Nina

Nina


EPÍLOGO » 2

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—Tome asiento, señor Holden —dijo el doctor Lofting, con voz queda. En su despacho estaban cerradas las cortinas, para mantener afuera el calor de ese día de mayo, la habitación era fresca y oscura, y volví a ver los innumerables libros en las estanterías de la pared. Hacía mucho tiempo que los había visto por última vez. Alto y delgado, el juez de instrucción estaba sentado delante de mí en un sillón pasado de moda. Su rostro estaba pálido, y sus grandes ojos eran tristes. Inmóvil, con el mentón apoyado en las plegadas manos, estaba allí sentado el doctor Lofting, apasionado amador de la justicia.

—¿Cómo le fue el viaje? —preguntó mientras me sentaba.

—Ya sabe cómo fue. ¿Ordenó usted que me pusieran las esposas?

—Sí.

—¿Por qué?

—Había peligro de fuga.

—¡Yo no he asesinado a Brummer!

—Señor Holden —dijo con voz queda, lenta y deprimida—, ya le dije una vez que, tarde o temprano, la Justicia vence siempre. Muchas veces tarda, pero nunca tarda eternamente. Esto no puede ser. La maldad nunca triunfa final y definitivamente. El señor Brummer está muerto. Él ha expiado. Usted ha sido arrestado. Confiese de una vez lo que ha hecho y purgue usted también. Usted ya no se nos escapará. Es absurdo mentir.

Me concentré. Contesté tranquilamente:

—No puedo confesar un asesinato que no he cometido.

—¿Por qué ha intentado crearse un doble, si no quería matar?

—No he dicho que no quisiera matar, sino que no lo he hecho.

Me miró largo tiempo en silencio, y como racimos de uvas negras colgaban pesados sacos de piel bajo sus astutos ojos.

—Usted ama a la señora Brummer —pronunció finalmente, sin dar inflexión alguna a su voz.

—¿Qué motivos tiene para creerlo?

—La señora Brummer quería divorciarse por su causa, pero su marido no la dejó.

—De esto no sé nada.

—Pero yo sí.

—¿Cómo?

—Por la señora Brummer. Ella me lo ha dicho. Ayer.

—¿Cómo se encuentra? ¿Puedo verla?

—Usted no puede ver a nadie. Ni hablar con nadie. Y no podrá recibir cartas de ella ni escribirle ninguna carta. No, antes de que haya confesado.

—¡Soy inocente!

—Inocente no lo es usted en ningún caso. Aunque no haya asesinado al señor Brummer. Porque entonces es culpable de haber preparado un asesinato hasta en su menor detalle. Si alguien no se le hubiera anticipado, habría llevado a cabo el hecho.

—¡No es verdad! ¡Precisamente antes de ser arrestado, precisamente aquella tarde, vi claramente que esto estaba más allá de mis fuerzas, cometer el hecho, que nunca lo llevaría a cabo!

—Siempre habría venido a parar delante de mí, siempre. Su construcción de un doble padece de una falta de lógica. Si, en efecto, hubiera usted tenido un doble y éste hubiese, en efecto, recibido la misión de matar a Brummer, nunca tal persona hubiera hecho cosas antes de asesinar, que hubieran llamado tan poderosamente la atención sobre su existencia. Al contrario, hubiera permanecido invisible hasta el final, pues únicamente de esta forma hubiese podido estar seguro de que todas las sospechas recaerían sobre usted, y ni la más mínima sobre él. En cambio, ¿qué ha hecho su doble? Como un comerciante vanidoso, se ha engañado a sí mismo. Vedme, soy yo, yo de nuevo, yo existo, sí es verdad, yo existo. ¿Podría tener interés alguno en producirse así? Nunca. En cambio, ¿quién tenía interés en ponerlo en evidencia? Sólo usted.

Era lógico, pensé contrito, era verdad. Nina..., Nina..., él no te deja venir a mí..., yo no podré verte..., hasta que confiese. Pero si confieso, estoy perdido. Tampoco puedo tomar sobre mí un hecho que no he cometido, sería una mentira. Pero si miento dejará venir a Nina.

¿Y luego?

Debía concentrarme. Debía permanecer tranquilo, completamente tranquilo...

—No voy a decir nada más. Llame al doctor Zorn.

—El doctor Zorn ha declarado ya que no piensa asumir su defensa.

Nina..., Nina..., Nina...

—Señor doctor, voy a contárselo todo..., toda la verdad..., no callaré nada..., durará mucho tiempo, pero debe oírlo todo.

—No me importa que dure mucho tiempo, mientras sea la verdad —me dijo tranquilamente.

—En mi habitación del hotel la policía se incautó de un manuscrito. ¿Lo ha leído?

—Sí.

—Entonces ya sabe la forma cómo llegué a la casa de Brummer.

—Conozco su versión del hecho.

—Oiga lo que sucedió después —le dije. Y seguí explicando con el fin de hallar paz y autodominio. Se lo conté todo, sin callarme nada. Este día hablé durante dos horas. Al día siguiente otra vez y al otro también. Necesité cuatro días para contarlo todo, y era la verdad, la pura verdad. Cuando, por fin, me callé, guardó él también silencio, mirando la superficie de la mesa. Finalmente, no pudiendo soportar más el silencio, le pregunté—: ¿No me cree usted?

Serio e inconmovible, como un ángel del Juicio, el pálido doctor Lofting movió pausadamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Y en su despacho reinaba la oscuridad y el frescor.

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