Nexus

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Capítulo XIII

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Capítulo XIII

A veces me sentaba ante la máquina durante horas sin escribir un renglón. Mis pensamientos, excitados por una idea, muchas veces descabellada, acudían demasiado rápidos como para transcribirlos. Me veía arrastrado al galope, como un guerrero herido y atado a su carro.

En la pared a mi derecha había toda clase de apuntes clavados con tachuelas: una larga lista de palabras, palabras que me fascinaban y que me proponía intercalar, aunque fuera, en caso necesario, por los pelos; reproducciones de cuadros, de Uccello, della Francesca, Brueghel, Giotto, Memling; títulos de libros de los que tenía intención de plagiar pasajes con habilidad; frases hurtadas a mis autores favoritos, no para citarlas, sino para que me recordaran cómo retorcer las ideas; por ejemplo: «el gusano que le roía la vejiga» o «la pupila que había desglutinizado detrás de su frente». En la Biblia había tiras de papel que indicaba pasajes en los que se encontraban joyas. La Biblia era una auténtica mina de diamantes. Siempre que leía un pasaje me sentía embriagado. En el diccionario había marcas que indicaban listas de un tipo o de otro: flores, aves, árboles, reptiles, gemas, venenos y demás. En resumen, me había fortificado con un arsenal completo.

Pero ¿cuál es el resultado? Al reflexionar sobre una palabra como praxis, por ejemplo, o pleroma, mi cabeza vagaba como una avispa borracha. Podía acabar en un esfuerzo desesperado por recordar el nombre de aquel compositor ruso, el místico, o teósofo, que había dejado inacabada su obra más importante. Aquel de quien alguien había escrito: «el mesías en su propia imaginación, que había soñado con guiar a la humanidad hasta “la última fiesta”, que se había imaginado ser Dios y todo, incluido él mismo, su propia creación, que había soñado con destruir el universo con la fuerza de su música, murió a consecuencia de un grano». Scriabin, ése era. Sí, Scriabin podía hacerme desvariar durante días. Siempre que su nombre me venía a la cabeza volvía a encontrarme de nuevo en la Segunda Avenida, en la parte trasera de un café, rodeado de rusos (blancos, por lo general) y judíos rusos, escuchando a un genio desconocido dándole a las sonatas, preludios y études del divino Scriabin. De Scriabin a Prokofiev, la noche que lo escuché por primera vez, en Carnegie Hall probablemente, en lo alto del gallinero, y tan emocionado, que cuando me levantaba para aplaudir o gritar —en aquella época todos gritábamos como locos—, casi me caía de cabeza hacia las filas de abajo. Era una figura alta y enjuta, vestida con levita, como salida de Drei Groschen Oper, como Monsieur les Pompes Fúnebres. De Prokofiev a Luke Ralston, ya desaparecido, otro asceta, con cara parecida a una mascarilla mortuoria de Monsieur Arouet. Buen amigo, Luke Ralston, quien, tras visitar las sastrerías de toda la Quinta Avenida con sus muestrarios de lanas importadas, se marchaba a casa y practicaba Heder alemanes, mientras su querida y anciana madre, que lo había arruinado a base de amor, le hacía nudillos de cerdo y sauerkraut y le decía por enésima vez lo buen hijo que era y lo mucho que lo amaba. Por desgracia, su fina y cultivada voz era demasiado débil para habérselas con las cargadas melodías de su amado Hugo Wolf, con las que siempre sazonaba su programa. A los treinta y tres años murió… de neumonía, dijeron, pero probablemente fuera de pena… Y entre medias acuden recuerdos de otras figuras olvidadas: Minnesinger, flautistas, violoncelistas, pianistas con faldas, como aquella, tan fea, que siempre incluía el Carnaval de Schuman en su programa. (Me recordaba tanto a Maude: la monja convertida en virtuosa). Había también otros, de cabello corto y de cabello largo, todos perfectos, como puros habanos. Algunos, con pecho de toro, podían hacer añicos las arañas de luz con sus gritos wagnerianos. Otras parecían encantadoras Jessicas, peinadas con rayas en medio y con el cabello muy liso: madonnas afables (judías la mayoría), a quienes aún no había dado por saquear la nevera a cualquier hora de la noche. Y después las violinistas, con falda, zurdas a veces, muchas pelirrojas o de cabello color naranja sucio y pecho que ponía obstáculos al arco…

