Nina

Nina


PORTADA

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En una de las pasadas le propina una patada al animal, que parecía intentar volver a escabullirse por el agujero por el que había entrado, y lo hace volar hasta la otra punta de la habitación, rebotando contra la gomaespuma de la pared y volviendo a caer al suelo, desde donde, inmediatamente después, reinicia su viaje a la libertad.

Nina se queda parada entonces, entre el roedor y su escapatoria, con un hilo de sangre resbalando desde el labio inferior hasta el cuello de la camisa de fuerza, viendo cómo se acerca rápidamente hacia ella. Justo antes de estar a tiro de su patada, la rata se levanta sobre sus cuartos traseros y abre sus pequeñas fauces a la vez que emite un siseo, agudo aunque perfectamente perceptible, y se mantiene erguida amenazando embravecida a su compañera de cuarto.

Nina, sin pensarlo un instante, da un paso adelante y vuelve a patear al bicho, que, igual que hace unos instantes, vuela hasta impactar contra la pared y cae después al suelo.

Esta vez, aunque no deja de moverse, no consigue levantarse.

—¡Hija de puta!

Se acerca de nuevo a la rata y la observa inclinándose un poco sobre ella. El animal, agonizante, mueve los bigotes y sacude las patas intentando infructuosamente incorporarse de nuevo. Sin duda, está herida de muerte. La sangre del labio de Nina gotea ahora en el suelo, a la vez que se acerca un poco más para contemplar la escena.

Después de un par de minutos, y de comprobar que el bicho es tan incapaz de levantarse como de morirse, decide terminar el trabajo. Según sus cálculos debe medir unos treinta centímetros, desde la punta de la cola hasta la del hocico, y debe pesar casi medio kilo, por lo menos. Una señora rata que, aunque no esté gorda, es peluda y asquerosamente repugnante.

Con la punta de los dedos de su pie derecho la empuja, poco a poco, hasta separarla de la pared, lo suficiente como para poder armar la pierna. El tacto es blando, caliente y tan desagradable como esperaba.

Otra patada, otro vuelo a través de la habitación y otro golpe contra la pared contraria. Después de repetir la operación dos veces más el animal deja de moverse.

Nina no puede evitar entonces volver a gritar, a chillar y a caminar nerviosa de un lado a otro. El labio ha dejado de sangrarle pero la camisa de fuerza y prácticamente toda la habitación han adoptado ya un extraño tono rojizo.

Tiene hambre, mucha hambre. Esa intensa sensación le hace entender repentinamente por qué demonios estaba soñando que comía hamburguesas, algo que acaba de recordar.

También tiene frío, mucho frío. La camisa de fuerza le tapa hasta justo por debajo de las caderas, dejando las piernas, casi por completo, al descubierto. Así que, teniendo en cuenta que no lleva ninguna otra cosa puesta, le resulta casi imposible entrar en calor.

No sabe cuánto tiempo hace que está en esta habitación, no sabe cuánto tiempo lleva con la camisa puesta, no sabe cuándo va a poder comer algo, no sabe por qué se encuentra en esta situación, no sabe por qué siente esa molestia en la entrepierna y no termina de entender cómo es posible que una rata le haya mordido en el labio.

La única certeza que le acompaña es que está sola.

Se detiene justo al lado de la puerta y pone la cara contra el acolchado de la pared, intentando que la tela, al presionar contra la herida, consiga aliviar el dolor que siente en la herida.

Mientras tanto vuelve a gritar, esperando que alguien que pase cerca pueda oírla. No le tortura tanto el hecho de no saber cuánto tiempo lleva encerrada o por qué lo está, como la incertidumbre sobre su futuro más inmediato. Necesita que alguien le diga cuándo van a sacarla de ahí o cuándo van a darle algo de comer mucho antes que despejar la incógnita sobre los motivos que la han llevado a caer en este infernal cautiverio.

El tiempo pasa y ninguno de sus interrogantes se aclarara. El único avance que logra es constatar que su labio le duele menos y que parece que eso puede hacer que pase a ser una preocupación secundaria.

Un rato después Nina descubre que hacer sus necesidades en cuclillas, sobre un agujero y con los brazos inmovilizados alrededor del cuerpo, puede ser cualquier cosa menos fácil o agradable.

En la soledad de la habitación acolchada el tiempo pasa despacio. Hace un buen rato ya que el bicho desapareció. Nina se quedó dormida al final del relato y, para cuando despertó, ya no estaba.

