Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 5

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Durante largo tiempo pensaré en la media hora siguiente. Probablemente no la olvidaré nunca. Fui testigo de un proceso fantasmagórico. Una mujer joven se volvió vieja. A cada minuto decaía más y más.

Nina Brummer volvió la cabeza. Yo no debía ver que lloraba. Todos lo veían, todos los que se encontraban en el restaurante. Bebí el whisky y le encontré un sabor aceitoso y amargo. A pesar de ello encargué otro.

—¿Es que la señora no se encuentra bien? —preguntó el camarero.

—Váyase —le eché groseramente—. ¡Márchese! Todo está en orden.

Ofendido se fue.

—¿Le dijo Toni, se lo dijo de verdad, que no quería nada más conmigo?

—Procure entenderlo. Un hombre joven. Atosigado por el miedo. Él...

—¿Se lo ha dicho?

—Sí.

—¿Le dijo: Yo me voy?

—Le he contado todo lo que él me dijo.

El niño se acercó, hurgándose la nariz y mirando fijamente a Nina Brummer.

—¡Siegfried! —le llamó su madre—. ¿Quieres venir en seguida aquí?

A las 19’35 el altavoz empezó a reclamar: «Señor Toni Word, con Air France hacia París. Haga el favor de personarse en el mostrador de la Compañía».

—Ahí lo tiene —exclamé.

—Me es igual —susurró ella.

El camarero trajo mi segundo whisky. Yo estaba sudando. La gente nos observaba.

A las 19’40, la poco clara voz de los micrófonos volvió a preguntar por Toni Worm, y de nuevo a las 19’45. Sonaba impaciente y enfadada.

—La cuenta —llamé.

El ofendido camarero tomó, sin decir palabra el dinero que le entregué. Me dirigí a Nina:

—Por lo menos vayamos hacia abajo, señora.

—Estoy citada aquí. Debo quedarme.

—No vendrá.

—Todavía falta un cuarto de hora.

El altavoz:

«¡Atención! ¡Atención! Air France anuncia su vuelo número 541 hacia París. Se ruega a los señores pasajeros se sirvan reunirse en la puerta tercera para ser, desde allí, conducidos a bordo. ¡Señoras y señores, les deseamos un muy buen viaje!».

19’48 horas.

Debajo de nosotros los primeros viajeros salieron del vestíbulo y fueron acompañados a la máquina que les esperaba sobre el campo azotado por la tempestad.

19’50 horas.

«Señora Nina Brummer y señor Toni Worm, que tienen billete en Air France para París, se les ruega que vayan inmediatamente a revisión de pasaportes y equipajes. El avión les espera.»

—Váyase de una vez —susurró enfadada Nina—. Déjeme sola.

—No crea que estoy aquí por amor al prójimo. No me interesa un escándalo en estos momentos.

—¿No le interesa escándalo? ¿Qué quiere decir con ello?

—Han ocurrido muchas otras cosas desde el sábado por la tarde. Mire mi cara.

—¿Qué ha pasado?

—Venga conmigo y se lo explicaré.

—No, me quedo.

Diecinueve horas cincuenta y cuatro minutos.

«Atención, atención. Señor Toni Worm y señora Nina Brummer, que viajan con Air France hacia París, vengan, por favor, en seguida a la revisión de pasaportes y equipajes. Su avión está a punto de despegar.»

Súbitamente se puso en pie, se tambaleó y volvió a caer sobre el asiento.

—¿Me... ayudaría... usted?

Puse mi brazo derecho alrededor de su talle. Con la mano izquierda llevaba su abrigo de nutria y el cofre de las joyas. De este modo acompañé a Nina Brummer por la escalera. Toda la gente miraba hacia nosotros. En el vestíbulo nos salió al encuentro un empleado del campo de aviación.

—¿Es usted el señor Toni Worm?

—Sí —le contesté. Ya me era todo indiferente, como a ella.

—¿Qué tiene la señora?

—Está indispuesta; no puede volar. Ayúdeme, por favor.

—¿Quiere que llame a un médico?

—No, sólo hasta el coche, sólo hasta el coche. Yo soy médico.

Entre los dos llevamos a Nina Brummer hasta la puerta de salida. Unas cuantas personas nos acompañaban. De repente se puso ella a gritar en voz alta y con histerismo:

—¡Toni!... —y otra vez—: ¡Toni, oh, Dios mío!

—Sí —le dije yo, sintiendo cómo el sudor se me deslizaba espalda abajo—, sí, querida, sí...

Finalmente la tuve en el interior del coche. Le di una propina al empleado. Arranqué tan de prisa como pude. Los neumáticos chirriaron en la primera curva. La tormenta zarandeaba el coche. Hasta encontrarnos en la carretera no volvió ella a hablar:

—¿Señor... Holden...?

—¿Qué pasa? —ahora yo estaba furioso.

—Por favor, lléveme hacia él.

—Ya no se encuentra en Düsseldorf.

—Sólo quiero volver a ver la casa. Sólo la casa.

—Está cerrada.

—Tengo la llave.

Súbitamente se agarró con frenesí a mi brazo. No estaba preparado para ello y el auto se fue hacia el lado izquierdo de la carretera. Giré el volante inmediatamente, pero el «Cadillac» estuvo unos momentos danzando locamente. Sin darme cuenta y, sólo obedeciendo a un movimiento reflejo, lancé mi codo derecho contra ella, golpeándola de lleno en el pecho. Ella se acurrucó en el rincón aullando de dolor.

Pensé: «¿Cuánto tiempo aguantará todavía? Con toda seguridad se desmayará de un momento a otro y podré devolverla al hospital». Le dije apaciguadoramente:

—Conforme. Vamos a su casa. Pero con la condición de que se mantenga usted quieta.

—Estaré quieta. Haré lo que usted quiera, señor Holden. Solamente lléveme a su casa, por favor.

— Okay —le contesté—, okay.

Entonces se estuvo callada hasta que alcanzamos la ciudad. Lloraba quedamente, pero cuando hubimos penetrado en la población murmuró:

—Cuénteme, por favor, lo demás..., cuénteme por qué hace todo esto...

Permanecí silencioso.

—Usted me dijo que me lo contaría.

—Bueno —respondí—. Óigame, pues.

Permanecí todavía un rato en casa..., en aquel bar. Era ya día claro cuando regresé el domingo por la mañana a casa...

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