Nexus

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Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Es extraño cómo suceden las cosas a veces. Puedes renegar y rezar, farfullar y gimotear, y no sucede nada. Después, justo cuando te has resignado ante lo inevitable, se abre una trampilla, Saturno pasa a otra casa del Zodíaco y el gran problema deja de existir. O así parece.

De ese modo sencillo e inesperado fue como Stasia me informó un día, en ausencia de Mona, que iba a dejarnos. Si no lo hubiera oído de sus propios labios, no lo habría creído.

Me quedé tan pasmado, y tan contento a un tiempo, que ni siquiera le pregunté por qué. Y, al parecer, ella no tenía prisa por ofrecer esa información. Que estuviese harta del teatralismo de Mona, como dio a entender, no era razón suficiente para esa ruptura brusca.

«¿Te importaría dar un paseo conmigo?», me preguntó. «Me gustaría decirte algunas cosas en privado antes de marcharme. Ya tengo hecha la maleta».

Al salir de la casa, me preguntó si no me importaba pasear por el puente. «En absoluto», respondí. Habría estado dispuesto a pasear hasta White Plains, si lo hubiera propuesto.

El hecho de que se marchara despertó mis simpatías. Era una persona extraña, pero no mala. Al pararme para encender un cigarrillo, la examiné, imparcialmente. Tenía el aspecto de un soldado confederado de vuelta de la guerra. Sus ojos tenían una expresión de desamparo, pero no carecía de valor. Lo evidente era que no pertenecía a ningún sitio.

Caminamos en silencio por espacio de una o dos manzanas. Después, al acercarnos al puente, desembuchó. Hablaba con voz suave y emocionada. Palabras sencillas, por una vez. Como si hiciera confidencias a un perro. Tenía la mirada clavada en el horizonte, como si marcara el camino.

Iba diciendo que, en resumidas cuentas, yo no había sido tan cruel como podría haber sido. Lo que era cruel era la situación, no yo. Nunca habría dado resultado, ni aun siendo nosotros mil veces mejores de lo que éramos. Ella debía haberlo sabido. Reconoció que había habido mucho teatro también. Quería a Mona, sí, pero no estaba enamorada desesperadamente. Nunca lo había estado. Era Mona la que estaba desesperada. Además, no era tanto el amor lo que las unía cuanto la necesidad de compañía. Eran unas solitarias, las dos. En Europa podría haber resultado de otro modo. Pero ahora era demasiado tarde para eso. Esperaba ir alguna otra vez por su cuenta.

«Pero ¿adonde vas a ir ahora?», le pregunté.

«A California, probablemente. ¿Adonde, si no?».

«¿Por qué no a México?».

Reconoció que era una posibilidad, pero más adelante. Primero tenía que recobrar la calma. Aquella caótica vida bohemia no había sido fácil para ella. En lo fundamental era una persona sencilla. Su único problema era congeniar con los demás. Lo que más la había alterado de nuestro modo de vida, quería que yo lo supiese, era que apenas le daba oportunidad de trabajar.

«Tengo que hacer cosas con las manos», soltó abruptamente. «Aunque sea excavar zanjas. Quiero ser escultora, no pintora ni poeta». Se apresuró a añadir que no debía juzgarla por los muñecos que había hecho: los había hecho sólo para complacer a Mona.

Después dijo algo que sonó a mis oídos como alta traición. Dijo que Mona no sabía absolutamente nada de arte, que era incapaz de distinguir entre una obra de arte buena y una mala.

«Cosa que en realidad no importa, o, mejor dicho, no importaría, si al menos tuviera el valor de reconocerlo. Pero no lo tiene. Tiene que fingir que conoce todo, que entiende todo. Detesto la simulación. Ésa es una de las razones por las que no me llevo bien con la gente». Hizo una pausa para que esto causara su efecto. «¡No sé cómo puedes soportarlo! Tú eres capaz de malas pasadas, haces cosas repugnantes de vez en cuando, estás lleno de prejuicios y a veces eres injusto, pero al menos eres sincero. Nunca finges ser distinto de quien eres. En cambio, Mona… en fin, no hay modo de decir quién o qué es. Es un teatro ambulante. Dondequiera que vaya, haga lo que haga, hable con quien hable, siempre está en el escenario. Es repugnante… Pero ya te he dicho todo esto otras veces. Lo sabes tan bien como yo».

Le apareció una sonrisa irónica en el rostro. «A veces…». Vaciló un momento. «A veces me pregunto cómo se comportará en la cama. Quiero decir si también eso lo simula».

Extraña pregunta, que pasé por alto.

«Yo soy más normal de lo que te imaginas», prosiguió. «Mis defectos están todos en la superficie. En el fondo, soy una niña que nunca creció. Tal vez sea un trastorno glandular. Sería gracioso, ¿no?, que tomando hormonas diariamente me convirtiera en una mujer típica. ¿Qué será lo que me hace odiar a las mujeres tanto? Siempre he sido así. No te rías, pero, sinceramente, me pone enferma ver a una mujer acuclillarse para orinar. Es tan ridículo… Discúlpame por decirte cosas tan triviales. Quería contarte las cosas importantes, las cosas que me preocupan de verdad. Pero no sé por dónde empezar. Además, ahora que me marcho, ¿qué más da?».

