Nina

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LIBRO TERCERO » 27

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Un día antes de Navidad me mandó llamar Brummer. Estaba en la fachada que daba al parque de una renombrada clínica, en una gran habitación decorada con muebles antiguos y pinturas atenuadas, como un dormitorio particular. Estaba incorporado en la cama cuando entré y me miró con dulzura.

El rostro de Julius María Brummer tenía el color de una pared blanqueada, pero sucia. Bajo los ojos sin brillo colgaban negros sacos de piel. Las mejillas pendían con flaccidez, los labios de un color azulenco estaban abiertos, se le veían los amarillos dientes ratoniles. Brummer llevaba un pijama a rayas rojas y doradas que le colgaba abierto sobre el pecho abundantemente cubierto con rubio vello, a través del cual se veía la blanca piel.

Al lado de la cama había una gran mesa y sobre ella, cartapacios, cartas, libros, dos teléfonos, un aparato de radio y un grabador de cinta magnetofónica. Era hacia el final de la tarde. Afuera, el fuerte viento del este sacudía las desnudas ramas de los árboles. Oscurecía. Cerca de la ventana se hallaba una gran corona de Adviento con cuatro gruesos cirios.

Brummer habló suavemente:

—Holden, me alegro mucho de volver a verle.

—Buen día, señor Brummer.

—¿Le comunicó el doctor Zorn que yo le rogaba me perdonase?

—Sí, señor Brummer.

—¿Me ha perdonado?

—Sí, señor Brummer.

—Esto me hace feliz, de verdad, Holden, es posible que usted no lo comprenda, pero cuando, como yo, se encuentra uno a las mismas puertas de la muerte, entonces se tienen ganas de vivir en paz con los semejantes, entonces se desea dar y recibir confianza, amor y bondad. —Hablaba ahora con una voz cantarina, bajo, muy bajito—. Mañana es Navidad, Holden, la fiesta de la paz. Encienda, por favor, los cirios de la corona del Adviento, contemplemos sus cálidas llamas y encontremos la paz en esta hora.

Fui hasta la ventana, encendí los cirios y volví a sentarme al lado de su cama. Con las manos plegadas, Brummer contemplaba la corona. Su calva relucía. Respiraba con dificultad. El potente pecho se le levantaba y bajaba espasmódicamente.

—He tenido tiempo de reflexionar, Holden. Este colapso fue un aviso que no debo despreciar. ¿Para qué sirve tanta villanía? ¿Cuánto tiempo me queda por vivir? ¿Entonces? Nada, nada, cuando salga de aquí no quiero luchar ya. Tengo bastante dinero. No necesito más. Que se maten los demás si quieren. Nosotros viajaremos, Holden, viajaremos mucho. Pienso comprar una casa en la Riviera. Cuando aquí haga mal tiempo nos iremos hacia el sur.

—¿Y ese hombre que se parece tanto a mí?

—No se preocupe por él. Lo descubriremos, lo denunciaremos. Hemos de esperar solamente que la investigación contra mí haya sido abandonada definitivamente.

—¿Cuánto tiempo tardará todavía?

—¿Tiene miedo de ese hombre?

—Sí —respondí.

—No debe tener miedo. Si alguien debiera de tenerlo, ese sería yo y no lo tengo. En absoluto. Tome estos sobres, Holden. En ellos hay dinero. Son mis regalos de Navidad para usted y los otros empleados. Salúdelos a todos de mi parte. Que pasen un par de días felices. Les mando a todos, por su mediación, mis mejores deseos.

—Muchas gracias.

—¿Cómo se encuentra mi viejo «Pupele»?

—Bien, señor Brummer.

—Mi mujer se encuentra también perfectamente, Holden. Le manda saludos.

—Gracias.

—Le he telefoneado. Le he dicho que no me encontraba muy bien y me daban ansias las fatigas del viaje. Lo ha comprendido en seguida. Quería volver, pero se lo he quitado de la cabeza. Un hombre que no se encuentra bien es sólo una carga para su mujer. Nos hemos puesto de acuerdo en el acto. Es una mujer maravillosa, ¿no es verdad?

—Sí, señor Brummer, una mujer maravillosa.

—Ahora debe irse, no debo hablar demasiado. Feliz fiesta, Holden.

—A usted también, señor Brummer. Felices Navidades —le dije.

Luego, me metí los sobres en el bolsillo, le di la mano y me fui a través de largos y blancos corredores y una majestuosa escalera, hacia la salida. El «Cadillac» se encontraba bajo un farol. Abrí la portezuela y me senté detrás del volante. Entonces oí su voz:

—Buenas noches, señor Holden —me dijo el juez de instrucción, Lofting.

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