Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 15

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A las dos y media conduje a Brummer a la ciudad, al juez de instrucción. Tenía ganas de oír noticias y, por deseo suyo, yo había conectado la radio del coche, y oímos las novedades de Argelia y de Londres y de Little Rock. Y también las noticias de Alemania.

«Bonn. En la sesión del Parlamento, un partido de la oposición dirigió la siguiente interpelación al Gobierno de la República: ¿Qué pasos piensa tomar el Gobierno en conexión con el hecho de que el ya convocado proceso contra el comerciante de Düsseldorf, Julius Brummer, ha debido ser aplazado

sine die, porque todos los importantes testigos de cargo, por motivos poco transparentes, han retirado sus acusaciones? ¿Es del Gobierno conocido que Brummer, mediante la prestación de una fianza de quinientos mil marcos, ha sido puesto en libertad de su prisión preventiva, aunque...?»

—Cierre esta porquería —dijo Julius Brummer. Por consiguiente apagué la radio. Él se dedicó a tararear y silbar—. A las cinco recoja a mi mujer. Llévela a casa. Sólo le necesitaré a usted a las seis.

—Muy bien, señor Brummer.

Cuando descendió delante de la prisión preventiva, me preguntó también:

—¿Sabe usted escribir a máquina?

—Sí.

—¿Bien?

—Normal.

—Entonces, hasta las seis —acabó y se metió en el gran edificio.

Ahora eran las tres menos cuarto. Fui en coche hasta Grüntorweg. Aquí dejé el automóvil y tomé un taxi hacia el Rhin. Aproximadamente un kilómetro antes de la embarcación restaurante pagué al chofer. El coche dio la vuelta y regresó a la ciudad. Seguí adelante por la carretera en cuyos árboles cantaba el viento de otoño y miré hacia el agua en la que se levantaban mil pequeñas olas.

Nina se encontraba de nuevo a la sombra del viejo castaño. Cuando me vio, se puso a andar a mi encuentro. Llevaba unos pantalones de color beige, zapatos planos del mismo color, una corta chaqueta de piel y gafas oscuras. Sobre el rubio cabello se asentaba otra vez el pañuelo negro. Teníamos un buen trozo que andar antes de llegar a encontrarnos. Primero fuimos lentamente, luego más de prisa y, por fin, nos pusimos a correr.

Ella tomó mi mano y empezó a andar en el sentido de la corriente. Íbamos en silencio.

La embarcación-restaurante estaba desierta, su cubierta vacía. El anciano, que tenía el aspecto de Hemingway, estaba arrodillado fregando el suelo de planchas y no se dio cuenta de nuestro paso. La carretera estaba aquí, en muchos sitios, escondida bajo el multicolor follaje. Sobre la corriente chirriaban las gaviotas.

Alcanzamos el sitio donde empezaba el pequeño monte bajo. Como la otra vez, Nina me precedió en el arenoso bosquecillo de las ramas, del cual colgaban hierbas y algas, procedentes del último desbordamiento. En el pequeño claro se quedó parada esperándome. El viento no llegaba a atravesar la espesura, había una gran quietud en el claro y se estaba muy bien.

Sus labios tenían un gusto salado, su aliento, el aroma de la leche fresca. Nos sentamos el uno junto al otro sobre una estrecha faja de hierba y seguimos cogidos de la mano, y por encima de nosotros, allá arriba, sobre las viejas praderas, cantaba el viento de otoño. Pensé que nunca querría ya más a otra mujer, e imaginé lo felices que seríamos cuando hubiese matado a Julius Brummer. Y reflexionaba sobre lo raro que era que yo pensara esto, pues había muchas cosas que no conocía de Nina. Solamente sabía que me hacía feliz el que ella me apretara la mano. Como en la escuela, rememoraba, como en la escuela...

—¿En qué piensas?

—En que nos comportamos como si todavía estuviéramos en la escuela.

—Nunca me había conducido así.

—Yo tampoco.

—¿Ni siquiera con tu mujer?

—No.

—Sí.

—No, de verdad que no.

—Pero has amado a tu mujer.

—De otra forma.

—Me has dicho que se parecía a mí.

—Pero no era como tú.

—¿Cómo era? Dímelo. Quiero saberlo.

—¿Por qué?

—Porque tengo celos de ella.

—Está muerta.

—Pero yo me parezco a ella. Posiblemente sólo me quieres porque me parezco a ella.

—Tonterías.

—A lo mejor ni siquiera me quieres. Es posible que tu amor se dirija todavía hacia ella. Me siento muy desgraciada por parecerme a tu mujer difunta.

La besé y ella se dejó caer sobre la faja de hierba y estaba tendida sobre la espalda, y yo sobre ella. Abrí su chaqueta de piel y le acaricié el pecho, que se levantaba y bajaba debajo de un fino jersey, y los ojos de Nina empezaron a anegarse y sus manos revolvieron mi cabello. Oí las gaviotas proferir sus gritos y un vapor que se acercaba, lentamente, muy lentamente. Mi mano se deslizó bajo el jersey...

—Robert...

—¿Sí?

—¿Has escrito tú la carta?

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