Ahora estábamos en el medio del puente; al cabo de unos minutos estaríamos entre los vendedores ambulantes, pasando por delante de tiendas cuyos escaparates estaban siempre atestados de pescado ahumado, verduras, panecillos de cebolla, enormes hogazas de pan, grandes quesos redondos, galletas saladas y otros comestibles. Entre medias veríamos vestidos de novia, trajes de caballero, sombreros de copa, corsés, lencería, muletas, irrigadores, gran variedad de objetos de todas clases.

Me pregunté qué querría de mí: me refiero a lo importante.

«Cuando volvamos», le dije, «seguro que habrá una escena. Yo que tú, fingiría cambiar de opinión, y después me escabulliría a la primera ocasión. De lo contrario, se empeñará en ir contigo, aunque sólo sea para que llegues a tu casa sana y salva».

Le pareció una idea excelente. La hizo sonreír. «A mí nunca se me habría ocurrido», confesó. «No tengo el menor sentido estratégico».

«Tanto mejor para ti», dije yo.

«Hablando de estrategia, ¿podrías ayudarme a juntar un poco de dinero? No tengo un céntimo. No puedo hacer autostop por todo el país con un baúl y una maleta pesada, ¿verdad?».

(No, pensé para mis adentros, pero podríamos enviártelas más adelante).

«Haré lo que pueda», le dije. «Ya sabes que no soy muy bueno para conseguir dinero. Ésa es la especialidad de Mona. Pero lo intentaré».

«Muy bien», dijo. «Por unos días más o menos, dará igual».

Habíamos llegado al final del recorrido. Vi un banco desocupado y la dirigí hacia él.

«Vamos a descansar un poco», dije.

«¿No podríamos tomar un café?».

«Sólo tengo siete centavos. Y dos cigarrillos más».

«¿Cómo te las arreglas cuando estás solo?», me preguntó.

«Eso es distinto. Cuando estoy solo, pasan cosas».

«Dios cuida de ti, ¿verdad?».

Le encendí un cigarrillo.

«Me está entrando un hambre de muerte», dijo, alicaída.

«Si es tanto, volvamos».

«No puedo, es demasiado lejos. Espera un poco».

Saqué una moneda de cinco centavos y se la entregué.

«Coge tú el Metro y yo iré andando. Para mí no es tan duro».

«No», dijo, «volveremos juntos… Me da miedo encontrarme a solas con ella».

«¿Miedo?».

«Sí, Val, miedo. Se echará a llorar a lágrima viva y cederé».

«Pero es que debes ceder, ¡recuérdalo! Déjala llorar… después le dices que has cambiado de opinión. Como te he dicho».

«Se me había olvidado», dijo.

Descansamos los rendidos miembros por un rato. Una paloma bajó en picado y se le posó en el hombro.

«¿No podrías comprar unos cacahuetes?», me preguntó. «Podríamos echar a los pájaros y comernos unos pocos también».

«¡Olvídalo!», respondí. «Finge que no tienes hambre. Se te pasará. Yo casi nunca he cruzado el puente con el estómago lleno. Lo que pasa es que estás nerviosa».

«A veces me recuerdas a Rimbaud», dijo. «Siempre hambriento… y siempre caminando sin parar».

«Eso no tiene nada de extraordinario», respondí. «¿Cuántos millones de personas hacen lo mismo?».

Me incliné a atarme el cordón del zapato y ahí, justo debajo del banco, había dos cacahuetes enteros. Los cogí.

«Uno para ti y otro para mí», dije. «¡Ya ves cómo la Providencia cuida de uno!».

El cacahuete le dio valor para estirar las piernas. Nos levantamos con esfuerzo y emprendimos el camino de regreso por el puente.

«En el fondo, no eres mala persona», dijo, mientras subíamos. «Hubo un tiempo en que te odiaba con toda mi alma. No por Mona, porque estuviese celosa, sino porque lo único que te importaba era tu querido yo. Me parecías insensible. Pero veo que en realidad tienes corazón, ¿no?».

«¿Qué te ha hecho pensar eso?».

«Oh, no sé. Nada en particular. Tal vez sea que ahora estoy empezando a ver las cosas desde otro ángulo. El caso es que ya no me miras como solías hacerlo. Ahora me ves. Antes me traspasabas con la mirada. Igual habrías podido pisarme… o pasarme por encima. Me he estado preguntando», dijo pensativa, «cómo os llevaréis los dos, una vez que yo me haya ido. En cierto modo, he sido yo quien os ha mantenido unidos. Si yo fuera más astuta, si de verdad la quisiese para mí sola, me marcharía, esperaría a que os separaseis y luego volvería por ella».

«Creía que habías acabado con ella», dije. Sin embargo, para mis adentros tuve que reconocer que su observación no carecía de lógica.

