Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 33

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Las carreteras de la Selva Negra habían sido limpiadas de nieve, pero en los bosques ésta lo cubría todo. Al pasar vimos muchos corzos y ciervos hambrientos que se acercaban a los pesebres en pleno día. Muchos llegaban hasta el borde de la carretera, y apercibimos muchos pequeños venados que casi desaparecían entre la nieve y caían al andar por ella.

Baden-Baden estaba muy quieto. Muchos hoteles estaban cerrados, las calles parecían abandonadas. Había pocos automóviles. Conduje el coche a lo largo de la Avenida Lichtentaler, pasando por delante del Casino y remontando el río Oos. Aquí, en el hondón, hacía más calor que en Dusseldorf y había mucha menos nieve. Parecía como si se anunciara ya la primavera.

El hotel, en el cual Brummer había reservado habitaciones, estaba apartado de la calle, en un gran parque. Paré el coche delante de la entrada, los criados de la casa recogieron el equipaje y yo llevé el coche al apartadero y me apresuré a entrar en el vestíbulo del hotel, pues quería estar presente cuando Brummer recibiera mi carta, quería ver cómo reaccionaría. Llegué a tiempo, pero no reaccionó.

Desgarró el sobre barato, sacó el pliego y recorrió el texto con la mirada. Pero esta vez no se movió un solo músculo de su cara pastosa, su respiración permaneció inalterable, y sus ojos continuaron invisibles detrás de las gafas oscuras. Mientras se dirigía hacia el ascensor, detrás de Nina, rogó al conserje:

—Comuníqueme inmediatamente con Düsseldorf.

Y nombró el número del pequeño doctor Zorn.

—¡En seguida, señor presidente! —contestó el conserje de las llaves doradas sobre las solapas del frac.

No sé por qué, pero desde entonces todo el mundo llamó en Baden-Baden, a Julius Brummer, «señor presidente». A lo mejor es costumbre en los balnearios. Yo carraspeé estruendosamente. A la puerta del ascensor, que un botones mantenía abierta, se volvió Brummer como si me hubiera olvidado completamente:

—Ah, Holden. Es verdad. Ahora no le necesitaré. Usted se alojará en el hotel Glockenspiel. Descanse un poco si quiere. Vuelva por aquí a las diecisiete horas.

—Muy bien, señor Brummer.

Me incliné ante Nina, que se encontraba ya en el ascensor. Ella me dijo:

—Hasta luego.

Brummer volvió su cara hacia ella:

—¿Cómo? Ah, sí. Hasta esta tarde, Holden.

El botones cerró la puerta. El ascensor se deslizó hacia arriba. Tomé mi maleta que había quedado en el vestíbulo y volví a través del nevado parque hacia la carretera y hasta el hotel Glockenspiel. En él me había sido reservada una habitación en el primer piso, cuya ventana daba a un tranquilo jardín. Era una habitación grande, arreglada a la moda antigua. Toda la casa era antigua y oscura, pertenecía a dos viejas señoras que la administraban como una pensión particular. Me dieron, al mismo tiempo que la llave de mi habitación, la de la puerta de entrada, pues no existía conserje, y nadie parecía preocuparse de cuando uno entraba y salía, ni de si recibía visitas, ni quiénes fueran éstas.

Me desnudé y me aseé. Luego, cubierto con la bata, me tendí sobre la cama, de estilo viejo alemán, fumando y reflexionando. Estaba completamente convencido de que Brummer encargaría a su abogado de avisar a la policía. No podía despreciar la carta con amenazas de muerte. La investigación policíaca era precisamente lo que yo deseaba. Dificultaría un poco mis movimientos, pero haría más segura mi posición. Necesitaba una investigación de la policía. Esta debería estar informada de los últimos acontecimientos antes de que Brummer fuera asesinado, pues los agentes deberían en aquel momento haberse hecho a la idea de que en Alemania existía un individuo que se parecía a mí.

Después de media hora salió el sol por detrás de las nubes y mi habitación se iluminó. Sobre el techo empezó a fundirse la nieve, y oí cómo caían las gotas de agua. Este ruido puso de manifiesto mi fatiga. Cerré los ojos, me adormecí y soñé. Soñé que Nina estaba junto a mí. Ella me besaba en mi sueño. Súbitamente desperté y, de verdad, ella se encontraba a mi lado y me besaba con las manos apoyadas en mis hombros.

—¡Nina!

—Más bajo —susurró ella—, muy bajito, querido mío.

Su cabello caía sobre mi cara. Volvió a besarme y olía su perfume y el aroma de su piel. Luego la envolví en mis brazos. Nina llevaba una falda negra y una blusa de seda blanca muy fina. El abrigo de pieles lo había dejado caer sobre la alfombra, delante de la puerta. Ahora se dejó resbalar sobre mí. Afuera brillaba el sol, las gotas de agua caían, caían, caían desde el techo sobre la madera de algún balcón y, a través de su cabello, vi un trozo del cielo azul...

—No podía soportarlo más... —murmuró ella—, tenía que venir a verte..., me hubiera vuelto loca de lo contrario...

—¿Te ha visto alguien?...

—Sólo una muchacha, ahí afuera, en el corredor. Le pregunté por tu habitación...

—Fue una locura.

—Me es igual, Robert, me es igual, me moriría si no pudiera estar un rato contigo, a solas...

—¿Dónde está tu marido?

—En el hotel. El médico del balneario le está examinando. Durará por lo menos una hora.

Se apretó contra mí, yo sentí todo su cuerpo.

—La puerta...

—La he cerrado —susurró Nina.

Y luego fue como al lado del río, como entonces, hacía mucho tiempo, al lado del Rhin, bajo los viejos árboles.

No pensé en aquel momento, que en mucho, mucho tiempo, sería la última vez.

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