Nina

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LIBRO SEGUNDO » 23

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—Calle Sonnenblick, 67 —dijo Nina Brummer.

Subió al fondo del «Cadillac», cuya puerta mantenía yo abierta, mirando intencionadamente hacia el frente. Llevaba su abrigo de nutria, un corto, plateado vestido de noche y zapatos de seda, de altos tacones y plateados.

Cerré la puerta detrás de ella, me acurruqué ante el volante y arranqué el coche. En la Cecilienallee dijo Nina:

—Va demasiado de prisa.

Era verdad. Estaba todavía furioso, pero retiré algo el pie del acelerador. Por el espejo retrovisor vi la cara de Nina. A los reflejos de los faroles que cruzábamos, daban sus cabellos cambiantes reflejos de oro. Esta imagen permanece aún hoy en día presente en mi pensamiento. Cuando cierro los ojos, la veo ante mí. Intenté encontrar la mirada de Nina, pero ella lo notó y volvió la cabeza.

En la calle Sonnenblick la ayudé a apearse. Ella me hizo notar:

—Está bien que se apreste a ayudarme cuando bajo del coche, pero no debe hacerlo cogiendo mi mano para sostenerme. Usted sólo debe tender su mano para que yo pueda tomarla si lo deseo.

Permanecí callado.

—Vuelva usted a recogerme a las once. Mientras tanto, si lo desea, puede irse al cine.

Tampoco respondí a sus palabras, limitándome a inclinarme. Esperé hasta que hubo desaparecido en el jardín de la villa, y entonces me precipité a una cabina telefónica y llamé a Peter Romberg. Le pregunté si podía visitarle:

—Estoy en su vecindario, pero dígame sin rodeos si mi visita es inoportuna.

—¡Ni hablar! ¡Nos alegraremos mucho!

Era una tarde magnífica, pues la ciudad había refrescado un poco después del calor del día y mucha gente callejeaba, contemplando escaparates. En una dulcería compré una caja de bombones para Mickey.

Cuando llegué a casa de los Romberg, estaban precisamente bañando a la pequeña, que se puso a gritar inmediatamente:

—¡Mamá, mamá, cierra la puerta para que el señor Holden no me vea!

—No hagas comedia, Mickey, el señor Holden ya ha visto más de una vez a una niña desnuda.

—¡Pero es que a mí me da vergüenza!

Romberg, más pecoso que nunca, me presentó a su mujer que vino acalorada desde el cuarto de baño:

—Me alegro mucho de conocerle. Peter y Mickey me han hablado mucho de usted. Especialmente la pequeña a la que tiene usted completamente conquistada.

Carla Romberg era una mujer pequeña y graciosa, con cabello castaño y castaños ojos almendrados. Llevaba gafas como su marido. No se la podía llamar hermosa, pero de ella se desprendía una simpatía poco común. Al pisar aquella vivienda se notaba en seguida que en ella vivía una familia feliz.

Con el fin de no caer en olvido, Mickey había empezado a cantar en el cuarto de baño: «Me siento tan sola, mi corazón me pesa tanto, cuando oigo las canciones de Méjico...».

—¡Mamá!

—¿Qué pasa?

—¡Abre la puerta!

—Antes me has dicho que la cerrara.

—Sólo un poquito para que pueda oíros.

—No tienes que escucharnos —dijo la señora Romberg.

Pero abrió un poco la puerta. No había duda, Mickey mandaba aquí. Mientras ella chapoteaba en el agua, los jóvenes padres me mostraron, orgullosos, su vivienda. Constaba de tres habitaciones y estaba amueblada estilo moderno. En la primera habitación había una mesa de escritorio repleta de fotografías y papeles. Máquinas de fotografiar, rollos de película y libros estaban esparcidos por toda la estancia. En un rincón había un receptor de onda corta. Estaba conectado y oí que emitía un monótono tictac.

—Es la onda de la policía. Así puedo salir en seguida que pasa algo.

En el cuarto contiguo, un aparato de radio transmitía música de jazz.

—Lo acabamos de comprar, señor Holden. Vea los mandos por teclas. ¡Y ya lo tenemos completamente pagado!

En el cuarto de baño se oía cantar de nuevo a Mickey. Era una familia ruidosa. Los tres parecían completamente insensibles al ruido. Había también una nueva lámpara de pie por ver, y en la cocina una nevera eléctrica («a plazos, pero la vamos pagando»), y en el pequeño recibidor, un perchero de madera incrustada.

—Me lo ha regalado Peter el día de mi cumpleaños —me dijo la señora Romberg—. Nos queda tanto por comprar.

—Poco a poco lo tendremos todo —repuso él orgullosamente y dio un beso a su mujer.

Esta se ruborizó como una colegiala.

—Si trabaja bien, le darán una colocación permanente, señor Holden, como redactor.

—Los señores tienen miedo de que la competencia me arrebate —aclaró Romberg.

Y luego se contemplaron mutuamente, enamorados y unidos en el esfuerzo común, llenos de admiración el uno para el otro y con amistosos ojos tras los brillantes cristales de las respectivas lentes.

