Nina

Nina


PORTADA

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—¿Otra vez? Tubau, Nina, Tubau. Se supone que tu problema es no recordar que ayer estuvimos jugando al parchís casi toda la tarde o que me dijiste —se acerca más a ella y modera el tono de voz— que no ibas a tomar tu medicación porque creías que esa era la causa de tu falta de recuerdos. Pero el nombre de la doctora te lo he dicho hace un momento, no hagas que me preocupe.

—No te preocupes. Ya sé qué podría ser peor: vivir sin memoria de un día para otro se podría complicar en… en vivir sin ningún tipo de memoria. Sería el primer ser humano-pez. —Entonces inclina ligeramente la cabeza para mirar al techo con los ojos a medio cerrar—. ¿Tú crees que si perdiera toda la memoria me saldrían branquias?

—Nina, no digas esas cosas. Aunque —Boris se dedica entonces a contemplar el cuello de Nina—, estarías muy guapa —le dice mientras intenta acercar su mano para acariciarlo suavemente.

—Bueno, Boris —Nina se hace unos centímetros a un lado y vuelve a mirarle a los ojos, intentando componer un leve gesto de desconfianza—, vamos a dejar algo para luego.

Boris, como despertando de un leve letargo, retira la mano y retrocede medio paso, concediéndole a Nina la parcela de espacio que su gesto le ha reclamado.

—Venga anda, ven, que te acompaño al despacho de la doctora.

Abandonan la sala grande caminando uno al lado del otro, despacio. Las paredes de los pasillos están alicatadas hasta un metro y medio de altura con baldosines blancos, pequeños, casi como los de los mosaicos. Pulcros. El alicatado está coronado por una tira horizontal de unos cuatro o cinco centímetros en color azul, del mismo tono que adorna someramente los uniformes de los empleados. Esos detalles, aparte de la ropa casual de los pacientes, son los únicos que colorean el lugar. Las paredes, a partir del ribete azul, vuelven al blanco habitual y la ausencia de ventanas sumada a la omnipresencia de las lámparas del techo, con sus descomunales bombillas, contribuye a que el lugar sea inmaculado, rematadamente nítido.

Nina percibe esta zona de la planta baja como más relajada y accesible que las plantas superiores del edificio, las que están ocupadas, sobre todo, por las habitaciones de los pacientes. Después de dos pasillos diferentes y de doblar tres esquinas, parece que el trayecto llega a su fin. Boris se coloca junto a un portón y, después de abrirlo, invita a Nina a pasar:

—Ese es su despacho. —Entonces la sigue con la mirada hasta que, después de tocar la puerta interior con los nudillos, la abre y entra.

 

 

 

3

 

La doctora Tubau tiene el pelo marrón, sembrado de horquillas negras y diminutas, recogido en un moño justo debajo de la coronilla. Sus ojos, pequeños y oscuros, se ocultan lejos, detrás de unas gafas ovaladas sin montura que delimitan el final de las cejas y el inicio de la extensa y redondeada frente que termina donde empieza la plaga de horquillas. A Nina le parece que es menuda, y eso a pesar de que está sentada detrás de una enorme mesa de color caoba que le impide hacerse una idea clara de su tamaño real.

El blanco habitual de los muros se vuelve aquí un amarillo suave que mira ligeramente hacia el naranja. Detrás de la doctora, a su derecha, hay una vitrina, de las que se usan para guardar material médico, aparatos, instrumental, vendas… El caso es que esta vitrina está llena de papeles. Es como guardar la ropa interior en un mueble de la cocina, se puede hacer pero nadie imagina que pueda estar ahí. La pared sobre la que se apoya la vitrina está plagada de diplomas, unos enmarcados y otros no, debe haber, al menos, ocho o diez. Nina piensa que la doctora, a pesar de su reducido tamaño, tiene que ser una eminencia. No se pueden tener tantos títulos y no serlo. En mitad de los laudes, como escoltado por ellos, hay un crucifijo de madera marrón, muy grande. La punta inferior del armatoste queda suspendida en el aire justo sobre la cabeza de la doctora, como si fuera una enorme peineta.

En la pared de la derecha hay un ventanuco, enrejado también, por el que se cuela la tenue claridad que ilumina la mañana de invierno y en la pared de la izquierda un ventanal de aluminio con cristales traslúcidos que comunican con el pasillo que la ha traído hasta aquí. Detrás de la vitrina, a la izquierda, hay un hueco de unos dos o tres metros cuadrados, lleno de estanterías y de libros desperdigados sin orden aparente.

—Siéntate, Nina.

—Gracias.

—¿Te gusta mi despacho? Siempre despierta tu curiosidad.

Nina continua escudriñando la sala mientras mueve un poco la silla para acomodarse. También hay azulejos y también está el ribete azul, también la luz de los fluorescentes. Por lo demás la estancia es lo más parecido a una guarida que Nina pueda imaginar.

—Es… peculiar.

—Llevo ya unos cuantos años trabajando aquí y está lleno de porquerías, Nina, ¿Te gusta mi vitrina? —Nina no puede evitar dibujar la sorpresa en su rostro—. Nos vemos un par de veces por semana, al principio nos veíamos incluso con mayor frecuencia y siempre ha habido algo que te ha llamado la atención de mi despacho, aparte de mis diplomas y mi propia persona.

Después de un breve silencio Nina habla:

—¿La vitrina?

—Sí, Nina, la vitrina. Y la verdad es que siempre te prometo que voy a intentar vaciarla y colocar todos los informes que hay dentro en un sitio más adecuado pero nunca me pongo. Será que tengo demasiado trabajo. O demasiado poco.

—Por mí no se preocupe, doctora, no me importa.

—Tranquila, no me preocupo por ti, en este caso lo hago por mí.

—¿Qué me pasa doctora… Tubau? ¿Cuándo voy a recuperar la memoria? ¿Por qué estoy así? ¿Todos los días le pregunto lo mismo? —Nina se ha acodado sobre la mesa y ha lanzado su batería de preguntas casi sin dejar a la doctora terminar su frase.

