Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 9

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Los seis eran, aproximadamente, tan altos y de la misma edad que yo. Estaban en fila al lado de la ventana. La habitación era grande y estanterías con libros cubrían todas las paredes. Brummer leía mucho, padecía complejo de inferioridad intelectual.

Cerca de la chimenea había un escritorio. Sobre él una gran fotografía de Nina. Sentí un poco de calor al verla, porque entraba por primera vez en esta habitación. La fotografía mostraba a Nina embutida en un traje de baño negro, muy estrecho, en la playa, sonriente, con ademán amistoso. Era la misma que había visto en el domicilio de Toni Worm.

Brummer y Zorn estaban de pie el uno junto al otro.

El pequeño doctor estaba en aquel momento levantando el extremo de la alfombra persa con la punta del zapato. Me incliné ante él.

—Buenos días. Póngase allí, por favor, señor Holden. Junto al segundo y el tercer caballero, a la izquierda.

Por consiguiente, me situé entre el segundo y el tercer caballero de la izquierda y el segundo y el tercer caballero de la izquierda siguieron mirando fijamente delante de sí como los demás. El pequeño abogado, que vestía un chaleco color de plata con cuadros naranja, fue hacia una puerta en la pared de paneles de caoba y dejó entrar a la acomodadora pelirroja. Se había arreglado mucho para la ocasión y estaba muy excitada. Un traje sastre de seda, ajustado como la piel de una salchicha, modelaba su cuerpo de forma tan provocativa como ordinaria, los zapatos de tacón alto le permitían andar apenas, el traje era corto, el escote bajo y los rojos cabellos le caían sueltos sobre los hombros. Nos miró a todos los que estábamos al lado de la ventana, rió nerviosamente y dijo:

—Sí, está aquí.

—¿Cuál de ellos? —preguntó Zorn y tiró del cuello de su camisa. Estaba también excitado, ¡gracias a Dios!

—El tercero de la izquierda —dijo la muchacha.

—¿Está usted segura?

—Completamente segura. ¿Puedo añadir algo? Se mostró fresco, es verdad, pero daba una impresión de honradez. No creo que haya hecho nada malo.

—Muy bien —cortó Zorn—. Aquí tiene veinte marcos por su molestia. Olvídelo. Todo ha sido un juego, ¿sabe usted?

—¡Oh!

—Sí. Habíamos hecho una apuesta sobre algo.

—Ajá.

Zorn dio también dinero a los hombres con rápidos y despreciativos movimientos. A mí no me dio nada.

—Gracias a todos, caballeros. Pueden marcharse. Por el vestíbulo y luego a la izquierda. La puerta está abierta.

Los hombres se fueron sin saludar. La pelirroja me miró de nuevo, curiosa, y también se fue. Brummer se sentó sobre la mesa escritorio con las cortas piernas colgando. Zorn, sobre un sillón de cuero. A mí, me dejaron de pie junto a la ventana.

—Señor Holden —dijo el abogado, cortando la punta de un cigarro—, supongo que también se ha hecho su composición de lugar sobre lo que ha sucedido.

Me alegró comprobar que volvía a tener dificultades de elocución. Miré la fotografía de encima del escritorio y pensé en los labios de terciopelo que acababan de posarse sobre los míos. Y respondí:

—Naturalmente.

—¿Y qué co-conclusión saca de ello?

Me volví hacia Brummer que seguía columpiando las piernas en el vacío y se acariciaba el rubio bigote.

—Si cree al joven y no a mí, entonces le reitero mi ruego de que acepte mi despido, señor Brummer.

—Esto le convendría a usted —me dijo gruñón—. Se queda conmigo o vuelve a presidio.

—En este caso, presentaré una denuncia.

—¿Contra quién?

—Contra el joven. Miente.

—No creo que mienta —manifestó Brummer.

—Entonces presentaré una denuncia contra el hombre que anteayer empleó su «Cadillac» y fue a llenar el depósito de gasolina, una denuncia contra un desconocido.

—Eso tampoco lo hará usted —dejó oír Brummer.

—¿Quién podrá impedírmelo?

—Yo. Si presenta usted una denuncia, yo presento otra, ¿Está claro?

Guardé silencio.

—Estamos convencidos, señor Holden —manifestó el pequeño abogado—, de que fue usted quien pidió la gasolina. No sabemos todavía el por qué de su negativa.

—Estuve en el cine. La muchacha me ha reconocido.

—Cállese. El señor Brummer y yo he-hemos estado ta-también en el cine. —Tirón al cuello de la camisa—. En un cine diurno, ¿no es ve-verdad? —Zorn sacaba grandes nubes de humo—. Cuando se hizo oscuro, salí. Después de me-media hora, volví a entrar. Por la salida. El señor Brummer no había notado nada. Y tampoco la acomodadora. Si esto debe construir su co-coartada, sólo me inspira usted lástima.

Pensé: «Sólo puedes decirlo tar-tartamudeando que te inspiro lá-lástima». Y le contesté:

—¿Y por qué debería fabricarme una coartada? ¿Por qué tendría que llevar el coche a un garaje donde todo el mundo me conoce? ¿Qué necesidad tengo de ponerme en la situación en que me encuentro?

—Posiblemente tiene usted algún interés en ello —dijo el pequeño abogado—. Usted es un hombre que siempre está haciendo planes. Una vez quería exprimirnos. Luego, de repente, quiso despedirse. Siempre nuevos planes, señor Holden, siempre nuevos planes...

Y se miraron ambos riendo y guiñándose el ojo, como si poseyeran un alegre secreto en común, un alegre secreto.

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