—Düssel cinco, Düssel cinco —sonó en el despacho una voz masculina, procedente del receptor de onda corta—, vaya al cruce de la calle Goethe y Once. Se ha producido una colisión entre un tranvía y un camión.

—Aquí Düssel cinco, comprendido —respondió otra voz.

—¿Tendrá que ir, señor Romberg?

—No vale la pena. Esto es poca cosa. No me preocupo por estos casos. Venga conmigo, beberemos un trago y le mostraré mis fotografías.

—Dentro de un momento estaré con ustedes —dijo la mujer—. Llevaré primero la pequeña a la cama.

Desapareció en el cuarto de baño, del cual se elevó inmediatamente una aguda voz que protestaba:

—¡Mamá, esto es ruin, precisamente ahora que está aquí el señor Holden!

Romberg me miró y ambos nos reímos.

Sacó una botella de coñac y vasos y nos sentamos en su cuarto de trabajo de cuyas paredes colgaban grandes fotografías de animales.

—Somos muy dichosos con Mickey —manifestó Romberg—, pero es tan terriblemente embustera...

—¿Embustera?

—Para darse importancia. Explica continuamente las más fantásticas historias: Un lobo se ha fugado del zoo. La madre de su amiga Lindi es una millonaria americana. Yo soy un millonario alemán. Ella padece asma.

—Yo era igual —afirmé.

—Seguramente no tanto, señor Holden. ¿El policía de la esquina le había dado alguna vez permiso para no hacer los deberes escolares?

—Central, aquí Düssel cinco, Düssel cinco... Necesitamos un camión-grúa. El camión ha quedado empotrado en el tranvía, no podemos despejar el cruce...

—Muy bien, Düssel cinco, mandamos un camión-grúa... ¿No hay heridos?

—Ninguno. Sólo gran cantidad de vidrios rotos.

—Ve usted —dijo Peter—. Poca cosa. Ya tengo olfato para ello.

Mickey entró en el despacho. Llevaba unas zapatillas de colores y una larga camisa de dormir azul. Me dio la mano, me hizo su reverencia y habló a toda velocidad, temiendo ser interrumpida:

—Buenas tardes, señor Holden. Ahora ya sé quién era Hitler. Lo he buscado en mi enciclopedia. Fue un hombre muy malo. En la enciclopedia se dice que ha hecho matar y atormentar a mucha gente, ha empezado una guerra y destrozado muchos países. —Respiró rápidamente, pues estaba a punto de ahogarse, y siguió recitando de memoria—: Escapó a la responsabilidad de la agresión suicidándose. Dejó Alemania despoblada, dividida y más débil que nunca. —Y acabó agotada—: Antes había sido pintor.

Le ofrecí una caja de bombones y recibí un húmedo beso.

—¡Papá, mamá, mirad! ¡Rellenos de nueces y otras cosas! ¿Puedo comerme ahora uno de nuez, por favor, por favor?

—Cuando estés en la cama.

—Señor Holden, ¿está ya reparado el «Mercedes»?

—Venga, ahora, ¡marchen! —mandó la señora Romberg—. A comer el bombón, rezar y dormir.

Se llevó a Mickey consigo. A la puerta del cuarto, Mickey se volvió y me saludó de nuevo con la mano, yo también la saludé y la vi enmarcada por numerosos animales de juguete: jirafas, liebres, ovejas, perros, gatos y monos...

Bebimos coñac, fumamos, el receptor de la policía seguía funcionando, y Romberg me enseñó sus reproducciones de animales. Yo me encontraba, entre éstos, hasta ahora forasteros, completamente en familia. Ni una sola vez pensé siquiera en Nina. Nos quitamos las chaquetas, nos aflojamos las corbatas y Romberg me explicó detalles de sus fotografías. La más hermosa de todas me pareció la de los cisnes. Había retratado a los animales en el momento de arrancar y de posarse sobre el agua.

—Un animal así pesa muchas veces hasta veinte kilos. ¿Qué le parece la fuerza que debe desarrollar para remontar el vuelo desde el agua? Necesita de veinte a treinta metros de carrera y, sólo con la mayor tensión de todos los músculos logra elevarse. Si se reglamentara su vuelo como el de los aviones, nunca obtendrían permiso para volar. Porque, como aviones, serían excesivamente pesados.

Su rostro se había animado porque hablaba ahora de algo que le entusiasmaba. Y me pareció también menos feo. Pensé que lo que nos hace gracia nos hace aparecer también menos feos.

—Sería tan feliz si Peter pudiera dedicarse únicamente a estas fotografías —dijo en voz baja la señora Romberg.

—Sólo un poco de paciencia todavía, cariño, hasta que hayamos pagado todas las deudas —le replicó él acariciando la pequeña mano, encallecida por el trabajo casero—. Entonces encontraré alguien que me dará el dinero necesario.

—¿Para qué?

—Quisiera editar libros de animales por mi cuenta. Vea el éxito que ha tenido Bernatzik. O Trimeck. Todo el mundo se interesa por los animales; sólo se necesita un poco de capital para empezar.