—No, todos los días no. Hay veces que llegas algo abatida, incluso apática y con la curiosidad bajo mínimos. Supongo que tu subconsciente, de alguna manera, sabe lo que te está sucediendo y se defiende. No creo que puedas vivir continuamente rodeada de interrogantes y de grandes cuestiones sin resolver. Hay veces en las que simplemente te olvidas de pelear y te dejas llevar. Tengo que decirte que esta también me parece una postura inteligente. —Mientras la doctora habla, Nina no puede evitar evocar a su visitante nocturno, su pesadilla particular y recurrente, el hilo que le sirve para entretejer un día con el siguiente, el único eslabón que consigue asirse a su memoria. A él sí le sigue teniendo presente. Se pregunta cómo será posible que su falta de memoria sea tan horriblemente selectiva y que, por la única rendija que deje abierta, se pueda colar semejante indeseable. Nina piensa entonces en exponerle sus dudas a la doctora, en pedirle consejo y ayuda para tratar de responder a esta pregunta. Aunque solo sea a esta—. Hay ocasiones en las que es bueno defenderse de ciertas amenazas —continúa la doctora.

Nina se prepara para formular su pregunta cuando percibe un movimiento frente a ella, a la izquierda de su interlocutora, a su espalda, en el cubículo atiborrado de libros. Algo se ha agitado ahí, reclamando sutilmente su atención. De pie, apoyado en una de las estanterías, con uno de los enormes tomos de una enciclopedia abierto entre las manos, su visitante nocturno la mira sonriente, directamente a los ojos.

La doctora Tubau sigue hablando.

Nina deja, irremediablemente, de prestar su atención a la mujer para dirigirla, casi por completo, hacia la criatura.

—No creo que sea buena idea, mujer. No creo que la doctora necesite saber que, además de una amnésica, eres una paranoica que ve visiones. ¿Quieres que se dé la vuelta para mirarme y no vea más que el desorden que hay en este lugar? —Nina oye la voz del bicho pero no consigue apreciar movimiento alguno en sus labios. Alterna intermitente su atención entre él y la doctora, mientras que continúa intentando explicarle sus frecuentes cambios de actitud—. ¿Te parece que vas a conseguir algún avance explicándole a tu médico que estás peor de lo que ella pensaba, que donde ella solo veía un problema tú le descubres que hay dos? Venga ya, Nina, no seas imbécil. No te favorece.

Sin duda está de acuerdo con él. No necesita pensarlo dos veces. El cabrón tiene toda la razón del mundo. ¿Qué puede haber de bueno en que la doctora sepa que tiene un «amigo invisible»?

La única duda que le queda a Nina es saber si ya lo ha hecho, si en alguno de sus múltiples encuentros ya ha sucumbido ante el impulso de hablarle a la doctora del hijo de puta que la atormenta. Aunque le cuesta trabajo creer que durante tanto tiempo haya sido capaz de ocultar algo así a su doctora, se encuentra con la certeza interior de que, si le ha hablado de ello, ha debido ser en contadas y desesperadas ocasiones.

—¿Te encuentras bien?

La doctora percibe su falta de atención unida a algún rastro de preocupación en su renovado gesto.

—Eeeehh, sí, sí. Estoy bien es solo que…

El visitante cierra suavemente el libro que pretendía estar leyendo y, sujetándolo con una mano a la altura de su cadera izquierda, camina despacio desde donde está hasta el extremo opuesto del despacho, pasando justo por detrás de la doctora. Lo hace como ausente, descuidado, mirando a Nina de reojo, y con el dedo índice de su mano derecha posado suavemente en sus labios, intentando mostrar un gesto pensativo. Cuando se desliza entre la silla y la pared del crucifijo, deja de acariciarse el labio durante un momento para pasar la mano por la parte superior del respaldo de la silla de la doctora que, ajena a su presencia, mira a la paciente con las cejas arqueadas.

—No solo no deberías hablarle de mí o decirle que estoy aquí con vosotras, creo que no deberías ni siquiera mirarme, Nina. Tendrías que aprender a ignorarme, a dejar de escucharme, deberías saber comportarte como si yo no estuviera. Puede que, si le dices a la doctora que estás hablando con un amiguito azul que tiene alas de murciélago y que te cuenta historias desagradables, tenga la brillante idea de doblar tu medicación, de darte otras dos o tres pastillas que hagan todavía más llevadera tu estancia en este idílico lugar. ¿Te imaginas? Levantarte por la mañana y viajar acompañada de un montón de estupefacientes hasta que te vuelvas a acostar. ¿No crees que tienes bastante con las tres o cuatro pastillas que te dan, que ya te dejan medio grogui, como para permitir que doblen tu ración y te conviertan en un puto zombi? Ja, ja, ja… Qué bueno, ¿no? Un zombi. Serías lo más parecido a un zombi que puede haber. Te levantarías, no solo sin saber quién eres ni por qué estás aquí, sino que, además, tampoco sabrías qué cojones andas haciendo, deambulando inerte de un lado para otro. Solo faltaría que te diera por comerte a todo el que te encontrases por ahí. JA, JA, JA, JA. —El monstruo ríe descontrolado.

—Verá doctora, es que a veces… —empieza Nina—. Es que algunas veces… Es que hay días en los que me siento peor, o eso supongo. —No está segura de haber tomado el camino correcto—. Creo que hoy no me encuentro del todo bien, como si no tuviera ganas de luchar, como si todo lo que veo o todo lo que tengo ante mí me sugiriera sutilmente que tire la toalla, que no vale la pena pelear, que no vale la pena seguir perdiendo el tiempo en esta estúpida batalla. —Su pequeño discurso ha ido saliendo de sus labios a la vez que se iba forjando en su cerebro. Aun así, la propia Nina no está segura de si lo que acaba de confesarle a la doctora es una mentira estúpida para salir del paso o una reflexión a la que su mente ha llegado apoyándose en algún argumento almacenado esa parte que tiene prohibido visitar, la que almacena sus añorados recuerdos—. Esto es muy duro, tengo tantas preguntas, tantos huecos por rellenar, hay tantas cosas que necesitaría saber.