Sólo con examinar una palabra, ya digo. O un cuadro, o un libro. Sólo el título, a veces. Como Heart of Darkness o Under the Autumm Star. ¿Cómo empezaba ese cuento maravilloso? Voy a echar un vistazo. Leía unas páginas, después tiraba el libro al suelo. Inimitable. ¿Y cómo había empezado yo? Volvía a leerlo desde el principio, el comienzo de mi Paul Morphy imaginario. Endeble, muy endeble. Se cae algo de la mesa. Me agacho a recogerlo. Ahí, a cuatro patas, una grieta del suelo me intriga. Me recuerda algo. ¿Qué? Me quedo así, como esperando a que me «cubran», como una oveja. Por la chola me pasan pensamientos a toda velocidad y salen por la abertura de la coronilla. Cojo una libreta y anoto unas palabras. (Lo que se había caído de la mesa era una caja de cerillas). Cómo intercalar esos pensamientos en la novela. Siempre el mismo dilema. Y después recuerdo Twelve men. ¡Si al menos pudiera escribir una pequeña sección que tuviese el calor, la ternura, el patetismo de ese capítulo sobre Paul Dressler! Pero yo no soy un Dreiser. Y no tengo a un hermano Paul. Quedan muy bien lejos las orillas del Wabash. Lejos, mucho más lejos que Moscú o Kronstadt, o que la cálida y tan romántica Crimea. ¿Por qué?

Rusia, ¿adonde nos llevas? ¡Adelante! Ech konee, konee!

Recuerdo a Gorki, el ayudante de panadero, con la cara blanca de harina, y al gran campesino alto y grueso (en camisón) revolcándose en el barro con sus queridas cerdas. La universidad de la vida. Gorki: madre, padre, camarada. Gorki, el amado vagabundo, que, errando, llorando, orinando, rezando o maldiciendo, escribe. Gorki: que escribió con sangre. Un escritor auténtico como el reloj de sol…

Con sólo mirar un título, ya digo.

Así, como un concierto para piano con la mano izquierda, pasaba el día. Bastante suerte sería tener una o dos páginas para enseñar, pese a la tortura y la inspiración. ¡Escribir! Era como arrancar un zumaque por las raíces. O como buscar mandrágoras.

Cuando de vez en cuando Mona me preguntaba: «¿Cómo va, querido Val?», sentía deseos de taparme la cara entre las manos y sollozar.

«¡No hagas demasiados esfuerzos, Val!».

Pero sí que he hecho esfuerzos. He hecho esfuerzos y más esfuerzos hasta que no queda ni una gota de caca en mi interior. Muchas veces, justo cuando dice: «¡La cena está lista!», empieza a salir la corriente. ¡Qué leche! Tal vez después de cenar. Quizá después de que ella se haya quedado dormida. Mañana.

En la mesa hablo de la obra como si fuera otro Alejandro Dumas o un Balzac. Siempre lo que me proponía hacer, nunca lo que había hecho. Tengo genio para lo impalpable, para lo caótico, para lo nonato.

«¿Y cómo has pasado el día ?», decía yo a veces. «¿Cómo te han ido las cosas a ti?». (Más por librarme de los diablos que me atormentaban que por escuchar las trivialidades que ya me sabía de memoria).

Mientras escuchaba con un oído, veía a Pop esperando como un galgo el hueso que había de recibir. ¿Tendría bastante grasa? ¿Se le astillaría en la boca? Y después recordaba que lo que ése esperaba en realidad no eran las páginas del libro, sino un bocado más suculento: ella. Se mostraba paciente, se contentaba —al menos, por un tiempo— con discusiones literarias. Mientras ella conservara su aspecto encantador, mientras siguiese llevando los preciosos vestidos que la instaba a elegir, mientras aceptara de buen grado todos los favorcitos con que la colmaba. En otras palabras, mientras ella lo tratara como a un ser humano. Mientras no se avergonzase de que la vieran con él. (¿Creía de verdad, como ella afirmaba, que tenía aspecto de sapo?). Con los ojos entornados, yo lo veía esperando, esperando en una esquina, o en el vestíbulo de un hotel semielegante o en un café extravagante (en otra encarnación), un café como «Zum Hiddigeigei». Siempre lo veía vestido como un caballero, con o sin botines o bastón. Una especie de millonario discreto, comerciante de pieles o corredor de Bolsa, no el tipo depredador, sino, como indicaba la panza, el tipo que prefiere las cosas buenas de la vida al dólar todopoderoso. Un hombre que en tiempos tocaba el violín. Un hombre de buen gusto, sin lugar a dudas. En resumen, no era ningún lelo. Corriente tal vez, pero no ordinario. Sobresaliente por su discreción. Probablemente lleno de semillas de sandía y otras pepitas. Y cargado con una esposa inválida, a la que ni se le ocurriría ofender. («¡Mira, querida, lo que te he traído! Arenque de Maatjens, salmón y un frasco de cuernos en salmuera del país de los renos»).

