Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 6

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Llevaba zapatos negros, un impermeable negro e igualmente negro era el pañuelo de cabeza, bajo el cual asomaban sus rubios cabellos. El tiempo era inseguro ese día, había llovido ya dos veces intensamente y ahora, por la tarde, lucía el sol. Sobre el firmamento, de un azul deslavazado, el viento del este arrastraba hilazas de nubes. Sus sombras navegaban sobre el agua de la corriente.

Llegué al pequeño buque restaurante puntualmente a las 15,30. Nina me esperaba ya. Se encontraba en la carretera, medio escondida detrás de un viejo castaño. Yo había dejado a Brummer en casa del doctor Zorn. A las diecisiete debía ir a recogerlo de nuevo.

Una hora, tenía solamente una hora, que me parecía, sin embargo, una representación de la eternidad, pensé cuando, a través del parabrisas, vi correr a Nina hacia mí. Abrí de golpe la puerta derecha del coche y ella se dejó caer sobre el asiento. Detrás de ella volvió a cerrarse la pesada puerta. El aliento de Nina silbaba, el viento le había enrojecido las mejillas, sus blancos dientes relampagueaban. Nunca me había parecido tan bella.

—¡Debemos alejarnos!

—Pero, ¿por qué?

Aspiré el perfume de su cabello, estaba loco por ella. Me dijo rápidamente:

—Tengo miedo...

—¿De quién?

—De él..., de él... —me gritó súbitamente a la oreja—. ¡Corre, corre, Dios mío!

Corrí. Ella se mantuvo sentada a mi lado, sin mirarme, y las sombras de las hilazas de nubes se deslizaron sobre la corriente y sobre la calzada y sobre nosotros. Conduje en silencio durante diez minutos y entonces me dijo Nina:

—Aquí.

Detuve el coche. Una pequeña dehesa se iniciaba en la parte inferior de la calzada, el Rhin se alejaba un poco y un hirsuto soto se dilataba allí. Había matorrales de color amarillo rojizo, toscas praderas, junqueras altas y caminos poblados de hierba.

—Lleva el coche lejos de la carretera.

Dirigí el «Cadillac» por encima de un prado hacia el boscaje y lo detuve debajo de un viejo árbol. Desde la pista no se le podía ver. Nina bajó y se adentró en el bosque bajo. Iba tan de prisa que yo tenía trabajo en seguirla. Las ramas me golpeaban el rostro, tropezaba en las salientes raíces y resbalaba en los pequeños charcos de agua. Nina Brummer seguía adelante. El soto se hizo denso. Las ranas croaban y algunos pájaros gritaban por encima de nosotros. Allá arriba, en la calzada, pasó un coche con gran chirrido de ruedas.

En un pequeño claro se paró Nina. Alrededor de ella se elevaban poderosos árboles, en cuyas ramas lavadas se encontraba todavía arena, y algas y pingajos de hierba colgaban desde la última riada. El crepúsculo reinaba en el pequeño claro y, allí cerca, susurraba el río. Olía a madera podrida. Nina me miró a la cara. Las aletas de su nariz temblaban, los ojos relucían húmedos al igual que sus rojos labios. La abracé y ella gimió dulcemente. Tomé su cabecita entre mis dos manos, ella puso sus brazos a mi alrededor y se apretó contra mí y, mientras la besaba, recordé a la joven pareja de la puerta del cine, tan inocentes...

Nina cerró los ojos, pero yo mantuve bien abiertos los míos, contemplando la blanca piel, los sedosos párpados y el dorado cabello, tan cercanos, tan cercanos, y las sombras de las nubes se deslizaron sobre nosotros y yo me sentía feliz. Luego me empujó apartándome, su cara se volvió dura y su voz sibilante al decirme:

—No me concede el divorcio.

—Ya lo sé —contesté y quise tomar su mano, pero retrocedió dos pasos.

Ahora se encontraba ella apoyada en el tronco de un árbol.

—¿Ya lo sabías? ¿Cómo?

—Él me lo dijo. En el viaje a Munich. Tampoco ha querido aceptar mi despido.

Ella introdujo ambas manos en los bolsillos de su impermeable y me habló como si yo fuera su peor enemigo:

—¿Y tú? ¿Qué has hecho tú?

—Nada.

No podía decirle lo que mientras tanto había hecho, no tenía derecho a saber nada de ello. Aunque me despreciara, aunque me odiara..., no debía saberlo.

—Nada —repitió fríamente—. Bonito. No haces nada, no dices nada, me dejas en la incertidumbre. Yo debo escribirte. ¡Y usted pretende que me quiere! —exclamó apasionadamente, revirtiendo a la forma distante de tratamiento.