—Hay días que vienes con un papel arrugado lleno de preguntas para hacerme Nina.

—Eso es, doctora, un papel. ¡Claro! Todo apuntado. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

El visitante ha dejado el libro en la estantería y se ha sentado en el suelo, con las piernas recogidas y la barbilla apoyada sobre las rodillas. A medida que escucha las palabras de Nina un gesto a medio camino entre la sorpresa y la burla se va dibujando en su rostro.

—Muy interesante, Nina, veo que alguno de los engranajes que tienes en esa cabecita sigue funcionando. —Cuando ve que ella le mira de soslayo estira el brazo y sacude ligeramente la mano—. Sigue, sigue, perdona la interrupción —le dice frunciendo el ceño.

—Un papel, lo que sea. —La doctora observa a Nina sin mover ni un solo músculo—. Algo que me ayude. Puedo apuntar lo que hago cada día, puedo tener unos papelitos para ir apuntando, o un cuaderno. Claro. Un diario, podría llevar un diario para saber qué demonios he estado haciendo, para saber de dónde vengo, para acumular mis recuerdos en algún sitio. Ya que mi cerebro se niega a hacerlo podría usar papel y lápiz para recordar. ¿No es una buena idea?

Nina casi ha conseguido olvidarse de la criatura y de la pesada carga que lastra su vida, casi ha logrado, por unos instantes, ver una luz al final del infinito túnel en el que cree estar metida. La idea de llevar un diario le parece asombrosamente maravillosa, no da crédito, no termina de entender que no se le haya ocurrido nada más despertarse, cómo ha podido tardar tanto en dar con la tecla, en idear el mecanismo, el artilugio perfecto para ir rellenando los enormes huecos que hay en su corta (por desmemoriada) vida.

—Nina —parece que la doctora intenta decirle algo.

—Sigue, Nina, sigue, eres genial. Qué mente prodigiosa la tuya —por su parte, la criatura, puesta de nuevo en pie, con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarla desde su rincón, invita a Nina a que continúe con su discurso.

—Cada día dedicaría un rato por la mañana para leerlo y otro por la noche para escribirlo.

—Nina —habla la doctora.

—No es la solución perfecta pero serviría para…

—Nina, escúchame —la doctora se hace hueco.

—Es verdad, Nina, mujer. Presta atención porque te estás embalando y no ves el final —el bicho vuelve a hablar, como si formara parte de la conversación, como si fuera un interlocutor más.

—Perdone, doctora, perdone. Dígame. —finalmente retoma las riendas y trata de calmarse unos instantes para prestar la atención que se le reclama.

—Verás, en realidad ya hemos hablado varias veces de este tema, es una conversación que ya hemos mantenido. Tu dolencia siempre me ha resultado… digamos: apasionante y muy necesitada de estudio. En todo momento he hecho los esfuerzos necesarios para ayudarte en tu recuperación. Ya había tratado algunos tipos de amnesia a lo largo de mi carrera pero una tan voraz y persistente… nunca. No hay apenas casos documentados como el tuyo, Nina, no hay literatura científica al respecto, no hay apenas antecedentes.

»Eres prácticamente única e irrepetible.

»Hoy se cumplen tres meses desde tu internamiento y hace ya un par de semanas que yo he quedado como tu único médico. Hemos tratado de hilar nuestro diagnóstico y ahora yo soy la única encargada de supervisar tu —hace una breve pausa buscando la palabra exacta— recuperación.

»Sin duda estamos ante un caso severo y difícil pero nunca hay que perder la esperanza. La piedra angular de tu dolencia no es la amnesia en sí, sino la incapacidad que presentas para almacenar recuerdos. Una amnesia te impediría recordar desde un punto en el tiempo o incluso una serie de hechos concretos. Tu problema se acentúa por el hecho de que eres incapaz de generar recuerdos que perduren de un día para otro, eso es precisamente lo que hace tu caso prácticamente único. Y en eso es en lo que nos tenemos que centrar: tu incapacidad para generar recuerdos.

—Pero un diario me…

—Ahí es donde quería ir. Verás, después de llegar a nuestras primeras conclusiones tuvimos que tomar ciertas decisiones y una de ellas fue esta, la que se refiere a que tengas o no acceso a cierta información, a… digamos, memorias artificiales, inducidas. Se decidió, en su día, que la mejor manera de que tu cerebro afronte este problema es por sí mismo, solo, sin injerencias externas. Pensamos, y yo estoy especialmente de acuerdo en esto, que no sería bueno para tu tratamiento que llevases un diario o que tus recuerdos fuesen, en modo alguno, inducidos por anotaciones o interpretaciones que tú misma pudieses hacer. Acordamos que, en esta situación, lo mejor es que tu único soporte sea la medicación que te hemos prescrito.

»Insisto en que tu circunstancia es particularmente especial, Nina, tu caso tiene una serie de condicionantes, alguno de ellos externo y que no viene al caso explicar, que complican sobremanera la forma en la que debemos afrontar tu recuperación.

Nina se siente contrariada, molesta, perdida, sola, lejana, desorientada, triste… pero sobre todo se siente vacía. No entiende qué mal le puede causar escribir un diario, qué daño le puede hacer leer sus propias reflexiones o alguna explicación sobre la gente con la que trata o la vida en el sanatorio. No ve dónde puede estar la parte negativa de encontrarse cada día con algo familiar, algo conocido, además del bastardo que la atormenta, algo bueno a lo que agarrarse para levantarse de la cama con unas gotas de optimismo.

—Pero, doctora, no veo qué mal me podría hacer…

—Nina, la verdad es que hemos hablado de esto en varias ocasiones y siempre te digo lo mismo.

—Esta hija de puta te quiere joder, guapa, le gusta fastidiarte. Ahora sí que la hemos hecho buena, a tomar por el culo el diario. No creas que no lo siento por ti. —Sonríe el monstruo.