Y cuando lee las primeras páginas, ese millonario de poca monta, exclamará: «¡Ajá! ¡Aquí hay gato encerrado!». O, adormeciendo su aguda inteligencia, se limitará a murmurar para sus adentros: «Un disparate encantador, una historia de la Edad de las Tinieblas».

Y nuestra casera, la buena de la señora Skolsky, ¿qué pensaría, si echara un vistazo a estas páginas? ¿Se le humedecerían las bragas con la excitación? ¿O bien oiría música donde sólo hubiera perturbaciones sismográficas? (Me la imaginaba corriendo a la sinagoga en busca de los cuernos de carnero). Un día ella y yo tenemos que poner las cosas en claro, en relación con el trabajo del escritor. Más strudels, más Sirota o… el garotte. ¡Si al menos yo supiera un poco más de yiddish!

«¡Llámeme Reb!». Ésas fueron las palabras de despedida de Sid Essen.

¡Una tortura tan exquisita, el cuento de la literatura! Fantasías de manicomio combinadas con ataques de asfixia y lo que los suecos llaman mardrömmen. Imágenes rechonchas con tiaras de diamante. Arquitectura barroca. Logaritmos cabalísticos. Mezuzahs y rollos de oraciones. Frases prodigiosas. («¡Que nadie», dijo el alca, «mire a este hombre con aprecio!»). Cielos de cobre verde azulino, adornado con estrías de encaje; varillas de sombrero, graffitti obscenos. Balaam el asno lamiéndose las partes traseras. Comadrejas recitando, pomposas, disparates. Una cerda menstruando…

Todo porque, como en cierta ocasión dijo Mona, yo tenía «la oportunidad de mi vida».

A veces me lanzaba con enormes alas negras. Entonces todo salía en batahola y batiburrillo. Páginas y páginas. Montones de páginas. Ninguna de ellas correspondía a la novela. Ni, siquiera, al Libro de las tinieblas perpetuas. Al releerlas, tenía la impresión de examinar un impreso antiguo: un cuarto en un edificio medieval, la vieja sentada en el orinal, el médico a su lado con tenazas al rojo vivo, un ratón escabullándose, cauteloso, hacia un trozo de queso en el rincón, cerca del crucifijo. Una escena de planta baja, por así decir. Un capítulo de la historia de la miseria eterna. Depravación, insomnio, glotonería posando como las tres gracias.

Todo escrito con azogue, bencina y permanganato de potasio.

Otro día mis manos podían pasearse por las teclas con la gracia propia de la zarpa asesina de un Borgia. Utilizando la técnica del staccato, imitaba a los sofistas y bromistas de los gibelinos. O los representaba, como un saltimbanqui que actuara para un monarca meningítico.

El día siguiente era un cuadrúpedo: todo con el compás de cascos, coágulos de flemas, eructos y pedos. Un semental (ech!) corriendo por un lago helado con torpedos en las tripas. Todo bravura, por así decir.

Y después, como cuando amaina el huracán, manaba como una canción: con calma y suavidad, con el brillo constante del magnesio. Como si cantara el Bhagavad Gita. Un monje con mano color azafrán ensalzando la obra del Omnisciente. Ya no escritor. Un santo. Un santo enviado por el Sanedrín. ¡Dios bendiga al autor! (¿Tenemos aquí a un David?).

¡Qué gozo era escribir como un órgano en medio de un lago!

¡Mordedme, chinches! ¡Mordedme, mientras me queden fuerzas!

