Nina

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LIBRO TERCERO » 36

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Muchas flores azules, amarillas y blancas brotaban en Baden-Baden, ese 7 de abril de 1957. Vi primaveras y margaritas, azafranes y violetas en las orillas del murmurador Oos, mientras conducía el pesado «Cadillac» por la Avenida Lichtentaler.

Todas las personas que veía por las calles tenían semblantes amistosos. Las mujeres sonreían con misterio. Llevaban vestidos ligeros de todos los colores. Muchas llevaban atrevidos sombreros. Vi una gran cantidad de osados sombreros esa mañana, mientras me dirigía a la central de policía con el fin de presentar una denuncia...

Los hombres llevaban trajes grises, castaño claro, azul claro o azul oscuro, muchos de ellos habían dejado ya el abrigo en casa. Los hombres miraban a las mujeres y se tomaban su tiempo. No tenían prisa. Nadie tenía prisa en ese día de primavera en Baden-Baden, nadie, excepto yo. A mí me azuzaba el odio, me acosaba un invisible, inaudible mecanismo de relojería que yo mismo había puesto en marcha. Llegué al comisariado regional.

Aquí hablé con el comisario de servicio. Con usted, señor comisario de lo Criminal, Kehlmann, hablé en su amistosa oficina número 31, situada en el primer piso, con usted, para quien lleno pacientemente estas hojas desde hace meses, con usted. Le dije a usted mi nombre, le dije el nombre de mi jefe. Y le dije a usted que quería presentar una denuncia.

Por qué, quiso usted saber, señor comisario Kehlmann, que en esa mañana llevaba pantalones grises de franela y una chaqueta de deporte color beige, mocasines de color castaño y corbata verde. La respuesta a su pregunta había sido objeto de profunda meditación por parte mía. Me la había aprendido de memoria esa respuesta, durante tanto tiempo y con tal precisión, que las palabras que pronuncié en este momento me parecieron especialmente extrañas y sin sentido. Le dije, mirándole directamente a los ojos azules:

—Es una denuncia por robo, difamación, atentado a la paz de una familia y defraudación a un Banco.

Seguidamente me preguntó usted tranquilamente:

—¿Se dirige esta denuncia contra una sola persona?

—Sí —respondí tranquilamente—, contra un hombre solo.

—Muy bonito, para un solo hombre —comentó usted. ¿Se acuerda?

—Y esto no es todo —continué con toda seriedad—. Este hombre cometerá un asesinato dentro de muy poco tiempo.

En este momento me contempló usted sin decir palabra. Ya sabía yo que, en este punto de mi denuncia, usted me contemplaría mudamente, usted o cualquiera que recibiera mi denuncia. Soporté su mirada con rostro inexpresivo, al mismo tiempo que empezaba a contar, empezando por el número uno. Llegué hasta siete. Había pensado poder llegar hasta diez.

—¿Se trata de una denuncia contra un autor desconocido, señor Holden? —me preguntó usted.

—No.

—¿Sabe cómo se llama el hombre?

—Sí.

—¿Cómo se llama el hombre, señor Holden?

Pensé en ese momento que odiaba tanto a Julius Brummer como nunca sería capaz de amar a persona alguna en mi vida. Pensé entonces que estaba decidido a llevarlo a la muerte. Y contesté en voz alta:

—El hombre se llama Robert Holden.

Entonces se puso usted a contemplar, señor comisario, las iniciales de mi solapa. Le dejé a usted tiempo. Ya sabía que en este instante lo necesitaría. Usted o quien quiera que recibiera mi denuncia. Volví a contar. Llegué hasta cuatro. Había calculado que llegaría hasta siete u ocho. Pensé que debería tener precaución. Usted reaccionaba demasiado rápidamente. Acababa de llegar a cuatro cuando usted me dijo:

—Usted se llama Robert Holden y quiere presentar una denuncia contra Robert Holden.

—Sí, señor comisario.

Abajo en la calle pasaba un pesado camión. Oí rechinar las marchas cuando el conductor hizo el cambio.

—¿Existe un segundo Robert Holden? —preguntó usted.

También sobre la respuesta a esta pregunta había yo meditado largamente. Y contesté:

—No. No existe ningún segundo Robert Holden.

—¿Significa esto que usted quiere presentar una denuncia contra sí mismo?

—Sí, señor comisario —le dije muy cortésmente—. Eso es. Precisamente.

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