Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 9

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Sonriome con ancha boca, declarando: «¡Claro! ¿Cree usted que tengo alas?», acababa de contar cuando apreté el pedal del freno. Habíamos llegado a la casa número 31, A, de la calle Stressemann. Saqué la llave del encendido.

—Aquí estamos.

Nina Brummer se estremeció. Ansiosa, contempló la lóbrega fachada, las cariátides de piedra arenisca, la vieja entrada, los tullidos árboles que la sombreaban. Arriba se balanceaba un reverbero a los embates del temporal. Las sombras de las muertas ramas se paseaban sobre las paredes y las oscuras ventanas.

—¿Quiere darme el abrigo? Tengo... mucho frío...

Le coloqué la prenda sobre los hombros. Bajó del coche y se cayó. La ayudé a ponerse de nuevo en pie. Se le había ensuciado la cara y se la limpié con mi pañuelo. Su cuerpo se estremecía, sus labios temblaban.

—Acompáñeme... usted... arriba...

Volví a sostenerla y entramos en el sombrío vestíbulo.

—El interruptor... a la izquierda...

Lo encontré y le di la vuelta, pero la escalera siguió a oscuras.

—Estropeado.

Encendí mi mechero y acompañé a aquella mujer en abrigo de nutria por la traqueteante escalera de madera hasta el primer piso. La débil llama se deslizaba sobre paredes manchadas, enfermas de humedad. Nina Brummer pesaba más a cada momento sobre mi brazo. En un momento dado se detuvo, respirando fatigosamente.

A mi mente acudió una frase de León Bloy, que había leído no sé dónde: «En el corazón del hombre existen recovecos, antes ignorados, en los que penetra el sufrimiento, constituyendo la base de su vigor».

Mientras acompañaba a Nina Brummer hasta la puerta de la vivienda de Toni Worm, pensé que aquí y ahora, su corazón sentía cómo se ocupaba uno de estos rincones. Se apoyó jadeante contra la pared y empezó a rebuscar en su monedero. La placa de latón con el nombre del antiguo ocupante estaba todavía allí. Toni Worm faltaba. Como su febril forma de buscar me ponía impaciente, apreté el botón del timbre. Adentro sonó la campanilla fuerte y clara. Ella murmuró:

—¿Por qué hace usted esto?

—¿Y usted, señora, por qué lo hace?

A esto, Nina Brummer no respondió. Por fin había encontrado la llave y abrió la puerta, que cedió con un largo gemido. Nina Brummer entró y encendió la luz eléctrica. Yo la seguí.

El cuarto de estar se encontraba completamente vacío. Los muebles habían desaparecido. Sobre el pavimento yacían periódicos y papel pautado, cajas de madera de los que sobresalían virutas, una camisa sucia y tres libros. Levanté uno y leí: Marcel Proust; «A la busca del tiempo perdido».

Volví a dejarlo caer. Nina Brummer se encontraba en el centro de la habitación, la luz de la desnuda bombilla caía sobre sus hombros. Examinaba atentamente todo lo que quedaba en el cuarto, murmurando al mismo tiempo algo en voz baja, de forma que no comprendí lo que decía. Los hombros caídos y arrastrando los pies, se dirigió al cuarto de baño.

En el cuarto de baño había tubos vacíos de crema de afeitar, un trozo de jabón, un rollo de papel higiénico y una bata vieja. Nina Brummer se trasladó a la cocina. Allí sólo había un fogón. En el suelo, delante de éste, yacían muchas botellas vacías. Empecé a contarlas y al llegar a la catorceava, ella comentó inexpresivamente:

—¿Es raro, no? Le amaba de verdad.

Esto se lo dijo a la espita del agua.

—Vámonos —le rogué.

—Usted no lo cree, lo sé. Para usted soy solamente una rica histérica que se ha encaprichado de un hombre joven. De un hombre guapo y mucho más joven.

—Ya lo ha visto todo. Por favor, volvámonos.

Abrió la espita del agua. El agua empezó a manar.

—Y, ¿sabe usted lo más sorprendente? Yo había pensado que él también me quería. —Rió—. Me dijo que yo había sido el primer amor de su vida. El único verdadero. Antes de mí no había tenido ninguno. Qué risible es todo esto, ¿verdad? —volvió a cerrar la espita—. ¿Cuántas botellas hay?

—¿Cómo?

—Usted estaba contando las botellas mientras yo hablaba.

Me dirigí hacia ella y le di la vuelta, y ella cayó contra mi pecho y empezó a llorar.

—Yo..., yo quería divorciarme..., y luego nos hubiéramos casado inmediatamente. ¿Sabe usted que ha escrito una rapsodia para mí?

—Debemos, irnos.

—No puedo más..., necesito..., sentarme un momento.

—Aquí no hay muebles.

—No puedo tenerme más de pie..., ¡ay, Mila, qué mal me siento! —exclamó con el acento de una niña infeliz.

La conduje cuidadosamente hasta el cuarto de baño y la hice sentar sobre el borde de la bañera. Lloró todavía un poco, luego pidió un cigarrillo. Ambos fumamos. Las ceniza caían sobre el suelo enlosetado. Le dije lo que me quedaba por contarle.