No lo llamé Reb desde el primer momento. Siempre decía: señor Essen. Y él siempre me llamaba señor Miller. Pero, si alguien nos hubiera oído hablar, habría pensado que nos conocíamos de toda la vida.

Estaba intentando explicárselo a Mona, una noche, echado en el sofá. Era una noche cálida y estábamos muy a gusto. Con una bebida fría a mi lado y Mona moviéndose por el cuarto en su corta combinación me sentía expansivo. (Además, había escrito unas páginas excelentes aquel día).

El monólogo había empezado, no a propósito de Sid Essen y su tienda-depósito de cadáveres, que yo había visitado el día antes, sino a propósito de un estado de ánimo desolador que solía apoderarse de mí, siempre que el tren elevado tomaba determinada curva. Debía de sentir la necesidad de hablar de ello porque el estado de ánimo sombrío contrastaba tanto con el de entonces, que solía ser sereno. Al pasar por aquella curva podía ver la ventana del piso donde fui a visitar por primera vez a la viuda… cuando estaba «cortejándola». Todas las semanas un tipo simpático, un judío parecido a Sid Essen, pasaba a recoger un dólar o un dólar con treinta y cinco centavos por los muebles que había comprado a plazos. Si no los tenía, decía: «Bueno, entonces la semana próxima». La pobreza, la pulcritud, la esterilidad de aquella vida era más deprimente para mí que la vida en el arroyo. (Allí hice mi primer intento de escribir. Con un trozo de lápiz, lo recuerdo bien. No escribí más de una docena de renglones: lo suficiente para convencerme de que carecía del menor talento). Cada día al ir y volver del trabajo, cogía ese mismo tren elevado, pasaba por delante de aquellas casas de madera, experimentaba el mismo estado de ánimo sombrío y aniquilador. Quería matarme, pero no tenía agallas. Tampoco podía separarme de ella. Lo había intentado, pero en vano. Cuanto más luchaba por liberarme, más amarrado quedaba. Incluso años después, cuando me había librado de ella, experimentaba la misma sensación al pasar por aquella curva.

«¿Cómo lo explicas?», le pregunté. «Era casi como si hubiera dejado una parte de mi ser en las paredes de aquella casa. Una parte de mí nunca se liberó».

Mona estaba sentada en el suelo, apoyada en una pata de la mesa. Parecía tranquila y relajada. Tenía ganas de escuchar. De vez en cuando me hacía una pregunta —sobre la viuda— de las que las mujeres suelen eludir. Bastaba con que me inclinara un poco para pasarle la mano por el coño.

Era una de esas noches extraordinarias en que todo conspira para fomentar la armonía y el entendimiento, cuando hablas con facilidad y naturalidad, incluso a tu esposa, de cosas íntimas. Sin prisa por llegar a sitio alguno, ni siquiera por echar un buen polvo, aunque la idea no dejaba de estar presente, revoloteando sobre la conversación.

Ahora estaba recordando esos viajes en el tren elevado de Lexington Avenue como desde una encarnación futura. No sólo parecían remotos: parecían inconcebibles. Nunca más volvería a asaltarme esa clase de abatimiento y desesperación: de eso estaba seguro.

«A veces creo que era por ser tan inocente. Me resultaba imposible creer que pudiese quedar atrapado de ese modo. Supongo que me habría encontrado mejor, habría sufrido menos, si me hubiera casado con ella, como deseaba hacer. ¿Quién sabe? Podríamos haber sido felices por unos años».

«Val, tú siempre dices que lo que te retenía era la compasión, pero creo que era amor. Creo que en realidad la amabas. Al fin y al cabo, nunca discutíais».

«Con ella no podía. Ésa era mi desventaja. Aún recuerdo cómo me sentía, cuando me paraba, cosa que hacía todos los días, a mirar su fotografía… en el escaparate de una tienda. Había tal mirada de pena en sus ojos, que me sobresaltaba. Día tras día volvía a mirarla a los ojos, a estudiar aquella expresión triste, a preguntarme la causa. Y después, tras habernos conocido por un tiempo, volvía a ver de nuevo esa expresión en sus ojos…, por lo general, cuando la había ofendido como un tonto y un atolondrado. La expresión era mucho más acusadora, mucho más devastadora, que palabra alguna…».

