaban. Encontrábanse también ahí los frailes todos, menos el padre Dámaso, y querían pasar para presentar sus respetos a Su Excelencia.

—¡Su Excelencia el Capitán General suplica a vuestras reverencias que se esperen un momento! —dice el ayudante—; ¡pase usted, joven!

Aquel manileño que confundía el griego con el tagalo entró en la sala, pálido y tembloroso.

Todos estaban llenos de sorpresa: muy irritado debía de estar Su Excelencia para atreverse a hacer esperar a los frailes. El padre Sibyla decía:

—¡Yo no tengo nada que decirle… aquí pierdo tiempo!

—Digo lo mismo —añade un agustino—, ¿nos vamos?

—¿No sería mejor que averiguásemos cómo piensa? —pregunta el padre Salví—; evitaríamos un escándalo… y… podríamos recordarle… sus deberes para con… la religión…

—¡Vuestras reverencias pueden pasar si gustan! —dice el ayudante, conduciendo al joven que no entendía el griego, que ahora sale con un rostro en que brilla la satisfacción.

Fray Sibyla entró el primero; detrás venían el padre Salví, el padre Manuel Martín y los otros religiosos. Saludaron humildemente, menos el padre Sibyla, que conservó, aún en la inclinación, un cierto aire de superioridad; el padre Salví, por el contrario, casi dobló la cintura.

—¿Quién de vuestras reverencias es el padre Dámaso? —preguntó de improviso Su Excelencia sin hacerles sentar, ni interesarse por su salud, sin dirigirles las frases lisonjeras a que estaban acostumbrados tan altos personajes.

—¡El padre Dámaso no está, señor, entre nosotros! —contestó casi con el mismo acento seco el padre Sibyla.

—Yace en cama enfermo el servidor de Vuestra Excelencia —añadió humildemente el padre Salví—; después de tener el placer de saludarlo y enterarnos de la salud de Vuestra Excelencia, como cumple a todos los buenos servidores del rey y a toda persona de educación, veníamos también en nombre del respetuoso servidor de Vuestra Excelencia, que tiene la desgracia…

—¡Oh! —interrumpió el Capitán General haciendo girar una silla sobre un pie y sonriendo nerviosamente—, si todos los servidores de mi excelencia fuesen como su reverencia, el padre Dámaso, ¡preferiría servir yo mismo a mi excelencia!

Las reverencias, que ya estaban parados corporalmente, se lo quedaron también en espíritu ante esta interrupción.

—¡Tomen asiento vuestras reverencias! —añadió después de una breve pausa, dulcificando un poco su tono.

Capitán Tiago iba de frac y andaba de puntillas; conducía de la mano a María Clara, que entró vacilante y llena de timidez. No obstante, hizo un gracioso y ceremonioso saludo.

—¿Es la señorita hija de usted? —preguntó sorprendido el capitán general.

—¡Y de Vuestra Excelencia, general! —contestó Capitán Tiago seriamente.

El alcalde y los ayudantes abrieron los ojos, pero Su Excelencia, sin perder la gravedad, tendió la mano a la joven y le dijo afablemente:

—¡Felices los padres que tienen hijas como usted, señorita! Me han hablado de usted con respeto y admiración… He deseado verla para darle las gracias por el hermoso acto que ha llevado a cabo este día. Estoy enterado de

todo, y cuando escriba al gobierno de Su Majestad, no olvidaré su generoso comportamiento. Entretanto, permítame usted, señorita, que en nombre de Su Majestad el Rey que aquí represento y que ama la

paz y la

tranquilidad de sus fieles súbditos, y en el mío, en el de un padre que también tiene hijas de su edad de usted, le dé las más expresivas gracias y la proponga para una recompensa.

—¡Señor…! —contestó temblorosa María Clara.

Su Excelencia adivinó lo que ella quería decir y repuso:

—Está muy bien, señorita, que usted se contente con su conciencia y con la estimación de sus conciudadanos: a fe que es el mejor premio y nosotros no debíamos pedir más. Pero no me prive usted de una hermosa ocasión para hacer ver que si la justicia sabe castigar, también sabe premiar, y que no siempre es

ciega.