Ahora, sentada y un poco más calmada, mira a la pared, mira al techo, otra vez a la pared, al suelo, se mira los pies, se levanta, camina una y otra vez los tres pasos de largo que tiene la habitación, para después caminar a lo ancho. Tres pasos también.

Después de recorrerla un buen puñado de veces, en ambas direcciones, llega a la inapelable conclusión de que la estancia es cuadrada.

Por unos instantes aparecen en sus pensamientos la cara sonriente de una niña y la de una mujer, mayor, con el pelo corto y recién peinado, mirándola con gesto serio.

—Esta mañana no he conseguido volar.

—¡Joder!

Nina da un respingo y se vuelve para confirmar que la voz de su visitante habitual es la que ha hecho que se sobresalte.

—Recuerdo haberte dicho que tenía un ala en malas condiciones, ¿verdad? Pues ahora resulta que no soy capaz de levantarme del suelo. Y, aunque no te lo parezca, es un verdadero fastidio.

—Por mí puedes pudrirte.

—Cuando uno se acostumbra a algo, aunque sea espectacular o sobrenatural, le cuesta mucho trabajo prescindir de ello. Entiendo que tú tengas que ir caminando a cualquier sitio, incluso montada en un coche o en un tren. Pero se da la circunstancia de que yo, si no quiero, no tengo que utilizar los pies. Puedo desplegar mis alas y moverme por el aire como si fuera un pájaro.

—Un murciélago. No olvides que tus alas son asquerosamente feas. Y tan desagradables como tú.

—No te olvides nunca, Nina, de que no todos podemos tener ese encanto natural que tú derrochas, ese carisma cautivador e hipnotizador que hace que un encuentro contigo se convierta en una experiencia definitivamente inolvidable.

Nina se sienta y trata de resignarse a compartir su tiempo. Si en alguna ocasión ha percibido algo agradable en la presencia de esta criatura, ya lo ha olvidado, como todo lo demás pero ahora, en la situación en la que se encuentra, se descubre relativamente contenta, incluso aliviada. Aunque solo sea por la pizca de compañía que nota y por la sensación que tiene de que esto suaviza, sensiblemente, su insoportable cautiverio.

Si hubiera podido llamarle para que viniera, lo hubiera hecho.

—¿Cómo te llamas?

—Como tú quieras.

—Pero, ¿tienes nombre?

—El que tú quieras ponerme.

—¿Nadie te ha puesto nunca ninguno?

—No, que yo sepa.

—Pues te voy a poner uno pero no sé cuál.

El bicho la mira y sacude la cabeza, como hacen los perros de vez en cuando. Después estira el cuello a un lado y a otro mientras pone los ojos en blanco.

—Asco. —La mira en silencio sin contestar—. Te voy a llamar Asco. ¿Te gusta?

—Sí, mucho. Y, además, creo que me sienta bien. Hola soy Asco, encantado de conocerte. —Entonces se levanta, de repente, con la velocidad de un rayo y se inclina sobre ella, dejando su cara a cinco centímetros de la de ella—. ¿No me vas a dar dos besos? —Nina permanece petrificada, observando la afilada y amarillenta dentadura del bicho mientras este gira un poco la cabeza para ofrecerle su mejilla izquierda.

—Preferiría no tener que hacerlo. Ya sabes, Asco.

—Pobrecilla, qué desgraciada eres y qué sencillo te resulta juzgarme, qué fácil ponerme un nombre tan descriptivo cuando ni siquiera sabes qué soy. —Y se incorpora—. Pero está bien. Asco está bien. No tengo ningún problema en adoptar ese nombre, el que tú has querido ponerme. Asco. Tu Asco, todo tuyo.

Camina hasta el otro extremo de la habitación, en el que estaba sentado hace unos segundos, y se vuelve a acomodar en el suelo.

—Me alegro por ti.

—Alégrate por ti también, Nina, no me gusta no poder volar. Lo odio.

—Creo que, ahora mismo, eso no me preocupa en absoluto.

—¿Te acuerdas de nuestra historia? ¿De nuestra mujer y de su barco?

—Me la has contado al despertar, si también la hubiera olvidado me pegaría un tiro.

—No puedes. Pero bueno, a lo que vamos, me alegro de que no la hayas olvidado, así no tendré que empezar desde el principio.

—Genial.