Ninguno de los dos hablamos por un rato. La brisa cálida y fragante agitaba los visillos. Abajo sonaba el fonógrafo. «Y te haré ofrendas, oh, Israel…». Mientras escuchaba, alargué la mano y le pasé los dedos por el coño.

«No quería entrar en este terreno», proseguí. «Quería hablar de Sid Essen. Ayer fui a visitarlo, a la tienda. El lugar más desolado y lúgubre que te puedas imaginar. Y enorme. Ahí se pasa el día sentado leyendo o, si llega un amigo, juega una partida de ajedrez. Intentó cargarme de regalos: camisas, calcetines, corbatas, lo que deseara. Era difícil rechazárselo. Como tú dijiste, es un hombre que está muy solo. Va a ser difícil librarse de sus garras… Oh, pero casi se me olvida lo que había empezado a contarte. ¿Qué te imaginas que estaba leyendo, cuando llegué?».

«¡Dostoievski!».

«No, intenta adivinarlo otra vez».

«Knut Hamsun».

«No. La historia de Genji de la Dama Murasaki. No salgo de mi asombro. Al parecer, lo lee todo. A los rusos los lee en ruso, y a los alemanes en alemán. También puede leer en polaco y, por supuesto, en yiddish».

«Pop lee a Proust».

«¿Ah, sí? En fin, ¿sabes lo que está deseando hacer? Enseñarme a conducir. Tiene un “Buick” viejo de ocho cilindros que le gustaría prestarnos en cuanto yo sepa conducir. Dice que puede enseñarme en tres lecciones».

«Pero ¿por qué quieres conducir un coche?».

«Pero, si no quiero. Ahí está. Pero él piensa que sería bonito que te llevara de excursión de vez en cuando».

«No lo hagas. Val. Tú no estás hecho para conducir un coche».

«Eso es lo que le dije. Sería distinto, si me hubiera ofrecido una bici. Mira, sería divertido conseguir una bici de nuevo».

No dijo nada.

«No pareces muy entusiasmada con la idea», dije.

«Te conozco, Val. Si consigues una bici, no volverás a trabajar».

«Tal vez tengas razón. En fin, era una idea agradable. Además, estoy haciéndome viejo para montar en bici».

«¿Viejo?». Se echó a reír. «¿Viejo, ? Te imagino dando mucha guerra a los ochenta años. Eres otro Bernard Shaw. Nunca serás demasiado viejo para nada».

«Sí que seré, si tengo que escribir muchas novelas. Escribir agota, ¿no te das cuenta? Díselo a Pop alguna vez. Me pregunto si pensará que trabajas ocho horas escribiendo».

«No piensa en esas cosas, Val».

«Tal vez no, pero debe de hacerse preguntas sobre ti. La verdad es que es raro que una mujer guapa sea también escritora».

Se rió. «Pop no es tonto. Sabe que no soy una escritora nata. Lo único que quiere es que le demuestre que soy capaz de acabar lo que he empezado. Quiere que me discipline».

«Qué extraño», dije.

«No tanto. Sabe que me disperso, que voy en todas direcciones a la vez».

«Pero, si apenas te conoce. Debe de tener una gran intuición».

«Está enamorado de mí, ¿no es ésa la explicación? No se atreve a decirlo, por supuesto. Cree que es poco atractivo para las mujeres».

«¿Tan feo es de verdad?».

Sonrió. «No me crees, ¿eh? Pues, mira, nadie podría considerarlo guapo. Tiene el aspecto exacto de lo que es: un hombre de negocios. Y está avergonzado de ello. Es un hombre desdichado. Y su tristeza no contribuye a su atractivo».

«Casi me haces sentir compasión por él, pobre diablo».

«Por favor, no hables así de él. Val. No se lo merece».

Silencio por un rato.

«¿Recuerdas, cuando vivíamos con la familia de aquel médico en el Bronx, cómo me instabas a que echara un sueñecito después de cenar para poder ir a buscarte al baile a las dos de la mañana? Pensabas que debía poder hacer una cosita así por ti y despertarme fresco como una rosa, listo para presentarme al trabajo a las ocho de la mañana. ¿Recuerdas? Y lo hice —varias veces—, aunque casi me muero. Pensabas que un hombre debía ser capaz de hacer una cosa así, si de verdad quería a una mujer, ¿no?».