—En su día llegamos a esta conclusión y no hay mucho más que pueda decirte. Insisto en que tu caso tiene varios condicionantes que lo hacen especial, diferente. Tu historial tampoco es el más normal del mundo Nina. Si tu cerebro cuenta con más ayudas de las estrictamente necesarias puede darse la situación de que dejes de luchar, de que dejes de intentarlo. Si cada mañana lees en tu diario las cosas que necesitas para afrontar el día a día es posible que nunca termines de recuperar tu memoria. Y eso es justo lo contrario de lo que tratamos de conseguir. Necesitamos que tu cerebro se mantenga alerta, que siga luchando, que vuelva a generar recuerdos y no tenemos intención de ponerle en bandeja la posibilidad de rendirse.

A pesar de contrariarla, a Nina no le queda más remedio que admitir que los argumentos que la pequeña doctora le está dando tienen suficiente peso específico y son bastante creíbles.

—A la mierda, Nina, no le dejes que te haga esto, mujer. —El monstruo no parece estar tan de acuerdo—. Te está puteando de lo lindo, te toma por el pito del sereno. ¿Y si fuera ella la que estuviera desmemoriada? ¿No crees que llevaría un puto diario? Seguro que se compraría una cámara de video y se grabaría diciendo gilipolleces hasta que se le derritiera el cerebro.

Se le pasa por la cabeza la posibilidad de levantarse y mandar callar al maldito bicho pero está segura de que eso no sería muy razonable y le haría perder unos cuantos puntos delante de la doctora. Sabe que lo mejor que puede hacer, por su propio bien, es ignorar a su acompañante.

—Sabes que estoy aquí para cualquier cosa que necesites, Nina, puedes contar conmigo para lo que se te ofrezca. Mi trabajo consiste en ayudarte y no tengas ninguna duda de que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para conseguirlo. No sé si tienes algo más que contarme.

—¿Contarle? ¿Algo más?

Por un instante tiene la sensación de que la pequeña mujer le está intentando tirar de la lengua sobre su acompañante, como si supiera que está ahí, metiendo baza, participando en la conversación desde hace rato o, y esto sería todavía peor, como si supiera que acompaña a Nina habitualmente.

Ella ya ha decidido no soltar prenda en lo que se refiere a su recurrente amigo. Ni una palabra. No sabe si algún otro día lo habrá hecho pero sí que está segura de que hoy no lo va a hacer. Está abatida, golpeada, casi traicionada pero tampoco es capaz de encontrar argumentos que pesen tanto como los de la doctora para defender sus planteamientos. Aparte de todo esto está el hecho, muy importante, de que la pequeña mujer que tiene ante sí es médico y para eso hay que estudiar y hay que ser muy inteligente. De manera que Nina quiere suponer que no le queda más remedio que dejarse guiar por ella intentando no cuestionarse más de la cuenta los métodos que utilice para hacerlo.

A pesar de ello las preguntas no paran de llegar:

—¿Y mi familia, doctora? ¿Estoy casada? ¿Dónde están mis padres? ¿Viene alguien a visitarme? Entiéndame, por favor, necesito tener algunas certezas para poder continuar, para poder dar un paso adelante. Aunque solo sea uno.

La pequeña mujer se revuelve en su silla visiblemente afectada por la batería de cuestiones con la que su paciente acaba de contraatacar. Se coloca las gafas utilizando ambas manos para un movimiento tan sencillo y, después de mirar el reloj que lleva en la muñeca, se centra en responder:

—Lo siento, Nina, sobre eso no te puedo ayudar, no hay nada más que desde el equipo médico del sanatorio podamos hacer. No podemos revelarte ningún tipo de información y, créeme Nina, lo que tú necesitas es estar tranquila, centrarte en tu presente y no dejar de trabajar, mantenerte ocupada y en calma. Hazme caso, los recuerdos terminarán llegando. No te haríamos ningún bien si te ayudáramos a quemar ciertas etapas, este es un camino que debes recorrer tu sola, con nuestra guía y nuestro consejo, pero sola. Tu cerebro no tiene ningún problema físico, no tienes ninguna lesión, tu recuperación es cuestión de tiempo, solo eso, tiempo.

—¿Y tengo visitas?

—No, Nina. Ninguna.

—Pero, ¿es que no hay nadie que quiera visitarme o es que también lo desaconseja el tratamiento?

—Tenemos que dejar esto, no estoy autorizada a proporcionarte más información, Nina.

—Pero, doctora…

—Ya está, Nina, tenemos que continuar.

A partir de este momento la doctora hace que la visita derive en un encuentro bastante más técnico. Después de haber sido incapaz de obtener respuestas válidas a sus últimas cuestiones Nina tiene que responder a regañadientes a un montón de preguntas sobre cosas intrascendentes que recuerda y cosas que no, tiene que prestar atención a un montón de fotografías y de tarjetas con dibujitos, tiene que rellenar unas cuantas líneas con sus opiniones e impresiones y tiene que resolver incluso unas pocas operaciones matemáticas.

Aunque la doctora le dice que es normal, Nina no recuerda cómo se hace una raíz cuadrada y no puede evitar preocuparse por ello.

Evidentemente, no confía nada en la utilidad de tanto test y experimento. Aun así se presta dócilmente a ellos sin poner objeciones ni al interrogatorio ni a ninguna de las pruebas. Para su sorpresa, su recurrente amigo ha desaparecido justo después de las dos primeras multiplicaciones, no ha tenido siquiera la delicadeza de despedirse, extremo este que Nina no tiene ninguna intención de recriminarle en su próximo encuentro.

A pesar de entender e incluso compartir los argumentos y razonamientos de la doctora, Nina, en un descuido de esta, se guarda el lápiz que está utilizando en el bolsillo de sus vaqueros. Inmediatamente después, y segura de que no se ha dado cuenta, coge otro de un vaso lleno de ellos que hay sobre la mesa para poder continuar con las pruebas.

Finalmente la doctora Tubau le informa de que no sabe cuándo va a ser su próximo encuentro pero que, de cualquier manera, tampoco importa, que no se preocupe por eso porque alguien le avisará cuando tenga que volver a consulta. Nina piensa que no tenía ninguna intención de preocuparse.

