Nina

Nina


PORTADA

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Isaac sigue gritando mientras se lleva la mano a la herida. Nina solo deja de hacerlo para escupir, junto a la rata muerta, el trozo de carne, del tamaño de una moneda, que acaba de arrancar del cuello del enfermero. Acto seguido vuelve a gritar. Rodrigo da dos pasos atrás, acercándose a la puerta, intentando alejarse del horror. Isaac, con la sangre brotando a borbotones por entre sus dedos, mira a Nina aterrorizado, descompuesto, como buscando una respuesta para lo que le está sucediendo:

—A ver qué haces ahora con esa jeringuilla, Isaac. —Nina ha dejado de gritar y, modulando el tono, se dirige al enfermero—. Ya te he dicho que no me dabas buena espina. No sé qué será lo que me has hecho. Ahí tienes tu merecido. Juzga tú mismo si es o no razonable tu condena. Y, si quieres aprovechar la jeringuilla, más vale que te la pongas tú mismo.

Mientras Nina habla, Isaac cae de rodillas, sin dejar de mirarla, sin parar de sangrar. Por un instante retira la mano y la observa, como intentando cerciorarse otra vez de que lo que le está sucediendo es real. Después de contemplarla se fija en el doctor. Cada segundo que transcurre le hace estar más confundido. Ni siquiera acierta a hablar. Vuelve a ponerse la mano en el cuello. La hemorragia es imparable, tremenda. Todo a su alrededor se está volviendo rojo. Rojo intenso. Sus ropas, la tela del suelo a sus pies, la pared sobre la que se apoya… Hasta sus ojos han cedido a la riada y no han tenido más remedio que teñirse de sangre para contemplar el final que se cierne sobre ellos.

Entonces el doctor se acerca a él y le arrebata la jeringuilla de entre los dedos. Acto seguido se la clava en el hombro, a través de la ropa, y presiona el émbolo rápidamente hasta que no queda ni rastro de líquido en su interior.

Mientras se desploma, Isaac le mira y habla:

—No puede ser.

Unos segundos más y deja de moverse.

—Vaya que sí. Claro que puede ser. Ya lo creo —dice el monstruo, sentado en el suelo. Nina prefiere no prestarle atención.

Por entre los dedos de Isaac, que ya apenas presionan la herida de su cuello, la sangre sigue brotando.

Nina vuelve a escupir y restriega su boca contra la tela áspera y sucia del hombro de la camisa de fuerza, como intentando borrar de ella cualquier rastro que pueda conservar del contacto que acaba de mantener con el hombre que yace moribundo. La sangre que había en sus labios se extiende por su mejilla como si se le hubiera corrido el carmín. Después mira a Rodrigo:

—Ahora estoy más tranquila. Creo que la jeringuilla no era necesaria.

—Parece que sí lo era. Al final no nos ha venido mal. Alguien nos lo ha agradecido. ¿Te asustan las agujas?

—No me gustan, no me gustan nada pero no ha sido precisamente la aguja la que ha tenido la culpa de lo que acaba de suceder.

—Eso espero.

—No te preocupes.

Rodrigo mira a Isaac otra vez. Inmóvil, tendido en el suelo. Cada vez hay más sangre.

Le cuesta mantener la calma, sus gestos lo denotan, aun así sabe que necesita guardar la compostura. De lo que pase en los próximos minutos depende, en buena medida, el éxito de sus propósitos. Siente la imperiosa necesidad de no dar nada por perdido, de asimilar lo que está sucediendo como razonable y de no bajar la guardia a pesar de la gravedad de la escena. No ha llegado hasta donde ha llegado para darse la vuelta ahora, para mirar hacia otro lado, para atiborrarse de dudas y volverse por donde ha venido. Sabe que, si quiere conseguir lo que persigue, tiene que limpiarse los mocos él solito, recomponerse y mantenerse en la pelea.

—¿Y yo? ¿Merezco yo otro juicio sumarísimo como el que le acabas de organizar a este desgraciado?