«Sí», dijo, «todo eso es cosa del pasado. Lo que ahora quiero hacer es mi vida. Tengo que hacer las cosas que me gustan, aunque fracase de modo lamentable… Pero ¿qué hará ella? Eso es lo que me pregunto. No sé por qué, pero no la imagino haciendo algo importante. Lo siento por ti. Créeme, lo digo en serio. Cuando me vaya, va a ser un infierno para ti. Tal vez no lo comprendas ahora, pero ya lo entenderás».

«De todos modos», respondí, «es mejor así».

«Estás seguro de que me marcharé, ¿no? ¿Ocurra lo que ocurra?».

«Sí», dije, «estoy seguro. Y si no te vas por tu propia voluntad, te echaré a la fuerza».

Se echó a reír sin ganas.

«Me matarías, si fuera necesario, ¿no es así?».

«Yo no diría eso. No, lo que quiero decir es que ha llegado el momento…».

«Dijo la morsa a… a…».

«¡Exacto! Lo que ocurra cuando te marches es cosa mía. La cuestión es que te marches. ¡No te vayas a echar atrás!».

Se lo tragó como si fuera un nudo en la garganta. Habíamos llegado a la parte más alta del arco donde nos detuvimos a contemplar el horizonte en retirada.

«¡Cómo detesto este lugar!», dijo. «Lo detesto desde el momento en que llegué. Mira esas colmenas», dijo, indicando los rascacielos. «Inhumanos, ¿eh?». Con el brazo extendido hizo un gesto como para borrarlos del mapa. «Si hay un solo poeta en esa masa de piedra, entonces yo soy un obispo. Sólo monstruos podrían vivir en esas jaulas». Se acercó más a la barandilla y escupió al río. «Hasta el agua está sucia. Contaminada».

Nos volvimos y reanudamos la marcha.

«Mira», dijo, «yo me eduqué con la poesía. Whitman, Wordsworth, Amy Lowell, Pound, Eliot. Pero, bueno, ¡si hubo una época en que podía recitar poemas enteros! Sobre todo, los de Whitman. Ahora lo único que puedo hacer es rechinar los dientes. Tengo que volver al Oeste, y lo más pronto posible. Joaquín Miller… ¿lo has leído? El poeta de las Sierras. Sí, quiero volver a ir desnuda y restregarme contra los árboles. Me importa un pito lo que piense la gente… Puedo hacer el amor con un árbol, pero no con esos animales asquerosos que llevan pantalones y salen arrastrándose de esos edificios horribles. Los hombres están bien… en los espacios abiertos. Pero aquí… ¡Dios mío! Prefiero masturbarme a permitir que uno de ellos se meta en la cama conmigo. Son sabandijas, todos ellos. ¡Apestan!».

Parecía que le iba a dar un ataque, pero de repente se calmó. Su expresión cambió por completo. En verdad, parecía casi angélica.

«Me conseguiré un caballo», estaba diciendo ahora, «y me esconderé en las montañas. Tal vez aprenda a rezar de nuevo. Cuando era niña, solía salir sola, con frecuencia, por varios días. Entre los altos secoyas hablaba con Dios. No es que tuviese una imagen específica de él; era sólo una gran Presencia. Reconocía a Dios en todas partes, en todo. ¡Qué bello me parecía el mundo entonces! Estaba rebosante de amor y afecto. Y estaba tan abierta. Con frecuencia me arrodillaba… a besar una flor. “¡Eres tan perfecta!”, le decía. “Tan autosuficiente. Y lo único que necesitas es sol y lluvia. Y consigues lo que necesitas sin pedirlo. Nunca clamas por la luna, ¿verdad, violetita? Nunca deseas ser diferente de lo que eres”. Así hablaba a las flores. Sí, sabía comunicar con la Naturaleza. Y todo era de lo más natural. Real. De lo más real».

Hizo una pausa para dirigirme una mirada escrutadora. Ahora parecía más angélica que antes. Hasta con un sombrero extravagante habría parecido seráfica. Después, cuando empezó a desahogarse de nuevo, su semblante volvió a cambiar. Pero aún conservaba la aureola.

Lo que la había descarriado, estaba intentando decirme, había sido el arte. Alguien le había metido en la cabeza que era una artista.

«Oh, no es del todo cierto», exclamó. «Siempre he tenido talento y se reveló temprano. Pero lo que hacía no tenía nada de excepcional. Cualquier persona sincera tiene algo de talento».

Estaba intentando explicar cómo se había producido el cambio, cómo había tomado conciencia del arte y de ella misma como artista. ¿Sería porque era tan diferente de quienes la rodeaban? ¿Por qué veía con otros ojos? No estaba segura. Pero sabía que un día había sucedido. De la noche a la mañana, por así decir, todo adquirió otro aspecto. Las flores dejaron de hablarle, o ella a las flores. Cuando observaba la Naturaleza, la veía como un poema o un paisaje. Había dejado de estar unida a la Naturaleza. Había empezado a analizar, a recomponer, a afirmar su propia voluntad.

