Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 16

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El resplandor del sol me pegó en la cabeza, como un martillo, al salir al exterior. La luz me dañaba los ojos. Ese verano empezaba a ser inhumano, los días se estaban volviendo cada vez más calurosos. Me quité la chaqueta, me la puse bajo el brazo y pasé junto a un comercio de automóviles, una tienda de joyería y un sastre, pensando que ahora podía comprarme cualquier coche, el mejor, y los trajes que quisiera. Es decir, podía hacerlo, pero no debía. Había prometido sostener mi nivel de vida. Era una situación muy curiosa. De acuerdo con mi acostumbrado sistema de vida, me senté a una mesa exterior, que quedaba en la sombra, de un pequeño bar, y pedí un vaso de limonada con mucho hielo. Había seis mesitas sobre la acera con sus correspondientes doce sillas de todos los colores, pero yo era el único cliente. Saqué los billetes de Banco y los contemplé. Primero miré el fajo y luego fui examinando billete tras billete.

Este era el salario del miedo, obtenido porque había intentado despojar a alguien, y porque el doctor Zorn había mentido al señor Brummer. Por causa de todo ello poseía yo ahora treinta mil marcos. Si no hubiera intentado el chantaje hubiera permanecido pobre. Y también si el abogado Zorn le hubiese dicho la verdad al señor Brummer. Se necesitaban, por tanto, dos acciones inmorales simultáneas para que uno hiciera dinero, una sola no bastaba. Y empecé a imaginar la manera como se habían hecho las fortunas.

El camarero apareció con mi limonada, y yo escondí el dinero y bebí cuidadosamente, a pequeños sorbos, porque no quería enfriarme el estómago y ponerme enfermo con tanto dinero en el bolsillo, con tanto dinero...

Los cubitos de hielo tintineaban en el vaso que se cubrió, por el exterior, de pequeñas gotas de condensación. Mi bebida preferida es la limonada. Cuando yo era pequeño, mi madre, en verano, preparaba enormes jarros de limonada que colocaba en el sótano, porque no teníamos nevera.

Sostuve el vaso con una mano, la otra descansaba sobre mi chaqueta, sobre el bolsillo donde se escondían los billetes, y pensé en mi madre y en aquel día de verano ya pasado, que había sido tan caluroso como el día de hoy. Aquel día llegó el ejecutor del Juzgado para empeñar en nuestra casa...

Yo jugaba en el jardín cuando llegó, y observé que estaba completamente pálido. Padecía enormemente bajo el calor. El señor Kolscheit era un hombre ya viejo, vestido con un traje negro brillante por el uso. Llevaba siempre una cartera de mano muy gastada cuando venía a nuestra casa, y venía muy a menudo.

Mi madre le recibió como siempre, con gran cordialidad:

—Dios mío, señor Kolscheit, venir hasta nuestra casa, con lo lejos que está y con el calor que hace. Hay para achicharrarse.

—El corazón —manifestó el señor Kolscheit—, es el corazón, ¿sabe usted? Y el sofoco. ¿Qué cree usted que me ha pasado hoy? Un hombre se ha lanzado sobre mí, a puñetazo limpio.

—¡Pobre señor!

—Los sobresaltos, señora Holden. Ya no tengo veinte años.

—Y que lo diga —compadeciole mi madre—. Siéntese un poco en la terraza, allí a la sombra. Y beba un vasito de limonada.

—No, no, muchas gracias.

—Está helada y la fabrico de limones, nada de química, señor Kolscheit. Naturalmente, beberá usted un vaso. ¡Roberto, cariño, corre y tráete el jarro!

—¡En seguida, mamá! Dígame, señor Kolscheit, ¿qué sucedió cuando el hombre le agredió con los puños?

—Lo de siempre, hijo mío, lo de siempre. Viene la policía, hay gritos, sacudidas, se lo llevan y, su mujer, la pobre carroña, me ha vituperado y maldecido, diciéndome que ojalá tuviera cáncer de pecho y muriera de él, pero lentamente. ¿Qué le parece esto, señora Holden? ¡Pero si no es culpa mía! A mí me envía el secretario del Juzgado diciéndome: «Anda, ve a embargar». ¡Y la gente cree que me da gusto!