Todas las palabras en la letra

cursiva han sido pronunciadas de un modo más significativo y en voz más alta.

—¡El señor don Juan Crisóstomo Ibarra aguarda las órdenes de Vuestra Excelencia! —dijo en voz alta un ayudante.

María Clara se estremeció.

—¡Ah! —exclamó el capitán general—, permítame usted, señorita, que le exprese el deseo de volverla a ver antes de dejar este pueblo: tengo aún que decirle cosas muy importantes. ¡Señor alcalde, vuestra señoría me acompañará durante el paseo, que quiero hacer a pie, después de la conferencia que tendré a solas con el señor Ibarra!

—Vuestra Excelencia nos permitirá que le advirtamos —dijo el padre Salví—, humildemente, que el señor Ibarra está excomulgado…

Su Excelencia lo interrumpió diciendo:

—Me alegra mucho no tener que deplorar más que el estado del padre Dámaso, a quien le deseo

sinceramente una

curación completa, porque a su edad

un viaje a España por motivos de salud no debe de ser muy agradable. Pero esto depende de él… y entretanto, ¡qué Dios les conserve la salud a vuestras reverencias!

Unos y otros se retiraron.

—¡Y tanto que depende de él! —murmura al salir el padre Salví.

—¡Veremos quién hará más pronto el viaje! —añadió otro franciscano.

—¡Me voy ahora mismo! —dice despechado el padre Sibyla.

—¡Y nosotros a nuestra provincia! —dijeron los agustinos.

Unos y otros no podían sufrir que por culpa de un franciscano Su Excelencia los haya recibido fríamente.

En la antesala se encontraron con Ibarra, su anfitrión de hace algunas horas. No se cambiaron ningún saludo, pero sí miradas que decían muchas cosas.

El alcalde, por el contrario, cuando ya los frailes habían desaparecido, lo saludó y le tendió la mano familiarmente, pero la llegada del ayudante que buscaba al joven no dio lugar a ninguna conversación.

En la puerta se encontró con María Clara: las miradas de ambos se dijeron también muchas cosas, pero bien diferentes de las que hablaron los ojos de los frailes.

Ibarra vestía de riguroso luto. Presentose sereno y saludó profundamente, a pesar de que la visita de los frailes no le parecía de buen augurio.

El Capitán General se adelantó hacia él algunos pasos.

—Tengo suma satisfacción, señor Ibarra, al estrechar su mano. Permítame usted que lo reciba en el seno de la confianza.

Su Excelencia, en efecto, contemplaba y examinaba al joven con marcado contento.

—¡Señor… tanta bondad…!

—Su sorpresa de usted me ofende, me significa que no esperaba de mí un buen recibimiento: ¡esto es dudar de mi justicia!

—Una amistosa acogida, señor, para un insignificante súbdito de Su Majestad como yo, no es justicia, es un favor.

—¡Bien, bien! —dice Su Excelencia sentándose y señalándole un asiento—; déjenos usted gozar un rato de expansión; estoy muy satisfecho de su conducta y ya lo he propuesto al gobierno de Su Majestad para una condecoración por el filantrópico pensamiento de erigir una escuela… Si usted se me hubiese dirigido, yo habría presenciado con placer la ceremonia y acaso le habría evitado un disgusto.

—El pensamiento me parecía tan pequeño —contestó el joven—, que no lo creía bastante digno para distraer la atención de Vuestra Excelencia de sus numerosas obligaciones; además, mi deber era dirigirme antes a la primera autoridad de mi provincia.