«¡Qué tonta era! En poco tiempo había crecido demasiado para mis zapatos. La Naturaleza no bastaba. Anhelaba la vida de la ciudad. Me consideraba un espíritu cosmopolita. Codearme con otros artistas, ampliar mis ideas mediante la discusión con intelectuales, llegó a ser una necesidad urgente. Estaba deseosa de ver las grandes obras de arte de que tanto había oído hablar o, mejor dicho, tanto había leído, pues nadie que conociera hablaba nunca de arte. Excepto una persona, la mujer casada de que te hablé una vez. Era una mujer de treinta y tantos años de edad y muy instruida. No tenía el menor talento, pero era una gran amante del arte y tenía un gusto excelente. Ella fue la que me abrió los ojos, no sólo al mundo del arte, sino también a otras cosas. Por supuesto, me enamoré de ella. ¿Cómo podría haber sido de otro modo? Era madre, maestra, protectora, amante a un tiempo. En realidad, era el mundo entero para mí».

Se interrumpió para preguntarme si me estaba aburriendo.

«Lo extraño», prosiguió, «es que fue ella la que me lanzó al mundo, y no su marido, como puedo haberte hecho creer. No, nos llevábamos bien, los tres. Nunca me habría acostado con él, si ella no me hubiese instado a hacerlo. Él era un estratega, como tú. Por supuesto, nunca llegó a nada conmigo; lo único que pudo lograr fue estrecharme en sus brazos y apretar su cuerpo contra el mío. Cuando intentaba forzarme, lo rechazaba. Evidentemente, no le importaba demasiado o al menos fingía que no le importaba. Supongo que te parecerá extraño, pero todo era de lo más inocente. Estoy destinada a ser virgen, supongo. O al menos virgen de corazón. ¡Uf! ¡Qué historia estoy haciendo de ello! El caso es que fueron ellos, los dos, quienes me dieron el dinero para venir al Este. Debía ir a la escuela de Bellas Artes, trabajar con ganas y darme a conocer».

Se interrumpió de repente.

«Y ahora, ¡mírame! ¿Qué soy? ¿En qué me he convertido? Soy una especie de vagabunda, más impostora que Mona en realidad».

«Tú no eres impostora», le dije. «Eres una inadaptada, nada más».

«No tienes por qué ser amable conmigo».

Por un momento pensé que iba a estallar en sollozos.

«¿Me escribirás alguna vez?».

«¿Por qué no? Si te va a hacer feliz, pues claro que ».

Entonces, como una niña, dijo: «Voy a echaros de menos a los dos. Os voy a echar de menos mucho».

«En fin», dije, «eso se acabó. Mira hacia delante, no hacia atrás».

«Para ti es fácil decir eso. Tú la tienes a ella. Yo…».

«Estarás mejor sola, créeme. Es mejor estar solo que con alguien que no te entiende».

«¡Qué razón tienes!», dijo, y esbozó una sonrisita tímida. «¿Sabes una cosa? Una vez intenté que un perro me montara. Fue tan ridículo. Al final, me mordió en el muslo».

«Deberías haber probado con un burro: son más dóciles».

Habíamos llegado al extremo del puente.

«Vas a intentar juntar algo de dinero para mí, ¿verdad?», dijo.

«Pues claro que sí. Y no te olvides de fingir que has cambiado de opinión. De lo contrario, habrá una escena espantosa».

Hubo una escena, como yo había previsto, pero en cuanto Stasia cedió, acabó como un chaparrón de primavera. Sin embargo, para mí fue no sólo deprimente, sino humillante, contemplar la pena de Mona. Al llegar, la encontramos en el retrete llorando a lágrima viva. Había encontrado la maleta hecha, el baúl cerrado y la habitación de Stasia en un estado de absoluto desorden. Supo que esa vez se iba de verdad.

Lo más natural era que me acusase de haber inspirado la decisión. Por fortuna, Stasia lo negó con vehemencia. Entonces, ¿por qué había decidido marcharse? A eso Stasia respondió débilmente que estaba harta de todo. Entonces, bang, bang, como balas, saltaron las preguntas increpadoras de Mona. ¿Cómo puedes decir una cosa así? ¿Adonde vas a ir? ¿Qué he hecho yo para que te vuelvas contra mí? Habría podido disparar cien tiros más así. El caso es que con cada reproche su histeria aumentaba; sus lágrimas se convirtieron en sollozos y los sollozos en gemidos.

Que fuera a tenerme sólo para ella carecía de importancia. Era evidente que yo no existía, salvo como una espina en su costado.

Como digo, Stasia cedió por fin, pero no hasta que Mona hubo estallado en cólera y suplicado y rogado. Me pregunté por qué había permitido que la escena durara tanto. ¿Estaría disfrutando? ¿O tanto la asqueaba, que había acabado fascinándola? Me pregunté qué habría pasado, si yo no hubiera estado de su lado.

Fui yo el que no pudo soportar más, yo quien se dirigió a Stasia y le rogó que reconsiderara su decisión.

«No te vayas aún», le rogué. «Te necesita de verdad. Te ama, ¿no lo ves?».

Y Stasia respondió: «Pero ésa es la razón por la que debo irme».

«No», dije yo, «si alguien debe irse, soy yo».

(En ese momento lo decía en serio, además).

