Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 18

Página 21 de 123

18

A las 17’15 horas nos permitieron, finalmente, proseguir nuestro camino. La broma le había costado, finalmente, a Julius Brummer ochenta marcos-oeste, veinte marcos en concepto de multa y sesenta por los pantalones. Pero, a lo menos, tenía dos recibos, y todo había quedado en orden. También la publicación de los «Testigos de Jehová» había sido decomisada en buena forma.

—Faltan ciento sesenta y tres kilómetros para el cruce de Hermsdorfer —le dije cuando hubimos pasado la segunda barrera y nos acercábamos a un poste indicador—. Si aprieto el acelerador, los haremos en setenta minutos.

—No pase de los ochenta —repuso Brummer—. No quiero más líos. —Estaba fumando otro grueso cigarro—. El individuo del cruce me esperará. Después de todo, para esto le pago. —Le parecía consolador que siguiera habiendo gente que se dejara pagar por él.

La carretera que conducía a la autopista era tan mala como la del Oeste, las casas estaban igualmente torcidas, y las gentes de los campos parecían igualmente pobres.

Luego alcanzamos la autopista. Cruzaba más arriba de Eisenach y estaba destruida en parte. «DESVIACIÓN», advertían continuamente nuevos cartelones...

Las chimeneas de Eisenach humeaban. Muchos cristales reflejaban la luz del sol que se inclinaba hacia el oeste. En las montañas, más allá de la ciudad, había muchas rocas blancas aisladas sobre el bosque negro, y sobre algunas rocas se elevaban castillos.

Después de media hora, la autopista se hallaba intacta en ambos sentidos y corría, recta como una flecha, sobre una altiplanicie hacia el Este. Ahora encontramos largas columnas de vehículos militares soviéticos. Había tanques pesados y camiones abiertos y jeeps. Sobre los camiones iban sentados muchos soldados rusos de uniforme verde-amarillento, en los jeeps oficiales tocados con gorros rojos y, a través de las mirillas de las torretas de los tanques, se veían cabezas cubiertas de cascos de cuero con auriculares en las orejas. Las columnas que encontramos rodaban hacia el Oeste.

Empecé de nuevo a contar carros blindados, y Julius Brummer sacó su mano por la ventana, y algunos de los soldados de los camiones devolvieron el saludo.

—También aquí estarán de maniobras.

—Sí, señor Brummer.

Continuamente pasaban nuevos carros y otros camiones con soldados y, sobre los montes, veía yo nuevos castillos. Muchos eran negros y parecían incendiados, otros eran rojos y daban la impresión de estar habitados.

—¡Hay un montón de tanques por la carretera! Espero que no irá a estallar la guerra antes de que lleguemos a Berlín. Sería una broma pesada, ¿verdad, Holden?

—Sí, señor Brummer, sería una mala broma.

Gotha. Erfurt. Weimar. Iena.

Las 17’45, las 18’00, las 18’30 horas.

La luz del sol se había vuelto roja. El color de las cosas cambiaba continuamente.

El viejo perro descansaba sobre el asiento posterior. Intuía que su amo estaba enfadado con él y escondía la cabeza entre las patas.

Brummer encendió la radio del coche, sintonizada todavía con una emisora del Oeste. Se oyó la voz del locutor: «...tantos galanes del cine se sentirían dichosos si, en el curso de pocas semanas, lograran rebajar nueve libras de peso. Pero para Montgomery Clift esto representa una catástrofe. Acuciado por obligaciones cinematográficas y encontrándose en malas condiciones físicas, el aplaudido actor ha consultado a un especialista que le ha prescrito una dieta consistente en langosta, caviar...».

Julius Brummer volvió a cerrar la radio. Los campos parecían de oro rojo, las praderas eran violetas y el cielo, hacia el oeste, iba perdiendo color.

A las 18’45 horas, alcanzamos el cruce de Hermsdorfer. En medio de las grises curvas de las pistas que aquí se encontraban, advertí mucha gente. Los Vopos dirigían la circulación. Una ambulancia se encontraba en la hierba de la orilla...

Un Vopo nos hizo detener. Nos dijo cortésmente:

—Deberán tomar la desviación del parador, señores.

—¿Por qué? —preguntó Julius Brummer.

—Un accidente —aclaró el Vopo—. Hace dos horas. Un «PKW» atropelló a un hombre y se dio a la fuga.

La cara de Julius Brummer tomó el color de la ceniza.

El Vopo continuó:

—Quedó muerto en el acto. Una historia muy rara en mi opinión. Me huele a chamusquina.

—¿Cómo es eso? —le pregunté yo.

—Mira, compañero. El hombre estaba a la orilla de la pista. A pleno sol. Lo atropellan y lo lanzan a veinte metros de distancia. Y el cerdo que va al volante ni siquiera se ha detenido. ¿Qué te parece?

—¿Se sabe quién era el hombre?

—No llevaba ningún documento. Era más bien viejo. Con un impermeable negro de caucho. ¡Y con este calor! Debía de estar algo loco.

Ir a la siguiente página

Report Page