—Creo que no, pero eso no quiere decir que en realidad no lo merezcas. Tú vives en mi nebulosa, vives en la bruma que nubla mi memoria. Sé que detrás de ella está tu imagen. Estás tú —mientras pronuncia estas últimas palabras Nina se apoya en la pared y se deja caer hasta sentarse en el suelo—. Estoy un poco cansada. No sé si me encuentro bien.

Rodrigo se acerca a ella, sin llegar a ponerse a su alcance.

—Tenemos que salir de aquí, Nina. ¿Qué te parece?

Ella mira a un lado y a otro y no ve a su acompañante particular por ninguna parte.

Hay veces en las que llega a tener la sensación de encontrarse perdida cuando el monstruo la abandona.

Se descubre a sí misma a punto de admitir que pueda echar de menos semejante compañía. De alguna manera, Asco, llena su cabeza de palabras, de historias, de sensaciones que, aunque sean ajenas, consiguen tapar algunos de los agujeros que pueblan su cerebro. Sus conversaciones con el bicho hacen que sus neuronas procesen datos nuevos, que se reactiven, que se ocupen en tareas diversas. Justo ahora, después de lo que acaba de suceder, se mira a sí misma y lo único que encuentra es una vaga sensación de añoranza por la ausencia del bicho.

—No sé, estoy un poco confundida. Esto… esto que ha pasado es muy serio.

—Mira Nina. —Se acerca un poco más a ella—. Esto que hay aquí es un cadáver —le dice mientras señala con un gesto hacia Isaac— y los cadáveres no suelen traer buena suerte. Lo más probable es que no tarden en encontrarlo y que, acto seguido, te lo carguen encima.

—¿Solo a mí?

—Supongo que sí. Pero que conste que no soy ni policía ni juez. Lo más probable es que tomen las medidas de la herida y que luego las cotejen con tu dentadura y con la de Boris, que está ahí afuera durmiendo la siesta. Si os pusierais muy pesados, quizás consiguierais también que las compararan con mi dentadura. Pero no creo que fuera necesario llegar hasta mí. Tengo la sensación de que antes de fijarse en el médico se fijarían en los pacientes y tú y yo sabemos que, siendo así, no tardarían en dar con el autor.

Nina levanta la cabeza y le mira. Parece que empieza a comprender la gravedad de la situación y las pocas salidas que tiene.

—¿Sabes qué, Nina? Este sitio, en realidad, es bastante agradable y acogedor. He estado en instituciones que, comparadas con La Quinta de la Montaña, parecen sumideros. Créeme, pasarías de vivir en un hotel de cinco estrellas a verte en una madriguera. No suelen tratar demasiado bien a la gente violenta.

—No sé lo que quiero hacer.

—Escúchame, Nina. Yo te necesito y tú me necesitas. Los dos nos hacemos falta. Tú eres beneficiosa para mí y yo puedo serlo para ti. Necesito que te cures tanto como lo necesitas tú y quiero saber cómo conseguirlo.

—¿Y a qué viene tanto interés?

—Tengo una hija con tu mismo problema. Exactamente igual que tú. Cada mañana, cuando se despierta, ha olvidado todo lo que vivió el día anterior. ¿Te suena de algo eso?

—¿Y yo soy tu cobaya?

—Sí tú te curas encenderás una luz al final del túnel.

—Recuerdo lo que hice ayer.

—Ya me voy dando cuenta.

—Pero no estoy curada.

—No lo estás, ni mucho menos. Tu camino va a ser largo y, a veces, pedregoso y empinado y es necesario que tengas a alguien a tu lado para sortear los obstáculos. Es necesario que alguien controle tus progresos y te ayude a seguir avanzando.

—¿Entonces, qué propones? —Nina levanta la cabeza y mira fijamente a Rodrigo.

—Ven conmigo. Confía en mí y vámonos de aquí.

—¿Ahora?

—Claro, ahora mismo.