«Por favor», dijo Mona, «¡no te vayas tú tampoco! ¿Por qué habíais de iros ninguno de los dos? ¿Por qué? ¿Por qué? Os quiero tener a los dos. Os necesito. Os amo».

«Ya hemos oído eso antes», dijo Stasia, como si su decisión fuera aún inquebrantable.

«Pero es que lo digo en serio», dijo Mona. «No soy nada sin vosotros. Y ahora que por fin sois amigos, ¿por qué no podemos vivir todos en paz y armonía? Haré cualquier cosa que me pidáis. Pero ¡no me dejéis, por favor!».

Volví a dirigirme a Stasia. «Tiene razón», dije. «Esta vez puede resultar bien. Tú no tienes celos de mí… ¿por qué habría yo de tener celos de ti? Piénsalo, ¿quieres? Si soy yo quien te preocupa, puedes estar tranquila. Quiero verla feliz, nada más. Si conservarte a nuestro lado la hace feliz, en ese caso, ¡quédate! Tal vez aprenda también yo a estar feliz. Por lo menos, me he vuelto más tolerante, ¿no crees?». Le dediqué una sonrisa extraña. «Anda. ¿Qué dices? No irás a arruinar tres vidas, ¿verdad?».

Se dejó caer en una silla. Mona se arrodilló a sus pies y le puso la cabeza en el regazo, después alzó la vista despacio y miró a Stasia suplicante.

«Te quedarás, ¿verdad?», le suplicó.

Stasia la apartó con suavidad.

«Sí», dijo. «Me quedaré. Pero con una condición. No tiene que haber más escenas».

Ahora los ojos de las dos estaban clavados en mí. Al fin y al cabo, yo era el culpable. Era yo quien había instigado todas las escenas. ¿Iba a portarme bien? Ésa era su pregunta muda.

«Ya sé lo que estáis pensando», dije. «Lo único que puedo decir es que haré todo lo posible».

«¡Di algo más!», dijo Stasia. «Dinos cómo te sientes en realidad ahora».

Sus palabras me hicieron despertar. Tuve la desagradable sensación de que se había dejado llevar por la actuación. ¿Era necesario ponerme en la parrilla… en ese momento? Como de verdad me sentía, si me atrevía a hablar claro, era como un granuja. Un perfecto granuja. Desde luego, en ningún momento se me había ocurrido, al hacer la sugerencia, que nos veríamos obligados a llevar la farsa hasta esos extremos. Una cosa, y de acuerdo con nuestro trato, era que cediese y otra muy distinta exigirme promesas solemnes, indagar mis sentimientos más íntimos.

Tal vez no hubiéramos sido sino actores, hasta cuando creíamos ser sinceros. O todo lo contrario. Me estaba entrando confusión. De repente, me pareció, con claridad, que probablemente Mona, la actriz, fuese la más sincera de todos. Al menos, sabía lo que quería.

Todo eso me pasó por la cabeza como un relámpago.

Mi respuesta, y era la verdad, fue: «Para ser sincero, no sé cómo me siento. No sé si me quedan sentimientos. De todos modos, no quiero volver a oír hablar de amor, nunca más…».

Así acabó la cosa, en un fracaso. Pero Mona estaba muy contenta. Stasia también, al parecer.

Ninguno de nosotros había resultado gravemente herido. Veteranos, eso éramos.

Y ahora no paro de un lado para otro, como un sabueso, a fin de juntar dinero, para que Stasia pueda marcharse, es de suponer. Ya he visitado tres hospitales, para intentar vender sangre. La sangre humana se cotiza ahora a veinticinco dólares el medio litro. No hace mucho eran cincuenta dólares, pero ahora hay demasiados donantes hambrientos.

Era inútil perder más tiempo en esa dirección. Mejor pedir el dinero prestado. Pero ¿a quién? No se me ocurría nadie que pudiera ofrecerme más de uno o dos pavos. Stasia necesitaba por lo menos cien dólares. Mejor aún habrían sido doscientos.

¡Si al menos hubiera sabido cómo llegar hasta aquel millonario depravado! Me acordé de Ludwig, el taquillero loco… ¡otro depravado!, pero con un corazón de oro, según decía siempre Mona. Pero ¿qué le iba a decir?

Pasaba por delante de Grand Central Station. Se me ocurrió bajar al subsuelo, donde se reunían los repartidores, a ver si había alguno que me recordara. (Costigan, con quien siempre podía contar, había muerto). Bajé y miré al personal. No reconocí a nadie.

Al subir la rampa hacia la calle, recordé que Doc Zabriskie vivía por allí. En un santiamén estaba hojeando la guía de teléfonos. Por supuesto, ahí lo tenía: en la Calle Cuarenta y Cinco Oeste. Levanté el ánimo. Ése era un tipo con el que podía contar sin duda. A menos que estuviese sin un céntimo, lo que era muy poco probable, ahora que había abierto un consultorio en Manhattan. Apreté el paso. Ni siquiera me preocupé de la clase de patraña que iba a inventar… En otro tiempo, cuando lo visitaba para que me empastara una muela, él era el que me preguntaba si necesitaba un poco de pasta. A veces se lo rechazaba, avergonzado de mí mismo por aprovecharme de una persona tan buena. Pero eso era allá por el siglo XVIII.