—Vi los documentos y las fotografías. No conozco a las personas a que se refieren. Pero conozco la magnitud de poder que representan. Su marido es muy poderoso desde que posee los documentos.

—Él no los tiene todavía. Los posee usted.

Fue una conversación muy rara, ahora que pienso en ella. Dos personas extrañas entre sí en una habitación forastera. La mujer en abrigo de pieles sentada sobre el borde de la bañera. Su chofer delante. Y el temporal arreciando contra las ventanas...

Le contesté:

—Es verdad que tengo los documentos. Y quiero conservarlos. Este es mi plan.

—Pero...

—Pero permitiré al abogado del señor Brummer que me acompañe a Brunswick, y tome fotocopias de los documentos en los sótanos del Banco —le manifesté con un engreimiento del que me había de acordar demasiado pronto—. Naturalmente, conservaré los originales.

—¡No!

Se llevó ambas manos a las sienes.

—Sí. Mañana por la mañana nos vamos a Brunswick.

—¡No lo haga!

—¿Por qué no?

Me contestó con gran seriedad:

—Mi marido es un hombre muy malo.

—A pesar de ello ha vivido usted con él mucho tiempo. Y vivido bien.

—No sabía lo malo que era. Cuando..., cuando lo comprendí, intenté quitarme la vida. —Su cigarrillo había caído al suelo. Pisé la colilla. Mientras tanto seguía ella hablando. Y parecía como si por algunos segundos hubiera olvidado su miseria—. No lo haga, señor Holden. Yo sé lo que pasará cuando mi marido tenga en su poder las fotografías.

—¿Qué puede pasar?

—Cosas espantosas. Y nadie podrá impedírselo. Le digo muchas palabras que nada significan para usted.

—Estuve en la cárcel —repuse—. Tengo ya cuarenta años. Durante mucho tiempo las cosas me han ido mal. Ahora me van bien. Y me irán mejor. ¿Quién me lo agradecería, si no le entregara las fotografías a su marido?

—Otra gente.

—Los otros me son indiferentes.

Ella me preguntó entonces en voz baja:

—¿Nunca amó usted a nadie?

—¡Deje en paz el amor! ¿Dónde está el señor Worm? —le respondí exaltado.

—Tuvo miedo... Es tan joven, lo ha dicho usted mismo...

Empecé a pasearme de un lado a otro de la habitación.

—No, no quiero arriesgarme más. Con su marido estoy seguro. Sea usted juiciosa. Su marido se ha convertido en invencible gracias a mí. Manténgase junto a nosotros.

—No puedo.

—¿Tiene usted bienes? ¿Tiene una profesión? ¿Qué sucederá si abandona a su marido? Un escándalo. Él pedirá el divorcio. Tendrán que absolverlo en el proceso que le siguen. Y usted no obtendrá un céntimo de él. Deberá vender sus joyas para poder vivir. Una por una. Y un buen día se encontrará con que no le queda nada más por vender. Conozco la pobreza y sus dificultades.

—Yo también.

—Pues, ¿entonces?

—Lo que usted me dice no me convence. Prefiero vender en seguida todas mis joyas y empezar inmediatamente a ser pobre. ¿Cómo se puede vivir con un hombre al que so desprecia y se odia?

—Muchos lo hacen —le manifesté—. No es tan difícil. Y las mujeres lo encuentran aún más llevadero.

Negó con la cabeza y enmudeció. Parecía muy hermosa en ese instante y me conmovió profundamente. En ese día empezó nuestro amor; nuestro extraño amor empezó aquella tarde tormentosa del 27 de agosto.

Le volví a suplicar:

—Venga usted ahora, por favor.

Ella no se movió. Siguió murmurando:

—¿Usted ha sido pobre?

—Sí.

—Y, ¿por qué..., por qué se preocupa tanto por mí?

—Porque se parece a una persona que conocí.

—¿Quién era?

—Mi mujer —confesé en voz baja.

Sus ojos se volvieron repentinamente muy oscuros, los labios temblaron como si fuera a llorar de nuevo. Pero no lloró. Se acercó a mí y, de una forma irreal, imposible, tuve otra vez la sensación de que Margit, mi fallecida esposa, se me acercaba. La miré fijamente. Ella susurró:

—¿Dónde está su mujer?

—Está muerta —le contesté sordamente—. La maté.

—¿Por qué?

—Porque la amaba. Y porque me traicionó.

Los ojos de Nina se anegaron.

Su aliento me dio en el rostro.

Tres segundos. Cinco segundos.

Repentinamente se tambaleó como si le acometiera un ataque de debilidad.

La recibí en mis brazos y la besé en la boca. Ella se dejó como si fuera la cosa más natural. Pero su boca permaneció cerrada y fue como si besara a una muerta. Sus labios estaban fríos como el hielo.

Sí, así empezó nuestro amor.

Estuvimos largo rato el uno contra el otro y, había tanto silencio que hubiera podido creerse que éramos las únicas personas de la casa, posiblemente las únicas de todo el mundo. Finalmente levantó ella sus ojos hacia mí, y vi que la última gota de sangre había desaparecido de su rostro.

—No puedo más —susurró—. Lléveme al hospital.

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