Nina se levanta y, ante la mirada de Rodrigo, sale de la celda y se inclina sobre Boris.

—Ven.

El doctor se acerca a ella.

—Quítame la camisa.

—Levántate y date la vuelta.

Cuando ella le da la espalda le desabrocha las ataduras y da un paso atrás.

Ella se vuelve a girar y deja entonces caer los brazos.

—Aaaahhh.

Su cara se retuerce de dolor por el tiempo que han pasado sujetos contra su cuerpo. Durante un par de minutos camina lentamente de un lado a otro, maldiciendo en voz baja y tratando de que sus extremidades se desentumezcan poco a poco.

—Encima de la camilla tienes algo de ropa.

Ella se coloca delante de Rodrigo y tira de la tela que la cubre hasta que la camisa de fuerza resbala por sus brazos y cae al suelo. Por unos instantes permanece desnuda, mirándole a los ojos.

—Ahí está tu ropa, Nina, puedes vestirte.

—¿Quién eres?

—Vístete, Nina. Ya habrá tiempo para preguntas.

Sin mostrar pudor alguno Nina se acerca a la camilla y se viste. Ropa interior, pantalón vaquero, camiseta, jersey gris de cuello alto y botas. Cuando acaba con la operación vuelve a inclinarse junto a Boris.

—¿Se pondrá bien?

—Seguro. La herida no es profunda y ese bulto tan desagradable que ves ahí, no es más que un chichón. Enorme pero solo un chichón.

—Me gustaría que Boris viniera con nosotros. Me cae bien, él ha sido muy valiente y muy bueno conmigo.

—Nina, por favor. Esto es algo muy comprometido. Bastante haremos si conseguimos salir tú y yo de este sitio. Va a ser complicado. Boris no pinta nada en esto. Él estará bien. Despertará y volverá arriba a contar lo que ha sucedido y le curarán la herida y ya está. Él no está metido en ningún lío. Si le llevamos con nosotros formará parte del problema, no de la solución. —Ella escucha en silencio mientras acaricia suavemente la cabeza de su amigo, cerciorándose de que ya no sangra—. Él ayudará a arrojar luz sobre la muerte de Isaac y servirá para que aten cabos sobre este asunto.

—Boris es bueno. Creo que no debemos meterle en esto. Espero que esté bien y que la vida nos vuelva a reunir en mejores circunstancias.

—Esa es una decisión muy sabia, Nina, ahora, salgamos de aquí.

—¿Tienes algún plan?

—Eso espero.

 

 

 

31

 

Boris ha quedado abajo, inconsciente. Dentro de la habitación acolchada el cadáver de una rata, el de un hombre y un enorme charco de sangre. La oscuridad y el cautiverio se alejan mientras que Rodrigo y Nina suben por las angostas escaleras que conducen a la primera planta. En mitad de la ascensión, Nina pone la mano en el hombro de Rodrigo obligándole a detenerse:

—¿Por qué me habéis encerrado en ese maldito agujero?

—Necesitaba que Isaac me ayudase a sacarte de aquí, yo no conozco este sitio y él… él se puso nervioso y creyó que lo mejor sería quitarte de la circulación antes de sacarte de La Quinta.

—¿Nervioso?

—Sí, nervioso. En realidad todo ha sido un poco por mi culpa. Tal vez no debería haberle metido en esto. Pero… imagínate. No pensé que las cosas se pudieran torcer tanto. No pensé que lo que acaba de suceder pudiera llegar a pasar. Quizás no te conozco tan bien como pensaba que te conocía. ¡Vamos!

Cuando llegan arriba Rodrigo se detiene de nuevo para dirigirse a ella:

—Procura no despegarte de mi lado y no hacer nada raro, Nina, por favor. Creo que ya tenemos bastantes problemas encima. Ahora, nuestro único objetivo tiene que ser salir de aquí. Cuando estemos fuera empezaremos a pensar en otras cosas.

Nina no contesta, solo asiente ligeramente con la cabeza.

