Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 32

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—¡Atención! ¡Atención!

West German Airlines anuncian la llegada de su avión procedente de Palma de Mallorca —dijo la clara voz del altoparlante.

Yo estaba sentado al lado de Brummer en el restaurante del aeropuerto de Düsseldorf. Él había declinado quitarse el pesado abrigo de pieles, a pesar de que hacía mucho calor en el local. Sentía continuamente frío.

A lo lejos, sobre el campo de aviación cubierto de nieve, empezó a descender del cielo gris un avión cuatrimotor, semejante a una sombra oscura, rozó la pista y expulsó con sus ruedas, enormes chorros de blancos copos de nieve a uno y otro lado.

Hacía un día gris. Mientras la máquina describía un ancho círculo y se acercaba a nosotros, pensé en aquella tarde tormentosa del pasado verano, durante la cual me había sentado aquí con Nina, esperando a Toni Worm, a Toni Worm que no llegó. Más tarde ese mismo día había besado a Nina por primera vez. Muchas cosas, demasiadas, habían sucedido desde entonces. Ahora Nina volvía. La plateada máquina que se dirigía a mí, me la traía de nuevo.

¿A mí?

Todavía no, todavía no. Pero ya no tardaría mucho en llegar el momento en que podríamos, por fin, estar juntos sin miedo y sin fin.

—Venga —dijo Brummer—, sosténgame.

Acompañé, pues, a la enorme humanidad ataviada con gafas oscuras, hacia abajo, a la sala de llegadas, hasta la barandilla que separa a los pasajeros de los que los esperan. Le hice apoyar en la barandilla, a mi víctima, a la cual había llevada a la situación de no poder moverse sin mi ayuda, de no poder tenerse en pie sin apoyo. Di a Brummer el ramo de rojas rosas que hasta el momento había sostenido yo, para que pudiera dárselo a Nina.

Uno después de otro penetraban en el vestíbulo los viajeros de Mallorca, sonrientes y felices. Saludaban con la mano. Los amigos los acogían con voces de júbilo. Era una alegre compañía la que se juntaba en la sala de recepción. Luego llegó Nina. Llevaba el abrigo de astracán que le había sido enviado a Mallorca, negros zapatos de altos tacones, nada en la cabeza y la cara sin maquillar. El rubio cabello le caía abierto sobre el negro cuello del abrigo. Su rostro estaba curtido por el sol y sentí latir mi corazón cuando me di cuenta de que no iba nada pintada, en absoluto.

En este último verano que acababa de pasar y que, sin embargo, tan lejos parecía, le había dicho continuamente lo mucho que amaba su piel y que le prohibiría maquillarse cuando viviéramos juntos. No se había pintado esta mañana de su regreso, y esto significaba precisamente: «Te quiero».

Brummer abrazó a Nina y la besó en ambas mejillas. Por encima de sus hombros, ella me miró. Sus ojos lucían febrilmente. Hacía noventa y tres días que no nos habíamos visto, que no nos habíamos tocado. Sus ojos brillaban, sabía en lo que pensaba, yo pensaba en lo mismo. La sangre me golpeaba ruidosamente los pulsos, y todas las fibras de mi cuerpo se perecían por ella, y en sus ojos vi que a ella le pasaba lo mismo.

Brummer se enderezó. Le tendió las rojas rosas y le preguntó si había tenido un buen viaje.

—Espléndido —contestó ella—. Buenos días, señor Holden.

Me incliné profundamente, la gorra de uniforme en la mano:

—Buenos días, señora. ¡Me alegra mucho que vuelva a estar con nosotros!

—También me alegro yo, señor Holden. —Sus ojos, sus ojos—. Aunque estoy muy enfadada con usted, señor Holden, porque nunca me ha telefoneado para decirme lo que le pasaba a mi marido.

—Se lo había prohibido expresamente —aclaró Brummer, jadeando un poco.

—A pesar de todo hubiera debido considerarlo como un deber —dijo Nina seriamente.

Sus ojos. Sus ojos. Sus ojos. Nos mirábamos ahora abiertamente, pues me había hablado de forma directa, y de repente la vi ante mí, como la había visto aquella tarde junto a la corriente: desnuda. Sentí temblar mis manos y las escondí a la espalda para que Brummer no lo notara. Mantuvimos la vista unida. Sentí calor y retuve el aliento cuando me di cuenta de lo que ambos hacíamos, Nina y yo: nos hacíamos el amor con la mirada.

Entonces oí gemir a Brummer. Vaciló. Salté hacia adelante, pero él negó con la cabeza:

—No es... nada... —Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano; podía verse en su cara lo mal que se encontraba. Sus labios se tornaron azules—. Sólo un poco de mareo... —Sonrió a Nina tímidamente—. La emoción..., y la alegría..., traiga..., traiga el equipaje, Holden, nosotros iremos hacia el coche.