Su Excelencia movió la cabeza con aire satisfecho y, adoptando cada vez un tono más familiar, continuó:

—En cuanto al disgusto que usted ha tenido con el padre Dámaso, no guarde ni temor ni rencores: no se le tocará un pelo de su cabeza, mientras yo gobierne las Islas; y por lo que respecta a la excomunión, ya hablaré con el arzobispo, porque es menester que nos amoldemos a las circunstancias: aquí no podríamos reímos de estas cosas en público como en la Península o en la culta Europa. Con todo, sea usted en lo sucesivo más prudente; se ha colocado frente a frente a las corporaciones religiosas, que, por su significación y su riqueza, necesitan ser respetadas. Pero yo le protegeré a usted, porque me gustan los buenos hijos, me gusta que se honre la memoria de los padres; yo también he amado a los míos y, ¡vive Dios!, no sé lo que habría hecho en su lugar…

Y cambiando rápidamente de conversación, preguntó:

—Me han dicho que usted viene de Europa; ¿estuvo usted en Madrid?

—Sí, señor, algunas veces.

—¿Oyó usted acaso hablar de mi familia?

—Acababa Vuestra Excelencia de partir cuando tuve el honor de se presentado a ella.

—¿Y cómo entonces vino usted sin traerme ninguna recomendación?

—Señor —contestó Ibarra inclinándose—, porque no vengo directamente de España, y porque, habiéndome hablado del carácter de Vuestra Excelencia, he creído que una carta de recomendación no sólo sería inútil, sino hasta ofensiva: los filipinos todos le estamos recomendados.

Una sonrisa se dibujó en los labios del viejo militar, que repuso lentamente, como midiendo y pensando sus palabras.

—Me lisonjea que usted piense así, y… ¡así debía ser! Sin embargo, joven, usted debe saber qué cargas pesan sobre nuestros hombros en Filipinas. Aquí, nosotros, viejos militares, tenemos que hacerlo y serlo todo: Rey, ministro de Estado, de Guerra, de Gobernación, de Fomento, de Gracia y Justicia, etcétera, y lo peor aún es que para cada cosa tenemos que consultar a la lejana Madre Patria, que aprueba o rechaza, según las circunstancias, ¡a veces a ciegas!, nuestras propuestas. Y decimos los españoles: ¡el que mucho abarca poco aprieta! Venimos además generalmente conociendo poco el país y lo dejamos cuando lo empezamos a conocer. Con usted puedo franquearme, pues sería inútil aparentar otra cosa. Así que, si en España, donde cada ramo tiene su ministro, nacido y criado en la misma localidad, donde hay prensa y opinión, donde la oposición franca abre los ojos al gobierno y lo ilustra, anda todo imperfecto y defectuoso, es un milagro que aquí no esté todo revuelto, pues carece de aquellas ventajas y vive y maquina en las sombras una más poderosa oposición. Buena voluntad no nos falta a los gobernantes, pero nos vemos obligados a valernos de ojos y brazos ajenos, que por lo común no conocemos y que acaso, en vez de servir a su país, sólo sirven a sus propios intereses. Esto no es culpa nuestra, es de las circunstancias; los frailes nos ayudan un poco a salir del paso, pero no bastan ya… Usted me inspira interés y desearía que la imperfección de nuestro actual sistema gubernamental no lo perjudicase en nada… yo no puedo velar por todos, ni todos pueden acudir a mí. ¿Puedo serle a usted útil en algo, tiene usted algo que pedir?

Ibarra reflexionó.

—Señor —contestó—, mi mayor deseo es la felicidad de mi país, felicidad que quisiera se debiese a la Madre Patria y al esfuerzo de mis conciudadanos, unidos una y otros con eternos lazos de comunes miras y comunes intereses. Lo que pido, sólo puede darlo el gobierno después de muchos años de trabajo continuo y reformas acertadas.

Su Excelencia lo miró por algunos segundos con una mirada que Ibarra sostuvo con naturalidad.

—¡Es usted el primer hombre con quien hablo en este país! —exclamó tendiéndole la mano.

—Vuestra Excelencia sólo ha visto a los que se arrastran en la ciudad; no ha visitado las calumniadas cabañas de nuestros pueblos. Vuestra Excelencia habría podido ver verdaderos hombres si para serlo basta tener un generoso corazón y costumbres sencillas.

El Capitán General se levantó y se puso a pasear de un lado a otro de la sala.