En el pasillo no hay nadie y avanzan sin obstáculos. Ella hace ademán de parase frente al ascensor pero él la obliga a continuar:

—Las escaleras son más seguras. Menos arriesgadas.

En la primera planta Rodrigo dirige sus pasos en dirección contraria a la puerta principal, ella le mira inquisitiva, él le pide confianza y que le siga sin rechistar. Dice que Isaac le ha explicado cuál es la mejor manera de salir sin cruzarse con nadie.

Avanzan sin sobresaltos hasta la parte del sanatorio que linda con el parque trasero. Finalmente llegan a una de las salas más pequeñas, una que está cerca de la de la televisión y que tiene un ventanal y una puerta que accede directamente al jardín. Cuando Rodrigo agarra el pomo para abrirla se da cuenta de que está cerrada desde fuera, con un pequeño pestillo. Gira la cabeza y mira al interior de la sala.

—Hazte a un lado, por favor.

Nina obedece silenciosa. Rodrigo retrocede un par de pasos y agarra con ambas manos una de las sillas. Acercándose a la puerta, la levanta y la golpea con ella. Después de tres intentos, en los que va aumentando paulatinamente la fuerza de la embestida, consigue que el cristal se rompa. Vuelve a dejar la silla donde estaba y, metiendo el brazo a través del agujero que ha hecho, descorre el pestillo, que chilla herrumbroso, mientras se desliza trabajosamente.

—Vamos.

Hace frío y llueve suavemente. Hay zonas del jardín en las que el suelo está encharcado o completamente cubierto de barro. Apenas son capaces de ver por dónde van pisando. Las ventanas de La Quinta de la Montaña permanecen oscuras. Solo hay luz en una o dos de ellas en cada planta, probablemente sean las del personal de guardia. En medio del parque dos siluetas caminan a toda prisa intentando vadear el barrizal. En una de las zancadas Nina pisa un pequeño charco, resbala y cae al suelo. Rodrigo se da inmediatamente la vuelta y se inclina para ayudarla a levantarse. Cuando vuelve al estar en pie nota el frío en casi toda la mitad derecha de su cuerpo, desde el muslo hasta el hombro. Su tropiezo no solo le ha servido para magullarse el codo y la cadera sino que, además, ha conseguido empapar la mitad de su pantalón y de su jersey.

—Joder.

—Vamos, Nina, sígueme.

Unos pasos más y están junto a la verja, al lado de uno de los pilares de ladrillo que la jalonan cada pocos metros. Junto a este, una caja de contadores de poco más de un metro de altura y un cerezo medio muerto que se escora hacia el pilar como si quisiera apoyarse en él.

—Isaac me dijo que tenía una llave que nos abriría una de las puertas que dan al exterior pero también me dijo que, cualquiera que quisiera salir de La Quinta solo tenía que acercarse al cerezo retorcido y encaramarse a él... Como podrás comprobar, Isaac no está con nosotros.

Primero Rodrigo ayuda a Nina para que se aúpe a la caja de contadores y después trepa él mismo y salta al otro lado. Una vez fuera vuelve a ayudarla hasta que llega a su lado.

—¡Corre!

Aquí la noche es aún más cerrada que en el jardín. Más allá del límite que marcan los hierros de la verja están la montaña y los árboles que conforman el bosque que rodea a la institución. Así que, lejos de los dos o tres ventanales que iluminan el jardín, la oscuridad es prácticamente absoluta. Nina avanza maldiciendo su suerte. El aire gélido de la madrugada le acaricia el cuerpo y las manos. Darse un baño en estas circunstancias y a estas horas no es lo mejor que uno puede hacer. Después de recorrer un par de cientos de metros junto a la verja, tanteándola a cada momento para no perderse, llegan a una última revuelta desde la que se observa el aparcamiento y la escalinata por la que se accede a la entrada principal.

Se detienen.