—Sí, señor Brummer —dije. Y di a Nina un último beso con los ojos. Luego fui al despacho de equipajes y recogí la maleta y las bolsas y lo llevé todo al «Cadillac», que se encontraba delante del aeropuerto, sobre la nieve. La luz iba bajando, el día se mantenía gris. En el aire se sentía venir más nieve. Guié el coche hacia casa. Durante el camino Brummer informó a Nina de su intención de irse dentro de tres días a Baden-Baden. La estuvo contemplando durante todo el trayecto y por ello Nina y yo no pudimos hacemos el amor por el espejo.

—¿Puedes arreglártelas en tres días? —preguntole.

—Sin duda —contestó ella y también, aunque solamente oyera su voz, era como si nos hiciéramos el amor. Y esto era debido a que hacía tanto tiempo que no nos habíamos visto el uno al otro y porque nos deseábamos tanto. Por ello me hacía el mismo efecto su voz que sus ojos. Cuando ayudé a Nina a apearse, me atravesó un impulso eléctrico, y comprobé que a ella le había pasado lo mismo, porque su tez morena se volvió súbitamente encarnada. Apareció el orgulloso criado y me ayudó a descargar el equipaje y, juntos, llevamos las maletas al interior de la casa, detrás de Nina que, inmediatamente delante de mí, subía la escalera con lentos y ondulantes movimientos de sus caderas. Fue lo último que vi de Nina antes de salir para Baden-Baden. Durante tres días no le permitió Brummer apartarse de su lado. Este tuvo que acostarse al llegar del aeropuerto y se empeñó en que Nina permaneciese siempre con él. No me sentí demasiado mal durante estos tres días, porque ahora todo debía ir muy rápidamente.

La tarde anterior a nuestra partida saqué de mi maleta depositada en la consigna, mi bastón de ciego y las gafas oscuras y me encaminé de nuevo a la Fundación Julius María Brummer para ciegos o impedidos.

La excesivamente maquillada Grete Licht, la del labio leporino y provocante busto me saludó contenta:

—Ha pasado mucho tiempo sin venir, señor...

—Zorn —dije yo, palpando con el bastón a través del sucio despacho entre cestos de yute, alfombras y cera para el suelo.

—Zorn, claro, tengo muy buena memoria para los nombres. ¿Cómo así tanto tiempo? Creí que no iba a volver.

—Tuve que salir de viaje —contesté—, y luego caí enfermo.

Agarró mi mano y la apretó contra su pecho como antes y sonrió, y su labio leporino tembló también como antes. —¿Quiere volver a ejercitarse?

—Con mucho gusto.

Así, pues, Grete Licht me acompañó a la estancia vecina que olía a desinfectantes y en la cual trabajaban muchos ciegos. Cosían, fabricaban alfombras y carpetas y delante de la ventana escribían en cinco viejas máquinas. Los rostros miraban hacia el techo, las bocas estaban abiertas. También el señor Sauer, el celoso, al que la mujer engañaba y que me debía aún cinco marcos, estaba allí.

Le saludé. No me recordaba, dijo, pero, a lo mejor, es que no quería devolverme los cinco marcos. Cuando se hubo alejado Grete Licht, puse un papel en la máquina que, ahora ya lo sabía, era

tan vieja, que incluso los especialistas no podían determinar sus especialidades características. Escribí esta carta:

«No ha tenido en cuenta mi advertencia. Ha ordenado que sea cometido un crimen espantoso contra una niña. Por vía de ensayo he estafado dinero a su chofer Holden. No ha presentado denuncia alguna, sin duda bajo presión de usted. Esto demuestra que quiere evitar cualquier denuncia contra mí por miedo de que pudiera influir en la investigación que se está llevando a cabo contra usted. Sin embargo, le prometo que no se originará ningún juicio más contra usted, señor Brummer. Usted se va a Baden-Baden. Y en Baden-Baden morirá usted.

»Yo le mataré en Baden-Baden.

»Por ello irá su chofer a la cárcel. Su chofer, no yo. Porque nosotros no nos conocemos y yo no tengo ningún motivo para matarle. Yo sólo ejecuto lo que mis principales me encomiendan. Su chofer sí le conoce, y tiene más que un motivo para matarle. Cualquier Tribunal lo verá. Lo siento mucho por su chofer, pero esto no altera en nada el asunto. Todo ha llegado ya demasiado lejos. Sólo le queda esperar la muerte en Baden-Baden.»

Luego saqué la hoja de la máquina, puse en ella un sobre barato y escribí el nombre de Julius Brummer y la dirección del hotel en que iba a residir en Baden-Baden.

Más tarde eché la carta en el buzón de la estación central. Seguidamente guardé gafas y bastón en la maleta y me fui a casa. Todo estaba ya preparado para la última escena del drama, pensaba yo. Y, por última vez, salió todo diferente.

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