—Señor Ibarra —exclamó parándose de repente; el joven se levantó—; acaso dentro de un mes parta; su educación de usted y su modo de pensar no son para este país. Venda usted cuanto posee, arregle su maleta y véngase conmigo a Europa: aquel clima le sentaría mejor.

—¡El recuerdo de la bondad de Vuestra Excelencia lo conservaré mientras viva —contestó Ibarra algo conmovido—, pero debo vivir en el país donde han vivido mis padres…!

—¡Donde han muerto, diría usted más exactamente! Créame, acaso conozca su país mejor que usted mismo… ¡Ah!, ahora me acuerdo —exclamó cambiando de tono—, ¡usted se casa con una adorable joven y lo estoy deteniendo aquí! Vaya usted, vaya usted al lado de ella, y para mayor libertad envíeme al padre —añadió sonriendo—. No se olvide usted, sin embargo, de que quiero que me acompañe a paseo.

Ibarra saludó y se alejó.

Su Excelencia llamó a su ayudante.

—¡Estoy contento! —dijo dándole ligeras palmadas en el hombro—; hoy he visto por primera vez cómo se puede ser buen español sin dejar de ser buen filipino y amar a su país; hoy les he demostrado al fin a las

reverencias que no todos somos juguetes suyos: ¡este joven me ha proporcionado la ocasión y pronto habré saldado todas mis cuentas con el fraile! Lástima que ese joven algún día u otro… pero ¡llámame al alcalde!

Éste se presentó inmediatamente.

—Señor alcalde —le dijo al entrar—, para evitar que se repitan

escenas, como las que Vuestra Señoría esta siesta ha

presenciado, escenas que deploro porque

desprestigian al gobierno y a los españoles todos, me permito recomendarle

eficazmente al señor Ibarra, para que no sólo le facilite los medios de llevar a cabo sus patrióticos fines, sino también evite que en adelante lo molesten personas de cualquier clase que fueren y bajo cualquier pretexto.

El alcalde comprendió la reprimenda y se inclinó para ocultar su turbación.

—Haga Vuestra Señoría decir lo mismo al alférez que aquí manda la sección, y averigüe si es verdad que este señor tiene ocurrencias propias, que no dicen los reglamentos: he oído sobre esto más de una queja.

Capitán Tiago se presentó tieso y planchado.

—Don Santiago —le dijo Su Excelencia en tono afectuoso—, hace poco lo felicitaba a usted por la dicha de tener una hija como la señorita de los Santos; ahora lo felicito por su futuro yerno: la más virtuosa de las hijas es digna seguramente del mejor ciudadano de Filipinas. ¿Se puede saber cuándo es la boda?

—¡Señor…! —balbucea Capitán Tiago y se limpia el sudor que corría por su frente.

—¡Vamos, veo que aún no hay nada definitivo! Si faltan padrinos, tendré sumo gusto en ser uno de ellos. ¡Es para quitar el mal gusto que me han dejado tantas bodas como hasta aquí he apadrinado! —añadió dirigiéndose al alcalde.

—¡Sí, señor! —contestó Capitán Tiago con una sonrisa que inspiraba compasión.

Ibarra fue casi corriendo en busca de María Clara; tenía tantas cosas que decirle y contarle. Oyó alegres voces en una de las habitaciones y llamó ligeramente a la puerta.

—¿Quién llama? —pregunta María Clara.

—¡Yo!

Las voces callaron y la puerta… no se abrió.

—Soy yo, ¿puedo entrar? —pregunta el joven, cuyo corazón latía violentamente.

El silencio continuó. Segundos después unos ligeros pasos se acercaron a la puerta y la alegre voz de Sinang murmuró al través del agujero de la cerradura.

—Crisóstomo, vamos al teatro esta noche; escribe lo que tengas que decirle a María Clara.

Y los pasos volvieron a alejarse, rápidos como vinieron.

—¿Qué quiere esto decir? —murmuraba Ibarra pensativo, alejándose lentamente de la puerta.

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