—Bueno, Nina. La última etapa de nuestro primer paseo está ahí delante, a una carrera de distancia de nosotros. El camino hacia el parking está iluminado. El parking también. Hasta aquí hemos venido echando de menos la luz. Me temo que desde aquí hasta el coche vamos a echar de menos la oscuridad.

—Yo echo de menos unos pantalones secos.

—Iremos tan rápido como podamos pero exponiéndonos lo menos posible, ¿vale?

—Vale. —Nina asiente de mala gana, sin ser del todo capaz de apartar de su cabeza la idea de quitarse la ropa que lleva puesta y cambiarla por otra más agradable.

—Adelante.

Se separan de la verja y enfilan un camino estrecho y asfaltado iluminado cada poco por unos faroles tan pequeños como insuficientes aunque, teniendo en cuenta sus propósitos, sean de lo más adecuado. En una de las primeras curvas abandonan el asfalto para dirigirse en línea recta hacia el aparcamiento. El camino continúa bordeando el sanatorio pero, su objetivo, que comienza a acercarse, ya no está en la misma dirección.

Entonces oyen los gritos:

—¡Nina! ¡Nina! ¡Ninaaaa!

Desde uno de los ventanales abiertos de la primera planta de La Quinta de la Montaña, Boris la está llamando. Grita como si le estuvieran extirpando una parte de sí. Con una mano agarra los barrotes metálicos y con la otra se toca la cabeza, en el sitio en el que le han golpeado hace un rato.

— ¡Ninaaaa! ¿Qué estás haciendo? ¿Adónde vas?

Entonces ella se detiene a mirarle. Le adivina desde donde está, intentando arrancar los hierros que les separan mientras que tuerce el gesto por el dolor que le produce la herida de su cabeza.

Rodrigo, viendo que Nina se queda rezagada, vuelve inmediatamente hasta donde está ella y la agarra por la muñeca:

—Vamos, Nina, no podemos perder ni un segundo, te están buscando.

—Volvamos a por él.

—¿Estás loca? Si volvemos vamos a la cárcel los dos, sin remisión, para un buen puñado de años. No sé si terminas de entender esta situación. Ahí abajo hay un tío con un agujero en el cuello. Eso, normalmente, es porque alguien se lo ha hecho.

—¡Boris! —grita Nina.

—Nina, joder, un minuto más aquí y estamos perdidos. Ahora tenemos que irnos porque no hay otra posibilidad. Si conseguimos escapar ya encontrarás la manera de volver a verle. —Ella mira alternativamente a Rodrigo y a la ventana desde la que su amigo continúa reclamándola—. Piensa, Nina, piensa. Ahora salimos de esta y la puerta por la que puedes volver a ver a Boris permanecerá abierta. Si te quedas aquí pondrán más rejas y más distancia entre vosotros. Y contra eso sí que no vas a poder hacer nada. ¡Vamos!

Este último argumento, añadido al tirón que le da del brazo, hace que ella, finalmente, se decida por continuar. Mientras corre, escuchando aún su nombre en boca de Boris, le contesta:

—No te preocupes, Boris, volveremos a vernos —grita.

—Joder, Nina —masculla Rodrigo mientras terminan de llegar junto al coche y oprime el botón de la llave que abre las puertas —. ¡Sube!

En la fachada de La Quinta de la Montaña han aparecido luces, cada vez más, en las estancias que han escuchado el breve pero intenso griterío. Hace un minuto el parking estaba iluminado solo por cuatro farolas raquíticas que apenas daban para ver lo que sucedía justo debajo de ellas. Ahora parece como si estuviera amaneciendo en plena noche, como si el sol estuviera errando en su habitual rutina y apareciese en escena para no perderse lo que se cuece en La Quinta de la Montaña, en medio de ninguna parte.

Mientras las ruedas del todoterreno del doctor Ortiz chillan sobre el asfalto, intentando agarrarse fuerte a él para echar a andar, la fachada principal del sanatorio termina de iluminarse como si fuera un árbol de navidad.