—A mí sí que me gustaría —les dije—. Madre, cuando sea mayor, quiero se ejecutor del Juzgado. Es una profesión emocionante.

—Eres un chiquillo que no entiendes nada de esto. No te metas en las conversaciones de la gente mayor. Y tráete la limonada.

Corrí a la bodega y subí con el jarro, y el señor Kolscheit bebió ávidamente y dijo:

—No le doy gradas por la limonada, señora Holden, sino por su bondad. Usted tiene corazón. Y ahora al trabajo—. Y entonces pegó una señal de embargo sobre el único mueble de valor que nos quedaba, un gran armario, procedente del tiempo de la emperatriz María Teresa. Y añadió—: Lo hago porque es mi obligación, pero les voy a dar un buen consejo: paguen de cuando en cuando por par de marcos. Muy poco. ¡Y nunca nos llevaremos el armario! Los depósitos están llenos y, entre nosotros, estamos ahogados de muebles, y no hay manera de venderlos.

—Este es un buen consejo —agradeció mi madre.

Al despedirse, el señor Kolscheit le besó la mano:

—No me guarde rencor.

—¡Oh, por favor! —le contestó mi madre.

Ya en la carretera, se volvió varias veces el pobre viejo saludándonos con la mano, y nosotros respondimos a sus señas, y mi madre me dijo:

—Mira, lleva un calcetín completamente roto. Seguramente tiene él también deudas.

—Y si un ejecutor del Juzgado tiene deudas y no puede pagarlas, ¿debe entonces embargar en su propia casa, mamá? —le pregunté entonces.

Y hoy, tantos años después, me acordé de esta escena, al tener un vaso de limonada en una mano y la otra sobre el bolsillo de mi chaqueta, en el que se encontraban treinta mil marcos.

¡Treinta mil marcos (450.000 ptas.), buen Dios!

De un trago me acabé el contenido del vaso, pagué y entré en la floristería que se encontraba a dos pasos. En ella encargué treinta rosas rojas.

—Por favor, mándelas en seguida a la señora Nina Brummer. Está en el hospital de Santa María.

—¿Quiere escribir alguna cosa, señor?

—No.

—¿A quién debemos poner como remitente?

—A nadie. Manden las flores tal como están —dije.

Nina.

Ahora podía volver a pensar en ella. Ahora me encontraba seguro. Esto no tenía nada que ver con mi amor, decidí mientras retrocedía hasta el sitio donde estaba aparcado el coche, a través del calor. En mi situación del día anterior cualquiera hubiera pensado sólo en sí mismo.

¿O posiblemente no?

Me senté sobre los cojines ardientes y arranqué el coche. Pensaba continuamente en Nina. Y me puse triste, tan contento como había estado...

Nina.

No, probablemente no sería amor. En todo caso, no amor del bueno. Si no, ayer también hubiera pensado en ella, en ella en primer lugar. Se trataba, con toda probabilidad, de una simple atracción.

Y, en este caso, ¿por qué sentía esa sensación de culpabilidad? ¿Por qué me sentía triste, cuando pensaba en Nina? ¿Por qué no me era todo indiferente, y sólo pensaba en acercarme a ella?

¡Ay! Nina.

Debía intentar olvidar mi viaje a Brunswick. En ningún caso debía hablar de ello con Nina. Si tenía rumor de ello, posiblemente sentiría miedo hacia mí. Y yo quería poseer su confianza. ¿No es amor, cuando se quiere tener la confianza de alguien?

Al pararme ante la luz roja de una señal de tráfico, se me acercó un vendedor de periódicos y me tendió uno. Le di dos perras gordas y miré los titulares. Ocupaban la anchura de cuatro columnas y decían: «Brummer declara: ”¡Soy completamente inocente!”».

Contemplé fijamente las letras, pensé en Nina y en todo lo que iba a suceder y de nuevo la cabeza empezó a darme vueltas.

Detrás de mí, otros coches hicieron sonar el claxon. La luz del semáforo se había vuelto verde. Arranqué y pensé que Nina sabría inmediatamente de quién procedían las rosas rojas y, súbitamente, creí oler su perfume, sí, con toda claridad, su perfume.

Posiblemente se trataba de amor.

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