Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 22

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La puerta del cuarto de trabajo se componía de dos partes muy gruesas, doblemente forradas. Era absolutamente impenetrable al ruido y esto favorecía sobremanera mis intenciones. Pero debía apresurarme. Empecé con las dos alfombras, cortándolas en menudos trozos con la navaja. Luego descolgué los dos óleos de la pared, desgarré las telas y sin esfuerzo, aplasté los marcos con la barra de hierro. Seguidamente corté los cortinajes y el tapizado de cuero de los sillones tan profundamente, que los muelles y el relleno salían por todas partes. La radio, que se encontraba sobre la mesa escritorio, la levanté sobre mi cabeza dejándola caer al suelo. Después de esto bastaron dos sencillos golpes con la palanca. Al lado de la ventana se encontraba una vitrina de cristal con preciosas y frágiles antigüedades. Me asombró la facilidad con que vitrina y contenido caían a trozos. Ahora tomé al azar unos cuantos libros de las estanterías y los desgarré. También rompí todos los papeles de la mesa de escritorio. Rompí la fotografía de Nina y su marco. Aplasté a golpes una lámpara judía de siete brazos. Finalmente, rocié con tinta las ruinas de la mesa y las paredes. La visión que ofrecía el cuarto era avasalladora, podía estar contento. Parecía haber pasado por él un loco en plena crisis de destrucción.

Eran las 19’05 cuando volví a pisar el vestíbulo en el que Richard seguía entregado a su labor de limpieza.

—¿Encontró lo que buscaba?

—Seguro —contesté—. Diga a la nueva cocinera que tenga preparada la cena del señor Brummer para las ocho.

No me contestó. Era un truco propio de él. Siempre dejaba sin respuesta las últimas palabras, seguramente lo encontraba elegante.

A la luz crepuscular atravesé el parque y subí la calle hasta alcanzar el Hofgarten. Aquí volví a subir al taxi hasta la estación, en cuyos lavabos volví a cambiarme de ropa. Al devolver de nuevo a la consigna mi maleta de fibra, volvía a vestir el azul uniforme de chofer con las dos iniciales doradas, J y B, y el impermeable.

Ahora dejé pasar el tiempo. La navaja de afeitar había quedado en el fondo de la maleta y la palanca del gato había vuelto al compartimiento de herramientas del «Cadillac». Lentamente conduje el empolvado coche a lo largo del Rhin. Cuando alcancé la villa hice, a propósito, mucho ruido al abrir la puerta del parque, dejé que el motor diera un último ronquido estruendoso y abrí y cerré sin cuidado las puertas del garaje. Eran ya las 20’15 y había oscurecido completamente. En todas las ventanas de la casa lucía la luz. El viento se había levantado y silbaba entre los desnudos árboles del parque, y oí crujir una vieja rama cuando me acerqué a la villa. No la había alcanzado aún cuando se abrió de golpe la puerta de entrada. Richard, el nuevo criado, apareció en su umbral. Tenía el rostro blanco como la cera, sus manos temblaban, tartamudeaba y ya no parecía casi nada altivo.

—Señor Holden...

—Sí, ¿qué hay?

—¿Es usted, señor Holden? —Me miraba como si fuera un fantasma.

—¿Quién ha de ser? ¿Está usted borracho, Richard?

¡Ay! Esta noche no había resto alguno de altivez en su larga cara, incluso las cejas ya no subían con el aspecto irónico habitual. El hombre tenía miedo, esto estaba bien, esto era maravilloso.

Graznó:

—¿De dónde..., de dónde viene usted?

—De Schliersee. ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está el señor Brummer?

—En... en su cuarto de trabajo... —Al dirigirme hacia él, retrocedió ante mí. Esto va bien, pensé yo, así debe ser—. Usted..., usted debe ir a verle inmediatamente...

Así, pues, recorrí el corto pasillo hasta la puerta del cuarto de trabajo, quitándome el impermeable de encima de los hombros y penetré en la habitación. Estaba iluminada por la lámpara del techo. La de sobremesa no quemaba porque yo la había destruido. Sus restos se encontraban mezclados con los de las alfombras y la tinta manchaba su pantalla de pergamino. Julius María Brummer estaba apoyado en el brazo de un sillón, cuyo asiento estaba cortado de frente y de través. Vi que se mantenía erguido ejercitando toda su fuerza de voluntad. La luz inmisericorde de la lámpara del techo mostraba su calva sudorosa, los azulencos labios y las negras bolsas de sus ojos. La respiración de Brummer era jadeante, inspiraba a golpes cortos y expiraba con un silbido. Allí estaba, a medias, sentado con los brazos colgantes y me miró de abajo hacia arriba y, a su alrededor se hallaban ruinas, cascotes, harapos, antiguallas rotas y libros desgarrados, cuadros aplastados y trozos de vidrio. Al entrar había amagado un saludo, pero lo interrumpí, exclamando en cambio:

—¡Gran Dios del cielo!

Brummer guardó silencio, mirándome desde abajo y silbando al respirar y, como ya no existían cortinas, vi a los dos en el cristal de la ventana que hacía de espejo contra el fondo negro del parque en la noche que se encontraba allá afuera, inquieto con sus crujientes ramas y susurrantes hojas.

—¡Señor Brummer! —le llamé, recorriendo con la mirada la horrenda obra de destrucción—. Señor Brummer, no habrá sido de nuevo... —y me interrumpí.

Él habló fatigosamente, con sacudidas de su grueso cuerpo:

—¿Cuándo ha llegado a Düsseldorf?