—Procura mantenerte activa, Nina. Sé que en la biblioteca tienen libros que te gustará leer, pásate por allí y echa un vistazo. Intenta comer todo lo que te pongan en el plato, la cocina de este sitio no es la mejor del mundo pero necesitas estar bien alimentada y, sobre todo, no dejes de tomar tu medicación, me ha dicho Mileidy que anoche no tomaste todas tus pastillas. Nina, eso no te va a hacer ningún bien, si no eres metódica con esto tendremos que adoptar alguna medida. Esto no es un centro de recreo. Si es necesario hablaré con enfermería y te la administraremos nosotros. El tema de la medicación es serio y no vamos a permitir que juegues con él. ¿De acuerdo, Nina?

Ella mueve ligeramente la cabeza, tiene la sensación de estar percibiendo demasiadas señales, y quizás demasiado importantes, como para procesarlas convenientemente en tan poco tiempo. Cree que necesita meditar sobre alguna de las cosas que ha escuchado en los últimos minutos, pensar con un poco más de calma sobre alguno de los detalles que ha advertido durante su encuentro. Y, precisamente el hecho de haber tomado su medicación, no ayuda en este aspecto.

Tomar pastillas y pensar con claridad son dos cosas difícilmente conciliables.

La doctora da por finalizada la conversación y la consulta. Le desea mucha suerte y le pide que tenga paciencia, que no debería tardar demasiado en comenzar a notar algún tipo de mejoría. Se despiden entonces con un ligero apretón de manos. Solo cuando finalmente se han levantado para poder llevar a cabo este gesto ha sido cuando ha podido terminar de completar su imagen inicial de la doctora. En efecto es una mujer pequeña y poco corpulenta que, sin embargo, tal y como ha tenido la oportunidad de comprobar, tiene una fuerte personalidad.

De vuelta al pasillo, Nina no está del todo segura de ser capaz de encontrar el camino de regreso. Tiene ganas de volver porque, mientras terminaba de hablar con la doctora, ha decidido que tiene que hacer algo. Aunque en una de las esquinas no le queda más remedio que detenerse para elegir si gira a derecha o a izquierda, consigue regresar al salón sin dar más vueltas de las necesarias. Allí Boris vuelve a salirle al paso:

—Dame unos minutos, Boris, luego te veo.

El hombre no reacciona. Para cuando quiere darse cuenta, Nina marcha escaleras arriba.

Tan rápido como puede, sin llegar a echar a correr, Nina se planta de nuevo en su habitación y empieza la búsqueda. Primero en los cajones de la mesilla, luego en los del armario y en los de una pequeña cómoda que hay junto a la cama. En los sitios más evidentes. Se detiene unos segundos a revisar los papeles que ha visto esta mañana sobre su mesita, con el cartel «Rutinas» pintado en la portada. Nada importante: horarios, nombres de enfermeras y médicos, recordatorios sobre medidas higiénicas o reglas del centro… No es lo que busca.

Revuelve las ropas de la cama introduciendo las manos en cada pliegue, detrás de la almohada, en el hueco que hay entre el cabecero y la pared, en los bordes del colchón… nada. Se detiene unos instantes a observar la habitación en su conjunto:

—¿Dónde, Nina, dónde los has puesto?

Se apresura a entrar al baño y continúa con su búsqueda.

Botes de gel, de pasta de dientes, una caja de tiritas, un recipiente de yodo… Nada. En el baño tampoco aparece el objeto de sus pesquisas.

De vuelta en la habitación se planta en el centro para hacer un examen visual. Poco a poco su mirada revolotea por toda la estancia, escudriñando cada rincón, cada baldosa, cada palmo de pared…Entonces se detiene sobre el cuadro de la fundadora. Se acerca a él y lo inspecciona. Por delante no tiene nada extraño, lo descuelga y lo mira con mayor detenimiento, también por la parte de atrás.

Nada. Hilde Kerger no le sirve de ayuda. Cuando cuelga de nuevo el cuadro observa una grieta en la pared que transcurre justo detrás de él. Es grande, aunque no lo suficiente. Detrás de la cama hay otra grieta, esta es más grande, mucho más larga y ancha. Nina va hacia ella. El principio está tapado por el cabecero de la cama. Después se muestra majestuosa y creciente a medida que se acerca al enorme crucifijo que cuelga sobre su cabeza cuando duerme. Se sube a la cama, a horcajadas, cual experta amazona y, colocando las rodillas sobre la almohada, agarra el crucifijo por la parte de abajo y, muy despacio, lo desliza, arrastrándolo sobre la pared, para dejar al descubierto la grieta que ocultaba con su madera. Lo primero que ve asomar son las puntas de cuatro lapiceros, idénticos al que se ha guardado en el bolsillo durante su visita a la doctora. La grieta, en esta parte, da para esto y para lo que Nina esperaba encontrar. Introduciendo el dedo meñique de su mano derecha presiona contra el interior del hueco y tira hacia afuera, consiguiendo finalmente que el tesoro que buscaba asome poco a poco. Se trata de papeles, unos cuantos papeles de diferentes formas y tamaños que, ocultos entre el yeso y el ladrillo, aguardaban pacientemente a que a su dueña se le ocurriera volver a buscarlos.

 

 

 

4

 

Después de echar un último y somero vistazo al interior de la casa, el hombre cierra la puerta tras de sí, y cogiéndolas por el asa, lleva sus dos maletas hasta el portaequipajes del cuatro por cuatro que tiene aparcado a unos metros del porche de la entrada, justo fuera del garaje, listo para emprender la marcha.

La casa tiene dos plantas y está rodeada por una enorme parcela cubierta de vegetación y de maleza. Todo el perímetro está jalonado de arces altos y frondosos y delimitado por una valla de casi tres metros de altura, completamente tapada por una espesa manta de descuidada arizónica. Frente al porche hay un montículo con unos peñachos de flores en lo alto.

