Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 40

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El viaje a Berlín fue muy aburrido. Cuando llegué al puesto de revisión de pasaportes, después del aterrizaje, pude comprobar lo acertado de mi teoría sobre el objeto de este viaje. El empleado bajó el pasaporte, me miró a mí y luego volvió a mirar el pasaporte.

—¿Encuentra alguna anomalía?

—¡Oh, no, en absoluto! Tenga, muchas gracias —me dijo él, demasiado amablemente.

Seguí mi camino, pero al cabo de unos veinte pasos me volví y comprobé que se dirigía al teléfono. El doctor Lofting no descuidaba detalles. Pero todo sería en vano. Por la noche estuve en cuatro bares. En el último, invité a una pelirroja y gasté mucho dinero, lo que no me fue difícil, porque la muchacha me tomó por un verdadero burgués del Oeste y pidió champaña, pero del francés. Era muy aburrida, y quedó decepcionada cuando, hacia la una de la noche, la acompañé a su casa. Me preguntó si estaba enfermo y yo le dije que sí, y ella me expresó su sentimiento por ello. A la una y media estaba ya en la cama, y al día siguiente volé hacia Düsseldorf. Pensé durante todo el vuelo que Nina vendría a esperarme, antes del aterrizaje me sobrecogió el pesimismo y por ello, cuando la vi, me sentí muy feliz.

No nos dijimos absolutamente nada al encontrarnos. Ya en el coche me dijo:

—En mi vida entera me había comportado de esta forma.

—¿Cómo?

—Tan..., tan ilógicamente..., no quería irle a esperar. Pensé que se imaginaría cosas absurdas.

—¿Falsas?

—Completamente falsas. Pero luego volví a decirme: es tan caballero. Te ha ayudado tanto. Y ambos somos ya mayorcitos. ¿Por qué no podía ir a esperarle?

—Ciertamente, señora.

—Pero, aparte de esto, no hay nada más.

—Por favor. Es la cosa más natural del mundo, que una señora vaya a esperar a su chofer con el coche, cuando regresa de un viaje.

—No sea usted fresco. —Pero se rió.

—¿Puedo añadir algo más?

—No.

—Perdone.

—Dígalo.

—Le ruego que, porque yo le haya prestado dinero, no haga de ello el motivo de no poder enamorarse de mí.

Pero esta frase no fue dichosa. Ella no me contestó y, durante tres días se mantuvo formal, inabordable y extraña. Me pregunté por cuánto tiempo podría y debería durar esto. No sabía qué opinar con respecto a Nina. Probablemente estaba sólo agradecida por haberle yo dado dinero, y había sentido el deber de conducirse noblemente conmigo durante un tiempo.

Pero, ¿por qué había venido entonces al campo de aviación, y ante todo, por qué se había ido sola a nuestra embarcación? ¿Por qué, maldición?

Me estaba volviendo más nervioso esos días. Llegó entonces el 29 de setiembre y los acontecimientos empezaron a precipitarse. Empezó con una nueva invitación de Peter Romberg, de visitarle después de cenar. Rogué a Nina que me diera la noche libre y compré una caja de bombones para Mickey y flores para la señora Romberg. La chiquilla estaba ya en la cama cuando llegué. Los bombones los tomó con cara seria.

—Gracias.

—¿Qué te pasa, Mickey?

—¿Por qué?

—Me miras de una forma tan extraña. Tan... enfadada.

—Debes equivocarte, señor Holden, yo no estoy enfadada.

Pero lo estaba. El pelo negro le caía sobre los estrechos hombros, las manecitas descansaban sobre el cubrecama, y ella me miraba con ojos de enfado mientras me decía:

—Por lo demás, me han prohibido hablar de ello.

—¡Caray! —dije.

Peter Romberg, que se hallaba a mi lado, me cogió del brazo y me llevó a su cuarto de trabajo. La señora Romberg cerró todas las puertas y se sentó junto a nosotros. El receptor de la onda de la policía estaba funcionando. Romberg aumentó el volumen del sonido y el tictac del reloj se oyó más fuerte.

—Con el fin de que ella no oiga nada —aclaró Romberg.

—Seguro que estará escuchando —añadió su esposa.

—Naturalmente, pero así no comprenderá nada.

—¿Qué ha sucedido, pues? —pregunté yo.