—En mitad de la noche, en mitad de su borrachera, apareció en el barco el hombre al que ella estaba esperando. Inmediatamente se dio cuenta de que ella estaba borracha y también se lo hizo saber, bueno, en realidad, se quejó sobre todo por que no hubiera tenido la delicadeza de esperarle para haber montado la fiesta juntos. Ella, al tenerle a su lado, en cubierta, pareció comenzar a preocuparse por lo que pudiera suceder en adelante. Le dijo que no podían verles allí y que, por descontado, nadie esperaba su visita.

»Así que, rápidamente, se ocultaron en su camarote y allí siguieron bebiendo y tomando cocaína y, poco antes del amanecer, hicieron el amor y cayeron dormidos después.

»Por la mañana, evidentemente, no aparecieron por el salón a la hora del desayuno. Poco antes del mediodía, cuando el sol entraba ya a bocajarro por el ojo de buey que había sobre sus cabezas, unos golpes en la puerta les sobresaltaron, sacándoles abruptamente del sueño para arrojarles de bruces en brazos de la resaca. Era la madre, que se interesaba por el estado de su hija, preguntando si estaba bien y si acaso era que no pensaba salir de allí. Ella le dijo que estaba despierta, que no tenía hambre y que ya saldría cuando quisiera. Cuando hubo estado segura de que no había nadie alrededor, fue a adecentarse al baño que había al final del pasillo dejando a su compañero aún entre las sábanas.

»Él pasó el resto del día escondido en el camarote mientras que a ella no le quedó más remedio que salir para alimentarse y para conseguir algo de comida para él. Por la tarde rondó por el salón, por la cubierta, por el puente, por los pasillos en los que estaban los camarotes y husmeó todos y cada uno de los rincones de la embarcación. Es increíble lo bien aprovechado que está el espacio en un barco, nada queda al azar y nada permanece sin utilizar. La mujer metió las narices en todas las puertas y en todos los compartimentos, bajó a las bodegas y hasta entró en la sala de máquinas. Aquello no era, ni mucho menos, un transatlántico pero era un señor barco, con todas las comodidades, espacio para unas pocas personas y autonomía para afrontar casi cualquier viaje. Aun conociéndolo bien pareció intentar no dejar ningún rincón sin auscultar. Muy a pesar suyo, me temo, tuvo incluso que pararse a hablar dos o tres veces con las personas que la interpelaron. Su madre volvió a pedirle explicaciones por su intolerable comportamiento, reprendiéndola como si de una adolescente se tratara. Evidentemente ya habrás adivinado que ella hizo oídos sordos al sermón y le dio esquinazo tan rápidamente como le fue posible.

»La noche llegó otra vez y, después de colocarse otra media botella de ginebra y otro buena ración de cocaína, se prepararon para salir del camarote.

»Recuerdo su diálogo:

»”¿Estás listo para lo que tenemos que hacer?”.

»”Lo estoy” y se besaron.

»”¿Serás capaz de hacer lo que sea necesario para que nuestros planes salgan bien?”.

»”Lo seré”. Otro beso. Largo, ardiente, etílico.

»Ella era la que preguntaba, la que arengaba, la que mantenía la cara de él agarrada entre las palmas de sus manos haciendo que solo pudiera mirar al frente, donde solo tuviera opción de cruzarse son su mirada y con sus labios.

»”No he venido hasta aquí para darme la vuelta a la primera de cambio. No he llegado hasta aquí para replanteármelo todo si se da la circunstancia de que tengo que darle un empujón a una vieja o si depende de mí que alguien sufra más de lo necesario. ¿Me entiendes?”. Él la miraba, asintiendo, dejando que ella le hablase, con la cara entre sus manos. “Creo que ya hemos hablado unas pocas veces de nuestros objetivos y de nuestras ganas por conseguirlos”.

»”Claro que sí, amor mío. Te quiero y no pienso dudar de nada de lo que hagamos. Ya no somos niños”.

»”Haz otra raya y salimos, que ya no se oyen ruidos”. Antes de soltarle la cara un último beso.

»Esnifaron sus raciones y terminaron de vestirse. Ella sacó de su bolsa una riñonera negra y, después de comprobar brevemente su contenido, se la abrochó alrededor de la cintura.

»Antes de salir se juraron amor eterno.

»Afuera el viento silbaba y la oscuridad era prácticamente total. La luna no era más que una exigua rendija que colgaba justo debajo de Casiopea. El mar estaba revuelto, meciendo continuamente el barco y haciendo incluso que, de vez en cuando, la cubierta se zarandease presa de alguna sacudida. Él se apoyó contra una de las paredes y esperó mientras ella se internaba en el pasillo principal de los camarotes. Todo parecía en calma. Ella le hizo una señal y después recorrieron juntos el camino que les separaba del salón que había al fondo. Allí sacó un par de linternas de la riñonera y le pasó una a su compañero. Más allá del salón, justo debajo del puente de mando, había otro pasillo más corto y angosto que conducía al camarote principal, el más amplio de la embarcación, reservado, como no podía ser de otra manera, para los anfitriones, sus padres.