Ella gira la cabeza para echarle un último vistazo a su amigo que, aún agarrado a los barrotes, ahora con las dos manos, es incapaz de dejar de gritar su nombre.

Delante, empieza un nuevo periplo, una nueva etapa. A pesar de todo, no puede evitar sentir, a partes iguales, tristeza, por lo que deja atrás, e ilusión por lo que se descubre ante ella.

Un último esfuerzo antes de salir:

Al final del parking hay una curva cerrada, casi de noventa grados, después de la cual, el camino se ensancha para enfilar la salida.

La salida.

Está en el sitio que ocupa la verja metálica a la que se acercan… cada vez más rápido.

—Ponte el cinturón.

—Rodrigo, esa verja es de hierro, ¿no?

—Creo que sí, y ahora vamos a comprobar cuanto es capaz de resistir.

—¿Estás loco?

—¿Prefieres quedarte y esperar a que venga alguien a abrirnos? —contesta Rodrigo mientras le echa una mirada rápida.

El impacto llega justo con la última palabra, mientras Nina grita y se pone los brazos delante de la cara. Las dos hojas de la verja saltan de sus goznes cuando el coche las embiste. Una de ellas cae unos metros a la izquierda y la otra se dobla por la mitad y se engancha bajo la rueda delantera izquierda del coche. Mientras avanzan los hierros chirrían y sueltan haces de chispas a la vez que el todoterreno los arrastra por el suelo.

—¡Mierda!

Rodrigo golpea el volante con las palmas de las manos y Nina se gira y mira hacia atrás para contemplar los fuegos artificiales que salen de debajo del coche. Doscientos metros más y, viendo que la situación no cambia, Rodrigo lo detiene en seco y da marcha atrás tan bruscamente como puede. Los hierros se desprenden de la rueda y salen de debajo de la carrocería. Cuando vuelve a emprender la marcha pasa sobre ellos.

—Parece que el coche está bien. No pienso pararme ahora ver qué tal ha quedado, tenemos que salir de aquí a toda leche.

La carretera es estrecha y escarpada y las últimas lluvias han derretido casi toda la nieve que había en los arcenes. En su lugar, ahora, hay dos riachuelos que acompañan al asfalto, escoltándolo a ambos lados. Las luces del coche iluminan cada revuelta, cada curva que van tomando, a cual más cerrada. En algunos tramos, la ladera desnuda y rocosa de la montaña les vigila a su derecha, enseñándoles el camino más corto para el descenso. Rodrigo conduce tan rápido como puede. Demasiado despacio en su opinión, extremadamente rápido según cree Nina, que, agarrada a la maneta interior de su puerta, intenta no oscilar como un tentetieso en cada giro.

—¿Adónde vamos?

—De momento tenemos que salir de esta montaña, de estas carreteras. Si aparece por aquí la Guardia Civil, estamos perdidos. No tendríamos escapatoria. Esto es una ratonera.

—¿Crees que nos buscan?

—A ti ya te estaban buscando y, supongo que con el escándalo que habéis montado tu amigo y tú, es muy probable que alguien les haya llamado. O sea, no es que sea probable, es que no creo que haya otra posibilidad. Además de medio manicomio, habréis despertado a algún enfermero o a algún bedel. Y es seguro que, ahora mismo, el bueno de Boris estará… —La rueda delantera derecha del todoterreno camina durante unos metros por la estrecha franja de grava en que termina la carretera, haciendo un ruido extraño—. ¡Joder! —Rodrigo tiene que hacer una corrección brusca para evitar despeñarse.

Nina mira por la ventana al barranco que se abre a su lado, se ve perfectamente que es empinado y rocoso. Apenas unos arbustos lo pueblan.

Lo que no ve es dónde termina.

—¿Qué tal si vas un poco más despacio?

—No creo que quieras conducir tú.

—No me tientes, no me lo había planteado hasta ahora pero estoy segura de que sé hacerlo. Y hasta cabe la posibilidad de que lo haga mejor que tú.