Los dos se contemplaron mutuamente, y sus amistosos ojos detrás de los fuertes cristales de las gafas se velaron cohibidos.

—Bebamos primero un coñac —invitó Romberg.

Bebimos, y el locutor de la policía anunció una reyerta en una taberna al lado de la catedral, y «Düssel Siete» fue enviado a restablecer el orden.

—Es una historia curiosa —manifestó Romberg—. Por favor, no me interprete mal.

—¡Válgame Dios —ya me estaba poniendo nervioso tanto circunloquio—, explíquese de una vez!

—Acérquese a mi mesa de trabajo —dijo Romberg.

Me puse a su lado. Sobre la mesa, despejada de todo lo demás, estaban extendidas siete fotografías. Seis de ellas mostraban diferentes mujeres, viejas y jóvenes. La séptima nos reproducía a Mickey y a mí en el parque de la villa de Brummer. Había sido tomada el día en que volvió Nina del hospital. Reíamos en la fotografía. Bañados por la luz del sol, nos encontrábamos en medio de los parterres de llores, y Mickey se hallaba colgada de mi brazo.

De las mujeres de las otras seis fotos, conocía a una. Al reconocerla sentí frío, y el miedo se acercó a mi corazón lentamente, viscosamente. No sabía aún el motivo ni el objeto de mi terror, pero estaba allí y, lentamente, me iba envolviendo.

—¿Conoce usted alguna de esas mujeres, señor Holden?

—Ninguna —mentí.

—Ahora ya no entiendo nada de nada —pronunció, desconsolada la señora Romberg. Su marido no habló. Me contemplaba pensativo. Y yo miraba las fotos, especialmente la que mostraba a la mujer que conocía, a la joven, bonita y tonta Hilde Lutz. Ella me miraba envuelta en un abrigo de pieles, sin sombrero, y reía. Era una foto muy manoseada que Romberg debía de haber encontrado quién sabe dónde pero él era repórter, y su oficio consistía en encontrar cosas...

—¿Seguro que no conoce a ninguna de esas mujeres?

—No, ¿quiénes son?

La señora Romberg pronunció con sollozos en la voz:

—Señor Holden, ¿recuerda usted lo enfadada que estaba yo con Mickey la última vez que usted nos visitó?

Asentí y me irritaba enormemente sentir cómo Romberg me consideraba, con un frío y desapasionado interés. Así considera un sabio a un fenómeno raro que no puede —todavía— explicarse. Y yo, el fenómeno, sabía perfectamente que no era en forma alguna inexplicable. Mientras el locutor de la policía prometía a la dotación del «Düssel Siete» un médico y una ambulancia, porque en la reyerta de la taberna se habían originado algunos heridos, dijo la señora Romberg:

—Entonces anunció la radio de la policía, que esa joven había saltado por la ventana, esa, ¿cómo se llama...?

«Esto es demasiado incómodo», pensé yo, y dije:

—No me acuerdo del nombre.

—Hilde Lutz —añadió Romberg, que estaba sentado de forma que yo no podía verle.

—Posiblemente —asentí—. No lo recuerdo exactamente tal como les he dicho.

—Peter se marchó allá, y Mickey vino de repente aquí, pretendiendo haber visto a esa Hilde Lutz, ¿no es verdad?

—Justo —confirmé, representando ahora el papel del hombre distraído que se acuerda—, según ella, fue esa Hilde Lutz la que atropelló el «Mercedes».

El miedo. El miedo. No tenía miedo por mí, sino de que les sucediera algo a esas personas, a él, a ella, a la niña No sabían qué terreno pisaban, cuán traicionero y mortal era el pantano... Les dije:

—Sí, ahora me acuerdo. Mickey debe de haber confundido algo. La mujer que causó daños al «Mercedes» se llamaba Fürst, Olga Fürst.

Suerte que aquel nombre ficticio me hubiera quedado en la memoria.

¿Suerte?

—Cuando mi marido volvió a casa, le conté la historia. Al día siguiente habló seriamente con Mickey. La instó a que dejara para siempre el vicio de mentir. Pero ella lloré y pataleó y dijo que no tenía nada de qué corregirse. ¡La mujer se llamaba Hilde Lutz! Entonces hubo arresto en casa. Y lágrimas. La noche siguiente volvimos a hablar con ella. Pero se mantuvo en sus trece. La pequeña se excitó tanto, que sufrió un vómito. Pura bilis. A causa de la excitación. Era un problema para nosotros, señor Holden, un verdadero problema...