»El camarote estaba a oscuras, por completo. Ella fue la primera que encendió su linterna para poder echar un vistazo al interior. Sus padres durmiendo en la cama y todo lo demás quieto, en silencio.

»En ese momento empezó a sonar en mi cabeza la voz de Nina Simone, perfectamente clara y presente, cantando “Don’t you pay them no mind”, con sus pequeños acordes de guitarra y sus violines silbando para mí. Solo para mí, mientras que contemplaba la escena. La voz serpenteante y aguda de Nina Simone reptando dentro de mí, poniendo banda sonora a lo que ocurría. “Te quiero, así que no le hagas caso a la gente, déjales que se rían, nosotros vamos a construir nuestro mundo».

»Ella se acercó a la cama y, extendiendo el brazo, roció la cara de su padre con un espray. Inmediatamente dio media vuelta y se dirigió hacia su madre. La señora pareció intentar moverse antes de respirar el elixir que la obligaría a permanecer dormida. Emitió un leve gemido y se quedó quieta. Hubo una segunda dosis para cada uno de los dos. Supongo que para asegurarse. Finalizada la sesión de anestesia le hizo una señal a su acompañante para que se le uniera dentro de la estancia. Mientras ella mantenía la luz él se agachó junto a la cama y abrió uno de los muebles. Detrás de la puerta apareció una caja fuerte.

»Ella pronunció entonces una secuencia de números, en voz baja, y él los tecleó en el pequeño panel que había en el frontal de la caja. Cuando terminó la operación sonó un pitido y un chasquido. Ella se agachó y abrió la puerta: billetes, billetes, billetes y más billetes. Billetes y solo billetes. Todos de 500 euros y todos apretujados en fajos, unos sobre otros, sin dejar un solo milímetro cúbico de la caja vacío.

»Y la voz negra de Nina Simone resonando en mi cabeza, revoloteando alrededor de la melodía del piano: “Sigue caminando junto a mí y no mires atrás, sabes que te quiero, no les hagas caso”.

»Mientras ella llenaba una bolsa con los fajos le indicaba a él dónde debía continuar con su cometido. Detrás de un cuadro que había a la derecha de la entrada al camarote había otra caja fuerte, más grande aún que la que acababan de desvalijar.

»Ella volvió a recitar una combinación numérica mientras él la tecleaba hasta que sonó otra vez el pitido y se oyó el chasquido. La segunda caja también se abrió y mostró, esplendida, su tesoro ante sus ojos. Más billetes, muchos billetes, una cantidad mucho mayor de la que ella estaba cosechando de la primera caja. Una segunda bolsa intentaba acoger tal arsenal de dinero. Los fajos se apelotonaban torpemente los unos sobre los otros, explicando a los dos ladrones que no había sitio para más, que no era posible meter más billetes allí sin que un nuevo paquete sacase de su sitio a otro anterior.

»Entonces sonó el disparo.

»Se oyó el ruido seco y abrupto que produce una pistola cuando el percutor se clava en la bala haciendo que esta vuele desde el cañón hasta su objetivo. Tan inocente como despiadada. El hombre se plegó entonces sobre sí mismo, emitió un grito corto y ahogado y cayó al suelo inmediatamente después, mientras que la mujer abría de par en par los ojos, sorprendida por el repentino imprevisto. El interior de la caja fuerte que el hombre estaba vaciando se volvió entonces rojo como consecuencia de la sangre que lo había salpicado desde la herida que el proyectil acababa de abrirle en el pecho.

»Y Nina Simone cantando para mí: “Que sepan que me quieres y, si es verdad, ¿a quién le importa lo que hagan ellos?”.

»La madre, a pesar de estar aturdida por el espray con el que la habían rociado, había estado presenciando la escena, completa. Intentando levantarse de su lecho para evitar el expolio. Para cuando el hombre estaba terminando de vaciar la segunda caja fuerte ella conseguía incorporarse en la cama y abría, torpemente, un cajón de uno de los muebles que tenía a su derecha. De debajo de unas ropas sacó entonces un pequeño revólver, negro y reluciente. Con los ojos entornados por la droga y los dedos torpes como los de un bebé, retiró el seguro del arma y la sujetó con ambas manos, apuntando hacia el sitio del que provenían los ruidos, el sitio en el que veía moverse, nervioso, el haz de luz de una linterna.

