Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 21

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A la mañana siguiente salí a las siete. Mila y el señor Gottholmseder se encontraban delante de la antigua residencia del señor Brummer que ahora pertenecía a Mila, y me hacían adiós con la mano. Yo agité la mía hasta la siguiente curva del camino. Mila me había besado también en la mejilla y dibujado la señal de la Cruz en la frente y el señor Gottholmseder me había dicho:

—Puede irse tranquilo, señor Holden, nosotros los viejos nos daremos una buena vida aquí. Algunos días cocinaré yo y otros la señora Blehova, ya nos conocemos hace tiempo y nos tenemos simpatía. Por la noche oiremos la radio o nos iremos al cine, hay dos cines en Schliersee.

En Munich me detuve ante la estación principal y mandé un telegrama a Nina. Debía dar por descontado que otra gente lo leería, así pues, me limité a escribir: «Imposible telefonear ayer, probaré de nuevo esta noche, misma hora».

Cerca del principio de la autopista después de Stuttgart compré en una tienda un par de Coca-Colas y, en otra, unos bocadillos de jamón. En la primera tienda me empeñé, faltando a la verdad, en que la vendedora me había devuelto cuarenta pfennings de menos y promoví un escándalo mayúsculo con el fin de que se acordaran de mí. Esto tuvo lugar a las 8’15. Volví a partir y mantuve una media de ciento veinte kilómetros. Solamente paraba para llenar el depósito. Cuando sentía apetito, comía conduciendo y cuando tenía sed, bebía sin dejar el volante. Tenía mucha prisa. Debía ahorrar por el camino el tiempo que necesitaba en Düsseldorf para dar mi próximo paso.

Después de Heidelberg empezó a llover de nuevo, y también llovía en Mannheim y en Frankfurt. En Düsseldorf, bajo el agua, me dirigí a la estación y saqué la maleta de la consigna. Con ella me fui a los lavabos. Al entrar llevaba mi uniforme de chofer, pero al salir vestía el traje negro con rayitas blancas, una camisa blanca y una corbata plateada. Dejé la maleta en el fondo del «Cadillac». Seguidamente fui a una cabina telefónica y marqué el número de Brummer. Salió el orgulloso criado.

Puse mis dedos sobre el micrófono de forma que constituyera una especie de reja y dije alterando mi voz natural:

—Aquí el bufete del abogado doctor Dettelheim. El señor doctor quisiera hablar con el señor Brummer.

—Lo siento. El señor Brummer no se encuentra en casa.

Ya lo había supuesto y deseado, pues ese día, según recordaba, el señor Brummer estaba citado con el juez de instrucción, señor Lofting. Pero quería saber algo más:

—¿Cuándo volverá?

La altiva voz respondió:

—No es fácil que vuelva antes de las ocho de la noche.

—Muchas gracias —colgué.

El reloj de la plaza de la estación indicaba las 18’34. Ahora tomé un taxi y me hice conducir hasta el Hofgarten. Le dije al chofer que me esperara. No dejaba de ser peligroso lo que tenía que hacer ahora, pero debía hacerlo. Subí rápidamente la Cecilienallee cuyos árboles se despojaban rápidamente de sus hojas. En el bolsillo llevaba la navaja bávara. Y, bajo la chaqueta, apretada con el brazo izquierdo contra el cuerpo, llevaba la palanca del gato del «Cadillac». La había tomado porque con el cuchillo sólo no hubiera podido lograr el resultado que esperaba.

Aullando, me salió al encuentro a través del parque, el perro semiciego. Mordisqueó mis pantalones, extraños para él. Con rápidos pasos me dirigí a la villa y llamé. Abrió el criado. Se llamaba Richard. Era alto y flaco, llevaba el cabello gris muy cortado, su rostro aparecía muy largo y delgado y el labio superior arrogantemente levantado. Las cejas siempre irónicamente separadas. Richard llevaba pantalones gris oscuro rayados, camisa blanca, chaleco de terciopelo verde y corbata negra. Había estado hasta entonces en el vestíbulo, limpiando cacharros de cobre.

—¿Ya de vuelta?

—No, pero llegaré en seguida —contesté internándome por el pasillo que conducía al cuarto de trabajo del señor Brummer.

—Muy gracioso —comentó Richard que no me podía ver.

—Fui directamente desde la autopista al Juzgado de Instrucción a ver al señor Brummer. Él me manda a recoger unas cartas que están sobre su mesa de trabajo para llevarlas al doctor Dettelheim.

—Sí —dijo Richard—. Su bufete ha telefoneado.

Me volví al abrir la puerta del despacho de Brummer y vi que Richard estaba de nuevo dedicado a limpiar cacharros. Esto me convenía. Pero aunque meditara y viniera a espiarme dentro de los diez minutos siguientes, no me hubiera importado mucho. Tenía conmigo la palanca del coche. Y todo iría cargado a cuenta de mi doble. Tampoco yo podía sufrir a Richard.

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