Levantando la cabeza hacia el este, el hombre contempla los picos gemelos, lejanos y nevados, de las dos únicas montañas que se ven desde el interior del recinto.

El viento al soplar, helado e intenso, hace que las hojas de los árboles se sacudan y que las que cubren el suelo se agiten formando remolinos. Estas improvisadas coreografías provocan que el ruido en el exterior de la casa sea prácticamente ensordecedor.

Después de cerrar el maletero se sienta al volante y saca la cartera del bolsillo interior de su chaqueta, la abre y comprueba la documentación que lleva dentro: el carné de conducir, el de identidad, el de psiquiatra colegiado oficial y uno de miembro de una biblioteca pública. Por último unas cuantas de tarjetas de visita: Rodrigo Ortiz, Psiquiatra. En otro de los compartimentos aguarda un buen fajo de billetes de veinte, de cincuenta, de cien y de quinientos euros.

Se toma un segundo para pasarse la mano por la poblada barba y colocarse después unas gafas con una montura de pasta negra.

Después de hacerse a un lado el flequillo, que casi le llega hasta las cejas, arranca el cuatro por cuatro y lo dirige a la entrada de la finca. Nada más recorrer los doscientos metros que le separan de ella llega a una puerta metálica donde tiene que detener de nuevo el coche para bajarse a abrirla y poder así continuar. Una vez afuera se baja de nuevo y coloca una cadena alrededor de la cerradura y la asegura con un candado.

Ante él serpentea un camino de tierra escoltado, a ambos lados, por enormes árboles, zarzas, helechos y una frondosa y pertinaz vegetación que amenaza con invadirlo en cualquier momento. Justo al final de la vereda, mientras atraviesa un puentecillo de madera sobre un pequeño arroyo, empieza a nevar sobre el parabrisas de su cuatro por cuatro.

Un tipo que parece bastante documentado habla en la radio, acompañándose de un buen montón de argumentos, del inevitable advenimiento del cambio climático, informando impasible de que es un hecho que ya está aquí y que el calentamiento global es un fenómeno que amenaza seriamente cualquier forma de vida en nuestro planeta. A pesar del aparentemente inevitable cenizo, Rodrigo piensa que está atravesando un invierno muy duro, de hecho está seguro de que está resultando ser bastante más frío y nevado que el anterior.

Aunque no tenía ninguna intención de hacerlo, el tipo de la radio le ha obligado a recordar, aunque solo haya sido de pasada, su último invierno. Moviendo con rapidez uno de sus dedos sobre los botones del volante hace que el sabelotodo se calle y continúa entonces su viaje en silencio, sin voces y sin música.

No tiene ganas de recordar nada en absoluto, al menos de momento.

Después de un cuarto de hora de curvas y revueltas la carretera, penosa y escarpada, se transforma en una más dócil y manejable que atraviesa una llanura verde, vestida con prados y casas de campo. Finalmente el cuatro por cuatro, después de un par de rotondas, toma una autovía y Rodrigo puede colocar el limitador a una velocidad razonable para dejar así descansar el pie del acelerador. Le encanta usar este pequeño invento y rascarse tranquilamente la marca que el calcetín deja en su pie derecho, justo por encima de la bota, a la altura del tobillo.

Una hora y cuarto después se detiene en una estación de servicio para rellenar el tanque de combustible. Cuando termina de repostar decide que le apetece orinar y tomar un café. Por ese orden. Así que aparca el coche junto al bar y se apea. El cuarto de baño es desagradable, la limpieza y el olor dejan bastante que desear. Espera que, por lo menos, el café sea bebible.

El lugar es bastante grande aunque está prácticamente vacío, ha madrugado para su viaje y a estas horas de la mañana, en este kilómetro medio olvidado de la autovía, solo se encuentra con el camarero y un cliente que, ajeno a todo, repasa absorto las páginas de un periódico local.

El camarero le pregunta si quiere algo de comer y él, después de colocarse las gafas, niega con la cabeza. El café está caliente y el sabor es pasable. Solo pasable. De cualquier manera, el brebaje reconforta su estómago y, solo con eso, se da por satisfecho. La televisión está encendida en uno de los rincones, colgada a unos metros del suelo y a un volumen excesivo. Mientras bebe observa descuidadamente el establecimiento: expositores con dulces típicos, una pequeña estantería con revistas, alguna de ellas de unos meses atrás, una vitrina con un surtido de navajas y un par de máquinas tragaperras. Los sospechosos habituales en cualquier bar de carretera.

En uno de los vistazos, su mirada se cruza, fugazmente, con la del parroquiano que lee el periódico. El tipo ha dejado de atender a los titulares que tiene delante para observarle a él con cierta fijación. Rodrigo da otro sorbo de café, se toca el flequillo y abandona su inspección para acodarse en la barra, centrando su atención, casi por completo, en la taza que tiene delante. Casi inconscientemente cuenta hasta treinta y después vuelve a mirar al tipo del periódico.

Ahí sigue, observándole fijamente, aunque esta vez, la mirada sostenida del recién llegado, termina por obligarle a retirar la suya.

Rodrigo da otro sorbo de su café, con intención clara de terminarlo, aunque la temperatura de líquido le obliga a desistir y dejar un último trago para el final. Mete la mano en el bolsillo y saca un puñado de monedas y le pregunta al camarero, que está sentado en un taburete mirando absorto al televisor, por el precio de su consumición.

Mientras este se acerca para recoger los dos euros que Rodrigo ha dejado sobre la barra se oye la voz del hombre del periódico:

—Perdone pero, ¿le conozco de algo?

—¿Cómo? —Rodrigo suena sorprendido.

—Verá, disculpe que le asalte pero es que su cara me suena una barbaridad y no sé si es que le conozco a usted de por aquí o es que le he visto en algún otro sitio.

—Pues mis abuelos son de la zona y, de pequeño, veraneaba bastante por aquí. A lo mejor es por eso por lo que me conoce usted.

No puede evitar mostrarse molesto por la intromisión e incómodo con las preguntas y no ha tenido ningún problema en dejar entrever estas sensaciones en el tono de sus palabras.