«Entonces era muy joven. Además, nunca quise que siguieras en ese trabajo. Tal vez esperara que, si te agotabas así, lo dejarías».

«Ya lo creo que lo conseguiste y nunca te lo agradeceré bastante. Si hubiera dependido de mí, probablemente seguiría allí, contratando y despidiendo a gente». Pausa. «Y después, justo cuando todo iba sobre ruedas, las cosas se torcieron. Me hiciste pasar malos ratos, ¿sabes? O tal vez te los hice pasar yo a ti».

«No empecemos con eso otra vez, Val, por favor».

«De acuerdo. No sé por qué lo he mencionado. Olvídalo».

«Mira, Val, las cosas nunca van a ser fáciles para ti. Si no soy yo quien te haga desgraciado, será otra persona. Tú te buscas los problemas. Tal vez necesites sufrir. Sufrir nunca te matará, eso te lo aseguro. Pase lo que pase, saldrás adelante, siempre. Eres como un corcho en el agua. Se te empuja hasta el fondo y vuelves a la superficie. A veces me espanta, las profundidades hasta las que puedes hundirte. Yo no soy así. Mi vigor es físico, el tuyo es… iba a decir espiritual, pero no es eso exactamente. Es animal. Tienes una fuerte constitución espiritual, pero hay también en ti una naturaleza animal más fuerte que en la mayoría de los hombres. Quieres vivir…, vivir a toda costa…, ya sea como hombre, animal, insecto o germen…».

«Puede que tengas razón en eso», dije. «Por cierto, nunca te he contado, ¿verdad?, la extraña experiencia que tuve una noche, cuando estabas fuera. Con un sarasa. Fue ridículo, en realidad, pero entonces a mí no me pareció divertido».

Me miraba con los ojos muy abiertos, con expresión de sobresalto.

«Sí, fue después de que te marcharas. Estaba tan desesperado por reunirme contigo, que me daba igual lo que hubiera que hacer para lograrlo. Intenté conseguir trabajo en un barco, pero fue inútil. Después, una noche, en el restaurante italiano de la ciudad alta…, ya sabes cuál…, me encontré con un tipo que había conocido allí antes…, un decorador de interiores, creo que era. En fin, un tipo muy decente. Mientras hablábamos…, era sobre The Sun also Rises…,[2] se me ocurrió pedirle el dinero para el pasaje. Tuve la sensación de que me lo daría si yo conseguía conmoverlo lo suficiente. Hablando de ti y de lo desesperado que estaba por reunirme contigo, los ojos se me llenaron de lágrimas. Lo vi enternecerse. Al final, saqué la cartera y le enseñé tu fotografía, ésa que tanto me chifla.

Quedó impresionado. “¡Es una belleza!”, exclamó. “Extraordinaria de verdad. ¡Qué pasión, qué sensualidad!”. “¿Comprendes lo que quiero decir?”, dije. “Sí”, dijo él, “comprendo que cualquiera haría locuras por una mujer así”. Dejó la foto sobre la mesa, como para estudiarla, y pidió de beber. No sé por qué, de repente se puso a hablar del libro de Hemingway. Dijo que conocía París, que había estado allí varias veces. Y cosas así».

Me interrumpí para ver qué efecto le causaba. Mona me miraba con una sonrisa curiosa.

«Sigue», dijo, «soy toda oídos».