Mientras me apresuraba, recordé de pronto la dirección de su antiguo consultorio. En aquel edificio de ladrillo y de tres pisos donde en tiempos había yo vivido con la viuda, Carlotta. Todas las mañanas subía los cubos de la basura del sótano y los dejaba en la acera. Ésa era una de las razones por las que Doc Zabriskie se había encariñado conmigo… porque no me avergonzaba de mancharme las manos. Era tan ruso, según él. Como una página de Gorki… ¡Cómo le gustaba charlar conmigo sobre sus autores rusos! Qué entusiasmo sintió, cuando le enseñé aquel poema en prosa que había escrito sobre Jim Londos, Londos el pequeño Hércules, como lo llamaban. Él los conocía a todos: Strangler Lewis, Zbysco, Earl Caddock, Farmer no sé qué más… a todos ellos. Y, mira por dónde, yo escribía como un poeta —¡qué estilo!: lo había dejado turulato— sobre su gran favorito, Jim Londos. Recuerdo que aquella tarde me puso un billete de diez dólares en la mano, cuando me marchaba. En cuanto al manuscrito, insistió en quedárselo… para enseñárselo a un cronista deportivo que conocía. Me pidió que le mostrara otras cosas que hubiera escrito. ¿Había escrito algo sobre Scriabin? ¿O sobre Alekhine, el campeón de ajedrez? «Vuelve pronto», me pidió. «Ven cuando quieras, aunque no necesites arreglarte las muelas». Y de vez en cuando volvía, no ya para charlar sobre ajedrez, lucha libre y piano, sino con la esperanza de que me deslizara en la mano un billete de cinco pavos o incluso de uno, al marcharme.

Al entrar en el consultorio, iba intentando recordar cuántos años hacía que había hablado con él por última vez. Sólo había dos o tres clientes en la sala de espera. No era como en los viejos tiempos, cuando sólo había sitio para esperar de pie y mujeres con mantón y los ojos enrojecidos esperaban sentadas sujetándose la mejilla hinchada, algunas con un mocoso en los brazos y todas ellas pobres, humildes, esclavizadas, capaces de esperar durante horas. El nuevo consultorio era diferente. Los muebles parecían recién comprados, lujosos y cómodos, había cuadros en la pared —buenos— y todo era silencioso, hasta el torno. Pero no había samovar.

Apenas acababa de sentarme, cuando se abrió la puerta de la cámara de tortura para dejar salir a un cliente. Se me acercó al instante, me estrechó la mano, cordial, y me rogó que esperara unos minutos. Esperaba que no fuera nada grave. Le dije que no tenía prisa. Unas muelas picadas, nada más. Volví a sentarme y cogí una revista. Mientras contemplaba las ilustraciones, decidí que lo mejor que podía decir era que iban a operar a Mona. Un tumor en la vagina, o algo así.

Con Doc Zabriskie, por lo general «unos minutos» significaba una o dos horas. Sin embargo, esa vez no. Ahora todo funcionaba con suavidad y eficacia.

Me senté en el gran sillón y abrí la boca de par en par. Sólo había una pequeña caries; iba a empastarla al instante. Mientras trabajaba con el torno, me atosigaba con preguntas: ¿cómo me iban las cosas? ¿Seguía escribiendo? ¿Tenía hijos? ¿Por qué no había ido a visitarlo antes? ¿Cómo estaba Fulano? ¿Seguía montando en bicicleta? A todas esas preguntas yo respondía con gruñidos y girando los ojos.

Por fin, acabó.

«¡No te vayas aún!», dijo. «¡Tómate una copa conmigo primero!». Abrió un armario y sacó una botella de scotch excelente, y después acercó un taburete y se sentó junto a mí. «Ahora, ¡cuéntame de ti!».

Tuve que hacer un preámbulo bastante largo antes de llegar al asunto. Es decir, nuestra situación actual, financiera y en otros sentidos. Por fin lo solté abruptamente: el tumor. Al instante me dijo que tenía un buen amigo, cirujano excelente, que haría el trabajo gratis. Eso me dejó perplejo. Lo único que pude decir fue que ya estaba encargado otro, que ya había adelantado cien dólares por el importe de la operación.

«Comprendo», dijo. «Es una lástima». Se quedó un momento pensando y después me preguntó: «¿Cuándo tienes que disponer del resto?».

«Pasado mañana».

«Vamos a hacer una cosa», dijo. «Te voy a dar un cheque para ese día. En este momento mi cuenta en el Banco está baja, muy baja. ¿Cuánto necesitas exactamente?».

Dije que doscientos cincuenta dólares.

«Qué lástima», dijo. «Podrías haberte ahorrado ese gasto».

De repente sentí remordimiento.

«Oye», dije. «¡Olvídalo! No quiero dejarte pelado».

No quiso escucharme. Me explicó que la gente tardaba en pagar las facturas, nada más. Sacó un libro mayor y se puso a pasar hojas.