»Y disparó.

»Y dio en el blanco.

»Justo en medio del pecho del tipo que estaba vaciando una de las dos cajas fuertes que tenía en el camarote principal de su barco. De un tiro, torcido y tambaleante, partió en dos el corazón del delincuente que pretendía llevarse casi todo el dinero que había conseguido reunir, al lado de su marido, a lo largo de toda su vida.

»Créeme, Nina, nadie reúne más allá de unos pocos miles de euros siendo respetuoso con el ser humano y con las leyes que este ha promulgado. A partir de esos pocos miles de euros está el abismo de la iniquidad. Hay algunas personas que lo descienden con tiento, con una soga y un arnés de seguridad y hay otras, y me temo que estas son mayoría, que se lanzan al vacío, en picado, sin tener en cuenta nada o casi nada a la hora de amasar su fortuna.

»No voy a decirte, y tampoco creo que venga al caso, si esta familia había llenado esas dos cajas fuertes de billetes de quinientos euros a base de pedir limosna o a base de robar bancos. El caso es que la vieja abrió los ojos y, en medio de la neblina, estuvo segura de descubrir cómo un hombre metía su dinero en una bolsa para llevárselo y dejarla a ella y a su familia sin los frutos que habían estado reuniendo durante toda su vida. ¿Y qué hizo? Pues sacó del cajón la pistola que guardaba para las grandes ocasiones y le metió una bala en el pecho al tipo que intentaba desvalijarla.

»Después disparó otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Así hasta dejar sin munición el tambor de la pequeña pistola, iluminando intermitentemente la habitación y haciendo que las balas, al rebotar aquí y allá, la encendieran como los fuegos artificiales encienden la noche durante el fin de fiesta de cualquier pueblo.

»La mujer, agachada aún junto a la primera caja, emitió un chillido, agudo, apagado y corto, justo después de que sonara el primer disparo, el que deslumbró sus pupilas e hizo además que los cinco siguientes pareciesen simples petardos restallando a su alrededor. Cuando el ruido cesó notó que se había instalado en su cabeza un pitido que permaneció en ella durante las cinco o seis horas que siguieron. Inmediatamente estuvo segura de que su compañero había muerto. La habitación apestaba a pólvora y el ambiente estaba cubierto de humo. De un respingo se incorporó y se abalanzó sobre su madre que, presa de los efectos del narcótico que le habían administrado, se debatía sobre la cama entre el sueño y la vigilia sin ser apenas consciente de lo que estaba sucediendo.

»La canción de Nina Simone dejó entonces de sonar en mi cabeza, poco a poco, desvaneciéndose en un final lento y parsimonioso: “Sabes que te quiero, sabes que no puedo estar sin ti”.

»La mujer le roció el rostro con espray, una y otra vez, a su madre. Hasta que el líquido dejó de brotar. La señora seguía resistiéndose a la inconsciencia mientras movía las manos, torpemente, delante de ella, como si intentara ahuyentar a alguna mosca excesivamente pesada e insistente. Cuando ya no hubo más espray la mujer comenzó a golpear a su madre con el bote vacío y con el puño, sin hacer ningún otro ruido, hasta que la vieja se quedó quieta, con la sangre brotándole por la boca y por la nariz.

»El olor a pólvora y a humo era insoportable. Nunca había estado cerca de una pistola al dispararse. Nunca hubiera imaginado que el olor que producía fuera tan intenso y desagradable.

»Al otro lado de la cama su padre permanecía inmóvil.

»Se acercó a su compañero y se agachó un instante junto a él. Estaba muerto y alrededor de su cuerpo, en el suelo, se estaba formando un charco rojo, que crecía a cada instante que pasaba. Se levantó e iluminó con su linterna las dos bolsas de dinero. Primero a una y luego a la otra. Repitió la operación hasta tres veces en cinco segundos. Cuando estuvo segura de cuál de las dos era la que más billetes contenía la cogió y salió de la habitación. Había llegado a la conclusión de que no podía con las dos a la vez. Antes de cerrar la puerta tras de sí se dio la vuelta para echar un último vistazo y fue entonces cuando contempló la penúltima sorpresa de la velada: Las cortinas del camarote, a la derecha de la cama de sus padres, justo detrás de donde había estado agachada hacía unos segundos, estaban ardiendo. Gasa blanca que se consumía como si de papel de fumar se tratase. En el tiempo que tardó en salir al salón para dejar la bolsa y volver a la habitación, el fuego se había extendido a las sábanas y empezaba a quemar los fajos de billetes que se habían desparramado por el suelo cuando sonaron los disparos.