—Ahora mismo. Llego directamente de la autopista. Señor Brummer, debe usted meterse en la cama... —Me apresuré hacia él.

Avanzó uno de sus pequeños pies hacia mí.

—¡No me toque! El criado jurará que usted ha estado ya una vez aquí, hace poco rato. Usted ha pretendido que tenía que recoger unos papeles para mí... Usted..., usted ha hecho todo esto..., le haré... —Su voz falló. Silbó, dio un ronquido—, le haré responsable de todo esto... El doctor Zorn ha sido avisado... Usted..., usted cree que saldrá adelante con esta estúpida comedia... Usted cree que nosotros creemos en un doble suyo..., pero se equivoca...

Regresé hacia la puerta.

—¡Quédese aquí!

Seguí andando. Y le respondí:

—Esto es ya demasiado, señor Brummer. Ya no permitiré que se me insulte más. Ya todo me da igual. Me voy a la policía.

—¡Usted no irá!

—Claro que sí —contesté, la mano sobre el picaporte de la puerta—, con toda seguridad iré, esto es una casa de locos.

En este momento oí un sordo golpe. Me volví. Él estaba tendido, entre vidrios rotos y maderas astilladas, sobre la desgarrada alfombra, el cráneo en un charco de tinta.

Yacía sobre la espalda, el enorme cuerpo feamente retorcido, las piernas en un ángulo grotesco, las manos apretadas contra el pecho. Su rostro estaba ahora azul, los labios negros, la boca abierta. Y una lengua negra sobresalía de las comisuras.

Me dirigí hacia él, me arrodillé a su lado y, mecánicamente empecé a deshacerle el nudo de la corbata. Luego desabroché su chaleco y el cuello de la camisa y vi la plaquita de oro que colgaba de su grasiento cuello por medio de una cadenita dorada. Conocía la plaquita, la había visto ya otra vez, una tarde de verano, sobre la autopista, en la zona junto al cruce de Hermsdorfer. Mecánicamente también llevé la mano al bolsillo derecho de su americana y saqué la cajita que allí encontré. De la cajita tomé una de las cápsulas transparentes. Y me quedé arrodillado, inmóvil, al lado del cuerpo sin movimiento y le contemplé con la roja capsulita en la mano. Y leí lo escrito sobre la plaquita de oro:

«Acabo de sufrir un serio ataque al corazón. Por favor, busquen en el bolsillo derecho de mi chaqueta y pónganme en la boca una de las cápsulas que allí encontrarán. Gracias.

»Julius María Brummer.»

Usted sufre ahora un grave ataque al corazón, señor Brummer. ¿Qué debe hacerse? Se debe llevar la mano al bolsillo derecho de su americana y ponerle en la boca una de las cápsulas que allí se encuentran. Eso es lo que debe hacerse. Por ello da usted las gracias por adelantado, señor Brummer. Sus gracias grabadas en oro. Es muy barato esto, señor Brummer. Pues si alguien cumple su deseo y le pone una de las capsulitas en la boca, luego, señor Brummer, volverá usted a empezar a respirar, su rostro perderá el feo color que tiene, y su lengua volverá adonde debe, es decir, a su boca. Volverá usted a recuperar el conocimiento y se abrochará la camisa, como una chica pudorosa. Y continuará usted viviendo, señor Brummer, si alguien cumple su deseo dorado.

Pero...

Pero, ¿qué sucederá luego? Nada agradable, nada agradable para mucha gente.

Por ello me pregunto si sería inteligente por mi parte satisfacer su deseo, señor Brummer, usted que yace ahora a mis pies como abatido por el rayo, ¿sería inteligente por mi parte satisfacer su deseo?

Pero...

Pero, si nadie satisface su deseo inmediatamente, entonces usted estará muerto dentro de unos diez minutos. Sólo ha vivido usted para la alegría de un viejo perro y de una vieja cocinera, señor Brummer. ¿No es más bien poco, cuando se piensa para cuánta gente ha constituido usted la pesadilla y el horror?

«Estoy sufriendo un grave ataque al corazón...»

Bueno, ¿y qué?

Esto es malo para usted, señor Brummer. ¿Pero para quién es también malo? ¿Quién llorará al lado de su tumba? La pequeña Mickey podrá ir sin terror a la escuela y podrá jugar los juegos propios de su edad, Nina podrá volver sin espanto de Mallorca. Sólo es preciso esperar un poco, dos, tres minutos quizá. Es un tiempo muy corto cuando se ha esperado mucho, y cuando se ha pensado deber esperar mucho más...

Detrás de mí se abrió la puerta.

Me volví con un sobresalto.

Richard, el criado, entró. No vio inmediatamente a Brummer que yacía detrás del sillón. Al entrar empezó a decir:

—El señor doctor Zorn acaba de llegar y... —Luego vio a Brummer y me vio a mí y prorrumpió en un grito de horror. Detrás de él se acercaba el pequeño abogado de cabello blanco. Rápidamente desgarré con la uña la pequeña cápsula que mantenía en mi mano y la vertí en la boca de Brummer. Con suavidad apreté las mandíbulas abiertas.

—¿Está muerto? —preguntó Zorn, cayendo de rodillas a mi lado.

El graso pecho de Julius Brummer se elevó en un primer y débil aliento.

—No —respondí—, vive.

—Demos gracias a Dios —pronunció en voz alta el abogado. El criado inclinó la cabeza en silencio.

—Sí —proseguí yo—, demos gracias a Dios por ello.

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