«Pues, al final le dije que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por juntar el dinero para el pasaje. Él me preguntó: “¿Cualquier cosa?”. “Sí”, dije, “cualquier cosa, menos matar”. Entonces fue cuando comprendí lo que él estaba pensando. Sin embargo, en lugar de tirarme de la lengua, desvió la conversación hacia otros temas: las corridas de toros, la arqueología, temas todos que no venían a cuento. Empecé a desesperarme; se me escapaba de las manos. Escuché todo el tiempo que pude, después llamé al camarero y le pregunté cuánto le debía. “¿No quieres tomar otra copa?”, me preguntó. Le dije que estaba cansado, que quería volver a casa. De repente, cambió de frente. “A propósito de ese viaje a París”, dijo, “¿por qué no te vienes a mi casa un rato y lo hablamos? Tal vez pueda ayudarte”. Yo sabía lo que él quería, por supuesto, y se me cayó el alma a los pies. Me acobardé. Pero después pensé: “¡Qué leche! No puede obligarme a hacer lo que no quiera. Vamos a hablar de la cuestión…”. Me refería al dinero. Me equivocaba, por supuesto. En cuanto sacó su colección de fotos obscenas supe que no había nada que hacer. Debo reconocer que eran cosa fina… japonesas. El caso es que, mientras me las enseñaba, me puso una mano sobre la rodilla. De vez en cuando se paraba y se quedaba mirando una fijamente: “¿Qué te parece ésta?”. Después me miraba con expresión tierna e intentaba subirme la mano por el muslo. Por fin, lo aparté. “Me voy”, le dije. Entonces cambió de actitud. Puso cara de pena. “¿Por qué vas a ir ahora hasta Brooklyn?”, dijo. “Igual puedes pasar la noche aquí. No tienes por qué acostarte conmigo, si es eso lo que te preocupa. En la otra habitación hay un catre”. Se acercó a la cómoda y sacó un pijama para mí. Yo no sabía qué pensar, si lo decía de buena fe o… Vacilé. “En el peor de los casos”, me dije, “será una noche sin dormir”. “No tienes que marcharte a París mañana, ¿verdad?”, dijo. “Yo que tú, no me desanimaría tan rápido”. Observación ambigua, de la que no hice caso. “¿Dónde está el catre?”, dije. “Ya hablaremos de eso en otro momento”. Me acosté, manteniendo un ojo abierto por si acaso intentaba hacer una de sus gracias. Pero no lo hizo. Evidentemente, yo ya no lo atraía…, o tal vez pensaba que con un poco de paciencia conseguiría lo que buscaba. El caso es que no pegué ojo. Estuve dando vueltas hasta el amanecer, después me levanté, en absoluto silencio y me vestí. Mientras me metía los pantalones, descubrí un ejemplar de Ulises. Lo cogí y, tras sentarme junto a la ventana, leí el soliloquio de Molly Bloom. Sentí casi la tentación de marcharme con el libro. Pero se me ocurrió una idea mejor. Fui de puntillas hasta el pasillo, donde estaba el armario de la ropa, lo abrí sin hacer ruido y registré los bolsillos, cartera y todo. Lo único que encontré fue unos siete dólares y algo de calderilla. Lo cogí y me largué…».

«¿Y no has vuelto a verlo nunca?».

«No, nunca he vuelto a ese restaurante».

«Val, supongamos que te hubiera ofrecido el dinero del pasaje, si…».

«Es difícil responder a eso. Lo he pensado muchas veces desde entonces. Sé que no habría podido pasar por eso, ni siquiera por ti. En ciertas circunstancias, es más fácil ser mujer».

Se echó a reír. Estuvo riendo sin parar.

«¿Qué es lo que te hace tanta gracia?», le pregunté.

«¡Tú!», gritó. «¡Un hombre muy típico!».

«¿Cómo? ¿Habrías preferido que hubiera cedido?».

«No digo eso, Val. Lo único que digo es que reaccionaste de forma típicamente masculina».

De repente, me acordé de Stasia y de sus locas exhibiciones.

«Nunca me has dicho», dije, «qué fue de Stasia. ¿Fue por su causa por lo que perdiste el barco?».

«¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante idea? Ya te conté cómo perdí el barco, ¿no te acuerdas?».

«Es cierto. Pero no estaba escuchando atento. De todos modos, es extraño que no hayas tenido noticias de ella en todo este tiempo. ¿Dónde supones que puede estar?».

«En África, probablemente».

«¿En África?».

«Sí, la última noticia que tuve de ella fue que estaba en Argel».

«Hummmm».

«Sí, Val, para volver a tu lado tuve que prometer a Roland, el hombre que me llevó a Viena, que volvería en el barco con él. Acepté con la condición de que girara a Stasia el dinero para salir de África. No lo hizo. Hasta el último momento no descubrí que no lo había hecho. Entonces no tenía dinero para ponerte un telegrama y anunciarte el retraso. El caso es que no volví en el barco con Roland. Lo envié de vuelta a París. Le hice jurar que encontraría a Stasia y la llevaría a casa sana y salva. Ésa es la historia».

«¿No lo hizo, por supuesto?».