»Corrió de nuevo adentro y tiró del edredón que cubría a sus padres. Después empezó a golpear con él lo que quedaba de las cortinas, las sábanas que colgaban hasta el suelo y los billetes desperdigados. Unos segundos más y el ambiente en el pequeño camarote empezaba a ser irrespirable. La manta con la que intentaba apagar el fuego se había prendido también y humeaba resplandeciendo en la oscuridad, dejando escapar, con cada sacudida, brasas encendidas que volaban como pompas de jabón en todas las direcciones. Para entonces las llamas iluminaban la estancia permitiéndole dibujar a la perfección todos y cada uno de los detalles que contenía. Apenas llevaba un minuto intentando sofocar el fuego cuando se dio cuenta de que era una tarea que ya estaba fuera de su alcance.

»Entonces oyó una voz detrás de ella que llamaba su atención desde la puerta: “¿¡Pero qué haces!?”. Era su hermano. Tiró la manta a un lado y se permitió el lujo de mirar a su alrededor durante un instante. Había telas ardiendo: sábanas, mantas y cortinas. El suelo también ardía. Los billetes desperdigados se contagiaban unos a otros incendiándose como si todos juntos entretejieran una misma mecha. Algunas lenguas de fuego trepaban ya hacia el colchón y empezaban a acariciar los cuerpos inmóviles de su padre y su madre. Cerca de la entrada el cadáver de su amado cómplice yacía en medio de un charco de sangre, junto a una bolsa llena de billetes a salvo aún de las llamas. Más de la mitad de su calculado plan se venía abajo y la persona con la que tenía pensado disfrutar del botín descansaba para siempre en el suelo, con un agujero en el pecho.

»Sus planes se retorcían.

»Su hermano se abalanzó sobre ella y la apartó a un lado de un empujón, gritándole mientras lo hacía: “¡Maldita seas, zorra insaciable!”. Ella cayó de culo, golpeándose en la espalda y en la cabeza con la pared y con alguno de los salientes que la jalonaban. Él, mientras trataba de poner a salvo a sus padres arrastrándolos hasta el suelo, continuaba gritando e increpando a su hermana: “¡Nunca estás satisfecha! ¡Deberías estar en el infierno desde hace años! ¡Maldita seas! ¡Pagarás por esto, pagaras por esto! ¡Ni uno solo de esos billetes será para ti!”.

»Entonces fue cuando vio el extintor. Tan evidente, tan rojo, tan presente, colgado junto a la puerta de entrada. Ni ella ni su hermano habían reparado en él. Hasta ahora. Mientras que el hombre se afanaba en poner a salvo a sus padres, se incorporó y fue a cogerlo, tan rápidamente como pudo. Lo descolgó, dio media vuelta y se dirigió hacia su hermano. Por el camino levantó el cilindro de hierro sobre su cabeza y, cuando estuvo detrás, lo dejó caer sobre él, justo en la base de su cuello. Un sonido seco y duro, unos instantes de vacilación y el hombre se desplomaba, cayendo primero de rodillas y, un par de segundos después, sobre su costado derecho. Exactamente en el hueco que había entre su madre y su padre, como si fueran tres grandes atunes rojos expuestos en la lonja de cualquier puerto.

»La bolsa de dinero que había quedado dentro de la habitación, la más cercana a las cortinas, había prendido por completo, alimentando una formidable llama que bailaba sobre ella, diseñando una antorcha gigante en uno de los lados de la habitación, junto a los tres cuerpos que había allí tendidos. Su hermano se movía pesadamente, intentando no abandonar del todo la consciencia, en medio de aquel desastre.

»Repentinamente la mujer acababa de perder todas las ganas que, en principio, hubiera podido tener de sofocar el incendio. En su cabeza nació entonces una idea que se abrió paso entre todas las demás y que, en adelante, dominó sus actos. Cogió la bolsa de dinero que aún permanecía indemne y salió de la habitación, sin mirar atrás, sin albergar remordimientos ni piedad, sin jugarse una última carta tratando de sacar a su familia de aquel creciente infierno, sin saber muy bien cuál sería su próximo movimiento y sin querer ser consciente del todo de qué podría pasar a representar en su vida lo que estaba haciendo en ese preciso instante.

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