—No sé. Sí, claro, puede ser que sea por eso.

—Claro.

Desde detrás de la barra, el camarero, ajeno a cualquier otra actividad, sigue de cerca la conversación.

—Bueno, pues disculpe usted la molestia.

—No se preocupe. Tranquilo, pasa en las mejores familias.

Apura entonces su café y, despidiéndose entre dientes, abandona el establecimiento.

Cuando la puerta se ha cerrado tras él, el camarero se dirige al lector curioso:

—Tu llevas aquí unos cuantos años nada más, ¿no?

—Me mudé aquí hace cinco años.

—Joder, cómo pasa el tiempo, macho.

—Y que lo digas.

—Y si llevas aquí solo cinco años, ¿cómo cojones vas a conocer a este tío de cuando eras pequeño?

—Ya sé que no le conozco de cuando era pequeño pero me ha dado la sensación de que no le ha hecho ni puta gracia que me dirija a él. No sé si por hablarle o porque pueda ser verdad que le conozca de algo.

—Ya.

—Mira, hay gente muy rara por ahí. Prefiero recular antes que tener un problema con un desconocido en un bar de carretera.

—Hombre, pues visto así, no te falta razón.

Después de un par de minutos de silencio el tipo vuelve a levantar la vista del periódico y se dirige al camarero.

—A lo mejor me estoy liando pero el tío me suena de algo, macho. Y baja un poco la tele, hombre, que nos vamos a quedar sordos aquí.

Una hora después de la parada para repostar, del café bebido y del parroquiano curioso, Rodrigo saca su coche de la autovía, acompañado por la ópera Tosca a todo volumen, y lo conduce a través de una carretera de montaña que, a cada kilómetro que pasa, se vuelve un poco más angosta y revirada. En uno de los últimos tramos se cruza con un coche y un furgón y se ven los tres obligados a reducir la marcha hasta casi detenerse para evitar que los retrovisores se saluden.

En un desvío un cartel herrumbroso y medio torcido anuncia su destino: «La Quinta de la Montaña, 2 Km.».

Finalmente la carretera corona una de las cimas y, en lo más alto, aparece una gran llanura boscosa. Unos cientos de metros más y el edificio del sanatorio se presenta ante él, enorme, casi majestuoso, sin más impedimento que la enorme verja metálica de la entrada y un buen puñado de hayas y pinos. Mientras estira el brazo por la ventanilla para llamar al timbre y mira a la cámara de seguridad que le observa desde lo más alto de una columna de ladrillo, no puede evitar sonreír al darse cuenta de que la verja esta coronada con afiladas puntas de lanza.

Muy apropiado y pintoresco.

Aun así no termina de estar seguro de si ha sido una risa divertida o nerviosa.

Llegando a la fachada principal ve un cartel que indica que hay un camino alternativo para el personal. El edificio tiene tres plantas y desde donde está no es capaz de verlo completo, en su conjunto. El ladrillo de la construcción, sin duda rojo en su día, está ahora ennegrecido, curtido por años de inclemencias meteorológicas, salpicado por doquier de excrementos de pájaros y marcado por los regueros que el agua ha ido horadando al chorrear por él. Hay una torre con una cúpula blanca y dos enormes claraboyas en el extremo derecho, unos cuantos metros más alta que el resto del edificio y otra, exactamente igual, en el extremo izquierdo. La fachada está sembrada de ventanas enrejadas, menos las dos más grandes que hay en la primera planta que parecen pertenecer a algún tipo de salón. La entrada principal se encuentra al final de una amplia escalinata y está cubierta por un pórtico con cuatro arcos de medio punto sobre ocho columnas lisas, sin ningún tipo de labrado o dibujo, que viajan desnudas desde el suelo hasta el nacimiento de los arcos a los que soportan.

Rodrigo avanza unas decenas de metros hasta rodear a medias el edificio, allí se encuentra con un parking reservado para el personal donde finalmente estaciona su cuatro por cuatro.

Fin de trayecto.

 

 

 

5

 

Hay un par de servilletas, una verde y una amarilla y tres post-it. El resto son trozos irregulares de papel, de diferentes tamaños y colores:

«Se fuerte, Nina, merecerá la pena».

«Toma siempre tu medicación».

«Los médicos me ocultan algo».

Los mensajes de los dos post-it no consiguen sacarla de ninguna duda. En realidad le parecen algo contradictorios y no termina de entender por qué demonios tiene que guardar en una grieta de la pared de su habitación unos cuantos papeles con semejantes idioteces escritas. Aunque, bien pensado, la idea de que le oculten algo quizás sí sea importante. Los deja sobre la cama y continúa con el resto.

«Es importante estar siempre alerta, analizar cada gesto, cada movimiento, cada frase… sobre todo de los médicos y las enfermeras». Esto dice una de las servilletas, en la otra pone: «Boris parece buena gente, hoy se ha portado muy bien conmigo, ha sido muy atento y educado y me ha hecho reír. Me gusta. Él también toma su medicación pero también dice que está harto de hacerlo y que, cuando deja de tomarla, lo pasa mejor conmigo. Tengo que plantearme seriamente lo de dejar la medicación, creo que no me ayuda, más bien todo lo contrario».

Tira las servilletas sobre la cama y pasa a los papeles:

«Estoy harta de este sitio. Me dicen que no llevo demasiado tiempo aquí. No soy capaz de adivinar cómo me siento en realidad. La doctora me ha dicho hoy que sea fuerte y que me deje ayudar, que todos me quieren. No sé si creerla, no sé si creer a nadie. He tenido la sensación, durante todo el día, de que el personal me estaba riendo la gracia para tenerme contenta. Aunque hay un malnacido que ha venido a verme esta noche. Dice que es un enfermero nuevo pero a mí me parece que es mala gente. No me ha gustado nada cómo me trataba ni cómo me hablaba. Ni siquiera cómo me miraba. Estas malditas pastillas no me dejan pensar con claridad. Querría dejar de tomarlas pero, a la vez, son la única cosa que ha hecho que el día sea un poco más agradable. Odio tener que ver continuamente a esta gente que me rodea. Están muy mal, es muy desagradable tenerlos todo el día alrededor. Con las pastillas que he tomado a mediodía, el resto del camino se ha vuelto mucho más agradable, me he olvidado de pensar y eso ha sido suficiente para que la tarde haya sido más llevadera. También entiendo que así no voy a ningún sitio pero, mientras espero a que mis recuerdos vuelvan, esta es la mejor forma que tengo de que pase el tiempo».