—«Düssel Once» y «Düssel Veinticinco». El vigilante nocturno anuncia ruidos sospechosos en el almacén de Storm, calle Tegetthof, esquina Wieland.

—Días enteros reinó en casa una tensión espantosa. Nunca se había producido entre nosotros. Siempre habíamos sido tan felices... Le dimos toda clase de facilidades para que pudiera disculparse, para confesar que había mentido. Sin éxito. Luego, ayer, mi marido hizo este experimento...

La señora Romberg se interrumpió y se puso a mirar al suelo.

Me volví y miré a su pecoso marido.

Él volvió a llenar nuestros vasos y habló tartamudeante, honrada y desesperadamente sobre la situación:

—Usted dice que no conoce a ninguna de estas mujeres.

—No.

—Esta de aquí es Hilde Lutz.

—¿La que saltó por la ventana?

Seguía presentando mi absurdo papel.

—Precisamente.

—¿De dónde ha sacado su foto?

—Un empleado del departamento de lo criminal me la regaló. Se la pedí al no saber qué hacer con Mickey. ¡Por amor de Dios, no piense usted que me proponía espiar!

—¿Quién piensa esto? —pregunté, y me contesté a mí mismo: Yo.

—Pero debía llegar a saber a qué atenerme con Mickey, así, pues, tomé esa foto de la Lutz y la puse entre cinco otras fotografías de mujeres, llamando luego a Mickey a esta habitación. «Ya que pretendes haber visto a Hilde Lutz, dime entonces si su fotografía se encuentra entre estas seis». Y, sin vacilar, Mickey me señaló una. Era la verdadera, señor Holden.

Ahora me estaban mirando los dos.

Yo guardaba silencio.

El reloj de la emisora latía y esperé que el locutor se pondría a hablar, pero no salió.

—¿Cómo se explica esto, señor Holden? —preguntó la señora Romberg.

—No puedo explicármelo.

—Pero debe de haber una explicación. ¡Ya no suceda milagros!

—No —respondí—. Ya no ocurren milagros.

Y pensé: «Olvidarlo todo. No penséis más en ello. Dejad en paz a los muertos. No queráis cazar en la oscuridad. Pero ese hombre era un repórter. Era su profesión cazar en la oscuridad. Y si cazaba durante bastante tiempo...».

El pequeño doctor Zorn había levantado un gigantesco andamiaje. Intrigas y contraintrigas. Testigos a favor y testigos en contra. En todo había pensado. En todo, menos en la herida sensibilidad por la justicia de una niñita. Una criatura amenazaba ahora las poderosas construcciones, los planes de alto vuelo, la libertad de Brummer, nuestro común futuro.

Una criaturita.

—Señor Holden, yo creo que usted se siente muy infeliz porque no nos dice la verdad.

Me puse en pie.

—Debo irme.

—¿Por qué?

—Porque no puedo contestar a sus preguntas.

—Señor Holden —dijo el pecoso repórter—, he ido a la oficina de empadronamiento. Hay en Düsseldorf veintidós mujeres que se llaman Fürst. Sólo dos de ellas se llaman Olga. Las he visitado a ambas. Una de ellas tiene setenta y cinco años y está impedida, la otra es modelo. El día en cuestión, ella se encontraba en Roma.

—Yo les aprecio mucho a ustedes. Mucho. Escúchenme: Olvídenlo todo. No piensen más en ello. Se están buscando la desgracia de seguir recordándolo, créanme.

Me miraron y se miraron entre sí, y, finalmente, dijo maternalmente la señora Romberg:

—No hablaremos más de ello. Pero permanezca con nosotros.

Con indiferencia fingida, acabó Romberg:

—Dejemos todas estas idioteces. He de enseñarle nuevas fotografías. ¡Salud, señor Holden!

—¡Salud, señor Holden! —brindó también la mujer.

Me senté. Por encima de mi cabeza se miraron los dos, serios y tristes. Creían que yo no podía verles, pero les veía en el gran espejo que colgaba de la pared detrás de ellos.

—¡Salud! —dije alegremente.

Fue inútil todo el trabajo que nos dimos, la conversación se hacía pesada, la atmósfera estaba llena de desconfianza, se hacía casi insoportable. Al cabo de media hora me marché.

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