«No, es un niño mimado y débil, que sólo se preocupa de sí mismo. Había abandonado a Stasia y a su amigo austríaco en el desierto, cuando las cosas se pusieron demasiado feas. Los dejó sin un céntimo. Cuando me enteré, habría sido capaz de asesinarlo…».

«Entonces, ¿eso es todo lo que sabes?».

«Sí. Lo mismo podría estar muerta ahora».

Me levanté a buscar un cigarrillo. Encontré la cajetilla en el libro abierto que había estado leyendo un poco antes ese día.

«Escucha esto», dije, y leí el pasaje que había marcado: «El objeto de la literatura es ayudar al hombre a conocerse, reforzar su fe en sí mismo y apoyar sus esfuerzos por alcanzar la verdad…».

«Túmbate», me rogó. «Quiero oírte hablar, no leer».

«¡Hurra por los Karamazov!».

«¡Deja eso, Val! Vamos a hablar un poco más, por favor».

«De acuerdo, pues. ¿Qué me cuentas de Viena? ¿Visitaste a tu tío allí? Apenas me has contado nada de Viena, ¿te das cuenta? Ya sé que es un tema delicado… Roland y demás. Aun así…».

Me explicó que habían pasado poco tiempo en Viena. Además, no se le habría ocurrido visitar a sus familiares sin darles dinero. Roland no era la clase de persona que habría dado dinero a familiares pobres. Sin embargo, cuando se encontraban con un artista necesitado, ella le hacía gastar dinero en abundancia.

«¡Dios mío!», dije. «¿Y os encontrasteis alguna vez con alguna de las celebridades del mundo del arte? ¿Picasso, por ejemplo, o Matisse?».

«La primera persona que conocí», respondió, «fue Zadkine, el escultor».

«¡No me digas!», exclamé.

«Y después Edgar Varèse».

«¿Quién es ése?».

«Un compositor. Una persona maravillosa, Val. Lo adorarías».

«¿Alguien más?».

«Marcel Duchamp. ¿Sabes quién es, por supuesto?».

«¡Ya lo creo! ¿Qué clase de persona era?».

«El hombre más civilizado que he conocido en mi vida.», respondió sin vacilar.

«Eso es mucho decir».

«Ya lo sé, Val, pero es la verdad».

Siguió hablándome de otras personas que hacía conocido, artistas de los que nunca había oído hablar… Hans Reichel, Tihanyi, Michonze, todos pintores. Mientras hablaba, yo retenía mentalmente el nombre del hotel en que se había alojado en Viena: Hotel Muller, am Graben. Si alguna vez iba a Viena, tenía que echar un vistazo en el registro un día a ver con qué nombre se había inscrito.

«Supongo que no visitaste la tumba de Napoleón».

«No, pero sí que fuimos a Malmaison. Y casi vi una ejecución».

«No creo que te perdieras gran cosa, ¿verdad?».

Qué lástima, pensé, mientras ella seguía divagando, que charlas así se produjeran tan raras veces. Lo que más placer me daba era el carácter desordenado y caleidoscópico de sus charlas. Muchas veces, en las pausas, yo daba respuestas para mis adentros completamente distintas de las que pronunciaban mis labios. Por supuesto, la atmósfera de la habitación, los libros diseminados por aquí y por allá, el zumbido de una mosca, la posición de su cuerpo, la comodidad del sofá, añadían sabor a la conversación. No había nada que demostrar, postular ni sostener. Si una pared se desmoronaba, se desmoronaba. Las ideas pasaban como ramitas por un arroyo rumoroso. Rusia, ¿sigue humeando el camino bajo tus ruedas? ¿Truenan los puentes, cuando los cruzas? ¿Respuestas? ¿Qué necesidad había de respuestas? ¡Oh, vosotros, caballos! ¡Qué caballos! ¿Para qué esa espuma en la boca?

Cuando estaba preparándome para meterme en el sobre, recordé de repente que esa mañana había visto a MacGregor. Se lo conté, mientras ella se deslizaba por encima de mí para meterse entre las sábanas.

«Espero que no le hayas dado nuestra dirección», dijo.

«No hemos hablado. Él no me ha visto».

«Qué bueno», dijo, al tiempo que me cogía la picha.

«¿Qué es lo que es bueno?».

«Que no te viera».

«Pensaba que te referías a otra cosa».

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