—Atención —pronunció la voz masculina, a través del receptor—: Düssel dos, Düssel dos..., vaya al número 31 de la calle Regina..., acabamos de recibir una llamada de un transeúnte; una mujer se ha tirado por una ventana...

Todavía no lo había comprendido, y seguí preguntando:

—¿Cuánto capital necesitaría usted?

—Oh, poca cosa, unos diez o quince mil marcos. El resto me lo prestaría el Banco. ¿Por qué? ¿Conoce usted a alguien?

—Sí —contesté—. Hay una probabilidad. No inmediatamente, pero quizá dentro de un mes o dos...

—Oh, Peter, si fuera verdad... ¡Sería maravilloso!

—Sí, maravilloso —exclamó él también, radiante, al mismo tiempo que se levantaba—. Señor Holden, quédese con mi mujer, yo volveré tan de prisa como pueda.

—¿A dónde va?

—A la calle Regina. Una mujer ha saltado por la ventana. ¿No lo ha oído?

Reuní todas mis fuerzas de concentración y logré mantener la voz serena al preguntar:

—Calle Regina, ¿qué número?

—Treinta y uno. ¿Por qué?

—Nada, nada. Apresúrese, apresúrese, señor Romberg.

—Probablemente, nada interesante tampoco. Celos o algo así. Pero algo tenemos que publicar. Siempre será mejor que un tonto accidente de tranvía.

Al cabo de un momento había desaparecido, el reloj de la emisora de la policía reanudó su monótono tictac y yo veía perfectamente y oía lo que la señora Romberg me decía amablemente, pero no lograba captar su significado.

Porque continua e incansablemente, pensaba yo contra toda posibilidad, contra toda esperanza: «Que se trate de otra mujer. Que no sea ella. Es demasiado joven. Es inocente. No, ella no, no, no, no...».

La voz de la señora Romberg se me hizo comprensible:

—¿Sabe usted lo que esto significaría para Peter, señor Holden? ¡Una editorial! ¡Sus fotografías! Ya no más este miserable trabajo, esta mezquindad que le tiene en vilo día y noche.

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Atención —dijo la voz—: Düssel dos, Düssel dos, ¿está usted ya en la calle Regina?

En el aparato se produjeron silbidos y carraspeos y luego se introdujo otra voz:

—Aquí Düssel dos. Me parece que tenemos una buena porquería a la vista. La mujer saltó desde el piso noveno...

No, no, no.

—...era todavía muy joven. Efectivamente una buena porquería.

—¿Muerta?

—No me haga reír, camarada. ¡Le he dicho que se había tirado desde el noveno piso! Mande en seguida el coche de la funeraria y otro par de coches. No hay forma de contener a los curiosos. Y también tenemos a los de la Prensa.

—¿Cómo se llamaba la mujer?

—No era ninguna mujer. Era una muchacha, pero estaba embarazada. Esto me dicen los vecinos. Es posible que esta sea la causa. Se llamaba Lutz, Hilde Lutz.

—Deletree.

Pegajosa y lentamente salieron del altavoz:

—Holanda, Italia, León, Doroteo, Enrique. Nueva palabra: Luis, Urbano, Teodoro, Zepelín...

La puerta de la habitación de la niña se abrió de golpe. Mickey se dibujó en su marco, los ojos grandes abiertos, las manecitas apretando el pecho:

—¡Señor Holden!

—¿Qué haces aquí? ¡Vete a la cama! —le gritó su madre.

Pero Mickey se precipitó hacia mí, las palabras atropellándose por salir de su boca:

—¡La conocemos!

—¿A quién conoces tú?

—¡A Hilde Lutz! ¡La que se ha tirado por la ventana!

—¿Por qué no estás durmiendo ya? ¿Por qué permaneces siempre horas enteras despierta escuchando lo que dicen los mayores?

—Es que..., las voces se oían tan fuertes, mamá... ¿Señor Holden, por qué no dices nada? ¡Di algo! Esta Hilde Lutz es la que arremetió contra el «Mercedes».

—Mickey, ahora me enfado de verdad. Te vas inmediatamente a la cama.

El labio inferior de la muchachita se puso a temblar.

—¡Pero si la conozco a esa mujer, mamá! La conozco de verdad.

—¡Mickey!

—¡Señor Holden, di que es verdad!

Yo contesté:

—Mickey, te equivocas. La mujer que mencionas se llama Olga Fürst, sí, Olga Fürst.

—Ahí lo tienes.

La mirada desesperada de Mickey me dijo: «¿Por qué me traicionas tan cobardemente, tan sin motivo, tú, a quien yo quiero?».

—Te vas ahora mismo —y la señora Romberg empujó ligeramente a la niña hacia su cuarto.

Mickey se puso a llorar silenciosamente y se dirigió a su cama. La puerta se cerró sin ruido. Cogí mi vaso con las dos manos y bebí, pero la mitad del coñac se derramó antes de llegar a mi boca.

—Perdone usted, señor Holden. Es una niña tremenda. Sólo para hacerse la interesante...

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