Rodrigo la mira un instante, arqueando las cejas.

—Nina, Nina, Nina. —Sonríe y guarda silencio.

Finalmente, después de otra buena tanda de curvas, cuando ella empieza a pensar si tiene algo en el estómago que pueda tener que vomitar, la carretera desemboca en otra más ancha y menos escarpada y revirada. Han conseguido llegar a la falda de la montaña sin cruzarse con nadie, ni un solo coche. Por primera vez, desde que han destrozado la verja del sanatorio, Rodrigo puede poner la cuarta marcha y soltar una de las manos del volante.

—Joder, ya era hora. —Respira aliviado.

Nina consigue soltar la maneta de la puerta y es entonces cuando se da cuenta de que tiene los dedos entumecidos y doloridos por la fuerza con la que se estaba sujetando.

A lo lejos aparecen unas luces que parpadean incendiando la oscuridad de la noche de tonos azules y blancos, a medida que se acercan. Rodrigo y Nina se miran un instante. Pueden ver, cada vez con más nitidez, que es un coche grande y alto que lleva unos rotativos encendidos en su parte superior. Unos segundos y se cruzan con él.

No lleva las sirenas puestas pero sí las luces. Es evidente que tienen un objetivo. Rodrigo no para de mirar el retrovisor hasta que los destellos se pierden tras la primera curva. Aun así, después de dejar de verlos, continúa observando el espejo cada pocos segundos, esperando angustiado que no vuelvan a aparecer a su espalda.

Dentro del coche, silencio.

Nina ha vuelto a agarrar la maneta de la puerta con fuerza, a pesar de que en esta parte del camino las curvas son mucho más suaves que en el descenso desde La Quinta.

—Hemos tenido suerte, ¿no?

Rodrigo la mira y tarda en contestar.

—Eso aún no lo sabemos, todavía es pronto para asegurarlo.

Cinco minutos más y, a lo lejos, frente a ellos, aparece otro coche. La escena es calcada a la que acaban de vivir. La misma recta en la carretera, la misma distancia, y lo que es peor, los mismos destellos azulados.

—Joder, otra vez la Guardia Civil.

Unos segundos más y se repite el encuentro anterior. El mismo, en las mismas circunstancias.

Rodrigo vuelve a mirar nervioso el retrovisor hasta que, después de haberse cruzado con ellos, los rotativos desaparecen a su espalda.

—Esto va a ser demasiada suerte.

Sigue mirando el espejo.

—Quizás no. —Nina dibuja una media sonrisa. Parece más optimista que el doctor.

Unos segundos después de que el fulgor de los rotativos desaparezca a su espalda, vuelve a aparecer. Por un momento Rodrigo llega a pensar que no se había desvanecido aún pero, no tarda en comprobar que no es así.

—La puta. La jodimos. Se han dado la vuelta.

Ella se vuelve a mirar para comprobar lo que el conductor acaba de anunciarle. En efecto, las luces, en lugar de diluirse, ganan intensidad, hasta que, finalmente, el resplandor se convierte en innegable certeza.

Rodrigo hunde el pie en el acelerador hasta que hace tope.

—Agárrate. No voy a dejar que nos cojan.

De momento, están a bastante distancia.

El todo terreno enfila las primeras dos curvas que se presentan, tan rápido como puede, con las ruedas chillando mientras consiguen, a duras penas, mantenerse en la trazada. Cien metros de recta y, después de una frenada brusca y un volantazo, saca el vehículo de la carretera y se interna entre los árboles de la izquierda. En cuanto pisa el barro, apaga las luces. Y, unos metros después, detiene el motor.

—Cruza los dedos, Nina.

El coche de la Guardia Civil pasa por la carretera, a toda velocidad, desgarrando la noche a base de estridencias. Igual que ha llegado, se pierde de nuevo, delante de ellos, hasta que, poco a poco, el ruido de las sirenas y el brillo de los rotativos desaparecen por completo.

—¿Y ahora qué?

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