Finalmente hay uno un poco más extenso:

«Me temo que, la mayoría de los días, no tengo la brillante idea de escribir en estos trozos de papel, las pastillas no fomentan mi creatividad, podría ser que, en algún momento, hayan descubierto mi escondite y me los hayan requisado y podría ser también que, alguna vez, los haya buscado y no haya sido capaz de encontrarlos detrás del crucifijo. A lo mejor es un escondite demasiado complicado y quizás las pastillas no me dejen a veces adivinar cuál es el sitio que yo misma he elegido para guardar estos pocos recuerdos.

Tengo la sensación de que los doctores no son siempre sinceros. Demasiada complacencia, demasiadas sonrisas y demasiados ánimos.

Hoy hemos tenido la fiesta de la amistad, he tenido que besar y dar la mano a la mitad de la gente que hay aquí encerrada. Me dan asco, odio tener que relacionarme con este hatajo de desequilibrados. Yo no soy como ellos. Estos están muy mal, algunos no son capaces ni de evitar que se les caiga la baba. Me dan asco. Odio este sitio y a la gente que hay dentro. Boris parece bueno, me ha agradado su compañía. Después de la sesión de besos y sobeteos hemos robado unos flanes de la cocina y nos los hemos comido a hurtadillas, en una de las salas de consulta. Casi nos descubren, ha sido muy divertido. Tendría que quitarle las llaves a alguien y salir pitando de este maldito lugar, dejar atrás esta mierda y volver al mundo real. A lo mejor allí soy capaz de generar recuerdos, a lo mejor allí soy capaz de descubrir quién soy, a lo mejor la culpa de que no me recupere la tiene este sitio, con sus paredes blancas y sus enfermeras, con sus asquerosos locos y su agradable medicación.

Quiero conocer a mi familia. No sé nada de mis padres, no sé si tengo hermanos o hermanas. No sé de dónde vengo ni dónde nací y estos hijos de puta no quieren contarme nada. ¿Qué mal me puede hacer saber si tengo un par de hermanos? ¿Qué mal me puede hacer que alguien que me quiera venga a visitarme? ¿Y qué pensará mi familia de todo esto? ¿Cómo puede ser que ellos soporten no tener contacto conmigo? ¿Será que, en verdad, no tengo familia, ni amigos? Esto es muy frustrante, agotador. Creo que estoy exhausta, aunque no tengo sueño. Me apetece tomarme mis pastillas y poder dormir. Menos mal que las tengo aquí.

Creo que me gustaría encontrarme a Boris fuera de este sitio».

Y en un último trozo: «¿Para qué voy a anotar nada sobre la bestia alada que me visita, si cada día lo recuerdo perfectamente?».

Nina rompe a llorar, desconsolada. Con los ojos cubiertos de lágrimas recoge todo y, apartando de nuevo el crucifijo, coloca los papeles en el sitio en el que estaban.

Después se tumba en la cama y, cubriéndose la cara con las manos, continúa llorando, intentando sacar alguna conclusión de lo que acaba de leer.

Parece que hay un par de ideas que se repiten, recurrentes: la sensación que tiene de que le ocultan algo y su relación amor/odio con la medicación. Y luego está Boris. Dándole vueltas a todo esto, sin poder evitar parar de llorar, se queda dormida.

Lo siguiente que sucede es que Boris está frente a ella, sentado en una silla, con la mano puesta en su hombro:

—¿Nina?

—¿Eh?

Mientras se incorpora en la cama Boris le habla:

—Normalmente, cuando uno llora le da sueño. ¿A que sí?

—Supongo que sí. —Nina se acomoda en el borde mientras habla.

—Pues imagínate, si a eso le sumas un par de pildoritas y un Tranquimazín ¿El resultado? Pues que caes como un lirón. No es recomendable llorar en este sitio, Nina. En este sitio es recomendable ser fuerte y ser frío, es recomendable ser observador e inteligente. Y es necesario mantenerse siempre alerta. ¿Vale? Que conste que todo esto que te digo es lo que pienso siempre, aunque no siempre sea lo que consigo hacer.

Nina mira a su alrededor para cerciorarse de que todo continúa donde lo dejó. Su habitación, su cama, la ventana… No hay papeles por ningún lado. Le resulta agradable despertarse y no haber olvidado lo que hacía antes de quedarse dormida. Parece ser que las siestas no están dentro de su problema. Aun así está bastante aturdida.

—Pues sí, Boris, tienes toda la razón del mundo. Estoy hecha polvo. ¿He dormido mucho?

—Es casi la hora de comer. Una hora y pico. Aquí no suelen poner impedimentos a estas cosas, les encantan nuestras cabezaditas, mientras que estemos dormidos no estamos vivos, fastidiándoles la hora del bocadillo.

—Pues gracias por venir a resucitarme. Supongo que tanto estrés es difícil de controlar ¿Me creerías si te dijera que esta mañana me he despertado alegre?

—Claro que sí, Nina.

—Me he despertado en paz, sabía que no recordaba nada, sabía que estaba en un manicomio, sabía que estoy maldita y que, a lo peor, nunca voy a dejar de estarlo pero, aun así, estaba contenta, tranquila. Es curioso, era como si no tuviera que preocuparme por nada, como si no tuviera ningún problema. El único adjetivo que me viene a la cabeza es: paz.

—Supongo que ese cerebro tuyo se despierta vacío de todo, incluidos los problemas. Algo positivo tiene que tener eso que te sucede: no guardas recuerdos pero tampoco remordimientos.

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