Su aliento llegaba a mí estertoroso.

—Nina, yo...

—¡No me llame usted Nina! ¡No tiene ningún derecho a ello! ¡Usted me ha mentido y engañado! ¡En usted nada es honrado, ni siquiera un cabello de su cabeza!

Me adelanté queriendo atraerla hacia mí, pero ella se deslizó detrás del tronco del poderoso árbol.

—¡Quédese donde está! Creía que usted quería marcharse, señor Holden, creía que usted quería escaparse conmigo, señor Holden, y vivir..., en cualquier parte, pobremente, conmigo, cuando ello fuera posible.

—No puedo marcharme. Sabe demasiado sobre mí.

—¿Qué sabe él, qué sabe?

—Que quise hacerle chantaje, que estuve en presidio y que tendré que volver detrás de las rejas si me denuncia. Me tiene en sus manos. ¡Él la ha engañado a usted, no yo! ¡Yo no quiero ir de nuevo a la cárcel!

—¿Y yo? —Sus mejillas volvían a tomarse pálidas y apretó ambos puños contra su pecho—. ¿Y yo? ¡Cada noche viene a mí! Nunca se había mostrado tan tierno..., tiene tanto deseo de mí, dice él..., viene cada noche..., no se va..., duerme conmigo..., en mi cama...

—Cállese.

—¿Por qué? ¿Le encoleriza, acaso, oírme? ¿Quiere escuchar lo que hace? ¿Cómo me nombra? ¿Lo que me dice? Usted no puede oírlo, ¿verdad?

—¡No! —grité.

—Así está bien —susurró—, ¡Gríteme a mí! Se necesitan arrestos para ello. ¡Qué valiente es usted, señor Holden! ¡Y cuán astuto! ¡Tantos consejos, tan grandiosos planes! ¿Y ahora? ¿Qué me aconseja usted ahora?

—Debe mostrarse prudente. Yo encontraré la forma —me oí decir desde una inmensa distancia—. Ahora precisamente no debemos precipitarnos.

—¡No debemos precipitarnos, no! —Sus ojos se habían vuelto negros. Su rostro se había convertido en la más cara del desprecio—. Tenemos tiempo, ¿no es verdad? ¡Él volverá hoy, mañana, pasado mañana! A su pequeña Nina que le cautiva, que él ama tanto... —Ahora gritó—: Anoche, cuando usted llegó a casa, me vio de pie al lado de la ventana, ¿no? Pero no estaba sola. Él estaba conmigo. Y él apagó la luz, no yo.

No podía decirle nada. Era imposible. Debía escuchar todos sus reproches, soportar su desprecio.

Guardé silencio.

Salió de detrás del árbol y me espetó a la cara:

—¡Cobarde! ¡Sentimental y cobarde! Yo le recuerdo a su mujer y nada más. ¡Lo que usted llama amor es su culpable conciencia!

Y seguía en silencio y el agua susurraba y los pájaros gritaban. Fuera de sí gritó Nina:

—¡Y yo que había confiado en usted! Dios mío, le respeto más a él ahora. Él obtiene lo que quiere. Él es consecuente. Es un hombre. ¡Él es, por lo menos, un hombre!

Entonces se llevó ambas manos a la cara y me estuvo mirando fijamente como si fuera un extraño, y las aletas de su nariz temblaron de nuevo. Me volví en silencio y me alejé a través de los matorrales por el estrecho sendero, y las ramas volvieron a golpear mi rostro y arañaron mi piel.

Cinco pasos, siete pasos, luego la oí que llamaba.

—Holden...

Ocho pasos, nueve, diez pasos.

—Holden, por favor..., vuelva usted..., lo siento mucho...

Pero no retrocedí. Me precipité al coche, me acurruqué detrás del volante y me lancé hacia la carretera. Al volverme, la vi. Salía del monte bajo, el pañuelo le había resbalado sobre los hombros, el impermeable batía detrás de ella y abría los brazos en un gesto de deprecación:

—¡Por favor...!

Apreté al fondo el pedal del acelerador. El pesado coche pareció tropezar en la carretera, las ruedas de detrás giraron chirriando, y luego se precipitaron hacia adelante. Me incliné sobre el volante contemplando la aguja del tacómetro, desplazándose rápidamente hacia la derecha y vi correr hacia mí la vieja carretera con los árboles a ambos lados, vi pájaros encima del agua, pingajos de nubes en el cielo, un barco en la distancia. Pero no volví a ver a Nina. No podía volverme, era superior a mis fuerzas.

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