«A finales de mes tengo que cobrar más de tres mil dólares. Como ves», dijo sonriendo, «no soy pobre precisamente».

Con el cheque seguro en el bolsillo, me demoré un rato para salvar las apariencias. Cuando por fin me acompañó hasta el ascensor —yo ya tenía un pie dentro—, dijo: «Más vale que me llames antes de ir a cobrar ese cheque… sólo para estar seguro de que hay fondos. No te olvides, ¿eh?».

«Descuida», dije, y me despedí con la mano.

El mismo corazón de oro, pensé, mientras descendía el ascensor. Lástima que no se me hubiera ocurrido pedirle también un poco de suelto. Ahora lo que necesitaba era un café y un trozo de tarta. Me tenté el bolsillo. Sólo me quedaban unos centavos. La misma historia de siempre.

Al acercarme a la biblioteca en la esquina de la Quinta Avenida y la Calle Cuarenta y Dos, me encontré ponderando los pros y los contras de hacerme limpiabotas. Me pregunté por qué se me habría ocurrido semejante idea. Me acercaba a los cuarenta e iba pensando en lustrar los zapatos de los demás. ¡Cómo deriva el pensamiento!

Frente a la explanada guardada por los plácidos leones de piedra, sentí el impulso de visitar la biblioteca. Ahí arriba, en la gran sala de lectura, siempre se estaba a gusto y calentito. Además, de repente había empezado a sentir curiosidad por cómo les habría ido a mi edad a otros escritores. (También existía la posibilidad de que me tropezara con un conocido y pudiera tomarme el café y el trozo de tarta). Una cosa era segura: no había necesidad de buscar en la vida privada de autores como Gorki, Dostoievski, Andreiev o cualquier otro de su raza. Tampoco en la de Dickens. ¡Jules Verne! Ése era un escritor de cuya vida no sabía nada en absoluto. Podría ser interesante. Al parecer, algunos autores nunca tuvieron vida privada; todo iba a parar a sus libros. De otros, como Strindberg, Nietzsche, Jack London… conocía sus vidas casi tan bien como la mía.

Sin duda, lo que esperaba era dar con una de esas vidas que no comienzan en parte alguna, que nos conducen a través de ciénagas y salinas, que pasan sin plan, al parecer, sin objeto, y después surgen a borbotones como surtidores y nunca cesan de brotar, ni siquiera con la muerte. Lo que quería asir —¡como si se pudiesen asir cosas tan impalpables!— era el punto crucial en la evolución de un genio, cuando de la dura y seca roca sale agua de repente. Así como los vapores celestes se concentran con el tiempo en vastas vertientes, donde se convierten en arroyos y ríos, así también en el espíritu y en el alma, pensé, debe de existir siempre ese depósito que espera verse transformado en palabras, oraciones, libros, verse sumergido de nuevo en el océano del pensamiento.

Se suele decir que sólo mediante esfuerzos y tribulaciones nos abrimos camino. ¿Era eso lo que iba a encontrar —nada más— recorriendo las páginas biográficas? ¿Eran los creadores seres atormentados que sólo encontraban salvación en la lucha con los medios de expresión del arte? En el mundo humano la belleza iba unida al sufrimiento y el sufrimiento a la salvación. Nada así se daba en la Naturaleza.

Ocupé un asiento en la sala de lectura con un gran diccionario biográfico delante. Tras leer aquí y allá me sumí en una meditación. Seguir mis propios pensamientos me resultó más apasionante que husmear en las vidas de fracasados célebres. Si podía seguir mis tortuosos caminos, bajo las raíces, tal vez me tropezara con la corriente que me llevase al aire libre. Recordé las palabras de Stasia: la necesidad de conocer a un espíritu afín, para crecer, para dar fruto. Hablar de literatura con los amantes de ella era inútil. Había conocido ya muchos que hablaban sobre ese tema con mayor brillantez que escritor alguno. (Y nunca escribirían una línea). ¿Existía alguien, en realidad, que pudiera hablar con sagacidad de los procesos secretos?

La gran pregunta era la eterna y, al parecer, sin respuesta: ¿qué tengo yo para contar al mundo de tan desesperada importancia? ¿Qué tengo yo para decir que no se haya dicho antes, y que no hayan dicho antes, y miles de veces, hombres infinitamente más dotados? ¿Era pura egolatría esa necesidad compulsiva de ser escuchado? ¿En qué sentido era yo único en mi género? Porque, si no lo era, sería como añadir una cifra a una cantidad astronómica e incalculable.

Pasé de una cosa a otra —¡un Träumerei delicioso!— hasta que me encontré meditando sobre el aspecto más apasionante del problema de un escritor: los comienzos. El modo de empezar un libro constituía un mundo en sí. ¡Qué diferentes, qué originales eran las primeras páginas de los grandes libros! Algunos autores eran como grandes aves de presa; revoloteaban sobre su creación, arrojando sombras dentadas sobre sus palabras. Otros, como pintores, comenzaban con pinceladas delicadas y espontáneas, guiados por un instinto seguro, cuyo fin resultaría claro en la aplicación del volumen y el color. Unos te llevaban de la mano como soñadores, se complacían demorándose en las fronteras del sueño, y sólo con lentitud exasperante se decidían a revelar lo que era manifiestamente inexpresable. Había otros que, como si estuvieran encaramados en torres de control, sentían intenso goce dando a los interruptores y haciendo centellear luces; en su caso todo estaba trazado con claridad y audacia, como si sus pensamientos fueran otros tantos trenes entrando en la estación. Y después estaban los que, ya fueran dementes o alucinados, empezaban al azar con gritos roncos, burlas y maldiciones, los que estampaban sus pensamientos no en la página, sino a través de ella, como máquinas desenfrenadas. Todos esos métodos, por variados que fuesen, eran sintomáticos de la personalidad, no exposiciones de técnicas meditadas. La forma de comenzar un libro era la forma de hablar o caminar de un autor, su forma de ver la vida, su modo de armarse de valor o de ocultar sus pensamientos. Unos empezaban viendo con claridad el fin; otros empezaban a ciegas, y cada renglón era una plegaria muda que conducía al siguiente. ¡Qué penosa prueba la de alzar el velo así! ¡Qué riesgo estremecedor el de desnudar a la momia! Ninguno, ni siquiera el más grande, podía estar seguro de lo que le correspondería presentar a los ojos profanos. Una vez lanzado, cualquier cosa podía suceder. Era como si, al coger el lápiz en la mano, convocara a los «arcontes». ¡Sí, los arcontes! Esas entidades misteriosas, esas enzimas cósmicas, que actúan en todas las semillas, que dirigen la creación, estructural y estética, de todas las flores, todas las plantas, todos los árboles, todos los universos. Un fermento eterno del que nacían la ley y el orden.

Y, mientras esos invisibles realizaban su tarea, el autor —¡qué nombre tan inapropiado!— vivía y respiraba, cumplía con los deberes de cabeza de familia, preso, vagabundo, de lo que quiera que fuese, y, mientras pasaban los días, o los años, el rollo se desenrollaba, la tragedia (la suya y la de sus personajes) se desarrollaba, y sus humores variaban como el tiempo de un día para otro, sus energías aumentaban y disminuían, sus pensamientos bullían como un torbellino, y el fin se acercaba cada vez más, cielo que, aun cuando no se lo hubiera ganado, debía forzar, porque lo que está empezado debe acabarse, consumarse, aunque sea en la cruz.

¿Qué necesidad de estudiar el gusano o la hormiga? Pensemos, sólo por un instante, en víctimas voluntarias como Blake, Boehme, Nietzsche, en Hólderlin, Sade, Nerval, en Villon, Rimbaud, Strindberg, en Cervantes o Dante, o incluso en Heine u Oscar Wilde. Y yo, ¿sumaría yo mi nombre a esa multitud de mártires ilustres? ¿Hasta qué otras profundidades de degradación tenía que hundirme antes de adquirir el derecho a incorporarme a las filas de esos chivos expiatorios?

Como en los paseos interminables hacia la sastrería y de vuelta a ella, de repente fui presa de la necesidad de escribir. Todo en la cabeza, desde luego. Pero ¡qué páginas maravillosas, qué fraseología magnífica! Con los ojos entornados, me repantigué aún más en el asiento y escuché la música que brotaba de las profundidades. ¡Qué libro era aquél! Si no mío, ¿de quién, entonces? Estaba embelesado. Embelesado y, aun así, entristecido, humillado, castigado. ¿De qué servía convocar a estos obreros invisibles? ¿Por el placer de sumergirse en el océano de la creación? ¡Nunca, mediante un esfuerzo consciente, nunca con el lápiz en la mano, podía invocar semejantes pensamientos! Todo aquello que con el tiempo firmara con mi nombre sería marginal, periférico, las divagaciones de un idiota luchando por consignar el caprichoso vuelo de una mariposa… No obstante, era consolador saber que podía uno ser cómo una mariposa.

¡Y pensar que, para que toda esa riqueza, la riqueza del caos primitivo, sea comestible y potable, hay que imbuirla con las nimiedades homéricas de la rutina diaria, con el drama redundante de seres humanos mezquinos cuyos sufrimientos y aspiraciones tienen, incluso para los oídos mortales, el monótono zumbido de molinos de viento girando en un espacio despiadado! Lo trivial y lo grandioso: separados por unos centímetros. Alejandro muriendo de neumonía en las desoladas extensiones de Asia; César, con toda su púrpura, demostrándose mortal ante una pandilla de traidores; Blake cantando al morir; Damien despedazado en el torno y gritando como mil águilas retorcidas… ¿qué importaba y a quién? Un Sócrates atado a una esposa regañona, un santo atormentado con mil calamidades, un profeta embreado y emplumado… ¿con qué fin? Todo molienda para el molino, datos para los historiadores y los cronistas, veneno para el niño, caviar para el maestro de escuela. Y con ello y a través de ello, abriéndose camino como un borracho inspirado, el escritor cuenta su historia, vive y respira, se ve honrado o deshonrado. ¡Qué papel! ¡Que Jesús nos proteja!

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